Capítulo 41

EL HOTEL NEGRO

1

Richard Sloat no había muerto, pero cuando Jack cogió en brazos a su viejo amigo, estaba inconsciente.

¿Quién es el rebaño ahora?, preguntó Lobo en la mente de Jack. ¡Ten cuidado, Jacky! Ten…

¡VEN HACIA MI! ¡VEN AHORA! —cantó el Talismán con su voz potente e inaudible— VEN HACIA MI, TRAE AL REBAÑO Y TODO IRA BIEN Y TODO IRA BIEN Y…

—… y todas las cosas irán bien —coreó Jack.

Movió los pies y estuvo a punto de caer por el agujero de la trampa, como un niño que participara en una extraña ejecución doble en la horca. Balancéate con un amigo, pensó absurdamente. El corazón le palpitaba en los oídos y por un momento temió vomitar directamente en el agua gris que embestía los pilares. Entonces se sobrepuso y cerró la trampa con el pie. Ahora sólo se oían las veletas… cabalísticos diseños de latón que giraban sin descanso en el cielo.

Jack se volvió hacia el Agincourt.

Se encontraba en una ancha cubierta, parecida a una galería elevada. En un tiempo, durante las elegantes décadas de los años veinte y treinta, la gente se sentaba aquí a la hora del aperitivo, bajo las sombrillas, bebiendo cócteles, leyendo quizá la última novela de Edgar Wallace o Ellery Queen o mirando hacia la isla de Las Cavernas, que parecía el lomo azulgris de una ballena soñando en el horizonte. Los hombres de blanco y las mujeres en tonos pastel.

En un tiempo, tal vez.

Ahora los tablones estaban combados, astillados y torcidos. Jack ignoraba el color con que había sido pintada la terraza, pero ahora era negra como el resto del hotel; el color de este lugar era el que se imaginaba que debían presentar los tumores malignos de los pulmones de su madre.

A seis metros de distancia estaban los «ventanales puertas» de Speedy por los cuales los huéspedes debieron entrar y salir en los viejos tiempos. Ahora aparecían cruzados por anchas franjas blancas de jabón, que les daban aspecto de ojos ciegos.

En uno habían escrito:

TU ULTIMA OPORTUNIDAD DE IRTE A CASA.

El sonido del oleaje. El sonido de la quincallería giratoria en los tejados inclinados. El olor de la sal marina y de bebidas derramadas… derramadas hacía tiempo por gentes elegantes que ahora estaban arrugadas o muertas. El hedor del hotel en sí. Miró otra vez el ventanal enjabonado y vio sin gran sorpresa que el mensaje ya era otro:

ESTÁ MUERTA, JACK, ¿POR QUÉ PREOCUPARTE?

(¿quién es el rebaño ahora?)

—Tú, Richie —dijo Jack—, pero no eres el único. Richard emitió un ronquido de protesta en sus brazos.

—Adelante —añadió Jack, empezando a andar—. Un kilómetro y medio más. Lo tomas o lo dejas.

2

Los ventanales enjabonados parecían ensancharse a medida que Jack se acercaba al Agincourt, como si el hotel negro le estuviese mirando con sorpresa ciega pero desdeñosa.

¿Crees realmente, muchachito, que puedes entrar aquí con la esperanza de volver a salir alguna vez? ¿Crees de verdad que hay en ti la parte suficiente de Jason?

Chispas rojas como las que había visto en el aire centellearon y se retorcieron en el cristal enjabonado. Durante un momento, adoptaron formas. Jack, estupefacto, las vio convertirse en minúsculos duendecillos de fuego, que resbalaron hasta las manecillas de latón y convergieron allí. Las manecillas despidieron un resplandor mate, como el hierro de un herrero en la fragua.

Adelante, muchachito. Toca una. Inténtalo.

Una vez, cuando tenía seis años, Jack había puesto el dedo sobre la espiral fría de un hornillo eléctrico y enchufado éste. Sentía curiosidad por saber cuánto tardaría en calentarse. Al cabo de un segundo retiró el dedo con un grito de dolor; ya se le formaba una ampolla. Phil Sawyer acudió corriendo, echó una mirada y preguntó a Jack desde cuándo sentía el extraño impulso de quemarse vivo.

Jack, con Richard en sus brazos, se quedó mirando las manecillas ardientes.

Adelante, muchachito. ¿Recuerdas cómo te quemó el hornillo? Creías que tendrías mucho tiempo para retirar el dedo… «Qué demonios —pensaste—, esto no se pone rojo hasta dentro de casi un minuto», pero quemó en seguida, ¿verdad? Pues bien, ¿cómo crees que vas a resistir esto, Jack?

Más chispas rojas resbalaron por el cristal, como si fueran liquidas, hasta las manecillas de las puertas vidrieras, que empezaron a tomar el aspecto del metal enrojecido y ribeteado de blanco al que sólo faltan seis grados para fundirse y empezar a gotear. Si tocaba una de aquellas manecillas, se quedaría grabada en su carne, chamuscando los tejidos y haciendo hervir la sangre. El dolor sería más terrible que todos los que había sentido en su vida.

Esperó un momento, con Richard en los brazos, esperando que el Talismán volviera a llamarle o que saliera a la superficie su «lado Jason». Sin embargo, fue la voz de su madre la que jadeó en su cabeza.

¿Es que siempre tiene que empujarte algo o alguien, Jack-O? Vamos, valiente; tú has iniciado esto sin ayuda y puedes continuarlo, si te empeñas. ¿Acaso ese otro tipo tiene que hacerlo todo por ti?

—Está bien, mamá —dijo Jack, sonriendo un poco, aunque su voz temblaba de terror—. Tienes toda la razón. Sólo espero que alguien se acordara de poner en la mochila crema contra las quemaduras.

Alargó la mano y agarró una de las manecillas al rojo vivo. Pero no estaba al rojo vivo; todo había sido una ilusión. La manecilla sólo estaba un poco caliente. Cuando Jack la hizo girar, el resplandor rojo de todas las manecillas se extinguió. Y cuando empujó la puerta de cristal hacia dentro, el Talismán cantó de nuevo, poniéndole la piel de gallina:

¡BIEN HECHO! ¡JASON! ¡VEN AQUÍ! ¡VEN A BUSCARME!

Con Richard en sus brazos, Jack entró en el comedor del hotel negro.

3

Cuando cruzó el umbral, sintió que una fuerza inanimada —algo parecido a una mano muerta— intentaba empujarle hacia fuera. Jack se resistió y uno o dos segundos después cesó la sensación de ser repelido.

La habitación no era muy oscura, pero las ventanas enjabonadas le daban una blancura uniforme que desagradó a Jack. Se sentía inmerso en una niebla densa, como ciego. Flotaban amarillentos olores de putrefacción entre las paredes, cuyo yeso se convertía lentamente en un caldo nauseabundo: los olores de una vejez hueca y una oscuridad acre. Pero aquí había algo más y Jack lo conocía y temía.

Porque este lugar no estaba vacío.

Ignoraba qué clase de cosas podían ocultarse aquí, pero sabía que Sloat nunca se había atrevido a entrar y adivinaba que nadie se atrevería a hacerlo. El aire que respiraba era denso y desagradable, como impregnado de un veneno lento. Tuvo la sensación de que los desconocidos niveles, pasillos laberínticos, habitaciones secretas y pasajes sin salida le oprimían como las paredes de una cripta grande y compleja. Aquí reinaba la locura, campeaba la muerte y disparataba la irracionalidad. Tal vez Jack no hubiera tenido palabras para expresar estas cosas, pero las sentía… y las conocía por lo que eran. Y sabía igualmente que todos los Talismanes del cosmos no podían protegerle de ellas. Había entrado en un extraño ritual danzante cuya conclusión —lo presentía— no estaba en absoluto predeterminada.

Sólo podía contar con sus propias fuerzas.

Algo le hizo cosquillas en el cogote. Se lo tocó y dio un salto hacia un lado. Richard gimió en voz alta en sus brazos.

Era una araña grande y negra que colgaba de un hilo. Jack miró hacia arriba y vio la telaraña en uno de los ventiladores parados del techo, enredada y sucia entre las aspas de madera dura. El cuerpo de la araña estaba hinchado. Jack podía verle los ojos; no recordaba haber visto jamás los ojos de una araña. Empezó a alejarse de ella, avanzando hacia las mesas, y la araña giró en el extremo del hilo, siguiéndole.

—¡Maldito ladrón! —le chilló de repente.

Jack gritó y apretó a Richard contra su pecho con una fuerza llena de pánico. Su grito resonó en el alto techo del comedor. En algún rincón de las sombras sonó un ruido hueco y metálico y algo rió.

—¡Maldito ladrón, maldito LADRON! —repitió la araña y se escabulló de improviso hacia su tela, bajo el techo de chapa ondulada.

Con el corazón palpitante, Jack cruzó el comedor y dejó a Richard sobre una de las mesas. El muchacho volvió a gemir, muy débilmente. Jack podía notar las protuberancias bajo la ropa de Richard.

—Tengo que dejarte un momento, compañero —le dijo.

Desde las sombras del techo: «… cuidaré… muy bien… muy bien de él, maldito… maldito ladrón…». Se oyó una risita burlona, como un zumbido.

Bajo la mesa donde Jack habla tendido a Richard había un montón de manteles. Los dos de encima estaban enmohecidos, pero Jack encontró uno en la mitad del montón que podía serle útil. Lo desdobló y tapó con él a Richard hasta el cuello. Cuando ya se disponía a salir, la voz de la araña murmuró desde el borde de las aspas del ventilador, entre una penumbra que apestaba a moscas putrefactas y avispas atrapadas en la seda: «Cuidaré de él… maldito ladrón…».

Jack miró hacia arriba con un escalofrío, pero no pudo ver a la araña. Se imaginó aquellos ojos pequeños y glaciales, pero todo era imaginación. Se le ocurrió una imagen horrísona que le atormentó: la araña paseándose por la cara de Richard, abriéndose paso entre sus labios y metiéndose en su boca mientras murmuraba sin pausa: maldito ladrón, maldito ladrón, maldito ladrón…

Pensó en tapar también la boca de Richard con el mantel, pero decidió que no podía convertir a Richard en algo tan parecido a un cadáver… Era casi como una invitación.

Volvió junto a Richard y permaneció a su lado, indeciso, sabiendo que su indecisión debía hacer muy felices a las fuerzas que acechaban aquí… cualquier cosa que le mantuviera apartado del Talismán.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó la gran canica verde oscuro, el espejo mágico en el otro mundo. Jack no tenía ningún motivo para creer que contenía algún poder especial contra las fuerzas malignas, pero procedía de los Territorios… y, exceptuando las Tierras Arrasadas, los Territorios poseían una bondad innata y Jack pensó que ésta debía tener su propio poder sobre el mal.

Puso la canica en la mano de Richard. Éste la cerró, pero la abrió de nuevo en cuanto Jack retiró su propia mano.

Desde arriba, la araña prorrumpió en una risa repugnante.

Jack se inclinó sobre Richard, intentando no hacer caso del hedor de la enfermedad —tan parecido al hedor de este hotel—, y murmuró:

—No la sueltes, Richie. Cierra bien la mano, compinche.

—No… compinche —susurró Richard, cerrando, sin embargo, la mano en torno a la canica.

—Gracias, Richie, muchacho —dijo Jack. Besó con suavidad la mejilla de Richard y cruzó el comedor en dirección a las puertas dobles cerradas del otro extremo—. Es como el Alhambra —pensó—. Allí el comedor da a los jardines, y aquí a una terraza sobre el agua. Pero en ambos lugares hay puertas dobles que dan al resto del hotel.

Mientras cruzaba la habitación, volvió a sentir la mano muerta empujándole… era el hotel que le repelía, que intentaba echarle fuera.

Olvídalo, pensó Jack, y siguió andando. La fuerza pareció ceder casi inmediatamente. Tenemos otros métodos, murmuraron las puertas dobles mientras se acercaba. Jack oyó de nuevo el sonido hueco del metal. Estás preocupado por Sloat —susurraron las puertas dobles, sólo que esta vez no eran sólo ellas; ahora la voz que oía Jack era la voz de todo el hotel—. Estás preocupado por Sloat y por Lobos malos, por cosas que parecen cabras y entrenadores de baloncesto que no son tales en realidad; estás preocupado por pistolas y explosivos y llaves mágicas. Nosotros, los que estamos aquí dentro, no nos preocupamos por estas cosas, pequeño. No son nada para nosotros. Morgan Sloat no es más que una hormiga que huye. Sólo le quedan veinte años de vida y esto es menos que el espacio entre dos alientos para nosotros. Los que estamos en el hotel Negro sólo nos preocupamos por el Talismán, el nexo de todos los mundos posibles. Has entrado como un ladrón a robarnos lo que es nuestro y te decimos una vez más: tenemos otros métodos para tratar con malditos ladrones como tú. Y si te obstinas, sabrás en qué consisten… lo sabrás por ti mismo.

4

Jack empujó y abrió primero una de las puertas vidrieras y luego la otra. Las ruedecillas chirriaron de modo desagradable al correr por las guías inutilizadas durante años. Las puertas daban a un pasillo oscuro. Desembocará en el vestíbulo —pensó Jack— y entonces, si este lugar es igual que el Alhambra, tendré que subir un tramo de la escalera principal.

En el primer piso encontraría el salón de baile. Y en el gran salón de baile encontraría el objeto que había venido a buscar.

Miró hacia atrás, vio que Richard no se había movido y salió al pasillo, cerrando las puertas tras de sí.

Enfiló despacio el pasillo; sus zapatillas sucias y deshilachadas producían un rumor sobre la alfombra medio podrida.

Un poco más lejos, Jack vio otro par de puertas dobles, éstas decoradas con pájaros.

Más cerca, había una serie de salas de reuniones. La primera era el Salón de Gala Dorado y enfrente se hallaba la Habitación Cuarenta y Nueve. Cinco pasos más allá, hacia las puertas dobles con los pájaros pintados, estaba la Habitación Mendocino (recortado en el panel inferior de la puerta de caoba: ¡TU MADRE MURIO GRITANDO!). En el fondo del pasillo —¡imposiblemente lejos!— se veía una luz acuosa. El vestíbulo.

Clank.

Jack se volvió en redondo y vislumbró un fugaz movimiento justo después de una de las puertas puntiagudas, en la garganta de piedra del pasillo…

(¿piedras?, ¿puertas puntiagudas?)

Jack parpadeó, inquieto. El pasillo estaba revestido de caoba oscura que ya había empezado a pudrirse por la húmeda proximidad del océano. No había nada de piedra y las puertas que daban al Salón de Gala Dorado y la Habitación Cuarenta y Nueve y la Habitación Mendocino eran sólo puertas, rectangulares como la mayoría y no puntiagudas. Sin embargo, hubo un momento en que le pareció ver aberturas como arcos catedralicios reformados en cuyos huecos había rejas de hierro levadizas, de la clase que podía subirse o bajarse haciendo girar un torno. Rejas con clavos puntiagudos en la parte inferior. Cuando se bajaba la reja para bloquear la entrada, los clavos se hundían en unos agujeros practicados en el suelo.

Nada de arcos de piedra, Jack-O. Ya lo ves. Sólo puertas. Viste rejas levadizas en la Torre de Londres, cuando la visitaste con mamá y tío Tommy hace tres años. Estás imaginando cosas, esto es todo…

Pero la sensación en la boca del estómago era inconfundible.

Estaban ahí, seguro. He saltado… he estado un segundo en los Territorios.

Clank.

Jack se volvió en redondo hacia el otro lado, con la frente y las mejillas perladas de sudor y erizados los pelos de la nuca.

Lo vio otra vez: el destello de algo metálico en las sombras de una de aquellas habitaciones. Vio enormes piedras negras como el pecado, con toscas superficies salpicadas de musgo verde. Blandos y nauseabundos gusanos albinos entraban y salían de los grandes poros abiertos en la argamasa entre las piedras. Cada seis metros había un nicho vacío. Las antorchas que en un tiempo ardieran en aquellos nichos habían desaparecido años atrás.

Clank.

Esta vez ni siquiera parpadeó. El mundo se inclinó ante sus ojos, confuso como un objeto visto a través de agua corriente y clara. Las paredes eran de caoba oscura y no de bloques de piedra. Las puertas eran puertas y no rejas levadizas de hierro. Los dos mundos, separados antes por una membrana tan fina como una media de mujer, ahora empezaban a superponerse.

Jack comprendió vagamente que su faceta de Jason había empezado a mezclarse con su faceta de Jack y ahora emergía un tercer ser que era una amalgama de ambos.

No sé con exactitud el carácter de esta combinación, pero espero que sea fuerte, porque hay cosas detrás de esas puertas… detrás de todas ellas.

Jack empezó a moverse furtivamente por el pasillo en dirección al vestíbulo.

Clank.

Esta vez los mundos no cambiaron; las puertas macizas siguieron siendo puertas macizas y no vio ningún movimiento.

No obstante, allí detrás… detrás mismo…

Ahora oyó algo detrás de las puertas dobles pintadas… escrito en el cielo sobre la escena del pantano se leían las palabras BAR GARZA. Era el sonido de una gran máquina herrumbrosa que acababa de ser puesta en marcha. Jack se lanzó hacia

(Jason se lanzó hacia)

hacia la puerta que se abría

(la reja levadiza que se levantaba)

con la mano en

(la bolsa)

el bolsillo

(que llevaba en el cinturón de su coleto)

de los pantalones vaqueros para tocar la púa de guitarra que Speedy le había dado hacía tanto tiempo.

(para tocar el diente de tiburón)

Esperó a ver quién salía del bar Garza y las paredes del hotel murmuraron débilmente: Tenemos métodos para tratar con malditos ladrones como tú. Debías haberte ido cuando aún había tiempo… porque ahora, muchachito, el tiempo se te ha acabado.

5

Clank… ¡PUM!

Clank… ¡PUM!

Clank… ¡PUM!

El ruido era fuerte, torpe y metálico. Tenía algo de despiadado e inhumano que asustó más a Jack que cualquier otro ruido meramente humano. El objeto se movía y avanzaba despacio con su propio ritmo lento e idiota.

Clank… ¡PUM!

Clank… ¡PUM!

Se produjo una larga pausa. Jack esperó, apretado contra la pared del fondo, a pocos metros a la derecha de las puertas pintadas, con los nervios tan tensos, que parecían emitir un zumbido.

Nada sucedió durante mucho rato y Jack empezó a esperar que el fantasma metálico se hubiera caído por alguna trampa interdimensional en el mundo del que procedía. Se dio cuenta de que la espalda le dolía a causa de su postura artificialmente erguida y tensa, así que aflojó los músculos.

Entonces oyó un estruendo ensordecedor y un enorme puño envuelto en cota de malla y provisto de púas de cinco centímetros en los nudillos atravesó el resquebrajado cielo azul de la puerta. Jack volvió a retroceder hasta la pared, con la boca muy abierta.

Y, sin saber qué hacer, saltó a los Territorios.

6

Al otro lado de la reja levadiza se erguía una figura con una armadura negruzca y oxidada. El yelmo cilíndrico tenía sólo una negra ranura horizontal para los ojos que no rebasaba los dos centímetros y medio de anchura. El yelmo estaba coronado por una despeinada pluma roja y de ella salían y entraban gusanos blancos. Jason vio que eran de la misma clase que había visto salir de las paredes, primero en el cuarto de Albert el Coágulo y después en toda la escuela Thayer. El yelmo terminaba en una cota de malla que cubría los hombros del herrumbroso caballero como una estola femenina. Cubrían los brazos unos pesados guardabrazos de acero, unidos en los codos a una pieza movible tan vieja y recubierta de suciedad que, cuando el caballero se movía, chirriaba con voz aguda y exigente, como la de un niño mal educado.

Los puños de acero rebosaban de púas.

Jason, apoyado contra la pared de piedra y mirándolo, era incapaz de desviar la vista; tenía la boca seca y los ojos parecían hinchársele en las órbitas al ritmo de su corazón.

El caballero sostenía en la mano derecha le martel de fer, un martillo de guerra, de hierro forjado, que pesaba catorce kilos, silencioso como la muerte.

La reja levadiza; recuerda que la reja levadiza está entre tú y él…

Pero entonces, aunque no había cerca ninguna mano humana, el torno empezó a dar vueltas y la cadena de hierro, cuyos eslabones eran largos como el antebrazo de Jack, empezó a enroscarse alrededor del tambor y la verja empezó a subir.

7

El puño envuelto en cota de malla se retiró de la puerta, dejando un agujero astillado que transformó la romántica escena pastoral en una escena de bar siniestra y surrealista: ahora daba la impresión de que un cazador apocalíptico, decepcionado por su jornada en las marismas, había disparado contra el cielo todos sus Perdigones en un arrebato de cólera. Entonces el martillo de guerra atravesó la puerta con gran estruendo, destrozando una de las dos garzas preparadas para alzar el vuelo. Jack se protegió la cara con la mano para esquivar las astillas. El martel de fer desapareció y se produjo otra breve pausa, casi suficiente para que Jack pensara en echar a correr de nuevo, pero entonces el puño de púas asomó otra vez por la puerta, se retorció hacia uno y otro lado, ensanchando el agujero, y volvió a retirarse. Un segundo después el martillo irrumpió entre un grupo de juncos y gran parte del batiente derecho de la puerta cayó sobre la alfombra.

Jack pudo ver ahora la voluminosa figura del caballero en las sombras del bar Garza. La armadura no era la misma que llevaba la figura que se enfrentara con Jason en el castillo negro; aquélla tenía un yelmo casi cilíndrico, con una pluma roja, y en cambio el yelmo de ésta parecía la cabeza bruñida de un pájaro de acero. Unos cuernos salían de ambos lados, más o menos al nivel de las orejas. Jack vio un peto y un faldón de cota de malla con un remate de forma de cadena. El martillo era igual en ambos mundos y en ambos los Caballeros Gemelos lo soltaron en el mismo instante, como con desprecio; ¿quién necesitaba un martillo de guerra para despachar a un adversario insignificante como éste?

¡Huye, Jack, huye! ¡Eso es —susurró el hotel—, huye! ¡Es lo que deben hacer los malditos ladrones! ¡Huye! ¡HUYE!

Pero no quería huir. Tal vez moriría, pero no quería huir… porque aquella voz baja y taimada tenía razón. Huir era exactamente lo que hacían los malditos ladrones.

Y yo no soy un ladrón —pensó Jack, con expresión sombría—. Esa cosa puede matarme, pero no huiré, porque no soy un ladrón.

¡No huiré! —gritó a la cara bruñida del pájaro de acero—. ¡No soy un ladrón! ¿Me oyes? ¡He venido a buscar lo que es mío y NO SOY UN LADRÓN!

Un grito quejumbroso salió de los orificios del yelmo del pájaro. El caballero alzó los puños de púas y asestó con ellos un golpe al batiente derecho de la puerta y otro golpe al izquierdo, destruyendo el idílico mundo pintado de las marismas. Los goznes se desprendieron… y cuando las puertas cayeron hacia él, Jack vio la única garza intacta volar como un pájaro en una película de Walt Disney, con los ojos brillantes y aterrorizados.

La armadura avanzó hacia él como un robot asesino, levantando y bajando los pies con gran estrépito. Medía más de dos metros y, al cruzar el umbral, dos astillas rotas del dintel se clavaron en los cuernos del yelmo, permaneciendo allí como comillas.

¡Huye!, gritó en su mente una voz plañidera.

Huye, ladrón, susurró el hotel.

No, contestó Jack. Miró fijamente al caballero que avanzaba hacia él, y asió con fuerza la púa de guitarra que llevaba en el bolsillo. El guantelete de púas se alzó hasta la visera del yelmo y la levantó. Jack se quedó con la boca abierta.

El interior del yelmo estaba vacío.

Entonces aquellas manos de púas se extendieron para coger a Jack.

8

Las manos llenas de púas se alzaron y asieron los dos lados del yelmo cilíndrico. Lo levantaron despacio, dejando al descubierto el rostro lívido y demacrado de un hombre que parecía tener por lo menos trescientos años. Un lado de su cabeza estaba destrozado por una maza. Perforaban la piel, como una cascara de huevo rota, muchas astillas de hueso y cubría la herida una sustancia negra y pegajosa que Jason tomó por sesos podridos. La cosa no respiraba, pero los ojos ribeteados de rojo que miraban a Jason tenían un brillo de avidez demoníaca. Sonrió y Jason vio los dientes afiladísimos con que este horroroso monstruo iba a despedazarle.

Avanzó con ruido hueco y metálico… pero este sonido no era el único.

Jason miró a la izquierda, hacia el zaguán principal

(vestíbulo)

del castillo

(hotel)

y vio a un segundo caballero, éste luciendo el casco bajo y abombado conocido como el Gran Yelmo. Detrás de él había un tercero… y un cuarto. Enfilaban lentamente el pasillo, empujando armaduras que ahora alojaban a una especie de vampiros.

Entonces las manos le cogieron por los hombros. Las púas romas de los guantes se clavaron en sus hombros y brazos. Fluyó la sangre caliente y el rostro arrugado y lívido se contrajo en una ávida y espantosa sonrisa. Los codales crujieron y chirriaron cuando el caballero muerto atrajo al muchacho hacia sí.

9

Jack profirió un alarido de dolor; las púas cortas, de punta roma, que sobresalían de aquellas manos estaban clavadas en él, en él y comprendió de una vez por todas que esto era real y que dentro de un momento este monstruo iba a matarle.

Le estiraba hacia la negrura abierta y vacía de aquel casco…

Pero… ¿estaba realmente vacío?

Jack atisbo un vago y difuso resplandor rojo en la oscuridad… algo parecido a unos ojos. Y mientras las manos de acero le levantaban más y más, sintió un frío glacial, como si todos los inviernos que en el mundo habían sido se hubieran convertido de algún modo en un solo… y aquel rio de aire gélido brotase ahora de aquel yelmo vacío.

Va a matarme de veras y mi madre morirá, Richard morirá, Sloat se saldrá con la suya, va a matarme, va a

(despedazarme rasgarme con sus dientes)

salificarme con su frío…

¡JACK!, gritó la voz de Speedy.

(¡JASON!, gritó la voz de Parkus.)

¡La púa, muchacho! ¡Usa la púa! ¡Antes de que sea demasiado tarde! ¡POR EL AMOR DE JASON USA LA PUA ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE!

Jack cerró la mano en tomo a la púa. Estaba tan caliente como lo había estado la moneda y el frío entumecedor fue sustituido Por la repentina sensación de un triunfo que le aturdió el cerebro. Sacó la púa del bolsillo, gritando de dolor cuando las púas se clavaron más en sus músculos flexionados, pero sin perder aquella sensación de triunfo, aquella maravillosa sensación de calor de los Territorios, aquella clara impresión de arco iris.

La púa, porque volvía a ser una púa, estaba entre sus dedos, un fuerte y pesado triángulo de marfil, con una filigrana de extraño diseño, y en aquel momento Jack

(y Jason)

vio en aquellos diseños una cara… la cara de Laura DeLoessian.

(la cara de Lily Cavanaugh Sawyer.)

10

¡En su nombre, aborto repugnante! —gritaron juntos… pero fue un solo grito, el grito de aquella naturaleza única, Jack/Jason—. ¡Desaparece de la faz de este mundo! ¡En nombre de la Reina y en nombre de su hijo, desaparece de la faz de este mundo!

Jason descargó la púa de guitarra contra la cara blanca y huesuda de aquella especie de vampiro alojado en la armadura y en el mismo instante se fundió sin pestañear con Jack y vio la púa descender con un silbido por un vacío negro y gélido. Aún era Jason cuando vio los ojos rojos del vampiro abrirse con incredulidad al notar la punta de la púa clavada en el centro de su frente arrugada. Un momento después, aquellos mismos ojos, ya velados, explotaron y un icor negro y humeante fluyó sobre su mano y su muñeca. Pululaba de minúsculos gusanos voraces.

11

Jack fue lanzado contra la pared. Se golpeó la cabeza, pero a pesar de ello y del profundo y palpitante dolor en los hombros y brazos, continuó aferrado a la púa.

La armadura traqueteaba como un espantapájaros hecho de latas. Jack tuvo tiempo de ver que se hinchaba y se llevó la mano a los ojos para protegerlos.

La armadura se autodestruyó. No proyectó metralla en todas direcciones, sino que, simplemente, se desmontó; Jack pensó que si lo hubiera visto en una película y no como lo veía ahora, acurrucado en un pasillo de este hediondo hotel, goteando sangre por las axilas, se habría reído. El yelmo de brillante acero, tan parecido a la cara de un pájaro, cayó al suelo con un golpe sordo. La gola curvada, cuyo fin era evitar que el enemigo del caballero le clavara una espada o la punta de una lanza en la garganta, cayó dentro de la armadura con un tintineo del metal contra un revoltijo de cota de malla. Los petos cayeron como sujetalibros de acero curvado. Las grebas se desplomaron. Hubo una lluvia de metal sobre la mohosa alfombra que duró dos segundos y al final quedó sólo un montón de chatarra.

Jack se levantó, apoyándose en la pared y mirando con ojos muy abiertos, como si temiese que la armadura volviera a montarse de repente. De hecho, temía algo parecido, pero cuando vio que no ocurría nada, fue hacia la izquierda, en dirección al vestíbulo… y vio tres armaduras más avanzando hacia él. Una sostenía un estandarte viejo, cubierto de moho, que ostentaba un símbolo conocido por Jack, ya que lo había visto ondear en guiones llevados por los soldados de Morgan de Orris cuando escoltaban la diligencia negra de Morgan por el Camino de las Avanzadas en dirección al pabellón de la Reina Laura. Era el estandarte de Morgan, pero estos seres no eran sus soldados, pensó vagamente; llevaban su emblema como una especie de burla morbosa de este intruso asustado que pretendía robar su única razón de ser.

—Ya basta —susurró Jack con voz ronca. La púa tembló entre sus dedos. Algo le había sucedido; se había deteriorado al usarla para destruir la armadura que había salido del bar Garza. El marfil, que antes era de color crema, había adquirido un perceptible tono amarillento y estaba cruzada por finas grietas.

Las armaduras avanzaban con estruendo hacia él. Una desenvainó lentamente una larga espada que terminaba en una doble punta de aspecto cruel.

—Ya basta —gimió Jack—. Oh, Dios mío, te lo ruego, ya basta. Estoy cansado, no puedo más, ya basta, te lo ruego… Viajero Jack, querido Viajero Jack…

Speedy, ¡no puedo! —gritó.

Las lágrimas dejaban una huella en la suciedad de su rostro. Las armaduras se aproximaban con la implacabilidad de piezas de automóvil en una cadena de ensamblaje. Oyó silbar un viento ártico dentro de sus espacios negros y vacíos.

… está en California, para que lo lleve contigo.

¡Por favor, Speedy, ya basta!

Acercándose a él… caras de robot de metal negro, grebas oxidadas, cota de malla manchada de musgo y moho.

Tendrá que haser lo que pueda. Viajero Jack, murmuró Speedy, exhausto, y entonces desapareció, dejando a Jack a merced de sus propias fuerzas.