JACK Y RICHARD VAN A LA GUERRA
Aquella tarde la puesta de sol fue más amplia —la tierra había empezado a dilatarse de nuevo al acercarse al océano—, pero no tan espectacular. Jack detuvo el tren en la cumbre de una colina erosionada y volvió a subir al vagón de carga. Rebuscó en él durante casi una hora —hasta que los colores sombríos se desvanecieron del cielo y se alzó en el este un cuarto de luna— y regresó con seis cajas, todas marcadas LENTES.
—Ábrelas —dijo a Richard— y haz la cuenta. Te nombro Guardián de los Cargadores.
—Maravilloso —replicó Richard con voz débil—. Sabía que recibía toda esa educación para algún fin.
Jack volvió una vez más al vagón y abrió la tapa de una de las cajas marcadas PIEZAS DE MAQUINARIA. Mientras lo hacía, oyó un grito ronco en la oscuridad, seguido de un estridente chillido de dolor.
—¡Jack! Jack, ¿estás ahí atrás?
—¡Sí, estoy aquí! —contestó Jack, pensando que era muy imprudente por parte de ambos gritar como un par de comadres desde un patio a otro, pero la voz de Richard sugería que su temor rayaba en el pánico.
—¿Volverás pronto?
—¡En seguida voy! —gritó Jack, haciendo más fuerza con el cañón de la Uzi. Estaban dejando atrás las Tierras Arrasadas, pero Jack aún no quería detenerse demasiado rato. Habría sido más sencillo llevarse la caja de metralletas a la cabina, pero pesaba demasiado.
No pesan, son mis Uzis, pensó Jack y rió entre dientes en la oscuridad.
—¡Jack! —La voz de Richard era estridente, frenética.
—Espera un momento, compinche —contestó.
—No me llames compinche —protestó Richard. Los clavos de la tapa se desprendieron con un crujido y Jack pudo levantarla. Agarró dos metralletas y ya iba a dar media vuelta cuando vio otra caja, más o menos del tamaño de un televisor portátil, que antes estaba oculta bajo un pliegue de la lona encerada.
Corrió tambaleándose por el techo del vagón bajo la débil luz de la luna, sintiendo la brisa en el rostro. Era limpia, sin rastro del hediondo perfume, sin vestigio de putrefacción; sólo una humedad limpia y el inconfundible aroma de la sal.
—¿Qué hacías? —le regañó Richard—. ¡Jack, ya tenemos armas! ¡Y también municiones! ¿Por qué has ido a buscar más? ¡Algo podría haber trepado hasta aquí mientras tú jugabas con esto!
—Más armas porque las metralletas tienen tendencia a recalentarse —explicó Jack—. Más balas porque es posible que debamos disparar muchas veces. Yo también veo la televisión, ¿sabes? —Se dispuso a volver de nuevo al vagón de carga porque quería averiguar qué contenía aquella caja cuadrada.
Richard le sujetó; el pánico convirtió su mano en una garra de ave de rapiña.
—Richard, no pasará nada…
—¡Algo te podría llevar consigo!
—Creo que estamos casi fuera de las Tie…
—¡Algo podría llevarme a mí consigo! ¡Jack, no me dejes solo! Richard se echó a llorar. No dio la espalda a Jack ni se tapó la cara con las manos; permaneció como estaba, con la cara contraída y los ojos anegados en lágrimas. En aquel momento se antojó cruelmente indefenso a Jack, quien le abrazó y retuvo contra sí.
—Si alguien te ataca y te mata, ¿qué será de mí? —sollozó Richard—. ¿Cómo podría salir de aquí alguna vez? No lo sé —pensó Jack—. Realmente, no lo sé.
Así pues, Richard acompañó a Jack en su último viaje al vagón de carga y esto significó empujarle y sostenerle al subir la escalerilla, prestarle apoyo al caminar por el techo del furgón y ayudarle con mucho cuidado a bajar los escalones, como se ayuda a una anciana inválida a cruzar la calle. Richard el Racional comenzaba a mejorar mentalmente, pero físicamente estaba cada vez peor.
Aunque los listones rezumaban grasa lubricante, la caja cuadrada llevaba la marca: FRUTA, lo cual, como Jack descubrió en cuanto pudieron abrirla, no era del todo inexacto, ya que estaba llena de pinas. De las que explotan.
—¡Caracoles! —murmuró Richard.
—Vaya, vaya —dijo Jack—. Ayúdame. Creo que podemos llevar cada uno cuatro o cinco dentro de la camisa.
—¿Para qué quieres tanto armamento? —preguntó Richard—. ¿Acaso esperas enfrentarte a un ejército?
—Algo parecido.
Richard miró hacia el cielo mientras volvían por el techo del furgón y sintió un mareo. Se tambaleó y Jack tuvo que cogerlo para que no se cayera del tren. Se había dado cuenta de que no podía reconocer las constelaciones del hemisferio norte ni las del sur. Estas estrellas eran diferentes… pero formaban diseños y en alguna parte de este mundo desconocido e increíble quizá alguien navegaba guiándose por ellas. Fue este pensamiento lo que hizo comprender a Richard la realidad de su entorno… y esta comprensión representó para él un impacto definitivo e innegable.
Entonces la voz de Jack le llamó como desde lejos:
—¡En, Richie! ¡Jason! ¡Por poco te caes del tren!
Por fin llegaron de nuevo a la cabina.
Jack puso la primera marcha, presionó hacia abajo la palanca de aceleración y el artefacto de Morgan de Orris arrancó una vez más. Jack echó una ojeada al suelo de la cabina: cuatro metralletas Uzi, casi veinte montones de cargadores, a diez por montón, y diez granadas de mano cuyos pasadores de seguridad parecían abridores de latas de cerveza.
—Si esto no nos basta —dijo Jack—, más vale que lo olvidemos.
—¿Qué estás esperando, Jack? —Jack se limitó a menear la cabeza.
—Supongo que me debes considerar un pelmazo —observó Richard.
—Claro, como siempre, compinche —sonrió Jack.
—¡No me llames compinche!
—¡Compinche-compinche-compinche!
Esta vez la vieja broma suscitó una sonrisa. No muy grande, no hizo más que subrayar las grietas de los labios de Richard… pero mejor que nada.
—¿Estarás bien si duermo un poco más? —preguntó Richard, apartando a un lado los cargadores de las metralletas y acomodándose en un rincón de la cabina, tapado con el sarape de Jack—. Después de tanto trepar y acarrear pesos… Creo que debo estar enfermo porque me siento realmente exhausto.
—Estaré bien —respondió Jack, y de hecho se encontraba más animado, lo cual no le vendría mal dentro de poco, si sus temores eran fundados.
—Ya puedo oler el océano —dijo Richard y Jack captó en su voz una asombrosa mezcla de amor, aversión, nostalgia y miedo. Los ojos de Richard se cerraron.
Jack bajó todo lo que pudo la palanca de aceleración. El presentimiento de que el fin —alguna clase de fin— estaba cerca no había sido nunca tan fuerte.
Los últimos vestigios pobres y sombríos de las Tierras Arrasadas habían desaparecido ya cuando salió la luna. Reaparecieron los campos de cereal, que aquí era más tosco que en Ellis-Breaks, pero que aún irradiaba un sensación de pureza y salud. Jack oyó la débil llamada de unos pájaros que gritaban como gaviotas. Era un sonido indeciblemente solitario en estas grandes llanuras abiertas que olían un poco a fruta y bastante más a sal marina.
Después de medianoche el tren empezó a zumbar a través de grupos de árboles, la mayoría de hoja perenne, y su olor de resina, mezclado con el de la sal, parecía establecer una conexión firme entre este lugar al que se aproximaba y el lugar de donde procedía. Él y su madre no habían permanecido nunca mucho tiempo en el norte de California —quizá porque Sloat solía pasar sus vacaciones allí—, pero recordaba haber oído contar a Lily que el paisaje en torno a Mendocino y Sausalito se parecía mucho al dé Nueva Inglaterra, incluyendo las casas de dos pisos delante y uno atrás, con tejado de caballete, y las de madera de un solo piso, con el mismo tejado, típicas de Cape Cod. Las compañías cinematográficas que necesitaban escenarios de Nueva Inglaterra recurrían al norte de su propio estado en lugar de trasladarse a la otra costa del país, y los espectadores no solían notar la diferencia.
Así es como debe ser. De un modo muy extraño, vuelvo al lugar que dejé atrás.
Richard: ¿Acaso esperas enfrentarte a un ejército?
Se alegraba de que Richard estuviera dormido, porque así no tenía que contestar a esta pregunta… por lo menos, todavía no.
Anders: Cosas demoníacas. Para los Lobos malos. Para llevar al hotel negro.
Las cosas demoníacas eran las ametralladoras Uzi, el explosivo de plástico, las granadas. Las cosas demoníacas estaban aquí. Los Lobos malos, no. El furgón, sin embargo, estaba vacío, y Jack encontraba este hecho muy revelador.
Aquí hay una historia para ti, Richíe, muchacho, y me alegra que estés dormido porque así no tengo que contártela. Margan sabe que llego y ha preparado una tiesta sorpresa, sólo que serán hombres lobos y no chicas desnudas los que saltarán del pastel, armados con metralletas Uzi y granadas, como manda la ocasión. Menos mal que hemos secuestrado este tren, por así decirlo, y que llegamos con diez o doce horas de antelación, porque si nos dirigimos a un campamento lleno de Lobos dispuestos a asaltar el pequeño tren de los Territorios —y creo que esto es exactamente lo que hacemos—, necesitaremos todo el elemento sorpresa de que podamos disponer.
Sería más fácil detener el tren lejos de donde estuviera apostada la fuerza de ataque de Morgan y describir un gran círculo en tomo al campamento. Más fácil y también más seguro.
Pero esto dejaría indemnes a los Lobos malos, ¿lo comprendes, Richie?
Miró el arsenal esparcido sobre el suelo de la cabina y se preguntó si estaba planeando de verdad lanzar a un comando contra la Brigada de Lobos de Morgan. Vaya comando. El bueno y viejo de Jack Sawyer, Rey de los Lavaplatos Vagabundos, y su Comatoso Compinche, Richard. Jack se preguntó si se habría vuelto loco. Supuso que sí, porque aquello era exactamente lo que estaba planeando; sería lo último que esperaría cualquiera de ellos… y ya había soportado bastante, maldita sea. Le habían azotado con un látigo; habían matado a Lobo. Habían destruido la escuela de Richard y casi acabado con su cordura y, para colmo, quizá Morgan Sloat había vuelto a New Hampshire a atormentar a su madre.
Loco o no, había llegado el momento de la revancha.
Jack se agachó, cogió una metralleta cargada y la sostuvo sobre su brazo mientras las vías se abrían ante él y el olor de la sal se incrementaba por momentos.
Antes de amanecer, Jack durmió unas horas, apoyado en la palanca de aceleración. No le habría consolado mucho saber que semejante posición se llamaba embrague de cadáver. Cuando salió el sol, Richard le despertó.
—Hay algo delante de nosotros.
Jack miró primero con atención a Richard. Había esperado verle con mejor aspecto a la luz del día, pero ni siquiera el cosmético del amanecer podía disimular el hecho de que Richard estaba enfermo. El color del nuevo día había cambiado el tono dominante de su tez, convirtiendo el gris en amarillento… esto era todo.
—¡Eh! ¡Tren! ¡Hola grande y maldito tren! —Este grito gutural fue poco más que el gruñido de una bestia. Jack miró hacia delante.
Se acercaban a una especie de pequeño blocao.
El centinela era un Lobo… pero cualquier parecido con el Lobo de Jack terminaba en los llameantes ojos anaranjados. La cabeza de este Lobo era horriblemente aplanada, como si una mano enorme hubiera rebanado la curva superior del cráneo. La cara parecía sobresalir de la mandíbula retraída como un peñasco en precario equilibrio sobre un abismo. Ni siquiera la gozosa sorpresa reflejada en aquella cara podía ocultar su profunda y brutal estupidez. Unas trenzas de pelo le colgaban de las mejillas y una cicatriz en forma de X le cruzaba la frente.
El Lobo llevaba algo parecido al uniforme de un mercenario, o lo que Jack creía que era dicho uniforme. Los anchos pantalones verdes estaban embutidos en las botas negras, pero Jack vio que las botas habían sido agujereadas para permitir la salida de los dedos peludos, de uñas largas, del Lobo.
—¡Tren! —ladró y gruñó a la vez mientras la locomotora cubría los últimos cincuenta metros. Empezó a saltar, con una sonrisa salvaje, e hizo chasquear los dedos al estilo de Cab Calloway. De sus mandíbulas brotaban repugnantes coágulos de espuma—. ¡Tren! ¡Tren! ¡Maldito tren AQUÍ Y AHORA MISMO! —Abrió la boca de un modo alarmante, mostrando dos hileras de lanzas rotas y amarillas—. ¡Venís pronto, malditos sicos, qué bien, qué bien!
—Jack, ¿qué es esto? —preguntó Richard, agarrando el hombro de Jack con una fuerza que traicionaba su pánico pero hablando en voz bastante baja, lo cual tenía mucho mérito.
—Es un Lobo, un Lobo de Morgan.
¡Ya está, Jack! ¡Idiota! ¡Has pronunciado su nombre!
Pero no había tiempo para preocuparse por esto ahora. Casi habían llegado al puesto de guardia y el Lobo tenía la evidente intención de saltar a bordo. Mientras Jack le miraba, dio un torpe brinco sobre el polvo, haciendo entrechocar las botas claveteadas. Tenía un cuchillo en el cinturón que llevaba en bandolera sobre el pecho desnudo, pero no tenía arma de fuego.
Jack ajustó el control de la Uzi para un solo disparo.
—¿Morgan? ¿Quién es Morgan? ¿Qué Morgan?
—Ahora no —dijo Jack.
Se concentró en un buen blanco: el Lobo, y simuló una gran sonrisa plastificada mientras mantenía la Uzi baja y fuera de la vista.
—¡Tren de Anders! ¡Maldita sea! ¡Aquí y ahora! Un mango parecido a una gran asa sobresalía del lado derecho de la locomotora, sobre un ancho peldaño a modo de estribo. Con su salvaje sonrisa, derramando espuma por el mentón y claramente enajenado, el Lobo asió el mango y saltó con agilidad al estribo.
—¡Eh! ¿Dónde está el viejo? ¿Dónde…? Jack levantó la Uzi y envió una bala al ojo izquierdo del Lobo. La llameante luz anaranjada se apagó como la llama de una vela bajo una ráfaga de viento. El lobo cayó hacia atrás desde el estribo como un hombre realizando una torpe zambullida, y dio contra el suelo con un ruido sordo.
—¡Jack! —Richard le agarró y le hizo girar en redondo. Su rostro parecía tan salvaje como el del Lobo, sólo que era terror lo que lo contraía, no regocijo—. ¿Te has referido a mi padre? ¿Está mi padre implicado en esto?
—Richard, ¿confías en mí?
—Sí, pero…
—Entonces, olvídalo. Olvídalo, Éste no es el momento.
—Pero…
—Coge un arma.
—Jack…
—Richard, ¡coge un arma!
Richard se agachó y cogió una Uzí.
—Odio las armas —repitió.
—Sí, ya lo sé. A mí tampoco me entusiasman, Richie, muchacho, pero ha llegado la hora de la revancha.
Ahora las vías se acercaban a una alta empalizada detrás de la cual sonaban gritos y gruñidos, vítores, palmadas rítmicas y el sonido de un taconeo acompasado sobre la tierra. Había además otros sonidos menos identificables, pero todos significaron lo mismo para Jack: entrenamiento militar. La zona que mediaba entre el puesto de guardia y la empalizada tenía casi un kilómetro y, en medio de semejante algarabía, Jack dudaba de que alguien hubiese oído su único disparo. El tren, al ser eléctrico, era casi silencioso. Aún tenían a su favor la ventaja de la sorpresa.
Las vías desaparecían bajo una puerta doble en un lado de la empalizada. Jack vio rendijas de luz entre los troncos toscamente descortezados.
—Jack, será mejor que disminuyas la marcha. Se hallaban a unos dentó cincuenta metros de la puerta. Al otro lado las voces desaforadas gritaban: «¡MARRRRchen! ¡Un-dos! ¡Tres-cuatro! ¡MARRRchen!». Jack pensó otra vez en los hombres bestias de H. G. Wells y se estremeció.
—La suerte está echada, compinche. Vamos a entrar. Tienes el tiempo justo de entonar el canto del cisne.
—Jack, ¡estás loco!
—Ya lo sé.
Cien metros. Las baterías zumbaban. Saltó un chispa azul, chisporroteando. A ambos lados del tren se extendía la tierra yerma. No hay cereales aquí —pensó Jack—. Si Noël Coward hubiera escrito una obra sobre Morgan Sloat, creo que la habría titulado «Un espíritu tristón».[6]
—Jack, ¿y si este lastimoso tren descarrila?
—Bueno, supongo que puede pasar —contestó Jack.
—¿Y si derriba la puerta y las vías se acaban?
—Eso nos fastidiaría, ¿verdad? Cincuenta metros.
—Jack, te has vuelto realmente loco, ¿verdad?
—Supongo que sí. Quita el seguro de tu arma, Richard.
Richard obedeció.
Saltos… gruñidos… pasos de marcha… el crujido del cuero… alaridos… una carcajada inhumana que hizo dar un respingo a Richard. No obstante, Jack vio en el rostro de su amigo una clara determinación que le llenó de orgullo. Tiene intención de permanecer a mi lado… Racional o no, tiene intención de no abandonarme.
Veinticinco metros.
Gritos… chillidos… órdenes estridentes… y un alarido espeso, de reptil —¡Gruuuuu-UUUU!—, que erizó los pelos del cogote de Jack.
—Si salimos de ésta —dijo Jack—, te invitaré a un perro caliente con chile en la Reina de las Granjas.
—¡Sácame de aquí! —gritó Richard e, increíblemente, se echó a reír. En aquel instante, el malsano tono amarillento pareció difuminarse un poco en su cara.
Cinco metros… y los toscos troncos que formaban la puerta parecían macizos, sí, muy macizos, y Jack tuvo el tiempo justo de preguntarse si no había cometido un gravísimo error.
—¡Agáchate, compinche!
—¡No me llames com…!
El tren chocó contra la puerta de la empalizada, lanzándoles a ambos hacia delante.
La puerta era, en efecto, muy sólida y además estaba atrancada por dentro con dos grandes troncos. El tren de Morgan no era muy grande y las baterías estaban casi gastadas después del largo recorrido por Tierras Arrasadas. El impacto lo habría hecho descarrilar, sin duda alguna, y ambos muchachos podrían haber muerto en el choque, si la puerta no hubiese tenido un talón de Aquiles. Se habían encargado goznes nuevos, forjados según los modernos procedimientos americanos, pero aún no habían llegado y los viejos goznes de hierro saltaron cuando la locomotora embistió la puerta.
El tren entró en el fuerte a cuarenta kilómetros por hora, llevándose por delante la puerta destrozada. Habían construido una pista de obstáculos en tomo al perímetro de la empalizada y la puerta, actuando como una máquina quitanieves, empezó a quitar de en medio los obstáculos, arrollándolos, dándoles la vuelta y convirtiéndolos en astillas.
También arrolló a un Lobo que realizaba ejercicios de castigo. Sus pies desaparecieron bajo la puerta y fueron amputados, con botas y todo. Gruñendo y profiriendo alaridos, en pleno Cambio, el Lobo empezó a trepar por la puerta con unas uñas que crecían rápidamente y se afilaban como clavos. La puerta estaba ahora a doce metros dentro del fuerte. De manera asombrosa, el Lobo llegó casi hasta arriba antes de que Jack pusiera la marcha en punto muerto. El tren se detuvo y la puerta se desplomó, aplastando entre ella y el polvo al infortunado Lobo. Bajo el último vagón del tren, en los pies amputados del Lobo continuó creciendo pelo y siguió creciendo durante varios minutos.
La situación dentro del fuerte era mejor de la que Jack se había atrevido a esperar. Por lo visto, allí todos madrugaban, como suele ocurrir en las instalaciones militares, y la mayor parte de las tropas parecían estar fuera, realizando un estrafalario programa de prácticas y ejercicios.
—¡A la derecha! —gritó Jack a Richard.
—¿Qué hago? —preguntó Richard, también a gritos. Jack abrió la boca y profirió un alarido: por su tío Tommy Woodbine, atropellado en la calle; por un carretero anónimo, muerto a latigazos en un patio fangoso; por Ferd Janklow; por Lobo, muerto en el sucio despacho de Sol Gardener; por su madre, pero sobre todo, según descubrió, por la Reina Laura DeLoessian, que era también su madre, y por el crimen que se estaba cometiendo con la región de los Territorios. Vociferó como Jason y su voz fue atronadora.
—¡HAZLOS PEDAZOS! —gritó Jack Sawyer/Jason DeLoessian y abrió fuego por la izquierda.
Había un tosco patio de revista en el lado de Jack y un largo edificio de troncos en el de Richard. Este edificio parecía el bunker de una película de Roy Rogers, pero Richard adivinó que era un cuartel. De hecho, todo el lugar se antojaba más familiar a Richard que cualquier otra cosa vista hasta ahora en este mundo fantasmal al que le había llevado Jack. Había visto lugares como éste en los noticiarios de la televisión. Los rebeldes apoyados por la CÍA que se entrenaban para usurpar el poder en países de Centroamérica y Sudamérica se concentraban en sitios parecidos a éste. Sólo que los campos de entrenamiento solían estar en Florida y los soldados que salían en masa de este cuartel no eran cubanos… Richard no sabía qué eran.
Algunos se parecían un poco a las pinturas medievales de demonios y sátiros. Algunos tenían aspecto de seres humanos degenerados, como hombres de las cavernas. Y una de las cosas que saltaban bajo la luz de la incipiente mañana tenía escamas en el cuerpo y párpados de membrana… y Richard Sloat lo tomó por una especie de lagarto que caminara erguido. Mientras lo miraba, el monstruo levantó el hocico y profirió el grito que Jack y él habían oído antes: ¡GruuuuUUU! Tuvo tiempo de ver, un momento antes de que la Uzi de Jack hiciera retemblar el mundo con su trueno, que la mayoría de estos seres infernales parecían totalmente aturdidos.
En el lado de Jack, unas dos docenas de Lobos estaban haciendo ejercicios en el patio de revista. Como el centinela del puesto de guardia, llevaban en su mayoría uniformes verdes de faena, botas con agujeros para los pies y cananas en bandolera. Como el centinela, tenían la cabeza plana y parecían cretinos y esencialmente malévolos.
Se detuvieron en mitad de unos saltos frenéticos al ver irrumpir el tren, caer la puerta y morir aplastado por ésta el infeliz que cumplía su castigo en el lugar y momento inoportunos. Al oír el grito de Jack, empezaron a moverse, pero entonces ya era demasiado tarde.
La mayor parte de la Brigada de Lobos cuidadosamente seleccionados por Morgan durante un período de cinco años por su fuerza y brutalidad, fueron barridos por una ráfaga de la metralleta de Jack. Se tambalearon hacia atrás, con los pechos abiertos y las cabezas sanguinolentas. Se oyeron aullidos de ira y aullidos de dolor… pero no muchos. La mayoría murieron en silencio.
Jack tiró el cargador, cogió otro y lo encajó en su lugar. En el lado izquierdo del patio de revista, cuatro de los Lobos se habían salvado. En el centro aparecieron dos más bajo la línea de fuego; estaban heridos, pero aun así se dirigían hacia él, cavando hoyos en la tierra batida con los dedos de largas uñas; en sus caras, el pelo no dejaba de crecer y sus ojos centelleaban. Mientras corrían hacia la locomotora, Jack vio que les salían colmillos de la boca y pelos del mentón, duros como el alambre.
Apretó el gatillo de la Uzi, sujetando con gran esfuerzo el caliente cañón, que tenía tendencia a elevarse en cada fuerte retroceso. Los dos lobos atacantes fueron lanzados al aire con tanta violencia, que describieron un arco cabeza abajo, como si fueran acróbatas. Los otros cuatro no se detuvieron en su loca carrera hacia el lugar donde estaba la puerta dos minutos antes.
El surtido de seres que salieron en tropel del cuartel estilo bunker parecieron comprender por fin que, aunque los recién llegados conducían el tren de Morgan, estaban lejos de ser amistosos. No se unieron en un ataque organizado, pero avanzaron en masa, murmurando. Richard apoyó el cañón de la Uzi en el lado de la cabina, que le llegaba hasta el pecho, y abrió fuego. Los proyectiles los despedazaron, lanzándolos hacia atrás. Dos de las cosas que parecían cabras cayeron de cuatro patas y se arrastraron hacia el interior del edificio. Richard vio a otros tres retorcerse y caer bajo el impacto de las balas y se sintió invadido por una alegría tan salvaje, que casi le hizo desfallecer.
Las balas destrozaron también el vientre verde y blanquecino del lagarto, del que empezó a salir un chorro de líquido negruzco, icor, no sangre. Cayó de espaldas, pero la cola pareció amortiguar la caída. Se levantó de un salto y corrió hacia el lado del tren donde estaba Richard. Profirió de nuevo su grito tosco y potente… y esta vez Richard creyó detectar en él algo horriblemente femenino. Apretó el gatillo de la Uzi. No ocurrió nada. El cargador estaba vacío.
El hombre lagarto corría con una determinación ciega y torpe. Sus ojos centelleaban de furia asesina… y de inteligencia. Vestigios de unos pechos oscilaban sobre las escamas delanteras.
Richard se agachó, buscó a tientas con las manos, sin perder de vista al hombre lagarto, y encontró una de las granadas.
Seabrook Island —pensó Richard como en un sueño—. Jack llama a este lugar los Territorios, pero en realidad es Seabrook Island y no hay motivo para tener miedo, ningún miedo; todo esto es un sueño y si las garras escamosas de ese monstruo me rodean el cuello, es seguro que me despertaré, e incluso aunque no todo sea un sueño, Jack me salvará de algún modo, sé que lo hará… Lo sé porque aquí Jack es una especie de dios.
Estiró la espoleta de la granada, reprimió el fuerte impulso de lanzarla de cualquier modo, cediendo al pánico, y, sin levantar la mano más arriba del hombro, hizo un lanzamiento alto y tendido.
—¡Jack, agáchate!
Jack se agachó al instante, sin mirar, hasta que estuvo más bajo que los lados de la cabina. Richard le imitó, pero no antes de ver una cosa increíble y horriblemente cómica: el hombre lagarto había cogido la granada… e intentaba comérsela.
La explosión no fue el fragor sordo que Richard había esperado, sino un estruendo ensordecedor que penetró en sus oídos, causándole un gran dolor en los tímpanos. Oyó un chapoteo, como si alguien hubiera tirado un cubo de agua contra el costado del tren.
Levantó la vista y vio que la locomotora, el furgón y el vagón de carga estaban cubiertos de cálidos intestinos, sangre negra y trozos de carne de lagarto. Toda la fachada del cuartel había volado y gran parte de los escombros estaban ensangrentados. En el centro vio un pie peludo dentro de una bota con agujeros para los dedos.
Mientras miraba, los escombros se removieron y dos de los hombres cabras empezaron a salir de entre las astillas. Richard se agachó, encontró otro cargador y lo colocó en su metralleta. Ya estaba caliente, como Jack había pronosticado.
¡Hurra!, pensó vagamente mientras volvía a abrir fuego.
Cuando Jack se incorporó tras la explosión de la granada, vio que los cuatro Lobos que habían escapado a las dos primeras ráfagas de metralleta corrían por el agujero donde había estado la puerta. Aullaban de terror. Como corrían juntos, eran un buen blanco para Jack, que levantó la Uzi… y la bajó de nuevo, sabiendo que los vería más tarde, probablemente en el hotel negro, sabiendo que era un idiota… Pero, idiota o no, se sentía incapaz de dispararles a sangre fría, por la espalda.
Ahora sonó un grito estridente y femenino detrás del cuartel. ¡Salid de ahí! ¡Salid de ahí, digo! ¡Moveos! ¡Moveos! Se oyó el restallido de un látigo.
Jack conocía aquel sonido y conocía aquella voz. Se hallaba inmovilizado por una camisa de fuerza la última vez que la había oído. Era una voz que habría reconocido entre un millón.
… Si aparece su amigo retrasado mental, dispara contra él.
Bueno, entonces te saliste con la tuya, pero ahora viene la revancha… y por el sonido de tu voz, diría que ya lo sabes. Cogedles, ¿qué os pasa, cobardes? Cogedles, ¿es que siempre he de deciros cómo hacer las cosas? ¡Seguidnos, seguidnos!
Tres seres salieron de las ruinas del cuartel y sólo uno de ellos era claramente humano: Osmond. Llevaba su látigo en una mano y una pistola automática en la otra. Calzaba botas negras y vestía una capa roja y pantalones de seda blanca muy anchos y ondulantes, salpicados de sangre fresca. A su izquierda había un peludo hombre cabra en vaqueros y botas del Oeste, que cruzó una mirada con Jack, compartiendo con él un instante de total reconocimiento: era el horrible vaquero del Bar Oatley. Era Randolph Scott. Era Elroy. Sonrió a Jack, sacando la larga lengua y lamiéndose el labio superior.
—¡Cógelo! —gritó Osmond a Elroy.
Jack intentó levantar la Uzi, pero de pronto la encontró demasiado pesada para sus brazos. Osmond ya era malo de por sí, la reaparición de Elroy, aún peor, pero lo que había entre los dos era una pesadilla: la versión de los Territorios de Reuel Gardener, claro; el hijo de Osmond, el hijo de Sol. Y de hecho se parecía un poco a un niño, un niño dibujado por un alumno listo de jardín de infancia que tuviera tendencias crueles.
Era flaco y blanco como la leche; uno de sus brazos terminaba en un delgado tentáculo que recordó a Jack el látigo de Osmond. Los ojos, uno de ellos bizco, estaban a diferentes niveles. Gruesas llagas rojas cubrían sus mejillas.
Algunas se deben a la enfermedad de la radiación… Jason, creo que el chico de Osmond se acercó demasiado a una de esas bolas de fuego… pero el resto… Jason… Jesús… ¿Qué tuvo por madre? En nombre de todos los mundos, ¿QUÉ TUVO POR MADRE?
—¡Coge al Pretendiente! —gritaba Osmond—. Salva al hijo de Margan ¡pero coge al Pretendiente! ¡Coge al falso Jason! ¡Atacad, cobardes! ¡Se les han terminado las balas!
Alaridos, gritos. Jack sabía que dentro de un momento aparecería un nuevo contingente de Lobos, reforzados por diversos monstruos, desde la parte trasera del largo cuartel, donde se habrían protegido de la explosión, donde debían haberse agazapado con las cabezas gachas y donde habrían permanecido… de no ser por Osmond.
—Tendrías que haber evitado la carretera, polluelo —gruñó Elroy, echando a correr hacia el tren.
La cola le ondeaba por el aire. Reuel Gardener —o como se llamara en este mundo— profirió una especie de gemido e intentó seguirle, pero Osmond alargó la mano y le retuvo; Jack vio que sus dedos parecían hundirse en el cuello cuadrado y repulsivo del monstruoso muchacho.
Entonces levantó la Uzi y descargó una ráfaga a quemarropa contra la cara de Elroy. Decapitó al hombre cabra y a pesar de ello Elroy, sin cabeza, continuó trepando un momento y una de sus manos, cuyos dedos estaban unidos en dos grupos en una parodia de pata hendida, buscó a tientas la cabeza de Jack antes de desplomarse hacia atrás.
Jack se quedó mirándolo fijamente, aturdido; había soñado una y otra vez en el bar Oatley con aquella espantosa confrontación final, intentando alejarse del monstruo por una jungla oscura de muelles y vidrios rotos. Y ahora aquel ser estaba aquí y él lo había matado. Era difícil comprender este hecho; como si hubiera matado a un fantasma de la infancia.
Richard gritaba… y su metralleta disparaba con estruendo, casi ensordeciendo a Jack.
—¡Es Reuel! ¡Oh Jack oh Dios mío oh Jason es Reuel, es Reuel…!
La Uzi que sostenía Richard disparó otra ráfaga antes de enmudecer, con el cargador vacío. Reuel se desasió de su padre y corrió a trompicones hacia el tren, gimoteando. El labio superior se le dobló hacia arriba, dejando al descubierto unos dientes largos que parecían falsos y endebles, como las dentaduras de cera que se ponen los niños en la Víspera de Todos los Santos.
La andanada final de Richard le acertó en el pecho y la garganta, agujereando su jubón tonelete de color marrón y abriendo largas brechas irregulares en la carne. De estas heridas fluyeron lentos regueros de sangre oscura, pero nada más. Reuel podía haber sido humano al principio; Jack lo consideraba posible. Sin embargo, ahora ya no lo era; las balas ni siquiera retrasaron su paso. El monstruo que sorteó torpemente el cuerpo de Elroy era un demonio y olía a hongo venenoso mojado.
Algo calentaba la pierna de Jack; al principio fue sólo tibio… pero en seguida irradió mucho calor. ¿Qué era? Daba la impresión de que llevaba una tetera en el bolsillo. Pero no tenía tiempo de pensar. Ocurrían cosas ante su vista. En tecnicolor.
Richard dejó caer la Uzi y retrocedió tambaleándose y tapándose la cara con las manos. A través de los dedos miraba con ojos horrorizados al monstruo que había sido Reuel.
¡No dejes que me coja, Jack! ¡No dejes que…!
Reuel balbucía y gimoteaba. Golpeó con las manos el costado de la locomotora y el sonido fue como el de unas grandes aletas golpeando un espeso lodo.
Jack vio que tenía realmente unas gruesas membranas amarillentas entre los dedos.
—¡Vuelve! —gritaba Osmond a su hijo y en su voz temblaba un miedo indiscutible—. ¡Vuelve, es malo, te hará daño, todos los chicos son malos, es un axioma, vuelve, vuelve!
Reuel farfullaba y gruñía con entusiasmo. Se enderezó y Richard gritó como un loco, retrocediendo hacia el rincón más alejado de la cabina.
—¡NO DEJES QUE ME COJA…!
Más Lobos, más monstruos extraños salieron de la esquina. Uno de ellos, un ser con retorcidos cuernos de carnero a ambos lados de la cabeza, que sólo llevaba calzones anchos, cayó y fue pisoteado por los otros.
Un círculo de calor en torno a la pierna de Jack.
Reuel echaba ahora una pierna larga y delgada sobre el borde de la cabina. Babeaba, mirando a Jack, y la pierna se retorcía, no era en absoluto una pierna, sino un tentáculo. Jack levantó la Uzi y disparó.
Media cara de Reuel se convirtió en un flan. Una multitud de gusanos empezó a caer de la masa sanguinolenta.
Reuel continuaba acercándose.
Alargando hacia él aquellos dedos provistos de membranas.
Los gritos de Richard y los gritos de Osmond se mezclaron, fundiéndose en uno solo.
De improviso, Jack identificó el calor que le abrasaba la pierna como un hierro de marcar ganado, y lo hizo en el mismo instante en que las manos de Reuel le cayeron sobre los hombros… era la moneda que el capitán Farren le había dado, la moneda que Anders se había negado a aceptar.
Se metió la mano en el bolsillo; la moneda parecía, al tacto, un trozo de mineral. La apretó en su puño y sintió su cuerpo invadido por una potencia de muchos voltios. Reuel la sintió a su vez y sus murmullos, gruñidos y gimoteos se convirtieron en gemidos de terror. Intentó retroceder, mientras el único ojo giraba frenéticamente.
Jack extrajo la moneda, que emitía un resplandor rojo en su mano. Sintió el calor… pero no se quemó.
El perfil de la Reina resplandecía como el sol.
—¡En su nombre, aborto asqueroso! —gritó Jack—. ¡Desaparece de la faz de la tierra! —Abrió el puño y estampó la moneda en la frente de Reuel.
Reuel y su padre gritaron al unísono… Osmond, con una voz de soprano rayando en la de tenor y Reuel, con un zumbido bajo e insectil. La moneda penetró en la frente de Reuel como la punta de un atizador en un pedazo de mantequilla. Un horrible líquido oscuro, como un té concentrado en exceso, brotó de la cabeza de Reuel y cayó en la muñeca de Jack. Estaba caliente y en él pululaban gusanos minúsculos que se retorcieron sobre la piel de Jack. Notó que le mordían, pero aun así continuó apretando con los dos primeros dedos de la mano derecha, hundiendo más y más la moneda en la cabeza del monstruo.
—¡Desaparece de la faz de este mundo, ser abyecto! ¡En nombre de la Reina y en el de su hijo, desaparece de la faz de este mundo!
El monstruo gritó y gimió y Osmond gritó y gimió con él. Los refuerzos se habían detenido y se apiñaban alrededor de Osmond con los rostros llenos de terror supersticioso. Para ellos, Jack parecía haber crecido y emitir una luz esplendorosa.
Reuel sufrió una sacudida. Farfulló otro gemido ininteligible. La sustancia negra que brotaba de su cabeza se tornó amarilla. Un último gusano, largo, obeso y blanco, salió culebreando del orificio practicado por la moneda y cayó al suelo de la cabina. Jack lo pisó; su tacón lo partió en dos con un chapoteo. Reuel cayó como un muñeco mojado.
Ahora estalló en el polvoriento patio del fuerte un gemido tan penetrante de dolor y rabia, que Jack tuvo miedo de que el eco le partiera el cráneo. Richard se había enroscado como un feto, con los brazos en torno a la cabeza.
Osmond gemía. Había tirado el látigo y la metralleta.
—¡Oh, asqueroso! —gritó, agitando los puños en dirección a Jack—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Eres un chico malo y repugnante! ¡Te odio y te odiaré por toda la eternidad! ¡Oh, asqueroso Pretendiente! ¡Te mataré! ¡Morgan te matará! ¡Oh, mi querido hijo único! ¡ASQUEROSO! ¡MORGAN TE MATARA POR LO QUE HAS HECHO! MORGAN…
Los otros repitieron sus gritos en voz baja, recordando a Jack a los muchachos del Hogar del Sol: entonemos el aleluya. Después enmudecieron, porque se produjo el otro sonido.
Jack evocó al instante la agradable tarde que había pasado con Lobo, sentados ambos junto al arroyo, viendo pacer y beber al rebaño mientras Lobo hablaba de su familia. Había sido muy agradable… es decir, muy agradable hasta que apareció Morgan.
Y ahora Morgan se presentaba de nuevo… no saltando simplemente, sino irrumpiendo con fuerza, asaltando.
—¡Morgan! Es…
—… Morgan, señor…
—Señor de Orris…
—Morgan… Morgan… Morgan…
El sonido de desgarro se incrementó más y más. Los Lobos se postraban sobre el polvo. Osmond ejecutó un paso de baile, aplastando con sus botas negras las colas rematadas de acero de su látigo.
—¡Chico malo! ¡Chico asqueroso! ¡Ahora me las pagarás! ¡Viene Morgan! ¡Viene Morgan!
A unos seis metros a la derecha de Osmond, el aire empezó a rizarse y difuminarse, como el aire que rodea a un incinerador encendido.
Jack dio media vuelta y vio a Richard acurrucado entre las metralletas, la munición y las granadas como un niño muy pequeño que se ha quedado dormido mientras jugaba a la guerra. Sabía que Richard no dormía y esto no era un juego y temía que si Richard veía irrumpir a su padre por un agujero entre dos mundos, se volvería loco.
Se sentó junto a su amigo y le abrazó con fuerza. El ruido de desgarro se intensificó y de repente oyó la voz de Morgan vociferando con terrible furia:
—¿Qué hace el tren aquí AHORA, estúpidos? Oyó gemir a Osmond:
—¡El odioso Pretendiente ha matado a mi hijo!
—Vámonos, Richie —murmuró Jack, apretando aún más entre sus brazos el torso enflaquecido de Richard—. Es hora de hacer transbordo.
Cerró los ojos, se concentró… y hubo aquel breve momento de vértigo mientras ambos saltaban.