Capítulo 33

RICHARD EN LA OSCURIDAD

1

Richard gritó y levantó un brazo para protegerse la cara. Volaron trozos de cristal.

¡Hazle salir, Sloat!

Jack se levantó, dominado por una cólera sorda. Richard le agarró el brazo.

—¡Jack, no! ¡Apártate de la ventana!

—Maldita sea —casi rugió Jack—, estoy harto de que hablen de mí como si fuera una pizza.

Aquello llamado Etheridge estaba al otro lado de la avenida, en la acera del cuadrángulo, mirándoles.

—¡Márchate de aquí! —le gritó Jack. Una repentina inspiración le cruzó la mente como un relámpago. Titubeó y después chilló—:

¡Os ordeno que os vayáis! ¡Tú y todos vosotros! ¡Os lo ordeno en nombre de mi madre, la Reina!

Aquello llamado Etheridge se echó atrás como si alguien hubiera usado un látigo para marcarle la cara.

Pero en seguida la expresión de dolida sorpresa desapareció y aquello llamado Etheridge empezó a sonreír.

—¡Está muerta, Sawyer! —gritó, pero al parecer la vista de Jack se había agudizado durante aquel tiempo en la carretera y captó la expresión de nerviosa inseguridad bajo el simulado triunfo—. La Reina Laura ha muerto y tu madre también ha muerto… en New Hampshire… ¡están muertas y apestan!

¡Marchaos! —vociferó Jack y tuvo la impresión de que aquello llamado Etheridge volvía a retroceder, lleno de furia impotente. Richard se había acercado a la ventana, pálido y aturdido.

—¿De qué habláis vosotros dos? —preguntó. Miró fijamente a la grotesca figura de abajo—. ¿Cómo sabe Etheridge que tu madre está en New Hampshire?

¡Sloat! —gritó aquello llamado Etheridge—. ¿Dónde está tu corbata?

Un espasmo de culpabilidad contrajo el rostro de Richard, que se llevó las manos trémulas al escote de su camisa abierta.

¡Lo dejaremos pasar por esta vez si haces salir a tu pasajero, Sloat! —chilló aquello llamado Etheridge—. ¡Si le haces salir, todo volverá a ser como antes! Lo deseas, ¿verdad?

Richard miraba fijamente a aquello llamado Etheridge —y Jack estaba seguro— asintiendo sin darse cuenta. Su cara expresaba desesperación y en sus ojos brillaban unas lágrimas. Quería que todo volviera a ser como antes, oh, sí.

¿No amas a esta escuela, Sloat? —gritó hacia la ventana de Albert aquello llamado Etheridge.

—Sí —murmuró Richard, conteniendo un sollozo—. Sí, claro que la amo.

—¿Sabes qué hacemos con los miserables que no aman a esta escuela? ¡Entréganoslo! ¡Será como si no hubiera estado aquí!

Richard se volvió despacio y miró a Jack con unos ojos terriblemente vacíos.

—Tú decides, Richie, muchacho —dijo Jack en voz baja.

—¡Lleva drogas, Richard! —gritó aquello llamado Etheridge—. ¡De cuatro o cinco clases! ¡Coca, hachís, polvo de ángel! ¡Ha vendido de todo para financiar su viaje al oeste! ¿De dónde crees que ha sacado aquel bonito abrigo que llevaba cuando apareció en tu umbral?

—Drogas —dijo Richard con grande y trémulo alivio—. Lo sabía.

—Pero no te lo crees —contestó Jack—. Las drogas no han cambiado tu escuela, Richard. Y los perros…

—Hazle salir, SI… —La voz de aquello llamado Etheridge se fue apagando, apagando…

Cuando los dos muchachos miraron de nuevo hacia abajo, ya había desaparecido.

—¿Adonde crees que fue tu padre? —inquirió Jack con voz tranquila—. ¿Adonde crees que fue cuando no salió del armario, Richard?

Richard se volvió lentamente para mirarle y entonces su rostro, siempre tan inteligente y sereno, empezó a crisparse. El pecho se le movía con latidos irregulares y Richard cayó de repente en brazos de Jack, agarrándose a él con una urgencia ciega y llena de pánico.

¡M-m-eee t-tocóoooo! —gritó a Jack. Su cuerpo temblaba como un alambre demasiado tenso—. Me tocó, me tocó, ¡algo me tocó allí dentro Y NO SÉ QUÉ FUE!

2

Con la frente febril apretada contra el hombro de Jack, Richard dio rienda suelta a la historia que había ocultado en su interior todos estos años. La contó a trozos pequeños y compactos, como balas deformadas. Mientras le escuchaba, Jack recordó el día en su propio padre había entrado en el garaje… y regresado dos horas después desde la esquina de la calle. Aquello fue impresionante, pero lo ocurrido a Richard había sido mucho peor y explicaba la férrea y obstinada insistencia de Richard en la realidad, toda la realidad y nada más que la realidad. Explicaba su rechazo de cualquier clase de fantasía, incluso de la ciencia ficción… y Jack sabía por su propia experiencia escolar que los estudiosos como Richard solían leer vorazmente ciencia ficción… siempre que fuera clásica y científica, claro, como la de Heinlein, Asimov, Arthur C. Clarke, Larry Niven; nada de las tonterías metafísicas de los Robert Silverberg y Barry Maizberg, por favor, sino aquellas obras que dan todos los cuadrantes y logaritmos estelares hasta que te salen por las orejas. Richard, sin embargo, no. La aversión de Richard por la fantasía era tan profunda, que no cogía ninguna novela a menos que se tratase de un deber escolar; de niño dejaba que Jack eligiera los libros que debía leer para las críticas literarias, sin importarle cuáles eran, y los masticaba como si fuesen el cereal del desayuno. Acabó siendo un reto para Jack encontrar una novela —cualquier novela— que agradara a Richard, que distrajera a Richard, que entusiasmara a Richard como a veces le entusiasmaban a él… Pensaba que las buenas lo eran casi tanto como las fantasías y cada una trazaba su propia versión de los Territorios. Sin embargo, nunca consiguió despertar en él ningún estremecimiento, ninguna chispa, ninguna reacción. Tanto si se trataba de El pony rojo, El demonio de la pista de arrastre como de El catcher entre el centeno o Soy una leyenda, la reacción era siempre la misma: una concentración ceñuda y aburrida, seguida de una ceñuda y aburrida crítica que obtendría un suspenso o, si el profesor de inglés se sentía especialmente generoso aquel día, un aprobado; los notables de Richard en inglés eran lo que le impedía figurar en la lista de honor las pocas ocasiones en que resultaba excluido.

Jack había acabado de leer El señor de las moscas de William Golding, sintiéndose acalorado, frío y tembloroso, exaltado y asustado a la vez, deseando, como siempre que la historia era excepcionalmente buena, que no tuviera que terminar nunca y continuase para siempre, como la vida (sólo que la vida era mucho más aburrida e insípida que las novelas). Sabía que Richard debía hacer una crítica, así que le dio el manoseado ejemplar de bolsillo, pensando que esta vez lo conseguiría, que esta vez se produciría el milagro, que Richard reaccionaría ante la historia de aquellos muchachos extraviados que caían en el salvajismo. Sin embargo, Richard leyó El señor de las moscas como había leído todas las otras novelas y escribió otra crítica que contenía todo el celo y el fuego que un patólogo rutinario pone en la autopsia de la víctima de un accidente de tráfico. ¿Qué te pasa? —estalló Jack, exasperado—. ¿Qué diablos tienes contra una buena novela, Richard? Y Richard le miró con estupefacción, extrañado al parecer ante la ira de Jack. Bueno, en realidad no existe una historia inventada que sea buena, ¿o crees que sí?, le contestó.

Aquel día Jack se fue muy perplejo por el rechazo total de la ficción por parte de Richard, pero ahora creía comprenderlo mejor… mejor de lo que hubiera querido, tal vez. Para Richard, la cubierta de todas las novelas le recordaba un poco la puerta de aquel armario empotrado; quizá la cubierta multicolor de cada libro de bolsillo, que ilustraba a personajes que nunca se comportaban como seres reales, recordaba a Richard la mañana en que había Tenido Bastante Para Siempre.

3

Richard ve a su padre entrar en el armario empotrado del gran dormitorio principal y cerrar tras de sí la puerta plegable. Tiene cinco años… quizá seis… en cualquier caso, no ha cumplido los siete. Espera cinco minutos, diez, y como su padre continúa dentro del armario, se asusta un poco y empieza a llamar (llama para pedir su flauta, llama para pedir su comida, llama) a su padre y cuando su padre no contesta llama en voz mas alta y se va acercando mas y más al armario y por fin, cuando han pasado quince minutos y su padre aún no ha salido, Richard abre la puerta plegable y entra. Entra en una oscuridad de caverna.

Y ocurre algo.

Después de empujar los ásperos tweeds y las suaves prendas de algodón y algunas de seda de su padre, los trajes y las chaquetas, el olor de tela y bolas de naftalina y el aire viciado del armario empieza a ser sustituido por otro olor… un aroma cálido y violento. Richard avanza a tientas, llamando a gritos a su padre, pensando que debe haber un incendio en el fondo del armario y su padre debe estar ardiendo en él, porque se huele a fuego… y de repente se da cuenta de que los listones de madera han desaparecido bajo sus pies y anda sobre una tierra sucia. Extraños insectos negros con grupos de ojos en los extremos de largas patas saltan de sus zapatillas de felpa. ¡Papá!, grita. Los abrigos y trajes han desaparecido, el suelo ha desaparecido, pero bajo sus pies no hay nieve dura y blanca sino tierra sucia y apestosa que por lo visto es el lugar donde nacen estos insectos saltarines y desagradables; ni la imaginación más fértil del mundo llamaría Narnia a este lugar. Otros gritos contestan al grito de Richard, gritos y una risa salvaje y demencial. Un viento oscuro e insensato hace girar un denso humo a su alrededor y Richard da media vuelta, avanza a trompicones por donde ha venido, con las manos extendidas como las de un ciego, buscando frenéticamente los abrigos, buscando el tufo débil y acre de las bolas de naftalina…

Y de pronto una mano se cierra en torno a su muñeca.

¿Papá?, pregunta, pero cuando mira no ve una mano humana sino algo verde y escamoso, cubierto de ventosas contorsionantes, algo verde sujeto a un brazo largo, como de goma, que se extiende en las tinieblas hacia un par de ojos amarillos y oblicuos que le miran con franca avidez.

Chillando, se desprende y lanza a ciegas hacia la negrura… y justo cuando sus dedos vacilantes encuentran de nuevo los trajes y chaquetas deportivas de su padre, cuando oye el bendito y racional sonido de los colgadores chocando entre sí, aquella mano verde cubierta de ventosas vuelve a culebrear por su nuca… y desaparece.

Espera, temblando y pálido como la ceniza de la víspera en una estufa fría, espera durante tres horas ante aquel maldito armario, temeroso de volver a entrar, temeroso de la mano verde y los ojos amarillos, cada vez más seguro de que su padre está muerto. Y cuando su padre vuelve a la habitación a las cuatro horas, no por el armario sino por la puerta que comunica el dormitorio con el pasillo del piso superior —la puerta de DETRAS de Richard—, cuando esto sucede, Richard rechaza la fantasía de una vez por todas; Richard reniega de la fantasía; Richard rehusa mencionar a la fantasía o tratar con ella o llegar a cualquier compromiso con ella. Sencillamente, ha Tenido Bastante Para Siempre. Se levanta de un salto, corre hacia su padre, hacia el amado Margan Sloat, y le abraza con tanta fuerza que los brazos le dolerán toda una semana. Margan le coge en brazos, ríe y le pregunta por qué está tan pálido. Richard sonríe y le dice que la culpa es probablemente de algo que ha comido para desayunar, pero ya se siente mejor y besa a su padre en la mejilla y aspira el querido aroma de sudor mezclado con colonia Raj. Y más tarde aquel mismo día, coge todos sus libros de cuentos —los Pequeños Libros de Oro, los libros con ilustraciones tridimensionales, los libros de la colección Ya sé leer, los libros del doctor Seuss, los Cuentos de Hadas para Niños y los coloca todos en una caja de cartón y baja la caja al sótano y piensa: «No me importaría que ahora hubiera un terremoto y abriera una grieta en el suelo y se tragara todos estos libros. De hecho, sería un alivio, un alivio tan grande que me pasaría riendo todo el día y casi todo el fin de semana». Esto no ocurre, pero Richard siente un gran alivio al ver los libros encerrados en una doble oscuridad: la oscuridad de la caja y la oscuridad del sótano. Nunca vuelve a mirarlos, como tampoco vuelve a entrar en el armario de puerta plegable de su padre y, aunque a veces sueña que hay algo debajo de su cama o en su armario, algo con ojos planos y amarillentos, no vuelve a pensar en aquella mano verde cubierta de ventosas hasta que se producen aquellos hechos extraños en la escuela Thayer y rompe en un insólito llanto en los brazos de su amigo Jack Sawyer.

Ha Tenido Bastante, Para Siempre.

4

Jack había esperado que después de contar la historia y una vez pasado el ataque de llanto, Richard volvería —más o menos— a su modo de ser normal y racional. A Jack no le importaba en realidad que Richard se lo creyera todo; aunque sólo se decidieran a aceptar los puntos principales de esta locura, su mente privilegiada podría ayudar a Jack a encontrar una salida… una salida del campus de Thayer, por lo menos, y de la vida de Richard antes de que éste se volviera totalmente loco.

Pero no funcionó de esta manera. Cuando Jack intentaba hablarle —mencionarle la ocasión en que su propio padre, Phil, había entrado en el garaje y no había vuelto a salir de él—, Richard se negaba a escuchar. Ya había revelado el viejo secreto de lo ocurrido aquel día en el armario (en vano, porque Richard aún se aferraba obstinadamente a la idea de que había sido una alucinación), pero continuaba pensando que había Tenido Bastante, Para Siempre.

Jack bajó al piso inferior a la mañana siguiente. Recogió todas sus cosas y las que creía que Richard podía necesitar: cepillo de dientes, libros de texto, libretas de notas, una muda limpia. Decidió que pasarían aquel día en la habitación de Albert el Glóbulo. Desde allí podrían vigilar el cuadrángulo y la verja de entrada. Y cuando volviera a anochecer, quizá podrían escaparse.

5

Jack registró la mesa de Albert y encontró un frasco de aspirina infantil. Lo miró un momento, pensando que estos pequeños comprimidos anaranjados decían casi tanto sobre la mamá del desaparecido Albert como la caja de regaliz guardada en el estante del armario. Agitó el frasco, dejó caer media docena de comprimidos y los dio a Richard, que los cogió con expresión distraída.

—Ven aquí y acuéstate —dijo Jack.

—No —contestó Richard, en un tono malhumorado, angustiado e inquieto. Volvió a la ventana—. Debo hacer guardia, Jack. Si tienen que producirse estos hechos, alguien debe hacer guardia para poder escribir un informe completo destinado… a… los directores. Más tarde.

Jack posó una mano ligera sobre la frente de Richard y aunque estaba fresca —casi fría— dijo:

—Te ha subido la fiebre, Richard. Será mejor que te acuestes hasta que la aspirina empiece a hacer efecto.

—¿Me ha subido? —Richard le miró con patética gratitud—. ¿De verdad?

—Sí, de verdad —respondió gravemente Jack—. Ven a acostarte.

Richard se durmió a los cinco minutos de haberse echado. Jack se sentó en el sillón de Albert el Glóbulo, cuyo asiento tenía los muelles tan tensos como el centro de su colchón. El semblante pálido de Richard resplandecía como la cera a la luz creciente de la mañana.

6

El día transcurrió lentamente y Jack se quedó dormido hacia las cuatro de la tarde. Cuando se despertó, todo estaba oscuro y no sabía cuánto tiempo había dormido, sólo que no había tenido sueños, por lo cual se sentía agradecido. Richard se removía, inquieto, y Jack adivinó que pronto se levantaría. Se puso en pie y desperezó, haciendo una mueca al notar la rigidez de su espalda. Fue a la ventana, miró hacia fuera y se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos. Su primer pensamiento fue: No quiero que Richard vea esto. No, si puedo evitarlo.

Oh, Dios mío, tenemos que salir de aquí y cuanto antes, mejor —pensó, asustado—. Incluso aunque, por las razones que sean, no se atrevan a atacarnos directamente.

Sin embargo, ¿se llevaría de verdad a Richard consigo? Sabía que ellos no esperaban que lo hiciera, lo sabía; estaban seguros de que se negaría a exponer a su amigo a más riesgos en esta locura.

Salta, Jack-O. Tienes que saltar y lo sabes muy bien. Y debes llevar a Richard contigo porque este lugar es un infierno.

No puedo. Saltar a los Territorios volvería completamente loco a Richard.

No importa. Tienes que hacerlo. De todos modos, es lo mejor —tal vez lo único— porque no se lo esperan.

—¿Jack? —Richard se incorporaba. Su cara tenía un aspecto extraño y desnudo sin las gafas—. Jack, ¿se ha terminado ya? ¿Era un sueño?

Jack se sentó en la cama y rodeó con un brazo los hombros de Richard.

—No —respondió con voz baja y suave—, aún no se ha terminado, Richard.

—Creo que tengo más fiebre —anunció Richard, apartándose de Jack. Se acercó a la ventana, sosteniendo delicadamente las gafas por el extremo de una varilla, con el pulgar y el índice de la mano derecha. Se las puso y miró afuera. Siluetas de ojos brillantes paseaban arriba y abajo. Permaneció allí mucho rato y después hizo una cosa tan impropia de él que Jack apenas pudo creerlo. Volvió a quitarse las gafas y las dejó caer ex profeso. Se oyó un gélido crujido al romperse una de las lentes. Entonces las pisó con toda la intención, convirtiendo las lentes en vidrio pulverizado.

Las recogió, las contempló y las tiró con expresión indiferente a la papelera de Albert el Glóbulo, pero no dio en el blanco por un amplio margen. Había ahora algo terco en el rostro de Richard, algo que decía: No quiero ver nada más, así que no veré nada más y ya he solucionado el problema. Ya he Tenido Bastante, Para Siempre.

—Mira esto —dijo con una voz sin inflexiones ni sorpresa—, he roto mis gafas. Tenía otro par, pero se me rompieron en el gimnasio hace dos semanas. Soy casi ciego sin ellas.

Jack sabía que esto no era cierto, pero estaba demasiado atónito para decir nada. No se le ocurrió ninguna respuesta apropiada para el acto radical realizado por Richard; se parecía demasiado a una defensa desesperada contra la locura.

—Creo que la fiebre me ha aumentado —dijo Richard—. ¿Tienes más aspirinas, Jack?

Jack abrió el cajón de la mesa y alargó el frasco a Richard en silencio. Richard tragó seis u ocho comprimidos y volvió a acostarse.

7

A medida que la noche se hacía más densa, Richard, que prometía una y otra vez discutir su situación, se retractaba de ello cuando Jack le apremiaba. Decía que no podía hablar de irse, que no podía discutir nada de esto, ahora no, porque le había vuelto la fiebre y se encontraba mucho peor; era posible que ya tuviera treinta y nueve grados o tal vez más. Necesitaba dormir.

—¡Richard, por el amor de Dios! —gritó Jack—. ¡Me estás tomando el pelo! Nunca habría esperado esto de ti…

—No seas tonto —dijo Richard, volviendo a caer en la cama de Albert—. Estoy enfermo, Jack. No puedes pretender que hable de todas estas locuras mientras me encuentre enfermo.

—Richard, ¿quieres que me vaya y te deje?

Richard miró un momento a Jack por encima del hombro, parpadeando lentamente.

—No te irás —contestó y volvió a quedarse dormido.

8

Alrededor de las nueve, el campus entró en un nuevo período de misteriosa quietud y Richard, intuyendo quizá que ahora su vacilante cordura sufriría menos presión, se despertó y sacó los pies de la cama. En las paredes habían aparecido manchas marrones y se quedó mirándolas con fijeza hasta que vio acercarse a Jack.

—Me encuentro mucho mejor, Jack —se apresuró a decir—, pero no servirá de nada que hablemos de irnos, es oscuro y…

—Debemos irnos esta noche —contestó Jack con severidad—. Ellos no tienen otro trabajo que esperarnos. Ya hay moho en las paredes y no me digas que no lo has visto.

Richard sonrió con una tolerancia que casi exasperó a Jack. Quería a Richard, pero podría haberle lanzado contra la pared más cercana.

En aquel preciso momento, unos chinches largos, gruesos y blancos empezaron a entrar en el cuarto de Albert el Glóbulo. Salían de las manchas marrones de la pared, como si el moho los estuviera produciendo de algún modo. Se retorcían y giraban, asomados a las blancas manchas, hasta que caían al suelo, desde donde empezaban a arrastrarse hacia la cama.

Jack se preguntaba ya si la vista de Richard no sería mucho peor de lo que él recordaba o si se le habría debilitado considerablemente desde que no le veía, cuando se dio cuenta de que su primera impresión había sido la correcta: Richard veía muy bien. Por lo menos no tenía el menor problema para atrapar los bichos gelatinosos que emergían de la pared. Gritó y se apretó contra Jack, frenético por el asco.

¡Chinches, Jack! ¡Oh, Dios mío! ¡Chinches! ¡Chinches!

—No pasa nada, Richard —le consoló Jack, abrazándole con una fuerza que no creía poseer—. Esperaremos a que se haga de día, ¿te parece bien? No hay ningún problema, ¿verdad?

Salían arrastrándose por docenas, por centenares, gruesos como gusanos gigantes y blandos como la cera. Algunos se reventaban cuando llegaban al suelo. El resto corría en dirección a ellos.

Chinches, Dios mío, tenemos que salir de aquí, tenemos que…

—Gracias a Dios que este chico empieza a ver la luz —dijo Jack. Se colgó la mochila del brazo izquierdo y agarró a Richard por el codo con la mano derecha. Le empujó hacia la puerta, aplastando a aquellos bichos blancos bajo sus zapatos. Ahora salían de las manchas marrones a millares, como en un obsceno parto múltiple que amenazaba con invadir toda la habitación de Albert. Un gran racimo de chinches cayó del techo y aterrizó en el cabello y los hombros de Jack, quien se los quitó de encima como pudo y siguió arrastrando hacia la puerta a Richard, que gritaba y agitaba los brazos.

Creo que ya estamos en camino —pensó Jack—. Que Dios nos ayude, creo que así es.

9

Volvían a estar en la sala de la televisión. Resultó que Richard tenía menos idea de cómo escabullirse del campus de Thayer que el propio Jack. Éste sabía una cosa con claridad: no se fiaría de aquel engañoso silencio y no saldría por ninguna de las puertas de Nelson House.

Mirando con atención hacia la izquierda desde el ancho ventanal de la sala, Jack vislumbró un edificio de ladrillos de forma chata y octogonal.

—¿Qué es eso, Richard?

—¿Qué? —Richard contemplaba los viscosos torrentes de lodo que fluían por encima del cuadrángulo de césped.

—Aquel edificio pequeño y chato. Apenas puede verse desde aquí.

—Oh. Es la Estación.

—¿Qué es una Estación?

—El nombre ya no significa nada —explicó Richard, sin dejar de dirigir miradas inquietas hacia el cuadrángulo empapado de lodo—. Como nuestra enfermería. Se llama la Lechería porque antes era precisamente esto y había una planta de embotellamiento de leche que funcionó hasta 1910, más o menos. Tradición, Jack. Es muy importante y una de las razones por las que me gusta Thayer.

Richard volvió a mirar con tristeza el fangoso campus.

—Una de las razones por las que me gustaba, quiero decir.

—La Lechería; está bien. ¿Y por qué la Estación? Richard empezaba a animarse bajo el influjo de las dos ideas gemelas: Thayer y Tradición.

—Toda el área de Springfield era una estación de ferrocarril —dijo—. De hecho, en los viejos tiempos…

—¿De qué viejos tiempos hablas, Richard?

—Oh, de las décadas de 1880 y 1890. Verás…

Richard interrumpió. Sus ojos miopes empezaron a pasearse por la habitación, buscando más chinches, según dedujo Jack. No había ninguno… por lo menos, todavía no. Pero ya se advertían unas manchas pálidas en las paredes. Los chinches aún no habían aparecido, pero no tardarían en asomarse.

—Vamos, Richard —le apremió Jack—. Nadie ha tenido que animarte nunca para que sueltes la lengua.

Richard sonrió un poco y volvió a mirar a Jack.

—Springfield fue una de las tres o cuatro mayores cabezas de carril americanas durante las dos últimas décadas del siglo diecinueve. Era geográficamente céntrico para todos los puntos del país. —Se llevó la mano derecha a la cara, con el índice extendido para empujar las gafas hacia arriba en un gesto de persona estudiosa y cuando se dio cuenta de que ya no las llevaba, bajó la mano, con expresión algo turbada—. De Springfield salían trenes hacia todas partes. Esta escuela existe porque Andrew Thayer vio las posibilidades; amasó una fortuna en transportes por ferrocarril, la mayoría hacia la costa oeste. Fue el primero en ver el potencial de los transportes tanto al este como al oeste.

En la cabeza de Jack se encendió de repente una luz muy brillante que bañó todos sus pensamientos en un potente resplandor.

—¿A la costa oeste? —El estómago le dio un vuelco. Aún no podía identificar la forma nueva que le había indicado aquella luz brillante, pero la palabra que irrumpió en su mente era apasionada y diáfana:

¡El Talismán!

—¿Has dicho la costa oeste?

—Claro que lo he dicho. —Richard miró a Jack de un modo extraño—. Jack, ¿te estás volviendo sordo?

—No —dijo Jack. Springfield fue una de las tres o cuatro mayores cabezas de carril americanas…—. No, estoy muy bien. —Fue el primero en ver el potencial de los transportes hacia el oeste…

—Pues tu expresión ha sido muy rara durante un minuto. Podría decirse que fue el primero en ver el potencial de transportar mercancías por ferrocarril a las Avanzadas.

Jack sabía, sabía positivamente que Springfield era aún un punto de enlace de alguna clase, quizá todavía un centro de transportes. Quizá era por esto que la magia de Morgan funcionaba tan bien aquí.

—Había almacenes de carbón, patios de maniobra, depósitos de locomotoras, cobertizos para furgones y más de un billón de kilómetros de raíles y apartaderos —decía Richard—. Cubría toda el área donde ahora está asentada la escuela Thayer. Con sólo excavar unos metros bajo este césped, se encuentran cenizas y trozos de raíl y muchas otras cosas. Sin embargo, lo único que perdura es aquel edificio. La Estación. Desde luego, nunca fue una verdadera estación, es demasiado pequeña, cualquiera puede apreciarlo. Era la oficina principal, donde trabajaba el jefe de Estación y el amo del ferrocarril.

—Sabes muchas cosas a este respecto —observó Jack, hablando casi automáticamente; aún tenía la cabeza llena de aquella luz nueva y salvaje.

—Forma parte de la tradición de Thayer —contestó Richard con sencillez.

—¿Para qué se usa ahora?

—Es un pequeño teatro para las producciones del Club Dramático, pero el club no ha desplegado mucha actividad durante los dos últimos años.

—¿Crees que está cerrado con llave?

—¿Por qué habría de cerrarse con llave la Estación? —preguntó Richard—. A menos que creas que puede haber alguien interesado en robar los decorados de una producción de Los fantásticos que data de 1979.

—¿De modo que podríamos entrar?

—Creo que sí, pero… ¿por qué?

Jack señaló una puerta que había detrás de las mesas de ping-pong.

—¿Qué hay allí?

—Máquinas vendedoras de comida. Y un horno de microondas para calentar bocadillos y platos congelados. Jack…

—Ven conmigo.

—Jack, creo que me está volviendo la fiebre —sonrió débilmente Richard—. Quizá tendríamos que esperar un rato más. Podríamos acomodarnos en los sofás para pasar la noche…

—¿Ves esas manchas marrones en las paredes? —preguntó Jack con seriedad, señalando.

—¡No, sin gafas no puedo verlas!

—Pues están ahí y dentro de una hora esos chinches blancos empezarán a salir de…

—Está bien —contestó Richard a toda prisa.

10

Las máquinas que vendían comida apestaban.

Jack tuvo la impresión de que todo cuanto contenían estaba podrido. Un moho azul recubría las galletas de queso, las patatas y las tiras de tocino. Regueros de helado derretido salían por los intersticios de la máquina que vendía helados de todas clases.

Jack arrastró a Richard hasta la ventana. Miraron hacia fuera.

Desde aquí se veía muy bien La Estación. Más allá había la cadena que servía de valla y la carretera que conducía a la salida del campus.

—Estaremos fuera en pocos segundos —murmuró Jack. Abrió la ventana y la subió.

Esta escuela existe porque Andrew Thayer vio las posibilidades… ¿Ves tú las posibilidades, Jack-O? Creía que tal vez sí.

—¿Hay fuera algunas de esas personas? —preguntó Richard, muy nervioso.

—No —respondió Jack después de echar una fugaz mirada. En realidad ya no importaba que estuvieran allí.

Una de las tres o cuatro mayores cabezas de raíl americanas… una fortuna en transportes por ferrocarril… la mayoría a la Costa Oeste… fue el primero en ver el potencial del transporte hacia el Oeste… Oeste… Oeste…

Por la ventana se introdujo una mezcla de aroma de pleamar y hedor de basuras. Jack puso un pie en el alféizar y alargó la mano a Richard.

—Vamos —dijo.

Richard retrocedió, con la cara larga y crispada por el terror.

—Jack… No sé…

—Este lugar se está derrumbando —dijo Jack— y muy pronto rebosará de chinches. Vámonos. Alguien me verá con el pie en el alféizar y perderemos la ocasión de escabullimos de aquí como un par de ratones.

—¡No comprendo nada de todo esto! —gimió Richard—. ¡No comprendo qué diablos ocurre aquí!

—Cállate y ven —apremió Jack—. O te dejaré solo, Richard. Te juro por Dios que lo haré. Te quiero, pero mi madre se muere. Te dejaré y tendrás que apañarte solo.

Richard miró a Jack y vio en su cara —aunque no llevaba gafas— que hablaba en serio. Le cogió la mano.

—Dios mío, estoy aterrado —murmuró.

—Pues ya eres miembro del club —dijo Jack y saltó. Sus pies aterrizaron en el húmedo césped un segundo después. Richard saltó a su lado.

—Vamos a cruzar el prado hasta la Estación —susurró Jack—. Calculo que son unos cincuenta metros. Entraremos si no está cerrada con llave y nos ocultaremos junto a la fachada que da a Nelson House si lo está. En cuanto estemos seguros de que nadie nos ha visto y de que el lugar está tranquilo…

—Corremos hacia la valla.

—Exacto. O quizá tendremos que saltar, pero no hablemos de eso ahora. Y hacia la carretera. Tengo la impresión de que si logramos salir del recinto de la escuela, todo irá bien. Cuando nos hayamos alejado medio kilómetro por la carretera, miraremos por encima del hombro y quizá veremos las luces encendidas como siempre en los dormitorios y en la biblioteca, Richard.

—Esto sería magnífico —dijo Richard con un alivio conmovedor.

—De acuerdo. ¿Listo?

—Supongo que sí —contestó Richard.

—Corre hacia la Estación. Inmovilízate contra la pared de este lado. En cuclillas, para que te oculten esos arbustos. ¿Los ves?

—Sí.

—Está bien… ¡vamos!

Echaron a correr desde Nelson House y se dirigieron a la Estación uno al lado del otro.

11

Estaban a menos de medio camino, formando con su aliento nubes de vapor blanco, dejando huellas en el fangoso terreno, cuando las campanas de la capilla empezaron a repicar con un sonido estridente y desagradable. Un coro de aullidos de los perros contestó a las campanas.

Volvieron todos los falsos prefectos. Jack alargó la mano hacia Richard y la encontró buscando la suya. Se la cogieron con fuerza.

Richard gritó e intentó llevarle hacia la izquierda, apretando tanto la mano de Jack que los huesos le crujieron. Un lobo blanco y flaco, un director de la Junta de Lobos, salió de detrás de la Estación y echó a correr hacia ellos. Jack pensó que era el anciano de la limusina. Siguieron otros lobos y perros… y entonces Jack comprendió con toda certeza que algunos de ellos no eran perros, sino muchachos medio transformados, y también adultos… profesores, seguramente.

—¡Señor Dufrey! —chilló Richard, señalando con su mano libre (Vaya, ves bastante bien para haber perdido las gafas, Richie, muchacho, pensó Jack sin venir a cuento)—. ¡Señor Dufrey! ¡Oh, Dios mío, es el señor Dufrey! ¡Señor Dufrey! ¡Señor Dufrey!

Así vio Jack por primera y única vez al director de la escuela Thayer, un anciano minúsculo de cabellos blancos, una gran nariz ganchuda y el cuerpo marchito y peludo de un mono de organillero. Corría de cuatro patas con los perros y los muchachos, tocado absurdamente con un capirote que se tambaleaba sobre su cabeza pero de algún modo se mantenía en su lugar. Sonrió a Jack y a Richard, con una lengua larga, colgante y amarillenta por la nicotina que le dividía la boca en dos.

—¡Señor Dufrey! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Señor Dufrey! ¡Señor Du…!

Arrastraba a Jack cada vez con más fuerza hacia la izquierda. Jack era más corpulento, pero Richard estaba dominado por el pánico. Las explosiones hendían el aire y el fétido olor de basura era cada vez más denso. Jack podía oír el chasquido de las salpicaduras de lodo. El lobo blanco que conducía a la manada estaba acortando la distancia y Richard intentaba aumentarla dirigiéndose hacia la valla, lo cual era correcto, pero también equivocado porque tenían que dirigirse a la Estación, no a la valla. Aquél era el lugar, aquél era el lugar porque había sido una de las tres o cuatro cabezas de raíl más importantes de todo Estados Unidos, porque Andrew Thayer había sido el primero en ver el potencial de los transportes al oeste, porque Andrew Thayer había visto aquel potencial y ahora él, Jack Sawyer, también lo veía. Todo esto no era más que intuición, claro, pero Jack había llegado a creer que, en estas cuestiones universales, su intuición era lo único en que podía confiar.

—¡Suelta a tu pasajero, Sloat! —farfullaba Dufrey—. ¡Suelta a tu pasajero, es demasiado guapito para ti!

Pero, ¿qué es un pasajero?, pensó Jack en aquellos últimos segundos, mientras Richard intentaba tercamente desviar a ambos de su camino y Jack tiraba de él, hacia el grupo mixto de perros, muchachos y profesores que corrían detrás del gran lobo blanco, hacia la Estación. Yo te diré qué es un pasajero: un hombre que viaja. ¿Y dónde empieza a viajar un pasajero? Pues en una estación… —¡Jack, nos morderá! —chilló Richard.

El lobo adelantó a Dufrey y saltó hacia ellos con las mandíbulas abiertas como una trampa. A sus espaldas se produjo un fragor sordo y Nelson House se partió en dos como un melón podrido.

Ahora era Jack quien apretaba los dedos de Richard hasta hacerlos crujir, los apretaba más y más mientras resonaba en la noche el loco tañido de las campanas y la alumbraban las bombas de gasolina y los cohetes.

—¡Agárrate! —gritó—. ¡Agárrate, Richard, que ya llegamos! Tuvo tiempo de pensar: Ahora la situación se ha invertido: ahora Richard es el rebaño y mi pasajero. Que Dios nos ayude a los dos.

—Jack, ¿qué sucede? —chilló Richard—. ¿Qué haces? ¡Detente! ¡DETENTE, DETEN…!

Richard seguía vociferando, pero Jack ya no le oía. De repente, triunfalmente, aquella sensación de abrumadora fatalidad se desvaneció y su cerebro se llenó de luz; de luz y de un aire dulce y puro; un aire tan puro que se podía oler el rábano que un hombre arrancaba de su huerto a un kilómetro de distancia. De improviso Jack tuvo la impresión de que podía elevarse y cruzar de un salto el cuadrángulo… o volar, como aquellos hombres que llevaban alas sujetas a la espalda.

Oh, la luz y el aire puro reemplazaron al horrible hedor de basura y tuvo la sensación de cruzar espacios vacíos y oscuros y por un momento todo en él pareció claro y lleno de resplandor; por un momento todo fueron arcos iris, arcos iris, arcos iris.

Así saltó Jack Sawyer de nuevo a los Territorios, esta vez mientras corría por el campus deteriorado de la escuela Thayer, con el sonido de campanas destempladas y perros furiosos retumbando en el aire.

Y esta vez arrastró consigo a Richard, el hijo de Morgan Sloat.