Interludio

SLOAT EN ESTE MUNDO / ORRIS EN LOS TERRITORIOS (III)

Poco después de las siete de la mañana del día que siguió al salto de Jack y Richard desde Thayer, Morgan Sloat se detuvo junto al bordillo ante la verja principal de la escuela Thayer. Aparcó en un espacio marcado por el letrero: SÓLO INVÁLIDOS. Sloat le lanzó una mirada indiferente, se metió la mano en el bolsillo, sacó una ampolla de cocaína y usó una pequeña parte. En pocos momentos el mundo pareció ganar en color y vitalidad. Era una sustancia maravillosa. Se preguntó si podría cultivarse en los Territorios y si seria más potente en ellos.

El propio Gardener había despertado a Sloat en su casa de Beverly Hills a las dos de la madrugada para contarle lo ocurrido; era medianoche en Springfield. La voz de Gardener temblaba. Era evidente que le aterraba provocar la cólera de Morgan y que estaba furioso de no haber podido alcanzar a Jack Sawyer por menos de una hora.

—Ese muchacho… ese muchacho malo, malo…

Sloat no sólo no se encolerizó sino que permaneció muy tranquilo. Experimentó una especie de predestinación, inspirada, a su juicio, por aquella otra parte de él, la que llamaba «su personalidad de Orris».

—Calma —recomendó—. Iré hacia allí lo antes posible. Quédese ahí y espere, muchacho.

Interrumpió la comunicación antes de que Gardener pudiera añadir algo y volvió a acostarse en la cama. Cruzó las manos sobre el estómago y cerró los ojos. Hubo un momento de ingravidez… sólo un momento… y entonces tuvo una sensación de movimiento debajo de él. Oyó el crujido de tirantes de cuero, el gemido y ruido sordo de toscos muelles de hierro y las maldiciones del cochero.

Y abrió los ojos como Morgan de Orris.

Como siempre, su primera reacción fue de puro deleite; en comparación con esto, la cocaína era aspirina infantil. Su pecho se había estrechado y su peso, disminuido. Los latidos cardíacos de Morgan Sloat oscilaban entre ochenta y cinco por minuto y ciento veinte cuando se enfurecía; los de Orris rebasaban raramente los sesenta y cinco. La vista de Morgan Sloat le había sido graduada en 20/20, pero Morgan de Orris veía mejor. Era capaz de ver y seguir el curso de cada grieta en el costado de la diligencia, y podía maravillarse de la finura de las cortinas de malla que ondeaban en las ventanillas. La cocaína había embotado su nariz y su sentido del olfato, pero la nariz de Orris estaba totalmente despejada y podía oler el polvo, la tierra y el aire con una fidelidad perfecta; era como si percibiera y apreciara cada molécula.

Detrás de él había dejado una cama de matrimonio vacía que aún conservaba la forma de su fornido cuerpo. Aquí se hallaba sentado en un banco mejor acolchado que el asiento de cualquier Rolls-Royce, viajando en dirección oeste hacia el final de las Avanzadas, a un lugar llamado Estación de las Avanzadas, para ver a un hombre llamado Anders. Sabía estas cosas y sabía con exactitud dónde se encontraba porque Orris continuaba presente en su cabeza, hablándole como puede hablar el lado derecho del cerebro al izquierdo racional durante las fantasías, con una voz baja pero perfectamente clara. Sloat había hablado a Orris en este mismo tono en las pocas ocasiones en que Orris había emigrado a lo que Jack ya consideraba como los Territorios Americanos. Cuando uno emigraba y entraba en el cuerpo del propio Gemelo, el resultado era una especie de posesión benigna. Sloat había leído acerca de casos más violentos de posesión y aunque el tema no le interesaba demasiado, sospechaba que los pobres desgraciados víctimas de semejante aflicción habían sido poseídos por viajeros dementes de otros mundos… o quizá era el mundo americano en sí lo que los había enloquecido. Esto último parecía más posible y no cabía duda de que había preocupado al pobre Orris las dos o tres primeras veces que había dado el salto, aunque la intensa emoción disminuía su terror.

La diligencia dio un gran tumbo; en las Avanzadas, uno debía aceptar los caminos tal como estaban y agradecer su presencia. Orris se removió en el asiento, con punzadas de dolor en el pie deforme.

—¡Arri, malditos! —murmuró arriba el cochero, haciendo restallar el látigo—. ¡Adelante, hijos de putas muertas! ¡Arri!

Sloat sonrió por el placer de estar aquí, aunque sólo era para unos breves momentos. Ya sabía lo que necesitaba saber; la voz de Orris se lo había comunicado. La diligencia llegaría a la Estación de las Avanzadas —escuela Thayer en el otro mundo— mucho antes de la mañana. Era posible que pudiera cogerlos allí si se habían entretenido; de lo contrario, las Tierras Arrasadas los esperaban. Le dolía y enfurecía que Richard estuviera con el mocoso Sawyer, pero si se imponía hacer un sacrificio… bueno, Orris había perdido a su hijo y sobrevivido.

Lo que había mantenido vivo a Jack tanto tiempo era el exasperante hecho de su naturaleza única; cuando el chico saltaba a un lugar, siempre lo hacía en un lugar análogo al que abandonaba. Sloat, en cambio, siempre iba a parar adonde se encontraba Orris, que podía estar a kilómetros de distancia de donde necesitaba ir… como en este caso, por ejemplo. Había tenido suerte en el área de descanso, pero Sawyer aún había sido más afortunado.

—Tu suerte se terminará muy pronto, amiguito —dijo Orris. La diligencia dio otro gran tumbo. Orris hizo una mueca y luego sonrió. Por lo menos, la situación se simplificaba a medida que la confrontación final adquiría implicaciones más amplias y profundas.

Basta.

Cerró los ojos y cruzó los brazos. Durante un momento sintió otra punzada de dolor en el pie deforme… y cuando abrió los ojos, Sloat estaba mirando el techo de su apartamento. Como siempre, hubo un instante en que los kilos de más le pesaron con desagradable fuerza y su corazón reaccionó con un latido doble y una aceleración.

Se levantó entonces y llamó a Jets Comerciales de la Costa Oeste. Setenta minutos más tarde abandonaba Los Angeles. El brusco despegue casi vertical del Lear le hizo sentir lo mismo de siempre: como si le hubieran atado un soplete al culo. Aterrizaron en Springfield a las cinco cincuenta, hora central, justo cuando Orris estaría acercándose a la Estación de las Avanzadas en los Territorios. Sloat había alquilado un coche de Hertz y aquí estaba. Viajar en Estados Unidos tenía sus ventajas.

Se apeó del coche y, justo cuando los timbres matutinos empezaban a sonar, entró en el campus de la escuela Thayer que su hijo había abandonado hacía tan poco tiempo.

Todo era la esencia de una mañana normal en la escuela. La música de la capilla entonaba un cántico matutino, algo clásico pero no del todo reconocible, que sonaba un poco como el Te Deum, pero no lo era. Unos estudiantes pasaron por el lado de Sloat mientras se dirigían al comedor o a sus ejercicios de la mañana. Quizá estaban un poco más silenciosos de lo habitual y todos ofrecían el mismo aspecto, pálido y algo aturdido, como si hubieran compartido un sueño inquietante.

Lo cual era cierto, pensó Sloat. Se detuvo un momento delante de Nelson House, contemplándola con expresión pensativa. Ignoraban lo fundamentalmente irreales que eran todos, como lo son todos los seres que viven cerca de los lugares fronterizos entre dos mundos. Caminó hacia un lado del edificio y observó a un empleado que recogía cristales rotos esparcidos por el suelo como diamantes falsos. Por encima de su espalda encorvada, Sloat podía ver la sala de estar de Nelson House, donde un Albert el Glóbulo extrañamente tranquilo veía una película de Bugs Bunny.

Sloat empezó a caminar hacia la Estación, pensando en la primera vez que Orris había saltado a este mundo. Pensó en aquel tiempo con una nostalgia que, si uno se paraba a analizarlo, era francamente grotesca; después de todo, había estado a punto de morir. Ambos habían estado a punto de morir. Pero aquello fue en mitad de los años cincuenta y ahora él tenía cincuenta y cinco… lo cual significaba una gran diferencia.

Volvía de la oficina y el sol se ponía en la neblina de Los Angeles, tiñéndola de matices morados y amarillos sucios; esto sucedía en los tiempos en que la niebla de Los Angeles aún no había empezado a espesarse. Iba por Sunset Boulevard y contemplaba un cartel que anunciaba un nuevo disco de Peggy Lee cuando una oleada de frialdad en su mente, como si un manantial brotara de improviso en su subconsciente, derramando algo extraño y fantasmal que parecía… parecía…

(semen)

… bueno, no sabía con exactitud qué parecía, excepto que en seguida había adquirido calor y conciencia y tuvo el tiempo justo de comprender que se trataba de él, Orris, antes de que todo se sumiera en la confusión, como si una puerta secreta hubiese girado sobre sus goznes —una librería en un lado, una cómoda Chippendale en el otro, ambas en perfecta armonía con el ambiente de la habitación— y vio a Orris sentado ante el volante de un Ford puntiagudo de 1952, Orris vistiendo el traje cruzado marrón y la corbata John Penske, Orris llevándose la mano a la ingle, no por dolor sino por una curiosidad ligeramente asqueada. Orris, naturalmente, no había llevado nunca calzoncillos.

Recordaba que hubo un momento en que el Ford casi se subió a la acera y entonces Morgan Sloat —que ahora era la mente secundaria— se había encargado de aquella parte de la operación y Orris había quedado libre para seguir su camino, admirándolo todo con ojos muy abiertos, casi medio loco de alegría. Y lo que quedaba de Morgan Sloat también estaba encantado, encantado como el hombre que enseña por primera vez su nuevo hogar a un amigo y ve que a su amigo le gusta tanto como a él mismo.

Orris entró en un bar para automovilistas y, después de manosear torpemente los billetes desconocidos de Morgan, pidió una hamburguesa, patatas fritas y un batido espeso de chocolate, enumerando sus preferencias con facilidad, porque brotaban de aquella mente secundaria como brota el agua de un manantial. El primer mordisco de Orris a la hamburguesa fue vacilante… pero engulló el resto en un santiamén, con la misma velocidad con que Lobo engullera su primer bocadillo doble. Se llenó la boca de patatas con una mano mientras sintonizaba una emisora en la radio con la otra, eligiendo un delicioso popurrí de jazz y Perry Como y antiguos y rítmicos blues. Succionó todo el batido y entonces pidió otra ración de todo.

Cuando estaba a la mitad de la segunda hamburguesa —Orris, y con él Sloat— empezó a sentir náuseas. De pronto, las cebollas fritas le parecieron demasiado fuertes, demasiado grasientas; de pronto, el olor de los gases de escape se extendió por doquier. Los brazos empezaron a picarle con rabia. Se quitó la chaqueta (el segundo batido, que era de moca, se volcó, salpicando de helado el asiento del Ford) y se miró los brazos. Ya los tenía casi cubiertos de feas manchas rojas con centros rojos. El estómago le dio un vuelco, se asomó a la ventanilla y mientras vomitaba en la bandeja sujeta a la puerta, sintió que Orris huía de él, volviendo a su propio mundo…

—¿Puedo ayudarle, señor?

—¿Hummmm? —Sobresaltado en su ensoñación, Sloat miró en su torno. Un muchacho alto y rubio, de evidente distinción, se encontraba allí cerca. Vestía como un estudiante, con un impecable blazer azul de franela encima de una camisa abierta y un par de Levis descoloridos.

Se apartó el pelo de los ojos, que tenían una expresión aturdida y soñadora.

—Soy Etheridge, señor. Quizá pueda ayudarle. Parece usted… perdido.

Sloat sonrió. Estuvo a punto de decir —pero no lo dijo—: No, el que parece perdido eres tú, amigo mío. Todo iba bien. El mocoso Sawyer continuaba en libertad, pero Sloat sabía adonde se dirigía y esto significaba que Jacky estaba encadenado. La cadena era invisible, pero seguía siendo una cadena.

—Perdido en el pasado, esto es todo —respondió—. En los viejos tiempos. No soy un intruso aquí, señor Etheridge, si es esto lo que le preocupa. Mi hijo es un estudiante, Richard Sloat.

Los ojos de Etheridge se tornaron más soñadores durante un momento… desorientados y perplejos. De pronto se animaron.

—¡Richard, claro! —exclamó.

—Subiré a ver al director. Sólo quería dar un vistazo antes de ir.

—Muy bien. —Etheridge consultó su reloj—. Tengo trabajo en el comedor esta mañana, de modo que si está seguro de encontrarse bien…

—Muy seguro.

Etheridge asintió con la cabeza, le dedicó una sonrisa vaga y se alejó.

Sloat le siguió con la mirada y entonces examinó el terreno entre su posición y Nelson House. Se fijó de nuevo en la ventana rota; había sido un tiro certero. Era probable —más que probable— que los dos chicos hubieran emigrado a los Territorios desde algún punto situado entre Nelson House y este edificio octogonal de ladrillo. Si quería, podía seguirlos; entrar —la puerta no tenía cerradura— y desaparecer. Y reaparecer dondequiera que el cuerpo de Orris estuviese en este momento. Tenía que ser cerca; quizá incluso frente a la Estación. Era una tontería emigrar a un punto que en la geografía de los Territorios podía estar a doscientos kilómetros del lugar apetecido y sin otro medio de cubrir la distancia que una carreta o, aún peor, lo que su padre llamaba «las propias patas».

Seguramente los chicos habían continuado andando hacia las Tierras Arrasadas y si así era, las Tierras Arrasadas darían buena cuenta de ellos. Y el Gemelo de Sol Gardener, Osmond, sería más que capaz de sacar toda la información que Anders conocía. Osmond y su horrible hijo. No había necesidad de emigrar.

Sólo tal vez para echar un vistazo. Por el placer y la diversión de ser nuevamente Orris, aunque fuera por unos pocos segundos.

Y para asegurarse, claro. Toda su vida, desde la infancia en adelante, había sido un ejercicio de seguridad.

Miró a su alrededor para cerciorarse de que Etheridge no se había demorado y entonces abrió la puerta de la Estación y entró.

Olía a rancio, a oscuridad y a una increíble nostalgia… el olor del maquillaje pasado y de la lona. Por un momento tuvo la insensata idea de que había hecho algo aún más increíble que emigrar; viajar a través del tiempo hasta los días en que aún no se había graduado y él y Phil Sawyer eran unos estudiantes locos por el teatro.

Entonces sus ojos se adaptaron a la penumbra y vio los decorados desconocidos y casi ridículos: un busto en yeso de Pallas para la producción de El cuervo, una extravagante jaula dorada, una librería llena de libros falsos y recordó que tenía ante sí el pretexto de la escuela Thayer para un «pequeño teatro».

Se detuvo un momento, respirando profundamente en medio del polvo, y dirigió una mirada hacia un polvoriento rayo de sol que entraba a través de una estrecha ventana. La luz tembló y su color dorado se intensificó de repente, adquiriendo el tono de una luz de lámpara. Estaba en los Territorios. Como por ensalmo, ya estaba en los Territorios. Sintió una momentánea y emocional exaltación ante la rapidez del cambio. En genera] se producía una pausa y había la sensación de resbalar de un lugar a otro, intervalo que parecía guardar una proporción directa con la distancia que separaba los cuerpos físicos de sus dos personalidades, Sloat y Orris. En una ocasión, cuando emigró desde Japón, donde había negociado un trato con los hermanos Shaw para una novela terrorífica sobre estrellas de Hollywood amenazadas por una ninja enloquecida, la pausa se había prolongado tanto, que había temido perderse para siempre en el purgatorio vacío y sin sentido existente entre los mundos. Pero esta vez estaban cerca… ¡muy cerca! Como en las escasas ocasiones, pensó

(Orris pensó)

en que un hombre y una mujer alcanzan el orgasmo en el mismo instante y mueren juntos en el sexo.

El olor de lona y pintura seca fue sustituido por el aroma ligero y agradable del aceite de lámparas de los Territorios. El de la lámpara que estaba sobre la mesa se fundía emanando oscuras membranas de humo. A su izquierda se hallaba otra mesa con platos toscos en los que se congelaban los restos de una comida. Tres platos.

Orris se acercó, arrastrando un poco su pie deforme, como siempre. Inclinó uno de los platos y la luz de la lámpara formó un tornasol en la grasa solidificada. ¿Quién comió de este plato? ¿Fue Anders, Jason o Richard… el muchacho que también habría sido Rushton si mi hijo hubiese vivido?

Rushton se ahogó mientras nadaba en un estanque no lejos de la Casa Grande. Habían ido de excursión. Orris y su esposa bebieron bastante vino. El sol quemaba. El niño, muy pequeño, estaba dormido. Orris y su esposa hicieron el amor y se durmieron a su vez al agradable calor del sol vespertino. Orris se sobresaltó al oír los gritos del niño. Rushton se había despertado y bajado hasta el agua, donde caminó y flotó un poco, moviendo las piernas, sin asustarse a pesar de que ya no podía tocar el fondo. Orris fue cojeando a la orilla, se zambulló y nadó todo lo de prisa que pudo hasta donde se había hundido el niño. Fue su pie, su maldito pie, lo que le retrasó e impidió salvar la vida de su hijo. Cuando llegó a su lado, logró agarrarlo por los pelos y arrastrarlo hasta la orilla… pero para entonces Rushton ya estaba azul y muerto.

Margaret se quitó la vida menos de seis semanas después.

Siete meses más tarde, el hijo de Morgan Sloat estuvo a punto de ahogarse en la piscina de la Asociación de Jóvenes Cristianos de Westwood durante una clase de remo. Le sacaron del agua tan azul y muerto como Rushton… pero el guarda le aplicó la técnica del boca a boca y Richard Sloat se salvó.

Dios da en sus clavos, pensó Orris y en aquel instante un profundo ronquido le hizo volver la cabeza.

Anders, el guarda de la estación, yacía en un rincón sobre su camastro, con la manta subida de cualquier modo hasta cubrir sus calzones. Una jarra de barro estaba volcada cerca de él; gran parte del vino que contenía se había derramado, empapándole el pelo.

Volvió a roncar y gimió como si tuviera una pesadilla.

Ninguna pesadilla puede ser tan mala como será tu futuro, pensó Orris con expresión sombría. Se acercó más, haciendo ondear su capa y miró a Anders sin ninguna piedad.

Sloat era capaz de planear un asesinato, pero siempre había sido Orris quien había emigrado una y otra vez para perpetrar el acto. Fue Orris en el cuerpo de Sloat quien intentó ahogar al lactante Jack Sawyer con una almohada mientras un locutor comentaba un combate de boxeo en la habitación contigua, Orris quien dirigió el asesinato de Phil Sawyer en Utah (y también el asesinato de su Gemelo, el príncipe plebeyo Philip Sawtelle, en los Territorios).

A Sloat le gustaba la sangre, pero últimamente era alérgico a ella como lo era Orris a la comida y el aire americanos. Era Morgan de Orris, en un tiempo apodado Morgan el de la Pata Coja, quien había ejecútalo los actos planeados por Sloat.

Mi hijo murió; el suyo todavía vive. El hijo de Sawtelle murió; el de Sawyer todavía vive. Pero estas cosas pueden remediarse. Serán remediadas. No tendrás tu Talismán, amiguito. Los dos recibiréis una versión radiactiva de Oatley; ambos debéis una muerte a los platillos de la balanza. Dios da en sus clavos.

—Y si Dios no lo hace, podéis estar seguros de que lo haré yo —dijo en voz alta.

El hombre que yacía en el suelo volvió a gemir, como si lo hubiera oído. Orris dio un paso más hacia él, quizá con intención de despertarle a puntapiés, y de pronto ladeó la cabeza. Oyó ruido de cascos en la distancia, el débil crujido y el tintineo de los arneses y los roncos gritos de los conductores.

Debía ser Osmond. Muy bien. Osmond se encargaría de este asunto; él no tenía gran interés en interrogar a un hombre con resaca cuyas contestaciones conocía de antemano.

Orris cojeó hasta la puerta, la abrió y contempló el magnífico amanecer de los Territorios, teñido de color melocotón. De esta dirección —la del amanecer— procedían los sonidos de los jinetes que se aproximaban. Se permitió a sí mismo absorber un momento aquel hermoso resplandor y luego se volvió de nuevo hacia el oeste, donde el cielo tenía aún el color de una magulladura reciente. La tierra estaba a oscuras… excepto donde el primer rayo el sol rebotaba en un par de brillantes líneas paralelas.

Muchachos, os dirigís hacia vuestras muertes, pensó Orris con satisfacción… Y de pronto se le ocurrió una idea que aún le causó una satisfacción mayor: sus muertes ya podrían haberse producido.

—Bien —dijo Orris, cerrando los ojos.

Un momento después, Morgan Sloat agarraba la manecilla de la puerta del pequeño teatro de la escuela Thayer, volviendo a abrir los ojos y planeando su viaje de regreso a la costa oeste.

Quizá es hora de viajar un poco por el sendero de los recuerdos —pensó—. A una ciudad de California llamada Point Venuti. Primero, tal vez, un viaje al este —una visita a la Reina— y luego…

—La brisa marina —dijo al busto de Pallas— me sentará bien. Se agachó y cruzó el umbral, olió otra vez el trasquilo que llevaba en el bolsillo (apenas notando ahora los olores de la lona y el maquillaje) y, refrescado de este modo, caminó colina abajo hacia su coche.