Capítulo 35

LAS TIERRAS ARRASADAS

1

—Pero… ¿estarás a salvo, mi señor? —preguntó Anders, postrándose ante Jack, con el tonelete blanco y rojo formando vuelo a su alrededor como una falda.

—¿Jack? —preguntó Richard; su voz sonó como un leve quejido.

—¿Estarías tú a salvo? —preguntó a su vez Jack. Anders ladeó su gran cabeza blanca y miró a Jack guiñando los ojos, como si tuviera que resolver un acertijo. Parecía un perro enorme y desorientado.

—Quiero decir que estaré tan a salvo como lo estarías tú, esto es todo.

—Pero, mi señor…

—¿Jack? —repitió Richard en tono quejumbroso—. Me he quedado dormido y ahora tendría que estar despierto, pero aún estamos en este lugar horrible, así que aún debo soñar… Pero yo quiero despertarme, Jack, no quiero seguir soñando esto. No, no quiero.

Y por eso rompiste tus malditas gafas, pensó Jack y dijo en voz alta:

—Esto no es un sueño, Richie, muchacho. Estamos a punto de emprender un viaje, un viaje en tren.

—¿Qué? —preguntó Richard, frotándose la cara e incorporándose. Si Anders parecía un perro blanco y enorme con faldas, Richard semejaba un bebé recién despierto.

—Mi señor Jason —dijo Anders. Ahora daba la impresión de que iba a llorar… de alivio, pensó Jack—. ¿Es ésta tu voluntad? ¿Es tu voluntad conducir esa máquina demoníaca a través de las Tierras Arrasadas?

—Lo es, en efecto —dijo Jack.

—¿Dónde estamos? —inquirió Richard—. ¿Estás seguro de que no nos siguen?

Jack se volvió hacia él. Richard, sentado en el suelo ondulado de color amarillo, parpadeaba como aturdido, dominado por el terror.

—Está bien —dijo Jack—, contestaré a tu pregunta. Nos hallamos en una parte de los Territorios llamada Ellis-Breaks…

—Me duele la cabeza —interrumpió Richard, que había cerrado los o Jos.

—Y vamos a coger el tren de este hombre —prosiguió Jack— y cruzar en él las Tierras Arrasadas hasta el hotel negro o sus alrededores. Ya lo sabes, Richard, tanto si lo crees como si no. Y cuanto antes nos vayamos, antes nos alejaremos de quienes puedan seguir nuestra pista.

—Etheridge —murmuró Richard—, el señor Dufrey. —Miró en su torno, al viejo interior de la Estación, como si temiera ver a todos sus perseguidores irrumpir de improviso a través de las paredes—. Es un tumor cerebral, ¿sabes? —dijo a Jack en un tono de perfecta normalidad—. Por eso tengo dolor de cabeza.

—Mi señor Jason —decía el viejo Anders, inclinándose tanto que los cabellos se desparramaron por el suelo de madera—. Qué bueno eres, oh. Majestad, qué bueno eres con tu más humilde servidor, qué bueno con aquellos que no merecen tu bendita presencia… —Avanzó a rastras y Jack vio con horror que iba a besarle de nuevo los pies.

—Y muy avanzado, diría yo —añadió Richard.

—Levántate, Anders, te lo ruego —dijo Jack, retrocediendo—. Levántate, vamos, ya es suficiente. —El anciano continuó avanzando a rastras, balbuceando palabras de alivio por no tener que soportar las Tierras Arrasadas—. ¡LEVÁNTATE! —vociferó Jack.

Anders alzó la mirada, con el ceño fruncido.

—Sí, mi señor —dijo, poniéndose lentamente en pie.

—Acércale con tu tumor cerebral, Richard —interpeló Jack—. Vamos a ver si averiguamos el sistema de conducir este maldito tren.

2

Anders había pasado al otro lado del largo mostrador y rebuscaba en un cajón.

—Creo que los diablos lo hacen, funcionar, mi señor —dijo—, unos diablos extraños que se lanzan al unísono. No parece tener vida, pero la tienen, ya lo creo que sí.

Sacó del cajón la vela más larga y gruesa que Jack viera en su vida. De una caja que había encima del mostrador eligió una astilla estrecha, de unos treinta centímetros, y acercó un extremo a la lámpara encendida. La astilla se inflamó y Anders la usó para encender su voluminosa vela. Entonces agitó la «cerilla» hasta que la llama se disolvió en una columna de humo.

—¿Diablos? —preguntó Jack.

—Unas cosas cuadradas muy extrañas… Creo que los diablos están en el interior, ¡Hay que ver cómo vomitan chispas! Te lo enseñaré, señor Jason.

Sin otra palabra, fue hacia la puerta y el cálido resplandor de la vela borró momentáneamente las arrugas de su rostro. Jack le siguió y salió con él afuera, a la dulzura y amplitud del corazón de los Territorios. Recordó una fotografía colgada en la pared de la oficina de Speedy Parker, una fotografía que incluso entonces poseía un poder inexplicable, y se dio cuenta de que ahora se encontraba cerca del lugar que había sido fotografiado. A lo lejos se erguía una montaña que le resultaba familiar. A los pies de la pequeña loma, los campos de cereales se extendían en todas direcciones, ondulándose en rizos amplios y suaves. Richard Sloat se acercó a Jack con pasos vacilantes, frotándose la frente. Los carriles de metal plateado, discordantes con el resto del paisaje, se extendían inexorablemente hacia el oeste.

—El cobertizo está detrás, mi señor —dijo Anders en voz baja y se encaminó casi con timidez hacia un lado de la Estación.

Jack echó otra ojeada a la remota montaña. Ahora se parecía menos a la montaña de la fotografía de Speedy —como si fuera más nueva—, pero era una montaña del oeste, no del este.

—¿Qué significa esta tontería de señor Jason? —susurró Richard a su oído—. Se imagina que te conoce.

—Es difícil de explicar —dijo Jack. Richard tiró de su pañuelo y cogió a Jack por los bíceps del brazo: el antiguo agarrón patentado.

—¿Qué le ha ocurrido a la escuela, Jack? ¿Y a los perros? ¿Dónde estamos?

—Limítate a seguirme —contestó Jack—. Es probable que aún estés soñando.

—Sí —convino Richard en un tono del más puro alivio—. Sí, esto es, ¿verdad? Todavía estoy dormido. Me contaste todos aquellos disparates sobre los Territorios y ahora estoy soñando con ellos.

—Claro —dijo Jack, siguiendo a Anders. Este sostenía la enorme vela como una antorcha y bajaba por la vertiente trasera de la colina hacia otro edificio octagonal de madera, de dimensiones un poco mayores. Los dos muchachos caminaban tras él por la alta hierba amarillenta. Otro de los globos transparentes derramaba su luz, revelando que este segundo edificio estaba abierto en los extremos opuestos, como si dos caras iguales del octágono hubieran sido cortadas en vertical. Anders llegó al gran cobertizo y se volvió para esperar a los dos muchachos. Con la vela encendida y llameante, sostenida en lo alto, su larga barba y su extraña ropa, Anders parecía un ser de leyenda o cuento de hadas, un brujo o un hechicero.

—Está aquí desde que llegó y ojalá los demonios se lo lleven —rezongó Anders de mal humor, frunciendo más el ceño y profundizando todas sus arrugas—. Es una invención del infierno. Algo maldito. —Miraba por encima del hombro cuando los chicos le alcanzaron. Jack vio que a Anders ni siquiera le gustaba estar en el cobertizo del tren—. Lleva a bordo la mitad de la carga, que apesta a demonios.

Jack entró en el cobertizo por la abertura del extremo, obligando a Anders a seguirle. Richard les imitó a trompicones, frotándose los ojos. El pequeño tren estaba colocado sobre las vías de cara al oeste: una locomotora de aspecto muy singular, un furgón y un vagón descubierto tapado con una lona encerada; el hedor mencionado por Anders procedía de este último. Era muy extraño, impropio de los Territorios, metálico y grasiento a la vez.

Richard se dirigió inmediatamente a uno de los ángulos interiores del cobertizo, se sentó en el suelo, de espaldas a la pared, y cerró los ojos.

—¿Sabes cómo funciona, mi señor? —inquirió Anders en voz baja.

Jack negó con la cabeza y caminó a lo largo de las vías hasta la cabeza del tren. Sí, allí estaban los «demonios» de Anders. Eran baterías, como había supuesto Jack. Dieciséis baterías en dos hileras, colocadas dentro de un recipiente de metal sostenido por las cuatro primeras ruedas de la cabina. Toda la parte frontal del tren se parecía a una versión sofisticada de una bicicleta de reparto… pero en el lugar de la bicicleta había una pequeña cabina que recordó otra cosa a Jack… algo que no pudo identificar inmediatamente.

—Los demonios hablan a ese palo vertical —dijo Anders a su espalda. Jack se izó hasta la pequeña cabina. El «palo» mencionado por Anders era un cambio de marchas situado en una ranura provista de tres muescas. Entonces Jack recordó a qué se parecía la pequeña cabina. Todo el tren se basaba en el mismo principio que un carrito de golf. Accionado por baterías, sólo tenía tres marchas: una para avanzar, el punto muerto, y la tercera para hacer marcha atrás. Era la única clase de tren que podía funcionar en los Territorios y Morgan Sloat debía haberlo hecho construir especialmente para él.

—Los demonios de las cajas escupen chispas y hablan al palo y el palo mueve el tren, mi señor —explicó Anders, muy nervioso junto a la locomotora, con una asombrosa colección de arrugas en la cara contraída.

—¿Pensabas irte por la mañana? —preguntó Jack al anciano.

—Sí.

—¿Pero el tren ya está preparado ahora?

—Sí, mi señor.

Jack asintió y saltó de la cabina.

—¿Qué cargamento lleva?

—Cosas demoníacas —dijo Anders con acento sombrío—. Para los Lobos malos. Con destino al hotel negro.

Le llevaría la delantera a Morgan Sloat si me marchase ahora, pensó Jack, mirando con inquietud a Richard, que había logrado conciliar de nuevo el sueño. De no ser por el terco e hipocondríaco Richard el Racional, jamás hubiera dado con el tren de Sloat y éste habría podido emplear las «cosas demoníacas» —armas de alguna clase, seguramente— con él en cuanto se hubiera acercado al hotel negro. Porque el hotel era el final de su búsqueda, ahora estaba seguro de ello. Todo, pues, parecía indicar que Richard, por muy fastidioso e inútil que resultase ahora, sería más importante para su misión de lo que Jack habría imaginado jamás. El hijo de Sawyer y el hijo de Sloat; el hijo del príncipe Philip Sawtelle y el hijo de Morgan de Orris. Por un instante, el mundo giró sobre la cabeza de Jack, que tuvo la fugaz intuición de que Richard podía ser esencial para lo que él tuviera que hacer en el hotel negro. Entonces Richard resolló y abrió la boca y la momentánea intuición abandonó a Jack.

—Echaremos una ojeada a esas cosas demoníacas —dijo. Dio media vuelta y caminó a lo largo del tren, fijándose por primera vez en que el sudo del cobertizo octagonal estaba dividido en dos partes; la mayor de ellas era una masa circular, como un plato enorme. Entonces había una hendidura en la madera y lo que se hallaba fuera del perímetro del círculo se extendía hasta las paredes. Jack no había oído hablar nunca de un depósito de locomotoras, pero comprendía el concepto: la parte circular del suelo podía describir un giro de ciento ochenta grados. Normalmente, los trenes o diligencias llegaban del este y volvían en la misma dirección.

La lona encerada había sido estirada sobre la carga mediante una cuerda marrón tan gruesa y peluda que parecía estopa de acero. Jack procuró levantar el borde, miró hacia dentro y sólo vio oscuridad.

—Ayúdame —dijo a Anders.

El anciano se aproximó, frunciendo el ceño y con un movimiento fuerte y diestro desató un nudo. La lona se aflojó y ahora, cuando Jack levantó el borde, pudo ver que la mitad del vagón contenía una hilera de cajas de madera con las palabras impresas PIEZAS DE MAQUINARIA. Rifles —pensó—. Morgan está armando a sus Lobos rebeldes. La otra mitad del espacio bajo la lona estaba ocupada por voluminosos paquetes rectangulares de una sustancia esponjosa envuelta en capas de plástico transparente. Jack no tenía idea de qué podía ser esta sustancia, pero estaba bastante seguro de que no era Pan Milagroso. Soltó la lona y retrocedió y Anders tiró de la gruesa cuerda y volvió a hacer el nudo.

—Nos vamos esta noche —dijo Jack, decidiéndolo de repente.

—Pero, mi señor Jason… las Tierras Arrasadas… de noche… no sabes…

—Lo sé muy bien —interrumpió Jack—. Sé que necesito sorprenderles lo más posible. Morgan y ese hombre a quien los Lobos llaman El de los Látigos me estarán buscando y si aparezco doce horas antes de la llegada prevista de este tren, Richard y yo podríamos salir vivos de esta aventura.

Anders asintió con expresión sombría y de nuevo ofreció el aspecto de un perro enorme aceptando una noticia desgraciada.

Jack volvió a mirar a Richard: seguía dormido, con la boca abierta. Como si supiera lo que pensaba Jack, Anders también miró al durmiente Richard.

—¿Tuvo un hijo Morgan de Orris? —preguntó Jack.

—Sí, mi señor. El breve matrimonio de Morgan tuvo descendencia, un niño llamado Rushton.

—¿Y qué fue de él? Aunque ya lo adivino.

—Murió —se limitó a decir Anders—. Morgan de Orris no estaba destinado a tener un hijo.

Jack se estremeció, recordando cómo su enemigo había irrumpido por el aire y casi matado a todo el rebaño de Lobo.

—Nos vamos —dijo—. ¿Me harás el favor de ayudarme a subir a Richard a la cabina, Anders?

—Mi señor… —Anders bajó la cabeza y en seguida la levantó y dirigió a Jack una mirada de ansiedad casi paternal—. El viaje requerirá por lo menos dos días, tal vez tres, si quieres llegar a la costa occidental. ¿Tienes comida? ¿Compartirías mi cena?

Jack meneó la cabeza, impaciente por iniciar este último trecho de su viaje hacia el Talismán, pero de repente le rumoreó el estómago, recordándole el tiempo transcurrido desde que comiera patatas y galletas en el cuarto de Albert el Glóbulo.

—Bueno —asintió—, supongo que media hora más no importará. Gracias, Anders. Ayúdame a levantar a Richard, ¿quieres? —Y por otra parte, pensó, quizá no estaba tan ansioso de cruzar las Tierras Arrasadas.

Entre los dos pusieron en pie a Richard quien, como el lirón, abrió los ojos, sonrió y volvió a dormirse.

—Comida —dijo Jack—, comida de verdad. Por esto sí que te levantarás, ¿no, compañero?

—Jamás como en sueños —contestó Richard con racionalidad surrealista. Bostezó y se frotó los ojos. Poco a poco se fue apoyando en los pies y ya no necesitó a Jack y Anders para sostenerse—, aunque estoy bastante hambriento, si he de ser sincero. Este sueño mío es muy largo, ¿verdad, Jack? —Casi parecía orgulloso de ello.

—Ya lo creo —asintió Jack.

—Oye, ¿es éste el tren que vamos a tomar? Parece de juguete.

—Sí.

—¿Sabes conducirlo, Jack? Es un sueño, ya lo sé, pero…

—Es tan difícil de conducir como mi propio tren eléctrico —explicó Jack—. Sé conducirlo y tú también.

—No quiero hacerlo —dijo Richard, otra vez en aquel tono infantil y quejumbroso—. No quiero subir al tren. Quiero volver a mi cuarto.

—Primero vamos a comer algo —decidió Jack, guiando a Richard hacia el exterior del cobertizo— y después saldremos hacia California.

De este modo los Territorios mostraron a los muchachos una de sus mejores facetas antes de que entraran en las Tierras Arrasadas. Anders les dio gruesas rebanadas de pan hecho con el cereal que crecía en torno a la Estación, brochetas de carne tierna y jugosas hortalizas desconocidas con una salsa rosada y picante que por alguna razón Jack pensó que podía ser de papaya, aunque sabía que no lo era. Richard masticaba sumido en un feliz trance; la salsa le resbalaba por la barbilla hasta que Jack se la limpió. «California —dijo de repente—. Tendría que haberlo adivinado». Suponiendo que aludía a la fama de excentricidad de aquel estado, Jack no respondió; le preocupaba más lo mermadas que quedarían las seguramente exiguas existencias de comida de Anders por culpa de ellos dos, pero el anciano seguía atareado detrás del mostrador, donde él o su padre habían instalado una cocina económica, y volvía una y otra vez con más comida. Bollos de maíz, jalea de pies de ternero, algo que parecía muslos de pollo pero sabía a… ¿qué? ¿Incienso y mirra? ¿Flores? El sabor le picaba la lengua y pensó que también él empezaría a babear saliva.

Los tres estaban sentados en tomo a una mesa pequeña en la habitación cálida y acogedora. Al final del ágape Anders sacó casi tímidamente una pesada jarra medio llena de vino tinto. Con la sensación de que obedecía a los imperativos de un guión ajeno, Jack bebió un vaso pequeño.

3

Dos horas después, cuando empezaba a sentirse soñoliento, Jack se preguntó si aquella opípara comida no habría sido un gran error. Primero habían salido de Ellis-Breaks y la Estación, lo cual no había sido fácil; después, Richard pareció volverse loco y, lo más importante, habían entrado en las Tierras Arrasadas, que eran mucho más dementes de lo que Richard sería jamás y que exigían una atención absolutamente concentrada.

Después de comer, los tres habían regresado al cobertizo y los apuros comenzaron. Jack sabía que tenía miedo de lo que les esperaba —y ahora sabía que su temor estaba muy justificado— y quizá su nerviosismo le hizo cometer equivocaciones. La primera dificultad surgió cuando intentó pagar al viejo Anders con la moneda que le diera el capitán Farren. Anders reaccionó como si su amado Jason le hubiera asestado una puñalada en la espalda. ¡Sacrilegio! ¡Ofensa! Al ofrecerle la moneda, Jack hizo algo peor que insultar al viejo lacayo; hablando metafóricamente, ofendió a su religión. Por lo visto, los seres divinos no podían ofrecer monedas a sus seguidores. Anders se sintió lo bastante humillado para descargar la mano sobre la «caja demoníaca», como llamaba al recipiente de metal que contenía las hileras de baterías, y Jack adivinó que había sentido la tentación de golpear a otro blanco además del tren. Se esforzó por deshacer el entuerto, pero Anders rechazó sus disculpas con la misma furia con que había rechazado su dinero. Por fin, el anciano se calmó cuando vio la magnitud del disgusto del muchacho, pero no volvió a su conducta normal hasta que Jack especuló en voz alta sobre si la moneda del capitán Farren podía tener otras funciones, otras utilidades para él.

—No eres del todo Jason —rezongó el anciano—; sin embargo, la moneda de la Reina puede ayudarte a alcanzar tu destipo. —Meneó la cabeza y al despedirse agitó la mano con evidente frialdad.

Sin embargo, una buena parte fue culpa de Richard. Lo que había empezado como una especie de pánico infantil alcanzó rápidamente el carácter de un terror desmesurado. Richard se negó a subir a la cabina. Hasta aquel momento vagó sin rumbo por el cobertizo, sin mirar el tren, al parecer aturdido e indiferente. Pero de pronto comprendió que Jack tenía la firme intención de viajar en aquel armatoste y entonces se negó en redondo… y, cosa extraña, lo que más le acobardó fue la idea de acabar en California.

—¡NO! ¡NO! ¡NO PUEDO! —chilló cuando Jack le apremió para que subiera al tren—. ¡QUIERO VOLVER A MI CUARTO!

—Puede que nos estén siguiendo, Richard —dijo Jack, con cansancio—. Hemos de irnos ya. —Alargó la mano y cogió a Richard por el brazo—. Todo esto es un sueño, ¿recuerdas?

—Oh, mi señor, oh mi señor —murmuró Anders, caminando de un extremo a otro del gran cobertizo y Jack comprendió que por primera vez, el lacayo no se dirigía a él.

—¡TENGO QUE VOLVER A MI CUARTO! —chilló Richard. Había cerrado los ojos con tanta fuerza, que presentaba una única y dolorosa arruga entre las sienes.

De nuevo ecos de Lobo. Jack intentó llevar a Richard a rastras hasta el tren, pero su amigo permanecía inmóvil como una muía.

—¡NO PUEDO IR ALLÍ! —vociferó.

—Pues aquí no puedes quedarte —dijo Jack, haciendo otro esfuerzo vano para mover a Richard y esta vez consiguió que avanzara medio metro—. Richard, esto es ridículo. ¿Quieres quedarte aquí solo? ¿Quieres permanecer solo en los Territorios? —Richard negó con la cabeza—. Entonces, ven conmigo. No tenemos mucho tiempo. Dentro de dos días estaremos en California.

—Mal asunto —rezongó Anders, mirando a los muchachos. Richard continuaba meneando la cabeza, terco en su negativa.

—No puedo ir allí —repitió—. No puedo subir a este tren y no puedo ir allí.

—¿A California?

Richard apretó los labios y volvió a cerrar los ojos.

—Oh, demonio —exclamó Jack—. ¿Puedes ayudarme, Anders? El corpulento anciano le dirigió una mirada de consternación, casi de antipatía, y luego cruzó el cobertizo y cogió a Richard en brazos, como si el muchacho tuviera el tamaño de un cachorro. Richard profirió un chillido que se pareció mucho a un ladrido de cachorro cuando Anders le depositó sobre el banco acolchado de la cabina.

—¡Jack! —llamó Richard, temeroso de acabar encontrándose solo en las Tierras Arrasadas.

—Estoy aquí —contestó Jack, subiendo a la cabina por el otro lado—. Gracias, Anders —dijo al viejo lacayo, quien asintió con mirada sombría y retrocedió hasta un rincón del cobertizo—. Cuídate. —Richard empezó a llorar y Anders le miró sin ninguna compasión.

Jack oprimió el botón del encendido y dos enormes chispas azules salieron de la «caja demoníaca» justo cuando el motor se puso en marcha con un zumbido. —Adelante— dijo, poniendo la primera marcha. El tren empezó a deslizarse hacia la salida del cobertizo. Richard lloriqueó, levantó las rodillas y, murmurando algo parecido a «Tonterías» o «Imposible» —Jack sólo oyó el sonido de las letras sibilantes—, hundió la cara entre las piernas, dando la impresión de querer convertirse en un círculo. Jack saludó a Anders con la mano y éste hizo lo propio y al momento salieron del cobertizo iluminado y se encontraron bajo el cielo oscuro y vasto. La silueta de Anders apareció en la abertura por la que habían salido, como si hubiera decidido correr tras ellos. El tren no podía funcionar a más de cuarenta y ocho kilómetros por hora, pensó Jack, y de momento sólo iba a doce o catorce, lo cual representaba una lentitud exasperante. «Hacia el oeste —dijo Jack para sus adentros—, al oeste, al oeste, al oeste». Anders volvió a meterse en el cobertizo, con la barba sobre el fornido pecho como una capa de escarcha. El tren avanzaba a trompicones —brotó otra chispa azul— y Jack se volvió sobre el asiento acolchado para mirar hacia delante.

—¡NO! —gritó Richard, casi haciendo caer a Jack de la cabina—. ¡NO PUEDO! ¡NO PUEDO IR ALLÍ! —Había levantado la cabeza de las rodillas, pero no veía nada; aún tenía los ojos cerrados y todo su rostro parecía un nudillo apretado.

—No hables —dijo Jack. Delante de ellos, las vías cruzaban los interminables campos de ondulantes cereales; difusas montañas, como dientes viejos, flotaban entre las nubes de occidente. Jack miró por última vez por encima del hombro y vio el pequeño oasis de calor y luz que era la Estación y el cobertizo octagonal reducirse de tamaño a sus espaldas. Anders era un sombra alta en un umbral iluminado. Jack agitó la mano por última vez y la sombra alta le imitó. El muchacho volvió a mirar hacia delante, hacia la inmensidad de los campos de cereal, hacia toda aquella lírica distancia. Si las Tierras Arrasadas eran así, los dos próximos días serían un positivo descanso.

Pero no eran así, claro que no. Incluso en la oscuridad iluminada por la luna podía ver que el cereal se espaciaba más y más; el cambio empezó a producirse a media hora de distancia de la Estación. Ahora, incluso el color parecía extraño, casi artificial; ya no era el bonito amarillo orgánico que había visto antes, sino el amarillo de algo que se ha dejado demasiado cerca de una potente fuente de calor; el amarillo de algo cuya vida se ha marchitado. Ahora Richard había adquirido unas características similares. Primero se había hiperventilado, luego llorado tan silenciosa y descaradamente como una chica plantada por el novio y por fin caído en un sueño intranquilo. «No puedo volver», murmuró en sueños, o al menos éstas eran las palabras que Jack creyó oír. Dormido, parecía hacerse encogido de tamaño.

Todo el aspecto del paisaje comenzó a alterarse. Después de las inmensas llanuras de Ellis-Breaks, la tierra se llenó de pequeñas hondonadas y valles oscuros y angostos cuajados de árboles negros. Por doquier se veían grandes peñascos, cráneos, huevos, colmillos gigantes. El terreno mismo cambió, tomándose mucho más arenoso. En dos ocasiones las paredes de los valles se irguieron junto a las vías y lo único que podía ver Jack en ambos lados eran despeñaderos rojizos cubiertos por bajas plantas trepadoras. De vez en cuando le parecía ver a un animal corriendo para ponerse a cubierto, pero la luz era demasiado débil y el animal demasiado veloz para que pudiera identificarlo. Sin embargo, Jack tenía la pavorosa sensación de que aunque el animal hubiese quedado petrificado en medio de Rodeo Drive en pleno día, tampoco habría sido capaz de identificarlo… porque intuía que la cabeza tenía un tamaño doble del normal y era preferible que semejante engendro se ocultara a la vista humana.

Noventa minutos después, Richard seguía gimoteando en sueños y el paisaje era de una extrañeza total. La segunda vez que emergieron de los claustrofóbicos valles, Jack fue sorprendido por una súbita sensación de espacios abiertos; al principio fue como estar de nuevo en los Territorios, en el país de las Fantasías. Pero entonces advirtió, incluso en la oscuridad, que los árboles estaban retorcidos y atrofiados; y luego percibió el hedor. Probablemente éste había ido incrementándose en su conciencia, pero hasta después de ver los árboles diseminados por la negra llanura y enroscados como bestias torturadas no percibió al fin en el aire el hedor débil pero inconfundible de la putrefacción. Podredumbre y fuego del infierno. Aquí los Territorios apestaban, o casi.

El tufo de flores muertas invadía hacía tiempo la tierra; y por debajo, como en Osmond, se captaba otro olor más tosco y potente. Si Morgan, en cualquiera de sus papeles, era la causa de esto, había traído en cierto sentido la muerte a los Territorios, o así lo creía Jack.

Ahora ya no había más valles y hondonadas sinuosas; ahora la tierra semejaba un vasto desierto rojo. Los árboles atrofiados salpicaban las laderas inclinadas de este gran desierto. Ante Jack se extendían por el vacío oscuro y rojizo los dobles raíles plateados; y a los lados un desierto yermo se desparramaba en las tinieblas.

Por lo menos, la tierra roja parecía desierta. Durante varias horas, Jack no vio nada de mayor tamaño que los animalitos deformes que se ocultaban en el terraplén de las vías; pero hubo veces en que creyó ver un movimiento repentino por el rabillo del ojo, que desaparecía cuando se volvía a mirarlo. Al principio pensó que le seguían y luego, durante un rato trepidante, no más de veinte o treinta minutos, se imaginó perseguido por los perros de la Escuela Thayer. Dondequiera que mirase, algo dejaba de moverse y se ocultaba detrás de uno de los árboles retorcidos o debajo de la arena. Durante este rato, el ancho desierto de las Tierras Arrasadas no pareció vacío o muerto, sino lleno de vida escondida y escurridiza. Jack empujaba hacia delante la palanca de marchas del tren (como si sirviera de algo) y apremiaba al pequeño convoy a ir más de prisa, más de prisa. Richard estaba acurrucado en su asiento, lloriqueando. Jack se imaginó a todos aquellos seres, aquellas cosas que no eran caninas ni humanas, corriendo tras ellos y rezó para que los ojos de Richard permaneciesen cerrados.

—¡NO! —gritó Richard, todavía dormido.

Jack estuvo a punto de caerse de la cabina. Podía ver a Etheridge y al señor Dufrey corriendo tras ellos. Ganaban terreno, y avanzaban con la lengua colgando y los hombros moviéndose hacia delante y hacia atrás. Un segundo más tarde comprendió que sólo había visto sombras corriendo junto al tren. Los estudiantes y su director se habían apagado como velas de un pastel de cumpleaños.

—¡ALLÍ NO! —vociferó Richard con cuidado. Él, ellos, estaban a salvo. Los peligros de las Tierras Arrasadas habían sido exagerados, eran en gran parte literarios. Dentro de no muchas horas el sol volvería a salir. Jack levantó el reloj hasta el nivel de los ojos y vio que hacía casi dos horas que viajaban en el tren. Abrió la boca en un gran bostezo y se arrepintió de haber comido tanto en la Estación.

Un trozo de pastel —pensó—, esto va a ser un…

Y justo cuando iba a completar la paráfrasis de los versos de Burns que el viejo Anders había citado de modo tan sorprendente, vio la primera bola de fuego, que destruyó definitivamente su complacencia.

4

Una bola luminosa de por lo menos diez metros de diámetro empezó a rodar desde el borde del horizonte, chisporroteando, y al principio bajó directamente hacia el tren. «Mierda», dijo Jack para sus adentros, recordando las palabras de Anders sobre bolas de fuego. Si un hombre se acerca demasiado a una de esas bolas de fuego, se pone muy enfermo… pierde el cabello y le salen llagas por todo el cuerpo… Después empieza a vomitar hasta que el estómago y la garganta se le revientan… Tragó con fuerza… y fue como tragar medio kilo de clavos. «Por favor. Dios mío», dijo en voz alta. La gigantesca bola de luz bajaba a toda velocidad hacia él, como si tuviera cerebro y hubiera decidido borrar a Jack Sawyer y Richard Sloat de la faz de la tierra. Envenenamiento por radiación. A Jack se le contrajo el estómago y los testículos se le congelaron entre las piernas. Envenenamiento por radiación. Vomita y vomita hasta que se le revienta el estómago…

La excelente cena ofrecida por Anders casi le saltó del estómago. La bola de fuego continuaba rodando en dirección al tren, despidiendo chispas y chisporroteando con violenta energía. Tras ella dejaba una senda dorada y ardiente que parecía producir por arte de magia otros regueros incandescentes en la tierra rojiza. Justo cuando la bola de fuego rebotó contra la tierra y bajó dando tumbos como una gigantesca pelota de tenis, desviándose, inofensiva, hacia la izquierda, Jack vio con claridad por primera vez a las criaturas que desde el principio había pensado que les perseguían. La luz entre dorada y rojiza de la bola luminosa y el resplandor de los raíles iluminaron a un grupo de bestias deformes que por lo visto habían seguido al tren. Eran perros, o antes habían sido perros o lo habían sido sus antepasados, y Jack lanzó una inquieta ojeada a Richard para cerciorarse de que aún dormía.

Las bestias que caían detrás del tren quedaban aplastadas contra la tierra como serpientes. Jack vio que las cabezas eran de perro pero los cuerpos sólo poseían unas patas traseras atronadas y, por lo que podía vislumbrar, no tenían pelo ni cola. Parecían mojadas: la piel lisa y rosada relucía como la de los ratones recién nacidos. Gruñían, furiosas por haber sido vistas. Eran estos horribles perros mulantes lo que Jack había atisbado en el terraplén de las vías. Iluminadas y aplastadas como reptiles, silbaban y gruñían mientras se alejaban arrastrándose por la tierra, también ellas temerosas de las bolas de fuego y de sus ardientes huellas. Entonces Jack percibió el olor de la bola de fuego, que ahora se movía rápidamente y con furia en dirección al horizonte, incendiando toda una hilera de los árboles enanos. Fuego infernal, putrefacción.

Otra bola de fuego saltó por el borde del horizonte y pasó rodando por la izquierda del tren. El hedor de las conexiones frustradas, de las esperanzas burladas y de los deseos malignos, todo esto creyó percibir Jack, con el corazón encogido, en el olor hediondo despedido por la bola de fuego. Maullando, la manada de perros mulantes se dispersó con los colmillos lanzando destellos, entre un susurro de movimientos furtivos de los pesados cuerpos sin patas arrastrándose por el polvo rojo. ¿Cuántos serían? Desde la base de un árbol ardiente que intentaba ocultar la copa en el tronco, dos perros deformes enseñaron los dientes a Jack.

Entonces otra bola de fuego apareció en el amplio horizonte y abrió una senda ancha y llameante a poca distancia del tren y Jack atisbo momentáneamente algo parecido a un pequeño cobertizo destartalado justo bajo la curva de la pared del desierto. Ante la estructura se erguía una gran silueta humanoide de sexo masculino que miraba hacia Jack. Una impresión de tamaño, pilosidad, fuerza, malicia…

Jack era cruelmente consciente de la lentitud del pequeño tren de Anders, de su indefensión y la de Richard frente a cualquier cosa que quisiera investigarlos un poco más de cerca. La primera bola de fuego había ahuyentado a los espantosos perros mulantes, pero los residentes humanos de las Tierras Arrasadas podían resultar más difíciles de vencer. Antes de que disminuyera la luz de la senda incandescente, Jack vio que la figura erguida ante el cobertizo seguía la marcha del tren, volviendo hacia él su gran cabeza desmelenada. Si lo que había visto eran perros, ¿cómo serían las personas? A la luz moribunda de las huellas luminosas, la silueta humanoide se escabulló corriendo por el lado de su vivienda. Una gruesa cola de reptil colgaba de sus cuartos traseros; luego el ser desapareció tras la pared lateral del cobertizo, la oscuridad volvió a reinar y todo se tornó invisible: perros, hombre-bestia y casa. Jack no tenía siquiera la seguridad de haberlos visto.

Richard se estremeció en su sueño y Jack apretó hacia delante la palanca del cambio de marchas, tratando en vano de aumentar la velocidad. Los ruidos de los perros se fueron apagando a sus espaldas. Sudando, Jack levantó de nuevo el puño izquierdo al nivel de los ojos y vio que sólo habían pasado cinco minutos desde la última vez que había consultado el reloj. Se sorprendió bostezando de nuevo y volvió a arrepentirse de haber comido tanto en la Estación.

—¡NO! —gritó Richard—. ¡NO! ¡NO PUEDO IR ALLÍ! ¿Allí?, se extrañó Jack. ¿Dónde era «allí»? ¿California? ¿O tal vez cualquier lugar que amenazara con destruir el precario control de Richard, tan inseguro como un caballo salvaje?

5

Jack se mantuvo toda la noche ante la caja de cambios mientras Richard dormía, vigilando el curso de las bolas de fuego sobre la superficie rojiza de la tierra. Su hedor a flores muertas y putrefacción llenaba el aire. De vez en cuando oía la chachara de los perros mulantes o de otras pobres criaturas ocultas entre las raíces de los árboles enanos e involucionados que aún salpicaban el paisaje. Las dos hileras de baterías despedían a menudo rápidas chispas azules. Richard se hallaba en un estado que trascendía al mero sueño, sumido en una inconsciencia que necesitaba y que él mismo provocaba. Ya no profería gritos de angustia; de hecho, no hacía nada aparte de permanecer acurrucado en su rincón de la cabina, respirando superficialmente, como si incluso la respiración requiriese más energía de la que tenía a su disposición. Jack esperaba y temía al mismo tiempo la llegada de la luz. Cuando amaneciera, podría ver a los animales; pero, ¿qué más podría ver?

De vez en cuando miraba a Richard por encima del hombro. La tez de su amigo presentaba una palidez extraña, un tono gris casi fantasmal.

6

La mañana llegó con una disminución de las tinieblas. Una franja rosada apareció a lo largo del borde arqueado del horizonte oriental y pronto surgió otra franja de un tono rosado más intenso debajo de la primera, empujando más hacia arriba el optimista matiz rosa. Jack sentía que tenía los ojos enrojecidos como aquella franja y las piernas le dolían. Richard yacía sobre el pequeño asiento de la cabina, respirando aún de aquel modo restringido, casi reacio. Era cierto que su cara parecía grisácea. Los párpados le temblaron en el sueño y Jack deseó que su amigo no estuviese a punto de proferir otro de sus gritos. Richard abrió la boca pero de la punta de su lengua no brotó ninguna exclamación; se limitó a pasarla por el labio superior, resopló y volvió a sumirse en su profundo coma.

Aunque Jack ansiaba sentarse y cerrar los propios ojos, no molestó a Richard porque, a medida que la nueva luz perfilaba los detalles de las Tierras Arrasadas, deseaba más y más que la inconsciencia de Richard se prolongara hasta que él ya no pudiera soportar la tensión de dirigir el pequeño y desvencijado tren de Anders. No tenía el menor deseo de presenciar la reacción de Richard a las idiosincrasias de las Tierras Arrasadas. Un pequeño dolor, algo de agotamiento eran un precio mínimo por el disfrute de una paz que a la fuerza tendría que ser temporal.

Lo que vislumbraba entre parpadeos era un paisaje en el que nada parecía haber escapado a la más total desolación. A la luz de la luna se le había antojado un vasto desierto, aunque tuviera algunos árboles. Ahora Jack se dio cuenta de que no era en absoluto un desierto. La tierra que había tomado por una variedad de arena rojiza era una especie de polvo en el que un hombre podía hundirse hasta los tobillos, si no hasta las rodillas. En este terreno baldío crecían los árboles deformes, que tenían casi el mismo aspecto de día que de noche; tan enanos que daban la impresión de esforzarse por desaparecer bajo las propias raíces retorcidas. Esto ya era bastante horrible, por lo menos para Richard el Racional. Sin embargo, cuando se miraba de soslayo, por el rabillo del ojo, a uno de aquellos árboles, se veía a un ser vivo sometido a tortura; las ramas extendidas parecían brazos estirados sobre un rostro atormentado sorprendido en el acto de proferir un grito. Mientras Jack no miraba directamente a los árboles, veía sus rostros torturados con todo detalle, la O abierta de la boca, los ojos fijos, la nariz curvada, y las largas y atormentadas arrugas de las mejillas. Le maldecían, le suplicaban, le aullaban… sus voces mudas pendían en el aire como humo. Jack gimió. Como todas las Tierras Arrasadas, estos árboles eran víctimas del veneno.

La tierra rojiza se extendía kilómetros y kilómetros en todas direcciones, salpicada aquí y allá por trozos de hierba áspera y amarilla brillante como la orina o la pintura recién aplicada. De no haber sido por la fea coloración de la larga hierba, estas zonas habrían parecido oasis, porque cada una de ellas estaba rodeada por un pequeño charco de agua. El agua era negra y en la superficie flotaban manchas aceitosas. En cierto modo, era más espesa que el agua, casi como aceite, y venenosa además. El segundo de los falsos oasis que vio Jack empezó a rizarse lentamente cuando pasó el tren y al principio Jack pensó, horrorizado, que el agua negra estaba viva y era un ser tan atormentado como los árboles que deseaba no volver a ver. Entonces vio algo que emergía sobre la superficie del espeso líquido, una ancha espalda o un ancho costado negro que dio media vuelta y dejó al descubierto una boca grande y ávida que mordía el aire. Se entrevieron unas escamas que habrían sido iridiscentes si el ser no estuviera descolorido por el agua. Dios santo —pensó Jack—, ¿sería eso un pez? Le había parecido de casi seis metros de longitud, demasiado grande para habitar la pequeña charca. Una larga cola onduló el agua antes de que la enorme criatura se sumergiera de nuevo al fondo del hoyo, cuya profundidad debía ser considerable.

Jack miró bruscamente hacia el horizonte, imaginando haber atisbado la forma redonda de una cabeza sobre el borde curvado. Y entonces sufrió otro de aquellos shocks de desorientación repentina similar al que había sentido al esperar la aparición del monstruo del Loch Ness. ¿Cómo podía una cabeza asomarse al horizonte, por el amor de Dios?

Entonces comprendió en seguida que el horizonte no era el verdadero; durante toda la noche y el tiempo que tardó en ver realmente lo que había al final de su visión, había subestimado drásticamente la dimensión de las Tierras Arrasadas. Jack comprendió por fin, cuando el sol empezó a iluminar de nuevo el mundo, que se encontraba en un ancho valle y que el borde que veía a ambos lados no era el borde del mundo sino el escarpado perfil de una cordillera. Cualquier persona o cosa podía seguirle, oculta tras la silueta de las colinas circundantes. Recordó al humanoide con cola de cocodrilo que se había escabullido por el lado del cobertizo. ¿Habría estado siguiendo a Jack durante toda ]a noche, esperando que se quedara dormido?

El tren traqueteaba a través del espeluznante valle, moviéndose con una exasperante falta de velocidad.

Escudriñó el entero perfil de las colinas, sin ver otra cosa que la pared vertical de rocas iluminadas por la dorada luz del sol. Jack dio una vuelta completa en la cabina; el miedo y la tensión podían más, por el momento, que su gran cansancio. Richard se cubrió los ojos con el brazo y continuó durmiendo. Cualquier ser viviente o cosa podía perseguirles, al acecho del momento propicio.

Un movimiento lento a su izquierda le hizo contener el aliento. Un movimiento enorme y culebreante… Jack tuvo una visión de media docena de hombres cocodrilos arrastrándose hacia él desde la cima de las colinas y, protegiéndose los ojos con las manos, miró con fijeza hacia el lugar donde creía haberlos visto. Las rocas tenían el mismo color rojo que el polvo de la tierra y entre ellas se abría paso una senda profunda y sinuosa que descendía de la cumbre y bajaba por una hendidura del despeñadero. Lo que se movía por ella era una forma que no podía considerarse humana. Era una serpiente o, por lo menos, así lo creyó Jack… Se había introducido en una parte oculta de la senda y Jack vio sólo un enorme y reluciente cuerpo de reptil desapareciendo detrás de las rocas. La piel de aquel ser parecía tener extraños surcos y estar quemada, además; Jack creyó ver, antes de que desapareciera, unos agujeros negros en el costado… Estiró el cuello para ver dónde reaparecía y a los pocos segundos presenció el horrible espectáculo de la cabeza de un gusano gigantesco, una cuarta parte del cual estaba enterrada en el polvo rojizo, retorciéndose mientras se dirigía hacia él. Tenia ojos turbios y huidizos, pero era la cabeza de un gusano.

Otro animal saltó desde debajo de una roca, cabezudo y de cuerpo serpentino y, cuando la gran cabeza del gusano se volvió hacia él, Jack vio que el animal que huía era uno de los perros mulantes. El gusano abrió una boca grande como un buzón y se tragó de un bocado al frenético perro. Jack oyó con claridad un crujido de huesos. El aullido del perro cesó. El gigantesco gusano engulló al perro como si fuese una pildora. Delante mismo de la monstruosa forma del gusano había ahora una de las sendas negras practicadas por las bolas de fuego y Jack vio a la alargada criatura excavar en el polvo como un submarino sumergiéndose bajo la superficie del océano. Al parecer comprendía que las huellas de las bolas de fuego podían hacerle daño y, como correspondía a su condición de gusano, cavaba un camino por debajo del peligro. Jack esperó a ver cómo el gusano desaparecía por completo bajo el polvo rojo y entonces echó una inquieta ojeada hacia toda la larga pendiente roja salpicada de púbicas matas de hierba amarilla y brillante, preguntándose dónde volvería a emerger.

Cuando estuvo por lo menos razonablemente seguro de que el gusano no intentaría ingerir al tren, Jack volvió a inspeccionar la cordillera de colinas que le rodeaba.

7

Antes de que Richard se despertara a última hora de la tarde, Jack vio: por lo menos una cabeza indiscutible asomada al borde de las colinas; dos letales bolas de fuego rodando directamente hacia él; el esqueleto sin cabeza de lo que al principio tomó por un gran conejo y después comprendió con horror que era un bebé humano, descamado por completo, yaciente junto a las vías, e inmediatamente después: el cráneo infantil, redondo y reluciente del mismo bebé, medio hundido en el polvo fino. Y vio además: una manada de los perros cabezudos, en peor estado que los anteriores, arrastrándose patéticamente en pos del tren, medio muertos de inanición; tres casuchas de madera, viviendas humanas, levantadas sobre estacas en el denso polvo, indicación segura de que en alguna parte de la llanura envenenada y apestosa que constituía las Tierras Arrasadas había gente buscando y maquinando para encontrar comida; un ave pequeña y correosa, sin plumas, con —y esto era un auténtico detalle de los Territorios— una cara simiesca, barbuda y unos dedos bien formados en las puntas de las alas; y lo peor de todo (aparte de lo que creía ver): dos animales completamente irreconocibles bebiendo en una de las charcas negras, animales de dientes largos, ojos humanos y patas delanteras como las de los cerdos y las traseras como las de los grandes felinos. Las caras estaban cubiertas de pelo. Cuando el tren pasó por delante de estos animales, Jack vio que los testículos del macho se habían hinchado hasta adquirir el tamaño de dos cojines y se arrastraban por el suelo. ¿Qué había causado tales monstruosidades? La energía nuclear, supuso Jack, ya que apenas existía otra cosa con tal poder para deformar a la naturaleza. Los dos animales, envenenados desde el nacimiento, sorbían el agua igualmente envenenada y gruñeron al paso del tren.

Algún día nuestro mundo podría tener este aspecto, pensó Jack. Vaya perspectiva tan halagüeña.

8

Además había las cosas que creía ver. Su piel empezó a calentarse y escocerle; ya había dejado caer al suelo de la cabina la prenda parecida a un sarape que había reemplazado al abrigo de Miles P. Kiger. Antes de mediodía se quitó también la camisa de algodón. Sentía un sabor horrible en la boca, una ácida combinación de metal oxidado y fruta podrida. El sudor le bajaba de la raíz del pelo hasta los ojos. Estaba tan exhausto, que empezó a soñar de pie, con los ojos abiertos y bañado en sudor. Vio grandes manadas de los perros obscenos escurrirse por las colinas; vio las nubes rojizas del cielo abrirse y bajar para agarrar a Richard y a él mismo con largos brazos ardientes, brazos demoníacos. Cuando por fin sus ojos se cerraron, vio a Morgan de Orris, de tres metros de estatura, vestido de negro, lanzando rayos alrededor de sí y resquebrajando la tierra, que escupía surtidores de polvo y se partía formando cráteres.

Richard gimió y murmuró:

—No, no, no.

Morgan de Orris se desvaneció como un jirón de niebla y los ojos doloridos de Jack volvieron a abrirse.

—¿Jack? —dijo Richard.

La tierra roja que se extendía ante el tren estaba vacía, exceptuando las sendas negras de las bolas de fuego. Jack se frotó los ojos y miró a Richard, que se desperezaba débilmente.

—Hola. ¿Cómo estás?

Richard, acostado sobre el rígido asiento, volvió hacia él su rostro demacrado y grisáceo.

—Siento habértelo preguntado —dijo Jack.

—No —contestó Richard—, en realidad estoy mejor —y Jack sintió que le abandonaba por lo menos una parte de la tensión—. Aún me duele la cabeza, pero estoy mejor.

—Hacías mucho ruido durante tu… hum… —observó Jack, sin saber qué dosis de realidad podría aguantar Richard.

—Durante mi sueño. Sí, supongo que debía hacerlo. —La cara de Richard se contrajo, pero por una vez Jack no se preparó para oír un grito—. Sé que ahora no estoy soñando, Jack. Y sé que no tengo un tumor cerebral.

—¿Sabes dónde estás?

—En aquel tren. El tren de aquel anciano. En lo que él llamó las Tierras Arrasadas.

—Vaya, me dejas patitieso —dijo Jack, sonriente. Richard se ruborizó bajó la palidez cenicienta.

—¿Qué ha causado este cambio? —inquirió Jack, inseguro todavía de poder confiar en la transformación de Richard.

—Bueno, yo sabía que no estaba soñando —contestó éste, enrojeciendo aún más—. Supongo que… supongo que ya era hora de dejar de luchar contra ello. Si estamos en los Territorios, pues, qué caramba, estamos en los Territorios, por muy imposible que sea. —Su mirada se cruzó con la de Jack y éste captó un destello de humor que le llenó de sorpresa—. ¿Recuerdas aquel gigantesco reloj de arena de la Estación? —Cuando Jack asintió, Richard continuó su explicación—. Bueno, pues fue eso, en realidad… cuando lo vi, supe que no me lo estaba inventando todo. Porque sabía que no podía haber inventado aquello. Imposible, no podía. Si hubiera tenido que inventar un reloj primitivo, le habría puesto muchas ruedas y grandes poleas… no habría sido tan sencillo. Así que no me lo inventé yo y, por consiguiente, era real y todo lo demás también.

—Y, ¿cómo te encuentras ahora? —preguntó Jack—. Has dormido muchas horas.

—Estoy todavía tan cansado, que apenas puedo mantener erguida la cabeza. Me temo que en general no me encuentro muy bien.

—Richard, tengo que preguntarte una cosa. ¿Existe alguna razón por la que tengas miedo de ir a California? Richard bajó la vista y meneó la cabeza.

—¿Has oído hablar alguna vez de un lugar llamado el hotel negro?

Richard continuó meneando la cabeza. No decía la verdad, pero Jack reconoció que estaba afrontando todo lo que podía. Cualquier otra cosa —porque Jack tuvo de repente la seguridad de que había más, mucho más— tendría que esperar. Hasta que llegaran al hotel negro, tal vez. El Gemelo de Rushton y el Gemelo de Jason; sí, juntos llegarían al hogar y la prisión del Talismán.

—Está bien —dijo—. ¿Puedes andar?

—Supongo que sí.

—Estupendo, porque quiero hacer algo ahora mismo, en vista de que no te estás muriendo de un tumor cerebral. Y necesito tu ayuda.

—¿De qué se trata? —preguntó Richard, secándose la cara con una mano temblorosa.

—Quiero abrir una o dos cajas del vagón de carga y ver si podemos apoderarnos de algún arma.

—Odio y detesto las armas —dijo Richard— y tú también deberías odiarlas. Si nadie tuviera armas, tu padre…

—Claro, y si los cerdos tuvieran alas, volarían —replicó Jack—. Estoy bastante seguro de que alguien nos sigue.

—Es posible que sea papá —observó Richard con voz esperanzada.

Jack gruñó y sacó la marcha de la primera muesca. El tren empezó a perder velocidad. Cuando se hubo detenido, Jack puso la marcha en punto muerto.

—¿Crees que puedes apearte?

—Claro —dijo Richard, levantándose demasiado de prisa. Las rodillas se le doblaron y cayó sentado en el banco. Su rostro parecía aún más gris que antes y tenía gotas de sudor en el labio superior y en la frente—. Bueno, quizá no —añadió en un murmullo.

—Tómatelo con calma —aconsejó Jack, sentándose a su lado y cogiéndole por el codo con una mano, mientras colocaba la otra sobre la frente cálida y húmeda de Richard—. Relájate. —Richard cerró un momento los ojos y luego miró a Jack con una expresión de total confianza.

—Lo he intentado con demasiada rapidez —dijo—. Tengo agujetas por permanecer tanto rato en la misma posición.

—Pues muévete despacio —repitió Jack, ayudándole a ponerse en pie.

—Duele.

—Durará poco. Necesito tu ayuda, Richard.

Richard probó de dar un paso y jadeó. «Uf». Adelantó la otra pierna y entonces se agachó un poco para darse unas palmadas en los muslos y pantorrillas. Jack vio que su rostro cambiaba, pero esta vez no por dolor, sino por un enorme asombro que se reflejó en sus facciones.

Jack siguió la dirección de los ojos de su amigo y vio a una de las aves sin plumas y con cara de mono pasar por delante del tren.

—Sí, hay un montón de cosas extrañas por aquí —dijo—. Me sentiré mucho mejor si encontramos armas debajo de esa lona.

—¿Qué crees que debe haber al otro lado de estas colinas? —inquirió Richard—. ¿Más cosas extrañas?

—No, creo que allí debe haber más hombres, si es que se pueden llamar así. He visto a alguien observándonos en dos ocasiones.

Al sorprender una expresión de pánico en la cara de Richard, Jack añadió:

—Me parece que no era nadie de tu escuela. Pero podría ser algo aún peor. No trato de asustarte, compañero; es que he visto bastante más que tú de las Tierras Arrasadas.

—Las Tierras Arrasadas —repitió Richard, receloso. Miró de reojo el polvoriento valle, con sus trozos de hierba color de orina—. Oh, aquel árbol… oh….

—Sí, ya sé —dijo Jack—. No hay más remedio que aprender a no fijarse demasiado.

—¿Quién diablos desearía crear semejante desolación? —preguntó Richard—. Esto no es natural, ¿sabes?

—Quizá lo averiguaremos algún día. —Jack ayudó a Richard a salir de la cabina, colocándose ambos en el angosto estribo que cubría la parte superior de las ruedas—. No pongas los pies sobre ese polvo —advirtió a su amigo—; no sabemos lo profundo que es y no quiero tener que tirar de ti para que no te hundas.

Richard se estremeció, pero pudo ser porque acababa de ver por el rabillo del ojo otro de los árboles angustiados y vociferantes.

Juntos, los dos muchachos avanzaron por el estribo del tren parado hasta que pudieron saltar al enganche del furgón vacío, del cual partían unos peldaños de metal que conducían al techo del vagón. En el extremo de éste, otros peldaños les permitieron bajar al vagón de carga.

Jack tiró de la gruesa y peluda cuerda, intentando recordar cómo la había aflojado Anders con tanta facilidad.

—Creo que está aquí —dijo Richard, levantando un trozo de cuerda retorcida como un nudo de horca—. ¿Qué te parece?

—Inténtalo.

Richard tuvo la fuerza suficiente para deshacer el nudo y cuando Jack le ayudó a tirar de la cuerda, ésta se desenroscó y la lona se aflojó sobre las cajas. Jack levantó el borde y vio PIEZAS DE MAQUINARIA y un montón de cajas más pequeñas que no había visto antes, marcadas LENTES.

—Aquí están —dijo—. Lástima que no tengamos una palanca. —Miró hacia el borde del valle y un árbol torturado abrió la boca y gritó en silencio. ¿Era aquello que se asomaba otra cabeza? Podía ser uno de los enormes gusanos, que se deslizara en su dirección—. Vamos, tratemos de levantar la tapa de una de estas cajas —propuso y Richard se acercó a él, obediente.

Después de seis fuertes tirones, Jack notó que la tapa se movía y oyó crujir los clavos. Richard continuó tirando del otro lado.

—Ya basta —le dijo. Richard parecía más ceniciento y más enfermo que antes del esfuerzo—. Se abrirá con otro tirón.

Richard se apartó y casi cayó sobre una de las cajas. Se enderezó y siguió palpando bajo la lona.

Jack se colocó frente a la caja alta, apretó las mandíbulas, puso las manos en las esquinas de la tapa y tiró hacia arriba hasta que los músculos empezaron a vibrarle. Justo antes de que se viera obligado a descansar, los clavos crujieron y se salieron un poco de la madera. Jack gritó: ¡YAAA!, y levantó la tapa.

Dentro, amontonados y relucientes de grasa, había media docena de rifles de una clase que Jack no había visto nunca; una especie de engrasadores de pistón metamorfoseados en mariposas, medio mecánicas, medio insectiles. Sacó uno y lo miró más de cerca para tratar de ver cómo funcionaba. Era un arma automática, así que necesitaría un cargador. Se inclinó y usó el cañón del arma para levantar la tapa de la caja de LENTES. Tal como había esperado, en la segunda caja, de menor tamaño, había un pequeño montón de cargadores muy engrasados alojados en fundas de plástico.

—Es una Uzi —dijo Richard a sus espaldas—, una metralleta israelí. Tengo entendido que están muy de moda y son el juguete preferido de los terroristas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jack, alargando la mano para coger otra arma.

—Veo la televisión. ¿Qué te crees?

Jack hizo experimentos con el cargador, intentando al principio encajarlo boca abajo en la cavidad y encontrando por fin la posición correcta. Después encontró el seguro, lo puso y lo quitó.

—Estas condenadas armas son muy feas —observó Richard.

—Has de coger una, así que no la critiques. —Jack sacó otro cargador para Richard y, tras un momento de reflexión, cogió todos los cargadores de la caja, se guardó dos en los bolsillos, lanzó otros dos a Richard, que logró cazarlos al vuelo, y deslizó los restantes en su morral.

—Uf —rezongó Richard.

—Considéralo una garantía —dijo Jack.

9

Richard se dejó caer sobre el asiento en cuanto hubieron vuelto a la cabina; subir y bajar por las dos escalerillas y andar por el estrecho estribo de metal sobre las ruedas había consumido casi toda su energía. Sin embargo, hizo sitio a Jack para que se sentara y estuvo atento a las maniobras de su amigo para poner de nuevo el tren en marcha. Jack recogió el sarape y frotó la metralleta con él.

—¿Qué haces?

—Quito la grasa y será mejor que tú también lo hagas cuando yo termine.

Durante el resto del día los dos muchachos continuaron sentados en la cabina abierta del tren, sudando e intentando hacer caso omiso del gimoteo de los árboles, del hedor del paisaje y del hambre que sentían. Jack observó que Richard tenía en torno a los labios un grupo de pequeñas llagas. Al final cogió la Uzi de las manos de Richard, la limpió de grasa y la cargó. El sudor le escocía y sabía a salado en las grietas de sus propios labios.

Cerró los ojos. Quizá no había visto aquellas cabezas asomadas al borde del valle; quizá nadie les perseguía, después de todo. Oyó silbar las baterías y vio una gran chispa y se dio cuenta de que Richard saltaba para ver qué ocurría. Un instante después se quedó dormido y soñó con comida.

10

Cuando Richard sacudió el hombro de Jack, alejándole de un mundo en que acababa de comerse una pizza grande como un neumático de camión, las sombras empezaban a extenderse por el valle, suavizando la agonía de los árboles torturados. Incluso ellos, encorvados y con las manos delante de la cara, parecían hermosos a la luz del crepúsculo. El denso polvo rojo rielaba y resplandecía. Las sombras se proyectaban sobre él, alargándose casi de modo perceptible. La terrible hierba amarilla se fundía en un anaranjado casi suave. La luz del sol poniente caía de soslayo sobre las rocas del borde del valle.

—He pensado que quizá querrías ver esto —dijo Richard, cuyas llagas en torno a los labios parecían haberse incrementado. Sonrió débilmente—. Me ha parecido algo especial… el espectro, quiero decir.

Jack temió que Richard deseara enzarzarse en una explicación científica del cambio de color en el crepúsculo, pero su amigo estaba demasiado cansado o enfermo para la física. Los dos muchachos contemplaron en silencio cómo la puesta de sol intensificaba todos los colores de su entorno, convirtiendo el cielo del oeste en un esplendor de tonos morados.

—¿Sabes qué más llevas en este cacharro? —preguntó Richard.

—¿Qué más? —inquirió a su vez Jack. A decir verdad, casi no le importaba. No podía ser nada bueno y esperaba vivir para ver otra puesta de sol polícroma y llena de sentimiento como ésta.

—Explosivos de plástico, envueltos en paquetes de dos libras, más o menos. Hay los suficientes para volar toda una ciudad. Si una de estas armas se dispara accidentalmente o si alguien acierta esos paquetes con una bala, este tren se convertirá en un agujero en el suelo.

—Yo no dispararé si tú no disparas —contestó Jack y volvió a dejarse absorber por el crepúsculo, que se le antojaba extrañamente premonitorio, un sueño de objetivos alcanzados, y le condujo a recuerdos de todo lo que había vivido desde que abandonara el hotel Jardines de la Alhambra. Vio a su madre tomando el té en el pequeño salón, una mujer de improviso cansada y vieja; a Speedy Parker sentado al pie de un árbol; a Lobo guardando su rebaño; a Smokey y Lori del horrible bar de Oatley; a todas las aborrecidas caras del Hogar del Sol, Heck Bast, Sonny Singer y los otros. Recordó a Lobo con una nostalgia muy intensa y especial, porque el crepúsculo le hizo evocar toda su figura, aunque Jack no habría sabido explicar por qué. Deseó poder coger la mano de Richard y entonces pensó: Bueno, y ¿por qué no?, y alargó la mano hasta que encontró la de su amigo, regordeta y húmeda, y cerró los dedos en torno a ella.

—Me siento enfermo —dijo Richard—. No es como… antes. Tengo el estómago revuelto y toda la cara me pica.

—Creo que no te encontrarás bien hasta que hayamos salido de este lugar —contestó Jack—. Pero, ¿qué pruebas tienes de ello, doctor? —se preguntó—. ¿Qué pruebas tienes de que no le estás envenenando? No tenía ninguna. Se consoló con la idea recién inventada (¿recién descubierta?) de que Richard era una parte esencial de lo que sucedería en el hotel negro. Necesitaría a Richard Sloat, y no sólo porque Richard Sloat sabía distinguir entre explosivos de plástico y bolsas de fertilizante.

¿Habría estado Richard antes en el hotel negro? ¿Habría estado realmente cerca del Talismán? Se volvió a mirar a su amigo, que respiraba de prisa y laboriosamente y cuya mano yacía en la suya como una escultura de cera fría.

—No quiero el arma —dijo Richard, apartándola de sus piernas—. Su olor me marea.

—Está bien —respondió Jack, poniéndola sobre sus propias piernas con la mano libre.

Uno de los árboles se deslizó ante su vista y aulló de dolor sin hacer ruido. Los perros mulantes no tardarían en merodear de nuevo. Jack lanzó una ojeada a las colinas de la izquierda —el lado de Richard— y vio una silueta humanoide deslizarse entre las rocas.

11

—Eh —exclamó, casi incrédulo. Indiferente a su sobresalto, el crepúsculo multicolor continuó embelleciendo lo que no podía embellecerse—, eh, Richard.

—¿Qué? ¿Tú también te encuentras mal?

—Creo que he visto a alguien allí. En tu lado. —Volvió a mirar hacia el despeñadero, pero no vio ningún movimiento.

—No me importa —dijo Richard.

—Será mejor que te importe. ¿Te das cuenta de cómo eligen el momento? Quieren atacamos justo cuando esté demasiado oscuro para que les veamos.

Richard abrió el ojo izquierdo e hizo una somera inspección.

—No veo a nadie.

—Yo tampoco, ahora, pero me alegro de haber cogido estas armas. Incorpórate, Richard, y vigila con mucha atención si quieres salir de aquí vivo.

—Eres un aguafiestas, jolín. —Sin embargo, Richard se incorporó y abrió los dos ojos—. No veo nada allí arriba, Jack. Ya es demasiado oscuro. Seguramente lo has imaginado…

—Calla —interrumpió Jack, que creyó ver otro cuerpo introducirse entre las rocas que dominaban el valle—. Hay dos. ¿Y si viene otro?

—Quizá no haya nadie —dijo Richard—. De todos modos, ¿por qué ha de desear alguien hacernos daño? Quiero decir que no…

Jack volvió la cabeza y miró el trecho de vías que tenía delante. Algo se movió detrás del tronco de un árbol torturado, algo de mayor tamaño que un perro.

—Vaya —dijo—, creo que ahí hay otro sujeto esperándonos. Durante un momento, el miedo le petrificó; era incapaz de pensar qué podía hacer para protegerse de los tres asaltantes. Se le hizo un nudo en el estómago. Cogió la Uzi que tenía en el regazo y la miró con expresión desorientada, como si no supiera usarla. ¿Tendrían también armas los salteadores de Las Tierras Arrasadas?

—Richard, lo siento —dijo—, pero esta vez la cosa va en serio y necesitaré tu ayuda.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Richard con voz chillona.

—Toma tu arma —contestó Jack, alargándosela—. Y creo que deberíamos arrodillarnos para no ofrecer un blanco tan grande.

Se puso de rodillas y Richard le imitó con movimientos lentos, como subacuáticos. A sus espaldas sonó un largo grito y otro encima de sus cabezas.

—Saben que los hemos visto —dijo Richard—, pero, ¿dónde están?

La pregunta fue contestada casi inmediatamente. Todavía visible en la penumbra de color púrpura, un hombre —o algo parecido a un hombre— salió corriendo de su escondite y empezó a bajar la pendiente en dirección al tren. Unos harapos ondeaban tras él. Gritaba como un indio y levantaba algo que tenía en las manos, algo parecido a un palo flexible, y Jack todavía intentaba adivinar su función cuando oyó —más que vio— una forma estrecha hendir el aire junto a su cabeza.

—¡Diantre! —exclamó—. ¡Tienen arcos y flechas!

Richard gimió y Jack temió que vomitara encima de ambos.

—Tengo que disparar contra él —dijo. Richard tragó saliva y emitió un ruido que no era una palabra.

—Oh, diablos —murmuró Jack, quitando el seguro de su Uzi. Levantó la cabeza y vio al harapiento ser que le perseguía disparar otra flecha. Si su puntería hubiese sido certera, Jack no habría vuelto a ver nada, pero la flecha pasó rozando el costado de la cabina. Jack levantó la Uzi y apretó el gatillo.

No esperaba nada de lo que sucedió. Había pensado que el arma permanecería quieta en sus manos y dispararía, obediente, unas cuantas balas, pero en lugar de esto, la Uzi saltó en sus manos como un animal, produciendo una serie de ruidos lo bastante altos para perforarle los tímpanos. El tufo de la pólvora le quemó la nariz. El hombre harapiento que seguía al tren alzó los brazos, pero por el asombro, no porque estuviera herido. Por fin Jack se acordó de apartar el dedo del gatillo. No tenía idea de cuántos disparos había malgastado ni de cuántas balas quedaban en el cargador.

—¿Le has dado, le has dado? —preguntó Richard. El hombre corría ahora por la orilla del valle, con enormes pies planos que parecían ondear en el aire. Entonces Jack vio que no eran pies, sino grandes artefactos parecidos a placas, el equivalente de las raquetas para nieve en las Tierras Arrasadas. Su intención era cubrirse tras uno de los árboles.

Jack levantó la Uzi con ambas manos y apuntó. Entonces apretó suavemente el gatillo. El arma retrocedió entre sus manos, pero menos que la vez anterior. Las balas salieron, describiendo un amplio arco, y por lo menos una de ellas dio en el blanco, porque el hombre se tambaleó hacia un lado, como si un camión le hubiese embestido, y los pies se desprendieron de las raquetas.

—Dame tu arma —dijo Jack y cogió la Uzi de Richard. Todavía arrodillado, disparó medio cargador hacia la oscuridad de delante del tren, esperando matar al ser que acechaba allí.

Otra flecha se estrelló contra el tren y otra se quedó clavada en el lado del furgón.

Richard temblaba y lloraba en el suelo de la cabina.

—Carga la mía —le dijo Jack, sacándose un cargador del bolsillo y poniéndolo bajo la nariz de Richard. Escudriñó el borde del valle para distinguir al segundo atacante. En menos de un minuto la oscuridad sería demasiado densa para ver cualquier cosa que estuviera en la cuenca del valle.

—Ya le veo —gritó Richard—. Le he visto… ¡allí! Señaló hacia una sombra que se movía con rapidez y en silencio entre las rocas y Jack gastó el resto del segundo cargador disparando contra ella. Cuando terminó la munición, Richard cogió su metralleta y le puso la otra en las manos.

—Buenos sicos, simpáticos sicos —dijo una voz a la derecha, aunque era imposible calcular a qué distancia estaba—. Ahora basta, parad ahora, ¿vale? Se acabó la lusha, sed buenos sicos y vender el arma. Matar muy bien con eya, veo.

Jack —murmuró Richard en tono frenético, para avisarle.

—Tira el arco y las flechas —gritó Jack, todavía en cuclillas junto a Richard.

—¡Jack, no lo hagas! —susurró Richard.

—Ya los tiro —contestó la voz, que aún estaba delante de ellos. Algo ligero cayó sobre el polvo—. Vosotros parad, sicos, y venderme arma, ¿vale?

—Está bien —dijo Jack—. Acércate para que podamos verte.

—Vale —contestó la voz.

Jack puso la marcha en punto muerto y el tren se fue deteniendo.

—Cuando grite —murmuró a Richard—, pon la primera lo más de prisa que puedas, ¿entendido?

—Oh, Dios mío —suspiró Richard.

Jack se cercioró de que el arma que Richard acababa de darle no tenía puesto el seguro. Un reguero de sudor le caía de la frente directamente en el ojo derecho.

—Todo bien ahora —dijo la voz—. Sicos poder levantarse. Levantarse, sicos.

Despierrta, despierrta, porfavor, porfavor. El tren se acercaba a la voz.

—Pon la mano sobre el cambio de marchas —susurró Jack—. Pronto gritaré.

La mano trémula de Richard, que parecía demasiado pequeña e infantil para ejecutar algo, por poco importante que fuera, tocó la palanca de la caja de cambios.

Jack evocó de repente, con gran claridad, al viejo Anders postrado ante él sobre el ondulado suelo de madera, preguntando:

¿Estarás a salvo, mi señor? Él había contestado en tono petulante, sin tomarse muy en serio la pregunta. ¿Qué eran las Tierras Arrasadas para un muchacho que había acarreado cuñetes para Smokey Updike?

Ahora le daba mucho más miedo ensuciarse los pantalones que la posibilidad de que Richard vomitara el almuerzo por encima de la versión de los Territorios del abrigo de loden de Myles P. Kiger.

Una carcajada resonó en la oscuridad junto a la cabina y Jack se enderezó, levantando el arma, y gritó justo cuando un cuerpo muy pesado chocó contra el lado de la cabina y se agarró a ella. Richard puso la primera marcha y el tren arrancó con una sacudida.

Un brazo desnudo, cubierto de pelos, seguía aferrado a la cabina. Se acabó el salvaje oeste, pensó Jack y entonces todo el tronco del hombre se irguió ante ellos. Richard profirió un chillido y Jack estuvo a punto de evacuar el contenido de sus intestinos en su ropa interior.

La cara consistía casi toda en dientes; era una cara tan instintivamente mala como la de una serpiente de cascabel con las fauces abiertas, y una gota de lo que Jack supuso instintivamente que sería veneno cayó de uno de los largos y curvados dientes. Con excepción de la nariz diminuta, el ser erguido ante los muchachos se parecía mucho a un hombre con cabeza de serpiente. En una mano de membranas sostenía un cuchillo. Jack disparó sin apuntar, impulsado por el pánico.

Entonces el ser se alteró y echó hacia atrás un momento y Jack tardó una fracción de segundo en ver que la mano de membranas y el cuchillo habían desaparecido. El ser adelantó un muñón sanguinolento, dejando una mancha de sangre en la camisa de Jack. Por suerte, al muchacho se le embotó el cerebro y sus dedos supieron apuntar la Uzi directamente al pecho de aquel ser y apretar el gatillo.

Un gran agujero rojo se abrió en el centro del pecho moteado y los dientes chorreantes chocaron entre sí. Jack mantuvo apretado el gatillo y la Uzi levantó por sí sola el cañón y destruyó la cabeza del ser en uno o dos segundos de total carnicería. Entonces desapareció. Sólo una mancha de sangre en el lado de la cabina y otra en la camisa de Jack demostraban que los dos muchachos no habían soñado todo aquel combate.

—¡Cuidado! —gritó Richard.

—Ya no está —suspiró Jack.

—¿Adonde ha ido?

—Se ha caído —respondió Jack—. Ha muerto.

—Le has arrancado la mano de un disparo —murmuró Richard—. ¿Cómo lo has hecho?

Jack levantó las manos y las miró temblar. Apestaban a pólvora.

—Sólo he imitado a alguien con buena puntería. —Bajó las manos y se lamió los labios.

Doce horas más tarde, cuando el sol volvía a salir sobre las Tierras Arrasadas, ninguno de los dos muchachos había dormido, sino que habían pasado toda la noche rígidos como soldados, con las metralletas en el regazo y atentos al menor ruido. Recordando la cantidad de munición que llevaba el tren, Jack disparaba de vez en cuando algunos cartuchos contra el borde del valle. Y durante todo aquel segundo día, si es que había hombres o monstruos en esta remota parte de las Tierras Arrasadas, nadie molestó a los muchachos. Lo cual podía significar, pensó, exhausto, Jack, que conocían la existencia de las armas. O que aquí, tan cerca de la costa occidental, nadie quería meterse con el tren de Morgan. No mencionó nada de esto a Richard, cuyos ojos eran vagos y velados y que pareció febril la mayor parte del tiempo.

12

Al atardecer de aquel día, Jack empezó a oler a agua salada en el aire áspero.