EL TERREMOTO
Pasó un rato antes de que Jack se diera cuenta de que el Agincourt se estremecía y se desplomaba a su alrededor y ello no era de extrañar porque estaba aturdido por el asombro. En cierto sentido no se encontraba en el Agincourt ni en Point Venuti ni en el condado de Mendocino ni en California ni en los Territorios americanos ni en los otros Territorios; y sin embargo, estaba en ellos y también en un número infinito de otros mundos y, además, en todos al mismo tiempo. Tampoco estaba en un solo lugar de todos estos mundos, sino por doquier, porque él era estos mundos. Por lo visto el Talismán era mucho más de lo que incluso su padre había creído; no sólo el eje de todos los mundos posibles, sino los mundos en sí… los mundos y los espacios que había entre ellos.
Aquí había el trascendentalismo suficiente para volver loco incluso a un santón tibetano que viviera en una cueva. Jack Sawyer estaba en todas partes; Jack Sawyer era todas las cosas a la vez. Una brizna de hierba en un mundo situado a cincuenta mil mundos de distancia de la tierra moría de sed en una pradera del centro de un continente que más o menos correspondía en situación a África; Jack moría con aquella brizna de hierba. En otro mundo, dos dragones copulaban en el centro de una nube suspendida sobre el planeta y el encendido aliento de su éxtasis se mezclaba con el aire frío y provocaba lluvias e inundaciones en el suelo. Jack era el dragón macho; Jack era el dragón hembra; Jack era el esperma; Jack era el óvulo. Muy lejos en el éter, a un millón de universos de distancia, tres motas de polvo flotaban en grupo en el espacio interestelar. Jack era el polvo y Jack era el espacio que lo rodeaba. En torno a su cabeza se abrían las galaxias como largos rollos de papel y el destino las perforaba al azar, convirtiéndolas en rollos de pianola macrocósmicos que podían tocar cualquier cosa, desde el ragtime al canto fúnebre. Jack hundía los dientes ávidos en una naranja; la carne mordida de Jack gritaba bajo los dientes. Era un trillen de motas de polvo bajo un billón de camas. Era una cría de canguro que soñaba con su vida anterior en la bolsa de su madre mientras ésta brincaba por una llanura de color púrpura donde corrían y retozaban conejos grandes como ciervos. Era jamón de un jarrete en Perú y los huevos incubados por las gallinas del gallinero de Ohio que estaba limpiando Buddy Parkins. Era el guano que empolvaba la nariz de Buddy Parkins y los pelos temblorosos que pronto le harían estornudar; era el estornudo; era los gérmenes del estornudo; era los átomos de estos gérmenes; era las partículas elementales de los átomos que viajaban hacia atrás en el tiempo hasta el big bang al principio de la creación.
Su corazón daba un vuelco y mil soles explotaban y se convertían en novas. Vio una miríada de gorriones en una miríada de mundos y marcó la caída o el progreso de cada uno de ellos.
Murió en el infierno de las minas de los Territorios.
Vivió como un virus de la gripe en la corbata de Etheridge.
Corrió con el viento a lugares remotos.
Era…
Oh, era…
Era Dios. Dios o algo tan parecido que no habla diferencia. ¡No! —gritó Jack, aterrorizado—. ¡No quiero ser Dios! ¡Por favor, por favor, no quiero ser Dios, SOLO QUIERO SALVAR LA VIDA DE MI MADRE!
Y de repente el infinito se cerró como una baraja en manos de un fullero. Se estrechó hasta reducirse a un rayo de luz blanca y cegadora y Jack lo siguió hasta el salón de baile de los Territorios, donde sólo habían transcurrido unos segundos. Todavía llevaba el Talismán en las manos.
Fuera, la tierra había empezado a contonearse como una bailarina de feria. La incipiente pleamar cambió de idea y se retiró a toda prisa, dejando al descubierto la arena tostada por el sol como los muslos de una aspirante a estrella. Sobre la arena saltaban unos peces extraños que parecían gelatinosos coágulos de ojos.
Las montañas de detrás de la ciudad eran teóricamente de roca sedimentaria, pero cualquier geólogo que les hubiera echado un vistazo habría dicho en seguida que estas rocas estaban tan lejos de ser sedimentarias como los nuevos ricos de los Cuatrocientos. Las montañas de Point Venuti eran en realidad fango con una erección y ahora se resquebrajaron y dividieron en mil absurdas direcciones. Se mantuvieron erguidas un momento, mientras las grietas se abrían y cerraban como bocas, y de pronto empezaron a bajar en avalancha hacia el pueblo. Lluvias de suciedad bajaron por la pendiente y entre la suciedad había rocas tan grandes como las fábricas de neumáticos Toledo.
La Brigada de Lobos de Morgan había sido diezmada por el imprevisto ataque a Camp Readiness de Jack y Richard. Ahora su número se redujo aún más cuando muchos de ellos echaron a correr, gimiendo con temor supersticioso. Algunos se catapultaron a su propio mundo y una parte de ellos consiguió huir, pero la mayoría fueron succionados por los solevantamientos. Una cadena de cataclismos similares ocurrió en todos los mundos, como programados por un agrimensor. Un grupo de tres Lobos ataviados con chaquetas de motorista de los Fresno Demons llegaron hasta su coche —un viejo Lincoln Mark IV— y consiguieron recorrer una manzana y media, al son de la trompeta de Harry James retransmitida por una cassette, antes de que cayera del cielo un gran trozo de piedra que aplastó completamente el vehículo.
Otros se limitaron a correr, gritando, por las calles, víctimas del cambio. La mujer de las cadenas en los pezones paseaba serenamente delante de ellos, arrancándose mechones de pelo rubio. De pronto ofreció uno de estos mechones a un Lobo; las raíces ensangrentadas oscilaban como puntas de algas mientras ella trataba de mantenerse en equilibrio sobre el suelo movedizo.
—¡Toma! —gritó, sonriendo serenamente—. ¡Un ramillete para ti!
El Lobo, nada sereno, la decapitó de un mordisco y siguió corriendo calle abajo.
Jack estudió el objeto que sostenía, atónito como un niño que ve a un tímido animal del bosque acercarse a él y comer de su mano.
Resplandecía entre sus palmas, centelleante.
Sigue los latidos de mi corazón, pensó.
Parecía hecho de cristal, pero su tacto era un poco blando. Lo apretó y cedió ligeramente. El color se extendió a partir de los puntos de presión en deliciosas ondas: azul oscuro del lado de su mano izquierda y carmesí del de la derecha. Sonrió… pero la sonrisa se borró en seguida.
Puedes matar a un billón de personas haciendo esto… incendios, inundaciones. Dios sabe qué. Recuerda el edificio que se derrumbó en Angola, Nueva York, después de que… No, Jack —murmuró el Talismán, y Jack comprendió por qué había cedido bajo la suave presión de sus manos. Estaba vivo, claro que sí—. No, Jack: todo irá bien… todo irá bien… todas las cosas irán bien. Sólo has de creer; ser fiel; resistir; no desfallecer ahora.
Paz en su interior… oh, una paz tan profunda…
Arco iris, arco iris, arco iris, pensó Jack y se preguntó si podría alguna vez decidirse a soltar este maravilloso juguete.
En la playa, bajo el paseo entablado, Gardener se había echado de bruces, dominado por el terror. Sus dedos escarbaban en la arena suelta. Lloriqueaba.
Morgan se tambaleó hasta él como un borracho y arrancó el transmisor del hombro de Gardener.
—¡Quedaos fuera! —vociferó al micrófono y entonces se dio cuenta de que había olvidado pulsar la tecla de EMISIÓN y lo hizo ahora—. ¡QUEDAOS FUERA! ¡SI INTENTÁIS SALIR DEL PUEBLO, LAS MALDITAS MONTAÑAS CAERÁN SOBRE VUESTRAS CABEZAS! ¡BAJAD HASTA AQUÍ! ¡VENID A MI LADO! ¡TODO ESTO NO ES MÁS QUE UN PUÑADO DE MALDITOS EFECTOS ESPECIALES! ¡BAJAD AQUÍ! ¡FORMAD UN CIRCULO EN TORNO A LA PLAYA! ¡LOS QUE VENGAN SERÁN RECOMPENSADOS! ¡LOS QUE NO VENGAN MORIRÁN EN LAS MINAS Y EN LAS TIERRAS ARRASADAS! ¡BAJAD AQUÍ! ¡EL CAMINO ESTÁ EXPEDITO! ¡AQUÍ NO PODRÁ CAER NADA SOBRE VOSOTROS! ¡BAJAD AQUÍ, MALDITA SEA!
Tiró el transmisor, que se partió en dos. Escarabajos de largas antenas empezaron a salir de él a docenas.
Se agachó y tiró de Gardener, que chillaba y tenía el rostro lívido.
—Arriba, hermosura —dijo.
Richard gritó, todavía inconsciente, cuando la mesa sobre la que yacía le tiró al suelo. Jack oyó el grito, que le distrajo de su fascinada contemplación del Talismán.
Se dio cuenta de que el Agincourt crujía como un buque en plena tempestad. A su alrededor se desprendían los listones de madera, dejando al descubierto polvorientas vigas que oscilaban de un lado a otro como lanzaderas en un telar. Gusanos albinos se retorcían y alejaban de la clara luz del Talismán.
—¡Ya voy, Richard! —gritó y empezó a cruzar la habitación, tambaleándose. Se cayó una vez, pero manteniendo en alto la resplandeciente esfera, pues sabía que era vulnerable… Si recibía un golpe lo bastante fuerte, se rompería y sólo Dios conocía las consecuencias. Cayó sobre una rodilla y luego sentado, pero logró ponerse de nuevo en pie.
Desde abajo, Richard volvió a gritar.
—¡Richard! ¡Ya voy!
Arriba sonaron una especie de cascabeles. Jack levantó la vista y vio que el candelabro oscilaba como un péndulo; el sonido provenía de los colgantes de cristal. En aquel mismo instante la cadena se rompió y cayó sobre el pavimento inestable como una bomba de diamantes en lugar de explosivo. El cristal se diseminó por doquier.
Jack dio media vuelta y salió de la habitación a grandes zancadas; parecía un cómico de opereta interpretando a un marinero borracho.
Enfiló el pasillo. Primero fue lanzado contra una pared y luego contra la otra mientras el suelo se resquebrajaba y abría. Cada vez que chocaba contra la pared apartaba de sí el Talismán, con los brazos como tenazas que sostuvieran un carbón encendido.
Nunca lograrás bajar las escaleras.
Debo hacerlo. Debo hacerlo.
Llegó al rellano donde se había enfrentado con el caballero negro. El mundo se movió en otra dirección; Jack se tambaleó y vio rodar el yelmo por el suelo y desaparecer.
Jack continuó mirando hacia abajo. Las escaleras se movían en oleadas grandes y retorcidas que le provocaban náuseas. Un listón de madera se desprendió, dejando un agujero negro y tembloroso.
—¡Jack!
—¡Ya voy, Richard!
No podrás bajar por esas escaleras. Es imposible, muchachito.
He de hacerlo. He de hacerlo.
Sosteniendo en las manos el precioso y frágil Talismán, Jack empezó a bajar un tramo de escalera, que ahora parecía una alfombra voladora árabe en el centro de un ciclón.
Los escalones subían y bajaban y Jack fue lanzado hacia el mismo agujero por el que había caído el yelmo del caballero negro. Gritó y trató de saltar hacia atrás, sosteniendo el Talismán contra su pecho con una mano y agitando la izquierda en el aire. Agitándola en vano ya que pisó el vacío y cayó hacia atrás.
Habían pasado cincuenta segundos desde que empezara el terremoto. Sólo cincuenta segundos… pero los supervivientes de un terremoto cuentan que el tiempo objetivo, el tiempo de reloj, pierde todo su sentido durante un temblor de tierra. Tres días después del terremoto de 1964 en Los Angeles, un reportero de la televisión preguntó a un superviviente que había estado cerca del epicentro cuánto había durado el seísmo.
—Todavía dura —contestó con calma el superviviente.
Sesenta y dos segundos después de que empezara el terremoto, casi todas las montañas de Point Venuti decidieron obedecer al destino y convertirse en las llanuras de Point Venuti. Cayeron sobre la ciudad con un fragor sordo, dejando un único saliente de roca algo más dura que apuntaba al Agincourt como un dedo acusador. Desde una de las colinas desplomadas, una sucia chimenea sobresalía en el aire como un pene obsceno.
En la playa, Morgan Sloat y Sol Gardener se apoyaban el uno en el otro, dando la impresión de que bailaban el huía. Gardener se había descolgado del hombro el Weatherbee. Se les habían unido unos cuantos Lobos, con ojos desorbitados por el terror o brillantes de rabia demoníaca. Se acercaban otros. Todos habían cambiado o se hallaban en pleno cambio. La ropa les pendía en harapos. Morgan vio a uno de ellos tirarse al suelo y empezar a morderlo, como si la tierra temblorosa fuera un enemigo al que pudiera matar. Morgan contempló esta locura y desvió la mirada. Un camión con las palabras NIÑO SALVAJE escritas en los lados con letras psicodélicas cruzó a toda marcha la plaza de Point Venuti, donde en otro tiempo los niños pedían helados a sus padres y ondeaban banderines decorados con la fachada del Agincourt. El camión se dirigió al lado opuesto de la plaza, se subió a la acera y continuó su loca carrera hacia la playa, atravesando las vallas de solares en venta. La tierra se abrió en una última grieta y el NIÑO SALVAJE que había matado a Tommy Woodbine desapareció para siempre, con el capó hacia abajo. Brotó una llamarada cuando explotó el depósito de carburante. Al verlo, Sloat pensó vagamente en una disertación de su padre sobre el Fuego de Pentecostés. Entonces la tierra se cerró de repente.
—Sujétate bien —gritó a Gardener—. Creo que el edificio va a desplomarse encima de él y aplastarle, pero si logra salir, tú le disparas, tanto si el terremoto sigue como si no.
—¿Sabremos si ESO se rompe? —chilló Gardener. Morgan Sloat sonrió como un jabalí en un cañaveral.
—Lo sabremos —contestó—. El sol se volverá negro. Setenta y cuatro segundos.
La mano izquierda de Jack intentó agarrarse a los ruinosos restos del pasamanos. El Talismán resplandecía contra su pecho y las líneas de latitud y longitud que lo circundaban despedían el mismo brillo que los filamentos de alambre de una bombilla encendida. Los tacones se le ladearon y las suelas empezaron a deslizarse.
¡Me caigo, Speedy! Voy a…
Setenta y nueve segundos.
Paró.
De repente, paró.
Sólo que para Jack, como para aquel superviviente del terremoto de 1964, aún continuaba, por lo menos en una parte de su cerebro. En una parte de su cerebro la tierra continuaría temblando para siempre como un pedazo de gelatina.
Evitó al agujero, echándose atrás, y fue tambaleándose hasta el centro de la retorcida escalera, jadeando, con la cara brillante de sudor, abrazando contra su pecho la resplandeciente estrella del Talismán. Se detuvo y escuchó el silencio.
En alguna parte, algo pesado —tal vez un escritorio o una cómoda— que se había bamboleado al borde del vacío, cayó con un ruido ensordecedor.
—¡Jack! ¡Te lo ruego! ¡Creo que me estoy muriendo! —La voz plañidera y débil de Richard sonaba como si el muchacho se hallara en efecto muy cerca de la muerte.
—¡Ya voy, Richard!
Empezó a bajar las escaleras, que ahora eran irregulares, inclinadas e inseguras. Faltaban muchos escalones y era preciso saltar hasta el siguiente. En un lugar faltaban cuatro seguidos y tuvo que saltar con una mano apoyada en la vacilante barandilla y la otra apretando el Talismán contra su pecho.
Aún seguían cayendo cosas. Trozos de cristal se estrellaban y tintineaban entre sí. En alguna parte sonaba el agua de un retrete, chorreando con insistencia una y otra vez.
El mostrador de madera de secoya del vestíbulo estaba partido por el centro. La puerta, sin embargo, abierta de par en par, dejaba entrar una brillante franja de sol y la vieja y húmeda alfombra parecía chisporrotear y despedir vapor en protesta por aquella luz.
Ha aclarado —pensó Jack—. Fuera luce el sol. Y después: Vamos a salir por esa puerta, Richie, muchacho. Tú y yo. Muy derechos y aún más orgullosos.
El pasillo al que daba el bar Garza y que conducía al comedor le recordó los decorados de los viejos espectáculos del barrio antiguo, donde reinaba el desorden y la suciedad. Aquí el suelo se inclinaba hacia la izquierda o hacia la derecha o formaba dos montículos como las jorobas de un camello. El Talismán iluminaba la penumbra como la linterna más grande del mundo.
Empujó la puerta del comedor y vio a Richard tendido en el suelo y hecho un lío con el mantel. Le salía sangre de la nariz. Al acercarse, vio que una de las pústulas se había abierto y unos gusanos blancos salían de ella y se arrastraban por las mejillas de Richard. En aquel instante, uno salió de la larva sobre su nariz.
Richard gritó, con un sonido débil e incoherente como un estertor, y se lo arrancó. Fue el grito de alguien que agoniza de dolor.
Bajo su camisa pululaban aquellos bichos, hinchándola y arrugándola.
Jack corrió, tropezando, hacia él… y la araña, colgada en las tinieblas, escupía a ciegas su veneno.
—¡Maldito ladrón! —farfulló con su voz de insecto, lastimera y monótona—. ¡Oh, maldito ladrón, devuélvelo a su sitio, devuélvelo a su sitio!
Sin pensarlo, Jack levantó el Talismán. Éste proyectó sus puros y blancos destellos —fuego de arco iris— y la araña se arrugó y ennegreció. En cuestión de un segundo se convirtió en un trozo minúsculo de carbón humeante que osciló y al final se detuvo en el aire.
No había tiempo de abstraerse ante este portento. Richard estaba moribundo.
Jack se acercó a él, se arrodilló a su lado y apartó el mantel como si fuera una sábana.
—Por fin lo hemos conseguido, compinche —murmuró, intentando no ver los gusanos que salían a rastras de la carne de Richard. Levantó el Talismán, pensó un momento y entonces lo puso sobre la frente de Richard. Éste gritó con desesperación y se contorsionó para esquivarlo, pero Jack le sujetó poniéndole el brazo sobre el pecho y no fue difícil dominarle. Los gusanos que se quemaron bajo el Talismán despidieron un horrible tufo.
¿Y ahora qué? Puedo hacer algo más, pero, ¿qué?
Miró a su alrededor y posó la vista sobre la canica verde que dejara en poder de Richard, la canica que era un espejo mágico en el otro mundo. Ante sus ojos rodó por sí sola unos dos metros y luego se detuvo. Rodó, sí; rodó porque era una canica y las canicas ruedan. Son redondas, redondas como el Talismán.
En su mente aturdida se hizo la luz.
Sin soltar a Richard, Jack hizo rodar lentamente el Talismán a lo largo de su cuerpo. Cuando llegó al pecho, Richard dejó de luchar. Jack creyó que se había desmayado, pero una rápida ojeada le demostró que no era así. Richard le miraba con una incipiente comprensión…
¡… y los granos de su cara habían desaparecido! ¡Los chichones duros y rojos estaban palideciendo!
—¡Richard! —exclamó, riendo como un loco—. ¡Richard, mira esto! ¡Buana hacer magia!
Hizo rodar despacio el Talismán por el vientre de Richard, dirigiéndolo con la palma. El Talismán resplandecía y cantaba una clara y muda sinfonía de salud y curación. Lo bajó hasta la ingle; entonces juntó las piernas de Richard y lo pasó por el hueco que quedaba entre ellas hasta los tobillos. El Talismán resplandecía, primero con luz azulada… después roja… amarilla… y verde como la hierba de los prados en junio.
Y al final volvió a ser blanca.
—Jack —susurró Richard—. ¿Es esto lo que hemos venido a buscar?
—Sí.
—Es hermoso —dijo Richard, y añadió, vacilante—: ¿Puedo sostenerlo?
Jack experimentó un súbito sentimiento de mezquindad. Apretó contra sí el Talismán durante unos segundos. ¡No! ¡Podrías romperlo! Además, ¡es mío! ¡He atravesado todo el país por él! ¡He luchado contra los caballeros por él! ¡No puedes cogerlo! ¡Es mío! ¡Mío! ¡Mí…!
Sintió de repente que el Talismán irradiaba en sus manos un frío terrible y durante un momento —un momento más temible para Jack que todos los terremotos de todos los mundos pasados o futuros— se tino de un negro gótico. Su luz blanca se extinguió y en su rico y portentoso interior tanatrópico vio el hotel negro.
Los símbolos cabalísticos —lobo, cuervo y estrella genital retorcida— volvieron a ser torrecillas, almenas y aleros, hinchados como verrugas llenas de espesos y malignos jugos.
¿Querrías ser el nuevo Agincourt? —murmuró el Talismán—. Incluso un muchacho puede convertirse en hotel… si tal es su deseo.
Oyó con claridad la voz de su madre en la cabeza: Si no quieres compartirlo, Jack-O, si no te atreves a confiarlo a tu amigo, será mejor que te quedes donde estás. Si no te atreves a compartir el premio —a arriesgarlo—, no te molestes siquiera en volver a casa. Los chicos oyen esta misma cantinela toda su vida, pero cuando llega la hora de estar a la altura o cerrar el pico, nunca es la misma, ¿verdad? Si no eres capaz de compartirlo, déjame morir, compañero, porque no quiero vivir a este precio.
El peso del Talismán se le antojó de pronto inmenso, el peso de muchos cuerpos muertos. Sin embargo, Jack pudo levantarlo y ponerlo en las manos de Richard, que a pesar de ser blancas y esqueléticas, lo sostuvieron con facilidad y Jack comprendió que la sensación de peso había sido producto de su imaginación, de su mezquindad retorcida y enfermiza. Cuando el Talismán volvió a centellear con su gloriosa luz blanca, Jack sintió desvanecerse la oscuridad de su propio interior. Se le ocurrió vagamente que sólo se puede expresar la propiedad de una cosa renunciando libremente a ella… pero este pensamiento se esfumó en seguida.
Richard sonrió y la sonrisa embelleció su cara. Jack había visto sonreír a Richard muchas veces, pero en esta sonrisa había una paz que antes no estaba presente, una paz que escapaba a su comprensión. Vio a la luz blanca y bienhechora del Talismán que el rostro de Richard, aunque todavía enfermo y demacrado, se estaba curando. Richard abrazó al Talismán como si fuera un niño pequeño y sonrió a Jack con los ojos brillantes.
—Si esto es el Expreso de Seabrook Island —dijo—, quizá compre un billete para toda la temporada. Si salimos alguna vez de aquí.
—¿Te encuentras mejor?
La sonrisa de Richard casi resplandeció como la luz del Talismán.
—Mundos mejor —contestó—. Ahora ayúdame a levantarme, Jack.
Jack se dispuso a cogerle por el hombro. Richard le alargó el Talismán.
—Será mejor que lo cojas antes. Aún estoy débil y él quiere volver contigo. Lo siento.
Jack lo cogió y ayudó a Richard a levantarse. Richard le pasó un brazo por el cuello.
—¿Listo… compinche?
—Sí —dijo Richard—. Listo. Pero tengo la impresión de que la ruta por mar está descartada, Jack. Creo que he oído derrumbarse la terraza durante el gran fragor.
—Saldremos por la puerta principal —anunció Jack—. Aunque Dios tendiera un puente sobre el océano, desde las ventanas hasta la playa, yo saldría por la puerta principal. No estamos huyendo de este lugar, Richie; salimos como huéspedes de pago. Tengo la sensación de haber pagado mucho. ¿Qué crees tú?
Richard extendió su mano delgada, con la palma para arriba. Aún quedaban algunas manchitas rojas.
—Creo que debemos intentarlo —respondió—. Chócala, Jacky. Jack descargó la palma sobre la de Richard y ambos se dirigieron hacia el pasillo; Richard seguía con el brazo en tomo al cuello de Jack.
A medio camino del vestíbulo, Richard se fijó en los escombros de metal.
—¿Qué diablos es esto?
—Latas de café —sonrió Jack—. De la mejor clase.
—Jack, ¿qué diablos significa est…?
—Olvídalo, Richard —contestó Jack. Sonreía y seguía sintiéndose feliz, pero aun así la tensión volvía a entumecer su cuerpo. El terremoto había pasado… pero no del todo. Ahora los esperaba Morgan. Y Gardener.
No importa. Que ocurra lo que tenga que ocurrir. Llegaron al vestíbulo y Richard miró con asombro las escaleras, el destrozado mostrador de recepción, los trofeos y los banderines caídos. La cabeza disecada de un oso negro tenía el hocico insertado en un casillero de cartas, como oliendo algo bueno… miel, quizá.
—Caramba —exclamó Richard—. Casi no ha quedado nada entero.
Jack condujo a Richard hacia la puerta de doble batiente y observó la mirada ávida que su amigo dirigió a la pequeña franja de luz solar.
—¿Estás realmente preparado para esto, Richard?
—Sí.
—Tu padre está ahí fuera.
—No, no está. Ha muerto. Lo único que queda de él es su… ¿cómo lo llamas? Su Gemelo.
—Oh.
Richard asintió con la cabeza. A pesar de la proximidad del Talismán, volvía a parecer exhausto.
—Si.
—Es probable que se organice una buena pelea.
—Bueno, haré lo que pueda.
—Te quiero, Richard. Richard sonrió débilmente.
—Yo también te quiero, Jack. Ahora salgamos antes de que pierda el valor.
Sloat creía realmente tenerlo todo bajo control: la situación, claro, pero aún más importante, a sí mismo, y continuó creyéndolo hasta que vio a su hijo, débil, enfermo, pero todavía vivo, salir del hotel negro con el brazo al cuello de Jack Sawyer y la cabeza apoyada en su hombro.
Sloat también creía tener por fin bajo control sus sentimientos hacia el chico de Phil Sawyer —su furia anterior había sido la causa de que Jack se le escapara de las manos, primero en el pabellón de la Reina y después en el medio oeste; por todos los diablos, había cruzado Ohio sin sufrir ningún daño— y Ohio estaba a un paso de Orris, la otra fortaleza de Morgan. Pero la furia le había inducido a actuar sin el menor control y el muchacho se le había escurrido. Después consiguió reprimirla, pero ahora volvía a surgir con ímpetu maligno y desenfrenado. Era como si alguien hubiese añadido queroseno a un incendio casi extinguido.
Su hijo, todavía vivo. Su amado hijo, a quien pensaba legar el gobierno de mundos y universos, apoyado en el hombro de Sawyer.
Y esto no era todo. En las manos de Sawyer brillaba y refulgía el Talismán, como una estrella caída sobre la tierra. Sloat podía sentirlo incluso desde aquí; era como si el campo de gravitación del planeta se hubiera acrecentado de repente, empujándole hacia abajo, haciendo palpitar con fuerza su corazón; como si el tiempo se hubiera acelerado, resecando su carne y velando sus ojos.
—¡Duele! —gimió a su lado Gardener.
La mayoría de Lobos que habían sobrevivido al terremoto y estaban agrupados en torno a Morgan, se apartaban ahora con las manos en la cara. Un par de ellos vomitaba con violencia.
Morgan sintió un pavor momentáneo… y entonces la furia, la excitación y la locura alimentadas por sus grandiosos sueños de poder absoluto derribaron la estructura de su autodominio.
Se llevó los pulgares a las orejas y los introdujo en ellas hasta hacerse daño. Entonces sacó la lengua y meneó los dedos en dirección a Jack el Sucio Hijo de Puta y Víctima Inminente Sawyer. Al cabo de un momento sus dientes superiores bajaron como un telón y cortaron la punta de su lengua, pero Sloat apenas lo notó, pues estaba agarrando a Gardener por el chaleco antibalas.
El rostro de Gardener expresaba un terror demente.
—Han salido, LO tiene, Morgan… mi señor… debemos huir… debemos huir…
—¡MÁTALE! —le gritó Morgan—. ¡MÁTALE DE UN TIRO, MALDITO MARICÓN ETÍOPE, ÉL MATÓ A TU HIJO! ¡MÁTALE Y DESTRUYE EL MALDITO TALISMÁN! ¡DISPÁRALE A LOS BRAZOS Y RÓMPELO!
Ahora Sloat empezó a bailar por delante de Gardener con una mueca horrible en la cara, los pulgares otra vez en las orejas, los dedos meneándose a ambos lados de la cabeza y la lengua amputada entrando y saliendo de su boca como uno de aquellos silbatos de cotillón que se desenrollan con un pitido. Parecía un niño con instintos asesinos… cómico y al mismo tiempo espantoso.
—¡MATÓ A TU HIJO! ¡VENGA A TU HIJO! ¡MÁTALE! ¡MATASTE A SU PADRE, MÁTALE A ÉL AHORA!
—Reuel —dijo Gardener con acento pensativo—. Sí, mató a Reuel. Es el bastardo más malvado que ha vivido jamás. Todos los chicos. Axiomático. Pero él… él…
Se volvió hacia el hotel negro y levantó el Weatherbee hasta su hombro. Jack y Richard habían llegado al final de la retorcida escalinata de entrada y se disponían a enfilar la ancha avenida, lisa hasta hacía unos minutos y ahora llena de agujeros. Vistos a través del punto de mira, los dos muchachos eran grandes como caravanas.
—¡MÁTALE! —vociferó Morgan, sacando otra vez la lengua ensangrentada y profiriendo un horrible y triunfante sonido de parvulario: ¡Yadda-yadda-yadda-yah! Sus pies, calzados con sucias zapatillas de Gucci, saltaban arriba y abajo. Uno de ellos pisó la punta cortada de su lengua y la hundió más en la arena.
—¡MÁTALE! ¡MÁTALE! —aulló Morgan.
La boca del Weatherbee describió pequeños círculos, como cuando Gardener apuntaba al caballo de caucho. Por fin se detuvo. Jack llevaba el Talismán apretado contra su pecho; el hilo del retículo apuntaba a su luz circular y centelleante. El proyectil lo atravesaría por el centro, destrozándolo, y el sol se volvería negro… pero antes —pensó Gardener— veré explotar el pecho del chico más malo de todos.
—Es carne muerta —murmuró Gardener, apretando el gatillo del Weatherbee.
Richard levantó la cabeza con un gran esfuerzo y el reflejo del sol deslumbró sus ojos.
Dos hombres. Uno con la cabeza un poco ladeada, el otro ejecutando una especie de baile. De nuevo aquel rayo de sol y Richard comprendió. Comprendió… y vio que Jack miraba hacia el lugar equivocado, hacia las rocas donde yacía Speedy.
—¡Jack, cuidado! —gritó.
Jack miró a su alrededor, sorprendido.
—¿Qué…?
Sucedió con rapidez y Jack se lo perdió completamente. Richard lo vio y lo comprendió, pero nunca pudo explicarlo con exactitud a Jack. El rayo de sol volvió a esquivar el punto de mira del rifle; esta vez el reflejo cayó de pleno en el Talismán y el Talismán lo proyectó directamente hacia el tirador. Esto fue lo que Richard contó más tarde a Jack, pero fue como decir que el edificio del Empire State tiene varios pisos.
El Talismán no se limitó a reflejar el rayo de sol; lo aumentó, de algún modo y envió una gruesa franja de luz como un rayo mortal en una película sobre el espacio. Permaneció en el aire sólo un segundo pero quedó grabada en la retina de Richard durante casi una hora, primero blanca y después verde, azul y, finalmente, al desvanecerse, amarilla como la luz del sol.
—Es carne muerta —murmuró Gardener y, de repente, el punto de mira se convirtió en una llamarada. Las gruesas lentes se hicieron añicos. Trozos de cristal fundido y humeante se clavaron en el ojo derecho de Gardener. Los proyectiles del cargador del Weatherbee explotaron, partiendo el arma en dos. Uno de los fragmentos de metal amputaron la mayor parte de la mejilla derecha de Gardener. Otros pedazos de acero volaron en remolino alrededor de Sloat, dejándole increíblemente indemne. Sólo quedaban tres Lobos y ahora dos de ellos echaron a correr. El tercero yacía muerto boca arriba, con los ojos fijos en el cielo. El gatillo del Weatherbee estaba clavado entre sus ojos.
—¿Qué? —chilló Morgan, abriendo la boca sanguinolenta—. ¿Qué? ¿Qué?
Gardener tenía el aspecto grotesco de Wile E. Coyote en los dibujos animados de Roadrunner después de que fallara uno de sus artilugios de la Compañía Acmé.
Tiró el resto del arma y Sloat vio que a la mano izquierda de Gard le faltaban todos los dedos.
Gardener se sacó la camisa del pantalón con gestos delicados y femeninos de su mano derecha. En la cintura llevaba una funda de cuchillo, estrecha y tina, de piel de cabritilla; Gardener extrajo de ella un mango de marfil, ribeteado de acero. Apretó un botón y salió disparada una hoja delgada de diecisiete centímetros de longitud.
—Malo —murmuró—, ¡malo! —Empezó a levantar la voz—. ¡Todos los chicos! ¡Malos! ¡Es axiomático! ¡ES AXIOMÁTICO! —Echó a correr hacia la avenida del Agincourt, donde estaban Jack y Richard y su voz continuó alzándose hasta que fue un chillido estridente y febril.
—¡MALO! ¡MALVADO! ¡MALO! ¡MALVADO! ¡MAAALO! ¡MAA…! Morgan permaneció quieto un momento más y entonces agarró la llave que colgaba de su cuello. Dio la impresión de que al cogerla, agarraba también sus propios pensamientos fugaces, dominados por el pánico.
Irá adonde está el viejo negro. Y allí es donde lo cogeré.—¡MAAAAAAAAAA…! —chillaba Gardener, empuñando el cuchillo asesino por delante de él mientras corría.
Morgan dio media vuelta y echó a correr hacia la playa. Era vagamente consciente de que todos los Lobos habían huido. No le importaba.
Se encargaría él solo de Jack Sawyer… y del Talismán.