Bajo la balsa

No es nada fácil para mí, desde la cama metálica reluciente de la clínica y bajo la doble vigilancia de la mirilla y del ojo de Bruno, reconstruir la humareda perezosa de los fuegos de hojarasca cachubas y los rayos oblicuos de una lluvia de octubre. Si no tuviera mi tambor, que, tratado con paciencia y habilidad, me va dictando todos los pormenores necesarios para verter al papel lo esencial, y si no contara además con la autorización del establecimiento para tocarlo de tres a cuatro horas diarias, sería yo ahora un pobre hombre sin abuelos conocidos.

En todo caso dice mi tambor: Aquella tarde de octubre del año noventa y nueve, mientras en el África del Sur el tío Kruger se limpiaba las hirsutas cejas anglófobas, ocurrió que entre Dirschau y Karthaus, junto al ladrillar de Bissau, bajo cuatro faldas de color uniforme, en medio de la humareda, de angustias y suspiros, bajo una lluvia oblicua acompañada de los nombres invocados en tono plañidero de los santos y bajo las preguntas insulsas y las miradas lacrimosas de dos guardias rurales, mi madre Agnés fue engendrada por el bajito pero fornido José Koljaiczek.

Ana Bronski, mi abuela, cambió de nombre en la oscuridad de aquella misma noche: dejóse así convertir, con el auxilio de un sacerdote liberal en materia de sacramentos, en Ana Koljaiczek, y siguió a José, si no a Egipto, por lo menos a la capital de la provincia, en las márgenes del Mottlau, en donde José encontró trabajo como balsero y, por el momento, la paz en lo que se refiere a los gendarmes.

Es sólo para avivar un poco la curiosidad por lo que no indico aquí todavía el nombre de aquella ciudad de la desembocadura del Mottlau, aunque siendo el lugar natal de mamá, bien merecía que se la nombrara desde ahora. A fines de julio del año cero cero —justo cuando el Kaiser acababa de decidir la duplicación de su flota de guerra— vio mamá la luz del día bajo el signo del León. Confianza en sí mismo y exaltación, generosidad y vanidad. La primera casa, llamada también Domus Vitae, en el signo del Ascendente: los Peces, propensos a sufrir influencias. La constelación del Sol en oposición a Neptuno, séptima casa o Domus Matrimonii Uxoris, había de acarrear complicaciones. Venus en oposición a Saturno, que, como es sabido, trae la enfermedad del bazo y del hígado y al que se llama el planeta ácido, que reina en el Capricornio y celebra su aniquilamiento en el León, que ofrece anguilas a Neptuno y recibe en cambio el topo, que gusta de la belladona, las cebollas y la remolacha, tose lava y agria el vino; compartía con Venus la octava casa, la mortal, y auguraba accidentes, en tanto que la concepción en el campo de patatas prometía una felicidad harto precaria bajo la protección de Mercurio en casa de los parientes.

He de hacer constar aquí la protesta de mamá, pues siempre ha negado que hubiera sido concebida en un campo de patatas. Sin duda su padre lo había intentado allí mismo —esto lo admitía— pero su posición, lo mismo que la de Ana Bronski, no parecía la más acertada para proporcionar a Koljaiczek los supuestos necesarios de la fecundación.

—Hubo de ocurrir por la noche, durante la huida, o en la carreta del tío Vicente, o puede que incluso en el Troyl, cuando los balseros nos dieron techo y albergue.

Con semejantes palabras solía mamá fechar la fundación de su existencia, y mi abuela, que bien debía saberlo, inclinaba con paciencia la cabeza y daba luego a entender a los presentes: —Claro que sí, mi hijita, que tuvo que ser en la carreta, o incluso puede que en el Troyl; ¡cómo iba a ser en el campo, con aquel ventarrón, y además que llovía a cántaros!

Vicente era el nombre del hermano de mi abuela. Después de la muerte prematura de su esposa, había emprendido la peregrinación a Tschenstochau, donde la Matka Boska Czestochowska le había ordenado ver en ella a la futura reina de Polonia. Desde entonces, se pasaba los días leyendo libros raros, hallaba en cada frase la confirmación de las pretensiones de la Madre de Dios al trono de Polonia y dejaba a su hermana al cuidado de la casa y de los dos pedazos de tierra. Jan, su hijo, que a la sazón contaba cuatro años y era un niño endeble, siempre a punto de llorar, cuidaba las ocas, coleccionaba estampitas y —¡precocidad fatal!— sellos de correo.

A aquella granja consagrada a la reina celestial de Polonia llevó pues mi abuela los cestos de patatas y a Koljaiczek, y cuando Vicente se enteró de lo que había sucedido corrió a Ramkau y despertó al cura para que, provisto de los sacramentos, lo acompañara y viniera a casar a Ana y José. Apenas el medio dormido reverendo hubo impartido su bendición entrecortada por bostezos y vuelto su eclesiástica espalda para irse, provisto de una buena tajada de tocino, Vicente enganchó el caballo a la carreta, cargó a los novios en la parte trasera de la misma, preparóles con paja y sacos vacíos una cama, sentó junto a sí en el pescante a su hijo Jan que tiritaba y soltaba algunas lágrimas y dio a entender al caballo que ahora se trataba de andar derecho y ligero en plena oscuridad, pues los desposados tenían prisa.

La noche era negra todavía, pero estaba ya a punto de desmayar, cuando el vehículo llegó al puerto maderero de la capital de la provincia. Unos amigos que, como Koljaiczek, ejercían el oficio de balseros, acogieron a la pareja fugitiva. Vicente pudo pues dar vuelta y enderezar otra vez el caballejo hacia Bissau: una vaca, la cabra, la marrana con sus lechones, las ocho ocas y el perro guardián esperaban en efecto su pitanza y, además, había de meter en cama al pequeño Jan, que tenía un poco de calentura.

José Koljaiczek permaneció oculto por espacio de tres semanas; acostumbró su pelo a un nuevo peinado con raya, se afeitó el bigote, se procuró papeles sin tacha, y encontró trabajo de balsero bajo el nombre de José Wranka. Ahora bien, ¿por qué para visitar a los negociantes de madera y los aserraderos necesitaba Koljaiczek llevar en el bolsillo los papeles del balsero Wranka, que se había ahogado a resultas de una riña en el Bug, más arriba de Modlin, sin que de ello se enteraran las autoridades? Pues porque, abandonando en una ocasión el oficio de balsero, había trabajado por algún tiempo en un aserradero cerca de Schwetz, y se había peleado con el amo. La cosa sucedió debido a que la mano provocadora de Koljaiczek había pintado una empalizada con los colores rojo y blanco, y el amo, para mostrar probablemente que a él no se la pintaba nadie, arrancó dos de aquellos maderos polacos, uno rojo y uno blanco, y los hizo astillas blanquirrojas sobre la espalda de Koljaiczek: motivo sobrado para que el apaleado esperara a la siguiente noche, más o menos estrellada y, en altas llamaradas rojas, hiciera subir al cielo el blanco aserradero, nuevo y rencién enjalbegado: férvido homenaje a una Polonia dividida, sin duda, pero no por ello menos unida.

O sea que Koljaiczek era un incendiario, y un incendiario recurrente. Porque a continuación y por espacio de algún tiempo, en toda la Prusia Occidental los aserraderos y los parques de madera fueron proporcionando uno tras otro pasto frecuente a la explosión flagrante de los sentimientos patrióticos polacos. Y, como siempre que se trata del futuro de Polonia, también la Virgen María andaba metida en aquel juego de incendios, no faltando testigos oculares —tal vez algunos vivían todavía— que afirmaran haber visto en los tejados de más de un aserradero a punto de hundirse a la Madre de Dios, ceñida la cabeza con la corona de Polonia. Cuentan que el pueblo, que nunca falta en los incendios espectaculares, entonaba entonces el himno de la Bogurodzica, la Madre de Dios, por donde se echa de ver que los incendios de Koljaiczek hubieron de ser algo solemne, y aun eran ocasión de juramentos.

Mientras el incendiario Koljaiczek iba así acumulando cargos en su contra, el balsero Wranka, en cambio, había sido siempre un individuo honrado, huérfano, inofensivo, inclusive algo limitado de facultades, al que nadie buscaba y nadie apenas conocía: un individuo que mascaba tabaco y lo repartía en raciones diarias, hasta el día en que el Bug lo acogió en su seno; dejó tras sí, en los bolsillos de su cazadora, sus papeles, amén de tres raciones de tabaco. Y comoquiera que el ahogado Wranka ya no podía presentarse y que nadie hubiera formulado a su propósito preguntas indiscretas, he aquí que Koljaiczek, que era más o menos de su estatura y tenía el cráneo redondo como él, se metió primero en su cazadora, luego en sus papeles y, finalmente, en su piel carente de antecedentes penales; dejó la pipa, se puso a mascar tabaco y adoptó aun lo más personal de Wranka, su tartamudez. De modo que, en los años que siguieron, fue un honrado balsero, ahorrador y ligeramente tartamudo, que condujo bosques enteros por el Niemen, el Bobr, el Bug y el Vístula. Hay que añadir que en los húsares del Kronprinz y a las órdenes de Mackensen llegó a sargento con el nombre de Wranka, porque éste no había hecho todavía su servicio militar, en tanto que Koljaiczek, que era cuatro años mayor que el ahogado, había servido ya como artillero en Thorn, donde fue conocido por su mala conducta.

Por mucho que roben, maten e incendien, los más peligrosos entre los ladrones, asesinos e incendiarios no dejan generalmente de estar al acecho de alguna ocasión que les permita abrazar un oficio más seguro. A algunos de ellos, buscada o casual, esta oportunidad llega a presentárseles. Y así Koljaiczek, convertido en Wranka, fue un excelente esposo, tan curado de su inflamado vicio que la simple vista de una cerilla le daba escalofríos. En su presencia, ni las inocentes cajas de cerillas abandonadas por descuido sobre la mesa de la cocina se sentían seguras —y eso que él habría podido ser su inventor. Por la ventana arrojaba de sí la tentación. Mi abuela, la pobre, pasaba toda clase de apuros para tener la comida lista al mediodía y llevarla caliente a la mesa. Y a menudo, durante las veladas, la familia permanecía sentada en la oscuridad, porque a la lámpara de petróleo le faltaba su llamita.

No quiere decir esto que Wranka fuese un tirano. Los domingos acompañaba a su Ana Wranka a la iglesia de la parte baja de la ciudad y, como antaño en el campo de patatas, le permitía, a ella que era su legítima esposa, que llevara puestas sus cuatro faldas. Durante el invierno, cuando los ríos estaban helados y los balseros no tenían trabajo, se quedaba tranquilamente en el Troyl, donde sólo vivían balseros, estibadores y obreros de los astilleros, y cuidaba de su hija Agnés, que, por lo visto, salía al padre, porque cuando no se deslizaba debajo de la cama se metía en el armario ropero, y cuando había visita, permanecía sentada con sus muñecas bajo la mesa.

Gustábale pues a la niña Agnés esconderse y saborear en su retiro una seguridad del mismo tipo, aunque de placer distinto, del que en su día hallara José bajo las faldas de Ana. Koljaiczek el incendiario estaba lo bastante chamuscado él mismo para comprender la necesidad de protección que sentía su hijita, y de ahí que en ocasión de construir en el saliente en forma de balcón de su pisito de un cuarto y medio una conejera, le añadiera a ésta un pequeño compartimiento hecho exactamente a la medida de la niña. Allí jugaba mamá con sus muñecas, y allí creció. Más adelante, cuando ya iba a la escuela, parece que abandonó las muñecas para jugar con bolas de vidrio y plumas de colores, mostrando así su precoz sentido de la belleza perecedera.

En gracia a que ardo en deseos de anunciar el inicio de mi propia existencia, se me permitirá que sin más comentarios deje deslizarse tranquilamente la balsa familiar de los Wranka hasta el año trece, aquel en que fue botado el Columbus en Schichau. Fue entonces cuando la policía, que nada olvida, dio con la pista del supuesto Wranka.

La cosa empezó con que Koljaiczek, como todos los años al finalizar el verano, había de conducir en agosto del año trece la gran armadía desde Kiev por el Pripet, a través del canal, luego por el Bug hasta Modlin y de aquí Vístula abajo. En el remolcador Radaune, que trabajaba por cuenta del aserradero, partieron en total doce balseros, desde Neufahr-Oeste por el remanso del Vístula hasta Einlage; luego remontaron el Vístula, pasando frente a Kásemark, Letzkau, Czattkau, Dirschau y Pieckel, y al anochecer anclaron en Thorn. Aquí subió a bordo el nuevo dueño del aserradero, que había de vigilar en Kiev la compra de la madera. Al levar anclas el Radaune a las cuatro de la mañana, corrió la voz de que se hallaba a bordo. Koljaiczek lo vio por vez primera a babor, a la hora del desayuno. Estaban sentados todos, unos frente a otros, mascando y sorbiendo café de cebada. Koljaiczek lo reconoció en seguida. El hombre, fornido y con el pelo empezándole a clarear la coronilla, hizo traer vodka y servirlo en las tazas vacías de café. En plena deglución y mientras en la otra punta seguían sirviendo vodka, se presentó: —Para información de ustedes, soy el nuevo dueño del aserradero, me llamo Dückerhoff y exijo disciplina.

A petición suya, por el orden en que estaban sentados y uno después de otro, los balseros fueron diciendo sus nombres y vaciando a continuación sus respectivas tazas, con la correspondiente sacudida, cada vez, de la nuez de la garganta. Koljaiczek vació su taza y dijo luego, mirándole a los ojos: «Wranka». Dückerhoff inclinó ligeramente la cabeza, como lo había hecho con los otros, y repitió el nombre Wranka, lo mismo que lo había hecho antes con los de los demás balseros. Sin embargo, Koljaiczek tuvo la impresión de que había pronunciado el nombre del balsero ahogado con una entonación algo especial: no con mayor fuerza, sino más bien en forma un tanto pensativa.

Con el concurso de pilotos que se iban relevando, y sorteando hábilmente los bancos de arena, el Radaune cabeceaba contra la corriente arcillosa de fluir constante. A derecha e izquierda, más allá de los diques, el paisaje era siempre el mismo: un paisaje acá llano, allá ondulado, de campos ya cosechados. Setos, cañadas, depresiones invadidas por la retama, entre granjas aisladas: un paisaje hecho para cargas de caballería, para una división de ulanos operando una conversión a la izquierda en la depresión arenosa, para húsares saltando por encima de los setos, para los sueños de jóvenes capitanes de caballería, para la batalla que ya fue una vez y que siempre vuelve de nuevo, pidiendo el cuadro histórico: tártaros boca abajo, dragones encabritados, caballeros teutónicos que caen, el Maestre de la Orden manchando el manto con su sangre, sin que falte un detalle a la coraza, hasta ese otro al que derriba con su sable el duque de Masovia; caballos como no se ven en ningún circo, tan blancos y nerviosos, llenos de borlas, los tendones reproducidos con minuciosidad extrema, los ollares hinchados, color carmesí, de los que salen unas nubéculas atravesadas por lanzas con banderolas, apuntando hacia abajo, y, partiendo el cielo y los arreboles de la tarde, los sables; y allí, al fondo —porque todo cuadro tiene su fondo—, pegada al horizonte, una aldehuela que humea apaciblemente entre las patas traseras del caballo azabache, una aldehuela con sus chozas de techos de musgo y paja y, detrás de las chozas, provisionalmente en reserva, los lindos tanques que sueñan en el mañana, en el día en que también ellos puedan figurar en el cuadro y desembocar en la llanura, más allá de los diques del Vístula, cual potros juguetones entre la caballería pesada.

Cerca de Wloclawek, Dückerhoff tocó con un dedo la chaqueta de Koljaiczek: —Oiga, Wranka, ¿por casualidad no trabajó usted, hace tantos y cuantos años, en el aserradero de Schwetz, aquél que luego ardió, eh?— Koljaiczek sacudió pesadamente la cabeza, como si le costara trabajo moverla, y logró imprimir a su mirada una expresión tan triste y cansada, que Dückerhoff, expuesto a ella, se abstuvo de más preguntas.

Cuando al llegar a Modlin, en la confluencia del Bug con el Vístula, Koljaiczek, como lo hacen todos los balseros, escupió tres veces por la borda, Dückerhoff, que estaba con un puro junto a él, le pidió fuego. Al oír esta palabreja y la de cerilla que siguió, Koljaiczek cambió de color. —¿Qué le pasa, hombre? No hay que ruborizarse porque le pida fuego. ¿Es usted una muchacha, o qué?

Y no fue hasta que hubieron dejado atrás Modlin cuando se le quitó a Koljaiczek aquel rubor, que no era en modo alguno de vergüenza, por supuesto, sino más bien un reflejo tardío de los aserraderos que él había entregado a las llamas. Entre Modlin y Kiev, o sea remontando el Bug, a través del ca4 nal que une a éste con el Pripet, y hasta que el Radaune, siguiendo el Pripet, llegó al Dniéper, no se produjo entre Koljaiczek-Wranka y Dückerhoff coloquio alguno digno de mención. Cierto que en el remolcador, entre los balseros, entre éstos y los maquinistas, entre el timonel, los maquinistas y el capitán, y entre éste y los pilotos en relevo constante, pasarían naturalmente muchas cosas, como las que dicen que pasan, y seguramente pasan, entre los hombres. Por mi parte, puedo imaginarme fácilmente una disputa entre los balseros cachubas y el timonel, natural de Stettin, o aun un conato de motín: reunión a popa, se echan suertes, se dan consignas, se afilan las navajas.

Pero dejemos esto. No hubo ni disputas políticas, ni puñaladas germano-polacas, ni otra acción principal alguna en forma de motín provocado por la injusticia social. Devorando tranquilamente su carbón, el Radaune seguía su curso; en una ocasión —creo que fue un poco más allá de Plock— encalló en un banco de arena, pero logró desprenderse por sus propios medios. Un breve cambio de palabras entre el capitán Barbusch y el piloto ucraniano, fue toda la consecuencia: el diario de a bordo apenas tendría más que consignar.

Si yo debiera o quisiera llevar un diario de a bordo de los pensamientos de Koljaiczek, o aun un diario de la vida interior de un dueño de aserradero como Dückerhoff, tendría sin duda incidentes y aventuras bastantes que consignar: sospechas, confirmación, recelo y, casi al propio tiempo, disimulo presuroso del recelo. Lo que es miedo, lo tenían los dos. Más Dückerhoff que Koljaiczek, porque nos hallábamos en Rusia. Dückerhoff hubiera podido caer fácilmente por la borda, como en su día el pobre Wranka; hubiera podido encontrarse —porque ahora estábamos ya en Kiev—, en alguno de aquellos grandes parques madereros, tan vastos, que uno puede fácilmente perder en semejante laberinto de madera a su ángel de la guarda, bajo una pila de troncos que se desmorona de repente y que ya nada puede contener. O también hubiera podido ser salvado. Salvado por un Koljaiczek que primero pescara al dueño del aserradero de las aguas del Pripet o del Bug, o que luego, en el supremo instante, tirándolo hacia atrás, sustrajera a Dückerhoff, en el parque maderero sin lugar para el ángel de la guarda, a la avalancha de los troncos. ¡Qué bello sería poder narrar ahora que Dückerhoff, medio ahogado o medio aplastado, respirando aún con dificultad y con la sombra de la muerte todavía en la mirada, le había dicho al supuesto Wranka al oído: —Gracias, Koljaiczek, gracias —y luego, después de la pausa indispensable—: Ahora estamos en paz: ¡no se hable más de ello!

Y, con ruda amistad, se habrían mirado sonriendo algo confusos, los ojos varoniles enturbiados por las lágrimas, cambiando luego un apretón de manos algo tímido pero calloso.

Ya hemos visto esta escena en películas de perfecta técnica fotográfica, cuando al director se le ocurre convertir a dos hermanos de actuación, pero enemigos, en compinches unidos en adelante en la fortuna y la adversidad y destinados a correr juntos mil aventuras todavía.

Pero Koljaiczek no halló oportunidad ni de dejar que Dückerhoff se ahogara ni de arrancarlo de las garras de la muerte en forma de troncos que rodando se le vinieran encima. Atento y velando por los intereses de su empresa, Dückerhoff compró en Kiev la madera, vigiló todavía la composición de las nueve balsas, repartió entre los balseros, conforme a la costumbre, un buen puñado de dinero en moneda rusa para el viaje de retorno, y se sentó luego en el tren que, pasando por Varsovia, Modlin, Deusch-Eylau, Marienburg y Dirschau lo llevó donde estaba su negocio; el aserradero se encontraba en el puerto maderero, entre los astilleros de Klawitter y de Schichau.

Antes de dejar que desde Kiev los balseros desciendan durante varias semanas de arduo trabajo río abajo, pasen luego el canal y lleguen finalmente al Vístula, me pregunto si Dückerhoff estaba seguro de haber reconocido en Wranka al incendiario Koljaiczek. Diría por mi parte que, mientras se hallaba a bordo de un mismo barco con el inofensivo y servicial Wranka, al que todos querían a pesar de sus limitaciones, el dueño del aserradero confiaba en no tener de compañero de viaje a un Koljaiczek dispuesto a todo. Esta esperanza no lo abandonó hasta que se vio sentado en el acojinado compartimiento del ferrocarril. Y al llegar el tren a la terminal y hacer su entrada en la estación central de Danzig —ahora sí lo digo—, Dückerhoff había tomado sus decisiones a la Dückerhoff: hizo cargar su equipaje en un coche que se lo llevara a la casa, se dirigió con paso ligero, puesto que no llevaba maleta, a la delegación de policía del Wiebenwall, que queda allí cerca, subió de dos en dos las escaleras hasta la puerta principal, y, después de una breve búsqueda presurosa, halló aquel cuarto que estaba amueblado con la sobriedad necesaria para sacarle a Dückerhoff un informe sucinto y limitado exclusivamente a los hechos. No es, pues, que el dueño del aserradero presentara ninguna denuncia, sino que pidió simplemente que se investigara el caso Koljaiczek-Wranka, del que la policía le prometió ocuparse.

Durante las semanas siguientes, mientras la madera con las caobanas de caña y los balseros se deslizaba río abajo, fueron llenándose en múltiples oficinas numerosas hojas de papel. Había aquí, en primer lugar, el acta del servicio militar de José Koljaiczek, soldado de segunda del regimiento número tantos de la artillería de campaña de la Prusia Occidental. Dos veces tres días de arresto había debido cumplir el mal artillero por haber gritado a voz en cuello consignas anarquistas, mitad en alemán y mitad en polaco, en estado de embriaguez. Tales manchas en vano se habrían buscado en los papeles del sargento Wranka, que había cumplido su servicio en el segundo regimiento de los húsares de la guardia, en Langfurk. Antes bien, el tal Wranka se había distinguido gloriosamente en calidad de enlace de su batallón y había causado al Kronprinz, en ocasión de las maniobras, una excelente impresión, habiendo recibido de éste, que llevaba siempre táleros en el bolsillo, un tálero Kronprinz de regalo. Claro que este tálero no figuraba en la hoja de servicios del sargento Wranka, sino que fue mi abuela Ana la que lo confesó, entre grandes lamentos, al ser sometida a interrogatorio junto con su hermano Vicente.

Y no fue sólo dicho tálero lo que invocó para combatir el calificativo de incendiario. Podía exhibir papeles en los que resultaba reiteradamente que ya en el año cero cuatro José Wranka había ingresado en el cuerpo de bomberos voluntarios de la municipalidad de Danzig, y durante los meses de invierno, en los que todos los balseros estaban cesantes, había combatido más de un incendio. Existía también un acta oficial atestiguando que, cuando el gran incendio del depósito del ferrocarril del Troyl, el año cero nueve, el bombero Wranka no sólo había apagado el fuego, sino que había salvado a dos aprendices cerrajeros. Y en términos análogos se expresó el capitán Hecht, de los bomberos, citado como testigo. Éste declaró lo siguiente: —¿Cómo puede ser incendiario aquél que vemos que apaga? ¿Acaso no lo veo todavía en lo alto de la escalera cuando ardió la iglesia de Heubude? Cual fénix surgiendo de entre las cenizas y las llamas, apagaba no sólo el fuego, sino el incendio de este mundo y la sed de Nuestro Señor Jesucristo. En verdad os digo: El que a este hombre con el casco de bombero, que tiene prioridad de paso en las calles, al que quieren las compañías de seguros, y que siempre lleva un poco de ceniza en el bolsillo, sea ello como símbolo o por razón de su oficio; el que a este fénix magnífico quiera llamarlo gallo rojo, ése merece en verdad que con una rueda de molino atada al cuello…

Ustedes se habrán dado cuenta de que el capitán Hecht, de los bomberos voluntarios, era un pastor elocuente, que subía domingo tras domingo al púlpito de su parroquia, la de Santa Bárbara de Langgarten, y que mientras duraron las investigaciones contra Koljaiczek-Wranka no desdeñó inculcar en sus feligreses, con palabras por ese estilo, parábolas del celeste bombero y el incendiario infernal.

Sin embargo, comoquiera que los funcionarios de la policía no iban a la iglesia de Santa Bárbara y que, por otra parte, la palabreja fénix les sonara más a ofensa contra Su Majestad que a justificación de Wranka, la actividad de éste como bombero voluntario se convirtió más bien en cargo adicional.

Se mandaron recoger testimonios de varios aserraderos y apreciaciones de los municipios de origen: Wranka había visto la luz del día en Tuchel, en tanto que Koljaiczek era natural de Thorn. Pequeñas contradicciones en las declaraciones de algunos balseros más viejos y de parientes lejanos. El cántaro volvía siempre a la fuente, y al fin no le quedaba más remedio que romperse. Al llegar los interrogatorios a este punto, la gran armadía entraba precisamente en territorio del Reich, y a partir de Thorn se la vigiló discretamente, apostándose observadores en los puertos de escala.

Mi abuelo sólo se dio cuenta de la vigilancia pasado Dirschau. Se lo esperaba. Puede que esa pereza rayana en melancolía que lo invadía de vez en cuando le impidiera intentar en Letzkau, o tal vez en Kásemark, una fuga que allí, en una región que le era tan familiar, y con la ayuda de algunos balseros abnegados, habría resultado todavía posible. A partir de Einlage, al entrar las balsas lentamente y chocando unas contra otras en el remanso del Vístula, un bote pescador con más tripulación de lo necesario empezó a seguirlas, disimuladamente y no tan disimuladamente. Poco después de Plehnenhof, las dos lanchas motoras de la policía portuaria salieron de repente de entre los cañaverales de la orilla, y zigzagueando sin cesar, empezaron a agitar con sus surcos las aguas cada vez más salobres que anunciaban ya el puerto. Pasado el puente de Heubude empezaba el cordón de los «azules». En los parques madereros frente al astillero de Klawitter, en los astilleros más chicos, en el puerto maderero que se iba ensanchando cada vez más hacia el Mottlau, en los pontones de los distintos aserraderos, en el puente de su propia empresa, en el que lo esperaba su familia: por todas partes se veían azules. Por todas partes, excepto del lado de Schichau, en donde todo estaba empavesado: aquí se preparaba otra cosa, se iba, sin duda, a botar algo; había un gran gentío y un revuelo de gaviotas; todo estaba de fiesta —¿sería; en honor de mi abuelo?

Sólo cuando mi abuelo vio el puerto maderero repleto de uniformes azules y cuando las lanchas empezaran a marcar un curso cada vez más ominoso, haciendo pasar las olas por encima de las balsas, fue cuando comprendió que el lujo de aquel despliegue de fuerzas le estaba dedicado a él, y cuando despertó en él su antiguo corazón de Koljaiczek incendiario: entonces, escupiendo lejos de sí al manso Wranka, escabullándose de la piel del bombero voluntario Wranka y desprendiéndose en alta voz y sin atascarse del Wranka tartamudo, huyó sobre las balsas, descalzo por las vastas superficies fluctuantes, descalzo por un entarimado sin cepillar, de un tronco a otro, en dirección a Schichau, donde las banderas ondeaban alegremente al viento, siempre adelante, hacia donde estaban a punto de botar algo sin menoscabo de la abundancia de troncos en el agua. Ni de los bellos discursos, en que nadie llamaba a Wranka y menos aún a Koljaiczek, sino en que se decía: Yo te bautizo con el nombre de barco de S. M. Columbus, América, más de cuarenta mil toneladas de desplazamiento, treinta mil HP, barco de Su Majestad, salón de fumadores de primera clase, cocina de segunda clase a babor, sala de gimnasia de mármol, biblioteca, América, barco de Su Majestad, cubierta de paseo. Salud a Ti oh vencedor entre laureles, la banderola del puerto de matrícula, el Príncipe Enrique junto al timón; y mi abuelo Koljaiczek, descalzo, rozando apenas los troncos con la punta de los pies, hacia la charanga sonora, un pueblo que tiene tales Príncipes, de balsa en balsa, el pueblo lanza gritos de júbilo, Salud a Ti oh vencedor entre laureles, y las sirenas de todos los astilleros y de todos los barcos y remolcadores anclados en el puerto, y las de los yates, Columbus, América, libertad; y dos lanchas que lo persiguen con feroz alegría de balsa en balsa, las balsas de Su Majestad, y que le cortan el paso, y obligan al aguafiestas a detenerse, ahora que iba tan lanzado. Y hele ahí solitario sobre una balsa, abandonado a sí mismo, cuando ya creía vislumbrar América; pero las lanchas se le llegan y no tiene más remedio que despegar —y allí pudo verse nadar a mi abuelo: nadaba hacia una balsa que se adentraba en el Mottlau. Pero hubo de sumergirse a causa de las lanchas y a causa de ellas hubo de permanecer bajo el agua, y la balsa flotaba por encima de él, interminable, sin acabar nunca de pasar, cada balsa engendrando otra balsa, hasta que: balsa de tu balsa, por todas las balsas de los siglos, amén.

Las lanchas pararon sus motores. Ojos inexorables escrutaban la superficie del agua. Pero ya Koljaiczek se había despedido definitivamente y se había sustraído a la banda de música, a las sirenas, a las campanas de los barcos y al barco de Su Majestad, al discurso bautismal del Príncipe Enrique y a las gaviotas alocadas de Su Majestad; se había sustraído definitivamente al «Salud a Ti oh vencedor entre laureles» y a las adulaciones a Su Majestad en ocasión de la botadura del barco de Su Majestad; se había sustraído definitivamente a América y al Columbus, a las investigaciones de la policía y a la madera infinita.

Jamás se logró encontrar el cadáver de mi abuelo. Y yo, convencido firmemente por mi parte de que halló la muerte bajo la balsa, he de atenerme de todos modos, en gracia a la verosimilitud, a dar aquí todas las versiones de posibles salvamentos milagrosos.

Se dijo que bajo la balsa había hallado un hueco entre los maderos suficiente para permitirle mantener sus órganos respiratorios sobre la superficie del agua. Hacia arriba el hueco se hacía tan angosto que escapó a la vista de los policías, que, hasta muy entrada la noche, fueron registrando las balsas y aun las cabañas de caña sobre las mismas. Luego (se sigue contando) se habría dejado llevar por la corriente bajo el manto de la oscuridad y habría alcanzado, extenuado sin duda pero con buena fortuna, la otra orilla del Mottlau y el terreno del astillero de Schichau; aquí se habría escondido en el depósito de chatarra, y más adelante, con el auxilio probablemente de unos marinos griegos, habría logrado subir a bordo de uno de aquellos buques petroleros grasientos que ya en más de una ocasión han brindado protección a otros fugitivos.

Otros han sostenido que Koljaiczek, que era un buen nadador y contaba con mejores pulmones todavía, habría logrado atravesar bajo el agua no sólo la balsa interminable, sino también el ancho restante, considerable todavía, del Mottlau, habría alcanzado felizmente la orilla del lado del astillero de Shichau, se habría mezclado aquí disimuladamente entre los obreros del astillero, y finalmente, confundido con la multitud entusiasta, habría entonado con ella el «Salud a Ti oh vencedor entre laureles» y habría escuchado y aplaudido ruidosamente el discurso inaugural del Príncipe Enrique a propósito del Columbus; después de lo cual, una vez terminada felizmente la botadura y con su ropa a medio secar, se habría escabullido sigilosamente, para colocarse al día siguiente como polizón —y aquí la segunda versión coincide con la primera— en alguno de aquellos petroleros griegos de mala fama.

Para completar, vaya aquí todavía una tercera fábula absurda, según la cual mi abuelo, lo mismo que un leño flotante, habría sido llevado por la corriente hasta alta mar, donde unos pescadores de Bolhnsack lo habrían recogido y entregado, fuera de las tres millas jurisdiccionales, a una balandra sueca. Y allí, en Suecia, la fábula lo deja recuperarse lenta y milagrosamente, llegar a Malmó, etcétera, etcétera.

Todo esto no son más que bobadas y habladurías de pescadores. Yo, por mi parte, tampoco daría un solo centavo por las afirmaciones de aquellos testigos oculares, charlatanes de todos los puertos, que pretendían haber visto a mi abuelo en Buffalo, EE.UU., poco después de la primera Guerra Mundial. Joe Colchic se habría llamado aquí, achacándosele el comercio de madera con el Canadá. Lo describían como accionista de manufacturas cerilleras, fundador de compañías de seguros y hombre inmensamente rico, y lo pintaban sentado en un rascacielos detrás de un escritorio enorme, con los dedos cargados de brillantes deslumbrantes, adiestrando a su escolta personal, que llevaba el uniforme de los bomberos, cantaba en polaco y se llamaba la Guardia del Fénix.