SLOAT EN ESTE MUNDO (II)
Del bolsillo de su voluminosa parka (la había comprado convencido de que al este de las Rocosas Norteamérica era un desierto helado a partir de] primero de octubre y ahora sudaba a mares), Morgan Sloat sacó una pequeña caja de acero. Bajo el cierre había diez botoncitos y un óvalo de cristal amarillo traslúcido de un centímetro de altura por cinco centímetros de longitud. Pulsó cuidadosamente varios botones con la uña del índice de la mano izquierda y una serie de números aparecieron unos instantes en la ventanilla. Sloat había comprado este artilugio, considerado como la caja de caudales más pequeña del mundo, en una tienda de Zurich. Según el vendedor, ni siquiera una semana en un horno crematorio destruiría la integridad de su acero al carbono. Ahora se abrió con un clic.
Sloat levantó las dos diminutas alas de terciopelo de joyero, descubriendo algo que poseía desde hacía más de veinte años, desde mucho antes de que hubiera nacido aquel odiado mocoso que le estaba causando todas estas molestias. Era una empañada llave de estaño y en un tiempo había servido para dar cuerda a un soldado mecánico de juguete. Sloat había visto el soldadito en el escaparate de una quincallería de la extraña localidad de Point Venuti, California, una pequeña ciudad por la que sentía un gran interés. Movido por un impulso demasiado fuerte para ser frenado (y en realidad ni siquiera deseó frenarlo; Morgan Sloat siempre consideró los impulsos una virtud), entró y pagó cinco dólares por el soldado abollado y polvoriento… y en cualquier caso, no era el soldado lo que quería, sino la llave, que había llamado su atención y luego susurrado algo a su oído. Quitó esta llave de la espalda del soldado y se la guardó en el bolsillo en cuanto hubo salido de la quincallería. Luego tiró el soldado a una papelera que había frente a la librería del Planeta Peligroso.
Ahora Sloat, que estaba junto a su coche en el área de descanso de Lewisburg, sacó la llave y la contempló. Como la púa de Jack, la llave de estaño se transformaba en otra cosa en los Territorios. Una vez, al volver, la había dejado caer en el vestíbulo del antiguo edificio de oficinas. Y algo de la magia de los Territorios debía persistir en ella, porque aquel idiota de Jerry Bledsoe murió frito menos de media hora después. ¿La había recogido Jerry, o tal vez pisado? Sloat no lo sabía y no le importaba un bledo. Y tampoco le habría importado nada la suerte de Jerry —y considerando que el electricista había suscrito una póliza de seguros que especificaba una indemnización doble por muerte accidental (el superintendente del edificio, con quien Sloat compartía a veces una pipa de hachís, le había pasado esta pequeña información), Sloat imaginaba que Nita Bledsoe había hecho el gran negocio—, de no haberle puesto frenético la pérdida de la llave. Fue Phil Sawyer quien la encontró y se la devolvió con este único comentario:
—Aquí tienes, Morg. Es tu amuleto, ¿verdad? Debes tener un agujero en el bolsillo. La he encontrado en el vestíbulo después de que se llevaran al pobre Jerry.
Sí, en el vestíbulo. En el vestíbulo, donde todo olía como el motor de un Waring Blendor que hubiera corrido a toda velocidad durante nueve horas. En el vestíbulo, donde todo estaba ennegrecido, retorcido y fundido.
Excepto esta humilde llave de estaño.
La cual era, en el otro mundo, una rara especie de tubo luminoso y que Sloat colgó ahora de una fina cadena de plata alrededor de su cuello.
—Vengo a por ti, Jacky —dijo Sloat con una voz de inflexión casi tierna—. Ya es hora de poner un fin repentino a todo este ridículo asunto.