EL FINAL DEL CAMINO
Jack examinó con atención mientras caminaba la postura encorvada y el rostro sudoroso de Richard, que ahora daba la impresión de arrastrarse con un gran esfuerzo de su voluntad. Le habían salido más granos húmedos en la cara.
—¿Te encuentras bien, Richie?
—No, no me encuentro demasiado bien. Pero aún puedo andar, Jack; no tienes que llevarme.
Inclinó la cabeza y continuó andando con expresión obstinada. Jack vio que su amigo, que tenía tantos recuerdos de este pequeño y peculiar tren y de la pequeña y peculiar estación, sufría mucho más que él a causa de la realidad actual: traviesas oxidadas y rotas, malas hierbas, zumaque venenoso… y al final un edificio destartalado cuya pintura brillante de otros tiempos se había descolorido y en cuya penumbra se deslizaba algo inquietante.
Me siento como si tuviera la pierna atrapada en una estúpida trampa, había dicho Richard, y Jack pensaba que podía comprenderlo muy bien… pero no con la profundidad de Richard. Estaba seguro de no poder soportar esa clase de comprensión. Una parte de la infancia de Richard había sido quemada y destruida. La vía férrea y la estación muerta con sus ventanas ciegas debían haber sido horribles parodias de sí mismas para Richard… Dos retazos más del pasado destruido como secuela de lo que estaba averiguando o admitiendo sobre su padre. La vida entera de Richard, al igual que la de Jack, había empezado a reflejar la pauta de los Territorios y Richard estaba mucho menos preparado para esta transformación.
En cuanto a lo que había contado a Richard sobre el Talismán, Jack habría jurado que era la verdad: el Talismán sabía que ellos llegaban. Había empezado a sentirlo justo cuando vio la brillante fotografía de su madre en la valla anunciadora; y ahora el presentimiento era urgente y poderoso, como si un gran animal se hubiera despertado a varios kilómetros de distancia y su ronroneo hubiese hecho resonar la tierra… o como si todas las bombillas de un edificio de cien pisos levantado en el horizonte se hubieran encendido, proyectando una luz lo bastante fuerte para ocultar las estrellas… o como si alguien hubiese alzado el mayor imán del mundo y éste tirase de la hebilla del cinturón de Jack, de las monedas de sus bolsillos y de los empastes de sus dientes y no se diera por satisfecho hasta haberle arrancado el corazón. Aquel gran ronroneo animal, aquella iluminación repentina y drástica, aquella nostalgia magnética… todo despertaba un eco en el pecho de Jack. Algo que había allí, en la dirección de Point Venuti, necesitaba a Jack Sawyer, y lo principal que éste sabía del objeto que le reclamaba tan visceralmente era que tenía un gran tamaño. Muy grande. Una cosa pequeña no podía poseer tanta fuerza. Tenía el tamaño de un elefante, de una ciudad.
Y Jack se preguntaba sobre su capacidad de manejar un objeto tan monumental. El Talismán estaba prisionero en un viejo hotel, mágico y siniestro; era de suponer que lo habían colocado allí para protegerlo de manos malignas, pero también, por lo menos en parte, porque su manejo era difícil para cualquiera, fuesen cuales fuesen sus intenciones. Jack pensó que tal vez Jason había sido el único capaz de manejarlo, capaz de transportarlo sin hacerse daño a sí mismo ni causarlo al propio Talismán. Al sentir la fuerza y urgencia de su llamada, Jack sólo podía esperar que no desfallecería ante el Talismán.
—«Ya lo comprenderás, Rich» —remedó Richard, sorprendiéndole. Su voz era baja y átona—. Mi padre me decía esto, que ya lo comprendería. «Ya lo comprenderás, Rich».
—Sí —dijo Jack, mirando a su amigo con precaución—. ¿Cómo te encuentras, Richard?
Además de las llagas en torno a los labios, Richard tenía ahora una colección de puntos rojos o chichones, muy inflamados en la frente y en las sienes salpicadas de granos. Era como si un enjambre de insectos hubiera logrado introducirse bajo la superficie de su delicada piel. Jack recordó durante un segundo la imagen de Richard Sloat la mañana en que él había aparecido en su ventana de Nelson House, en la escuela Thayer; Richard Sloat con las gafas bien asentadas sobre la nariz y el suéter bien metido dentro de los pantalones. ¿Volvería alguna vez aquel muchacho insoportablemente correcto e inflexible?
—Aún puedo andar —repitió Richard. Pero… ¿aludía a esto? ¿Es ésta la comprensión que debía alcanzar, conseguir, o qué demonios,…?
—Hay algo nuevo en tu cara —interrumpió Jack—. ¿Quieres descansar un rato?
—Nooo —contestó Richard, hablando todavía como desde el fondo de un barril lleno de lodo—. Y noto el sarpullido. Me pica. Creo que también lo tengo en la espalda.
—Déjame ver —dijo Jack. Richard se detuvo en medio de la carretera, obediente como un perro. Cerró los ojos y respiró por la boca. Las manchas rojas ardían en su frente y sus sienes. Jack se colocó detrás de él y le levantó la chaqueta y la camisa azul manchada y sucia. Aquí los chichones eran más pequeños y estaban tan inflamados; se extendían desde los delgados omóplatos de Richard hasta la región lumbar, pequeños como garrapatas.
Richard exhaló un suspiro inconsciente de desanimo.
—También tienes aquí, pero no son tan virulentos —dijo Jack.
—Gracias. —Richard inspiró y levantó la cabeza. El cielo gris parecía estar a punto de desplomarse sobre la tierra. El océano embestía las rocas del acantilado—. En realidad, sólo son unos tres kilómetros —dijo—. Podré recorrerlos.
—Te llevaré a cuestas cuando lo necesites —sugirió Jack, expresando así su secreta convicción de que Richard no tardaría en necesitar su ayuda.
Richard meneó la cabeza y trató en vano de meterse la camisa por dentro de los pantalones.
—A veces creo… a veces creo que no puedo…
—Entraremos en ese hotel, Richard —dijo Jack, cogiendo del brazo a su amigo y obligándole a medias a dar unos pasos—. Tú y yo. Juntos. No tengo la menor idea de lo que ocurre cuando se está dentro, pero tú y yo entraremos, sea quien sea el que intente impedirlo. Recuérdalo.
Richard le dirigió una mirada medio temerosa, medio agradecida. Ahora Jack podía ver el contorno irregular de chichones futuros bajo la superficie de las mejillas de Richard y de nuevo fue consciente de que una fuerza poderosa tiraba de él, obligándole a avanzar como él acababa de obligar a Richard.
—Te refieres a mi padre —dijo Richard, parpadeando, y Jack vio que trataba de no llorar; el agotamiento intensificaba las emociones de su amigo.
—Me refiero a todo —rectificó, no muy veraz—. Adelante, camarada.
—Pero… ¿qué debo comprender? No sé… —Richard miró a su alrededor, guiñando los ojos desprotegidos. Jack recordó que la mayor parte del mundo era una mancha borrosa para Richard.
—Ya comprendes mucho más que antes, Richie —apuntó. Y entonces una fugaz sonrisa de amargura torció los labios de Richard. Le habían obligado a comprender mucho más de lo que hubiera deseado y su amigo Jack pensó por un momento que hubiera sido mejor alejarse de la Thayer School en plena noche y solo. Pero la ocasión de preservar la inocencia de Richard estaba ya muy lejos, si es que había existido realmente. Richard era una Parte necesaria de la misión de Jack. Sintió unas manos fuertes rodearle el corazón: las manos de Jason, las manos del Talismán.
—Estamos en el buen camino —dijo y Richard se adaptó al ritmo de su paso.
—En Point Venuti veremos a mi padre, ¿verdad? —preguntó.
—Cuidaré de ti, Richard —contestó Jack—. Ahora eres el re baño.
—¿Qué?
—Nadie te lastimará, sólo tú, si te rascas hasta morir. Richard farfulló algo mientras seguían andando. Se llevó las manos a las sienes inflamadas y se las frotó una y otra vez. De cuando en cuando se rascaba la cabeza como un perro y gruñía con un alivio que era sólo parcial.
Poco después de que Richard se levantara la camisa para enseñar a Jack los puntos rojos de su espalda, vieron el primer árbol de los Territorios, que crecía en el lado de la autopista más alejado del mar y tenía una maraña de ramas oscuras y una columna de gruesa e irregular corteza asomando entre un laberinto rojo de zumaque venenoso. Los agujeros de nudo de la corteza miraban a los muchachos como si fueran bocas u ojos. Entre la tupida alfombra de zumaque, un estremecimiento de inquietas raíces agitaba las hojas céreas, como si una brisa jugara con ellas. Jack dijo:
—Atravesemos la carretera —esperando que Richard no hubiera visto el árbol. Aún podía oír a sus espaldas el susurro de las raíces gordas y correosas entre los tallos del zumaque.
¿Es eso un MUCHACHO? ¿Puede ser un MUCHACHO? ¿Un chico ESPECIAL, tal vez?
Las manos de Richard revoloteaban de sus costados a los hombros, a las sienes y al cuero cabelludo. En las mejillas, una segunda erupción de manchas inflamadas parecían el maquillaje de una película de terror; podría haber sido un monstruo juvenil de una de las primeras películas de Lily Cavanaugh. Jack vio que los chichones rojos del dorso de sus manos se habían juntado, formando grandes llagas granates.
—¿De verdad puedes seguir caminando, Richard? —preguntó. Richard asintió con la cabeza.
—Claro. Un poco más. —Miró hacia atrás, parpadeando—. Eso no era un árbol corriente, ¿verdad? Nunca había visto un árbol semejante, ni siquiera en un libro. Era un árbol de los Territorios, ¿verdad?
—Me temo que sí —respondió Jack.
—Esto significa que los Territorios están muy cerca, ¿no?
—Supongo que sí.
—Así que más arriba encontraremos más árboles como ése, ¿verdad?
—Si sabes las respuestas, ¿por qué haces las preguntas? —inquirió Jack—. Oh, Jason, qué tontería he dicho. Lo siento, Richie, supongo que esperaba que no lo vieras. Sí, me imagino que más arriba encontraremos más como ése. Procuraremos no acercarnos demasiado a ellos.
En cualquier caso, pensó Jack, «más arriba» no era un modo exacto de describir el lugar adonde se dirigían; la autopista bajaba en una marcada pendiente y cada treinta metros parecía alejarse más de la luz. Todo parecía invadido por los Territorios.
—¿Podrías mirarme la espalda? —preguntó Richard.
—Claro. —Jack levantó de nuevo la camisa de Richard. Se esforzó por no decir nada, aunque su instinto fue proferir un gemido. Ahora la espalda de Richard estaba cubierta de manchas rojas e hinchadas que daban la impresión de irradiar calor—. Ha empeorado un poco —dijo.
—Lo suponía. Sólo un poco, ¿eh?
—Sí, sólo un poco.
Dentro de poco rato, pensó Jack, Richard se parecería mucho a una maleta de piel de cocodrilo… al Muchacho Cocodrilo, hijo del Hombre Elefante.
Algo más adelante, dos de los árboles crecían juntos, con los nudosos troncos enroscados entre sí de un modo que sugería violencia más que amor. Jack los miró fijamente al pasar de largo y creyó ver que los agujeros negros de la corteza les hablaban en silencio, enviándoles maldiciones o besos; y oyó sin lugar a dudas a las raíces rechinar unas contra otras al pie de los árboles abrazados. (¡UN MUCHACHO! ¡Ahí está UN MUCHACHO! ¡NUESTRO muchacho está ahí!).
Aunque era sólo media tarde, estaba oscuro y el aire parecía granuloso, como la fotografía de un periódico viejo. Donde antes crecía la hierba en el lado de la autopista más alejado del mar, donde un encaje estilo Reina Ana florecía con blancura y delicadeza, malas hierbas bajas e irreconocibles tapizaban ahora el terreno. Sin flores y pocas hojas, parecían serpientes enroscadas y olían ligeramente a aceite pesado. De vez en cuando el sol perforaba la penumbra granulosa como un difuso fuego anaranjado. A Jack le recordó una fotografía que había visto una vez de Gary, Indiana, por la noche: llamas infernales alimentadas por veneno en un cielo negro y contaminado. El Talismán le llamaba desde ahí abajo con tanta fuerza como si un gigante le agarrase la ropa y tirase de ella. El nexo de todos los mundos posibles. Llevaría consigo a Richard hacia aquel infierno —y lucharía por su vida con todas sus fuerzas— aunque tuviera que arrastrarle por los tobillos. Y Richard debía ver esta determinación en Jack, porque, rascándose los costados y hombros, caminaba a trompicones a su lado.
Voy a hacerlo —se dijo Jack, intentado olvidar que sólo quería darse ánimos— aunque tenga que atravesar una docena de mundos diferentes. Sí, lo haré a pesar de todo.
Unos noventa metros más abajo, un grupo de los feos árboles de los Territorios se apiñaban como cocodrilos al borde de la autopista. Al pasar delante de ellos por el otro lado, Jack echó una Ojeada a las enroscadas raíces y vio, medio incrustado en la tierra de donde salían, el pequeño esqueleto blanquecino de un muchacho de ocho o nueve años que aún llevaba un podrido sayo verde y negro. Jack tragó saliva y aceleró el paso, arrastrando a Richard como a un animal doméstico sujeto a una correa.
Unos minutos más tarde, Jack Sawyer contempló Point Venuti por primera vez.