¡HAZ SALIR A TU PASAJERO!
—Ayúdame con esto, Richard —gruñó Jack.
—No quiero mover el escritorio, Jack —dijo Richard con voz infantil y petulante. Sus ojeras oscuras eran aún más pronunciadas ahora, después de estar en la sala—. Ése no es su sitio.
Fuera, en el césped, aquel aullido resonó otra vez en el aire.
La cama estaba delante de la puerta. La habitación de Richard no parecía la misma. Richard se quedó mirando a su alrededor, parpadeando; luego fue hacia su cama y tiró de las mantas. Alargó una a Jack sin hablar y extendió la otra en el suelo. Se sacó del bolsillo la moneda suelta y la cartera y lo dejó todo con mucho orden sobre el escritorio. Entonces se acostó en medio de la manta, se envolvió con ella y permaneció así en el suelo, con las gafas puestas y una expresión de angustia silenciosa en el rostro.
El silencio del exterior era denso y fantasmal, sólo interrumpido por el distante rumor de los camiones en la autopista. En Nelson House reinaba un silencio pavoroso.
—No quiero hablar de lo que hay fuera —dijo Richard—. Quiero olvidarlo.
—Está bien, Richard —asintió Jack—, no hablaremos de ello.
—Buenas noches, Jack.
—Buenas noches, Richard.
Richard le dirigió una sonrisa leve y muy cansada; sin embargo, había en ella la suficiente cordialidad para caldear y emocionar el corazón de Jack.
—Aún me alegro de que hayas venido —dijo Richard—; ya hablaremos de todo esto por la mañana. Estoy seguro de que entonces tendrá más sentido; la fiebre de ahora ya habrá pasado.
Richard se volvió sobre el costado derecho y cerró los ojos. Cinco minutos después, a pesar de la dureza del suelo, dormía profundamente.
Jack se incorporó y estuvo sentado mucho rato, mirando hacia la oscuridad. A veces veía los faros de los coches que circulaban por la avenida Springfield; otras, tanto los faros como los faroles daban la impresión de desaparecer, como si toda la Escuela Thayer se escapara de la realidad y quedase suspendida en el limbo antes de reaparecer una vez más.
Se levantaba un poco de viento. Jack lo oía susurrar entre las últimas hojas heladas de los árboles del patio; lo oía entre las ramas, que chocaban como si fueran huesos, y ulular fríamente en los espacios que separaban los edificios.
—Ese tipo se acerca —dijo Jack con voz tensa. Había pasado aproximadamente una hora—. El Gemelo de Etheridge. —¿Quéeeeeee?
—No importa. Duerme. Es mejor que no le veas.
Pero Richard ya se incorporaba. Antes de que su mirada pudiera posarse en la forma contrahecha que caminaba hacia Nelson House, el campus se la tragó. Richard tuvo un profundo sobresalto y se asustó mucho.
La hiedra de Monkton Fieldhouse, que aquella misma mañana era escasa pero todavía de color verde pálido, se había vuelto fea y amarilla. ¡Sloat! ¡Entréganos a tu pasajero!
De improviso, lo único que deseó Richard fue conciliar de nuevo el sueño, dormir hasta que su gripe se hubiese curado del todo (se había despertado con la convicción de que debía ser la gripe, no sólo un enfriamiento o un poco de fiebre, sino un auténtico caso de gripe), la gripe y la fiebre que le producían unas alucinaciones tan horrendas y retorcidas. Jamás debió asomarse a aquella ventana abierta… o permitir antes que Jack entrara por ella en su habitación. Richard pensó esto y se avergonzó en seguida y profundamente de sí mismo.
Jack lanzó una rápida mirada de soslayo a Richard, pero el pálido semblante y los ojos saltones le sugirieron que su amigo se alejaba cada vez más hacia el País Mágico de la Sobrecarga.
Aquello que estaba fuera era bajo. De pie sobre la hierba blanqueada por la escarcha, parecía un gnomo salido de debajo de un puente; sus manos de garras largas le colgaban casi hasta las rodillas. Llevaba un abrigo militar con capuchón y el nombre ETHERIDGE estarcido sobre el bolsillo izquierdo, que le pendía abierto, a los lados, y debajo una camisa de franela arrugada y rota, con una mancha que podía ser sangre o vómito. Lucía una raída corbata azul de reps con diminutas Es mayúsculas tejidas en la tela, y clavadas en ella sobresalían como grotescos alfileres de corbata dos espinas de cardo.
Sólo la mitad de este nuevo rostro de Etheridge expresaba algo. Llevaba suciedad en el pelo y hojas en la ropa.
—¡Sloat! ¡Entréganos a tu pasajero!
Jack miró de nuevo al monstruoso Gemelo de Etheridge, cuyos ojos, que parecían vibrar en las órbitas como diapasones, le captaron y retuvieron. Necesitó hacer un esfuerzo para desviar la vista.
—¡Richard! —murmuró—. No lo mires a los ojos. Richard no contestó; miraba con fijeza a la sonriente versión de gnomo de Etheridge con un interés trémulo y fascinado. Lleno de temor, Jack golpeó con el hombro a su amigo.
—Oh —musitó Richard. Agarró de pronto la mano de Jack y se la llevó a la frente—. ¿Cuánta fiebre crees que tengo? —preguntó.
Jack apartó la mano de la frente de Richard, que estaba un poco caliente, pero no mucho.
—Bastante —mintió.
—Lo sabía —dijo Richard con verdadero alivio—. Tendré que ir a la enfermería en seguida, Jack. Creo que necesito un antibiótico.
—¡Entréganoslo, Sloat!
—Pongamos el escritorio delante de la ventana —dijo Jack.
—¡Estás en peligro, Sloat! —gritó Etheridge, sonriendo de modo tranquilizador, por lo menos la mitad derecha de su cara, ya que la izquierda continuaba siendo la de un cadáver.
—¿Cómo puede parecerse tanto a Etheridge? —preguntó Richard con una calma extraña e inquietante—. ¿Cómo puede atravesar su voz el cristal con tanta claridad? ¿Qué le pasa a su cara? —Y a continuación formuló una última pregunta con la voz más aguda y con su anterior congoja, porque se trataba de una pregunta que de momento parecía ser la más vital, por lo menos para Richard Sloat—: ¿De dónde ha sacado la corbata de Etheridge, Jack?
—No lo sé —respondió éste. Volvemos a estar en Seabrook Island, Richie, muchacho, y creo que la bailaremos hasta que vomites. —¡Entréganoslo, Sloat, o entraremos a cogerlo! Aquello llamado Etheridge enseñó su único colmillo en una feroz sonrisa de caníbal.
—¡Haz salir a tu pasajero, Sloat, está muerto! ¡Está muerto y si no le haces salir pronto, lo olerás cuando empiece a apestar!
—¡Ayúdame a mover el condenado escritorio! —silbó Jack.
—Sí —dijo Richard—, sí, ya voy. Cambiaremos de sitio el escritorio y después me echaré y quizá más tarde vaya a la enfermería. ¿Qué opinas, Jack? ¿Qué te parece? ¿Es un buen plan? —Su rostro suplicaba a Jack que dijera que era un buen plan.
—Ya veremos —respondió Jack—. Lo primero es lo primero. El escritorio. Podrían lanzar piedras.
Poco después, Richard empezó a murmurar y gemir en sueños, pues había vuelto a quedarse dormido. Esto era malo, pero luego le brotaron lágrimas de los ojos, lo cual fue peor.
—No puedo renunciar a él —gimió Richard con la voz llorosa y vacilante de un niño de cinco años—. No puedo renunciar a él, necesito a papá, por favor, que alguien me diga dónde ésta papá, entró en el armario empotrado pero ya no está allí, necesito a papá, dime dónde está, te lo ruego…
Entró una piedra rompiendo el cristal de la ventana. Jack profirió un grito.
Rebotó contra la parte trasera del escritorio y trozos de cristal volaron a derecha e izquierda del mueble colocado delante de la ventana y se hicieron trizas al caer al suelo.
—¡Entréganos a tu pasajero, Sloat!
—No puedo —gimió Richard, retorciéndose debajo de la manta.
—¡Entréganoslo! —otra voz ululante y burlona gritó desde fuera—. ¡Lo llevaremos de nuevo a Seabrook Island, Richard! ¡A Seabrook Island, que es su sitio!
Otra piedra. Jack se agachó instintivamente, aunque también ésta rebotó contra el escritorio. Unos perros aullaron, ladraron y gañeron.
—Nada de Seabrook Island —murmuró Richard en sueños—. ¿Dónde está mi papá? ¡Quiero que salga de ese armario! Por favor, por favor, nada de fantasías de Seabrook Island, por FAVOR…
Entonces Jack se arrodilló y sacudió a Richard con todas sus fuerzas, diciéndole que se despertara, que era sólo un sueño, que se despertara, por el amor de Dios… ¡Vamos, despiértate!
—Por favor-por favor-por favor. —Un coro de voces roncas e inhumanas se elevó fuera. Sonaban como un coro de monstruos de la Isla del doctor Moreau de Wells.
—¡Despierrta, despierrta, despierrta! —contestó un segundo coro.
Los perros aullaban.
Volaron más piedras, rompiendo más cristal de la ventana, golpeando el escritorio y haciéndolo tambalear.
—¡PAPA ESTÁ EN EL ARMARIO! —gritó Richard—. ¡PAPA, SAL, SAL, POR FAVOR, TENGO MIEDO!
—¡Por favor-por favor-por favor!
—¡Despierrta-despierrta-despierrta!
Las manos de Richard se agitaban en el aire.
Las piedras seguían cayendo contra el escritorio y Jack pensó que pronto lanzarían una lo bastante grande para agujerear el mueble barato o sencillamente volcarlo encima de ellos.
Fuera reían, chillaban y cantaban con sus horribles voces de gnomo. Los perros —manadas enteras, según parecía ahora— aullaban y gruñían.
—¡PAPAAAAAAAAAA…! —chilló Richard con una voz estremecedora.
Jack le propinó una bofetada.
Los ojos de Richard se abrieron de repente. Miró fijamente a Jack durante unos segundos, sin conocerle, como si el sueno le hubiese arrebatado la cordura. Luego inspiró con fuerza y exhaló un suspiro.
—Una pesadilla —dijo—, supongo que causada por la fiebre. Horrible. ¡Pero no puedo recordarla con exactitud! —añadió bruscamente, como temeroso de que Jack se lo preguntara en cualquier momento.
—Richard, quiero que salgamos de esta habitación —dijo Jack.
—¿Fuera de esta…? —Richard miró a Jack como si estuviera loco—. No puedo salir, Jack. Tengo fiebre… por lo menos treinta y ocho tres, aunque podrían ser treinta y ocho cuatro o cinco. No puedo…
—Tienes una décima de fiebre como máximo, Richard —replicó con calma Jack—, y es probable que ni eso…
—¡Estoy ardiendo! —protestó Richard.
—Nos están lanzando piedras, Richard.
—Las alucinaciones no pueden lanzar piedras, Jack —dijo Richard, como explicando un hecho sencillo pero vital a un disminuido psíquico—. Son fantasías de Seabrook Island y…
Otra lluvia de piedras entró por la ventana.
—¡Haz salir a tu pasajero, Sloat!
—Vamos, Richard —dijo Jack, levantando a su amigo y conduciéndole a la puerta y al pasillo. Ahora sentía una tremenda lástima de Richard… quizá no tanta como había sentido de Lobo… pero casi.
—No… enfermo… fiebre… no puedo…
Más piedras se estrellaron contra el escritorio, a sus espaldas.
Richard gritó y se agarró a Jack como un náufrago.
Una risa cascada y salvaje desde fuera. Los perros aullaban, luchando entre sí.
Jack vio que el semblante pálido de Richard palidecía aún más, le vio tambalearse y reaccionó en seguida, aunque no estuvo a tiempo de coger a Richard antes de que se desplomara en el umbral de Reuel Gardener.
Era un simple desmayo y Richard volvió en sí cuando Jack le pellizcó con el pulgar y el índice a través de la delgada tela. No quería hablar de lo que ocurría fuera; de hecho, fingía ignorar de qué le hablaba Jack.
Avanzaron con cautela por el pasillo en dirección a la escalera. Jack se asomó a la sala de estar y silbó:
—¡Richard, mira esto!
Richard se asomó de mala gana. La sala estaba patas acriba. Los almohadones del sofá habían sido rasgados con un cuchillo. El retrato al óleo de Eider Thayer, que pendía de la pared opuesta, estaba desfigurado: alguien había dibujado con rotulador unos cuernos de diablo sobre sus cabellos blancos, otro añadido un bigote bajo la nariz y un tercero rascado con una lima u otro utensilio similar un tosco falo entre sus piernas. El cristal de la vitrina de trofeos estaba destrozado.
A Jack no le gustó nada la expresión de horror fascinado e incrédulo patente en el rostro de Jack. En cierto modo, si duendes o regimientos de dragones extraterrestres hubieran invadido los pasillos y el césped habrían afectado menos a Richard que esta constante erosión de la escuela Thayer que había llegado a conocer y amar… la escuela Thayer que Richard consideraba sin duda noble y excelente, un baluarte incontestable contra un mundo en el que uno no podía confiar mucho tiempo… y en el que incluso, pensó Jack, los padres no salían de los armarios donde se habían metido.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó, airado, Richard—. Esos monstruos, claro —se contestó a sí mismo—, han sido ellos. —Miró a Jack y una duda grande y difusa empezó a dibujarse en su rostro—. Podrían ser colombianos —dijo de repente—, podrían ser colombianos y esto una especie de guerra por la droga. ¿Se te ha ocurrido esto, Jack?
Jack tuvo que luchar contra una risa incontenible que pugnaba por salir de su garganta. Ésta era una explicación que tal vez sólo Richard Sloat podía haber imaginado. Eran los colombianos. Las guerrillas de la cocaína habían llegado hasta la escuela Thayer de Springfield, Illinois. Elemental, mi querido Watson; este problema tenía una solución del siete y medio por ciento.
—Supongo que todo es posible —dijo Jack—. Echemos una mirada al piso de arriba.
—¿Por qué, si puede saberse?
—Bueno… podríamos encontrar a alguien más —sugirió Jack. No lo creía, en realidad; era un pretexto—. Quizá haya alguien escondido, alguien normal como nosotros.
Richard miró a Jack y luego el desorden de la sala de estar y en su rostro volvió a aparecer aquella expresión de dolor, aquella mirada que decía: En realidad no quiero mirar esto pero por alguna razón parece ser lo único que QUIERO mirar; es algo odioso y compulsivo, como morder un limón, arañar una pizarra con las uñas o pasar un tenedor por la porcelana de un fregadero.
—Las drogas abundan en el país —dijo en un extraño tono de sala de conferencias—. La semana pasada leí un artículo en The New Republic sobre la proliferación de las drogas. ¡Jack, todos esos chicos de ahí fuera podrían estar drogados! ¡Podrían estar en un trip! ¡Podrían…!
—Vamos, Richard —dijo Jack en voz baja.
—No estoy seguro de poder subir escaleras —protestó Richard, con voz quejumbrosa—. Quizá tengo demasiada fiebre para subir escaleras.
—Vamos, inténtalo como un deportista de Thayer —le animó Jack y continuó guiándole en aquella dirección.
Cuando llegaron al rellano del segundo piso, el sonido volvió a invadir el silencio suave y casi expectante que remaba en el interior de Nelson House.
Fuera gruñían y ladraban tos perros… y daba la impresión de que ahora no eran docenas, sino centenares. Las campanas de la capilla empezaron a tañer sin orden ni concierto.
Las campanas hicieron correr a los perros por la hierba como si estuvieran locos. Se atacaban, se revolcaban sobre el césped —que ya se veía lleno de malas hierbas, seco y descuidado— y mordían todo lo que tenían al alcance de sus hocicos. Jack vio a uno de ellos atacar a un olmo y a otro lanzarse contra la estatua de Elmer Thayer. Cuando el hocico abierto chocó con el sólido bronce, brotó un hilo y después un chorro de sangre.
Jack desvió la mirada, vencido por el asco.
—Vamonos, Richard —dijo.
Richard le siguió de buen grado.
El segundo piso era un confuso montón de muebles derribados, ventanas rotas, puñados de borra, discos que al parecer habían sido lanzados como pelotas, prendas de vestir diseminadas por doquier.
El tercer piso estaba lleno de vapor y húmedo como una selva tropical. Cuando se acercaron a la puerta marcada DUCHAS, el calor adquirió niveles de sauna. El vapor que acababan de ver bajar por las escaleras en finas guedejas era aquí espeso y opaco.
—Quédate aquí —dijo Jack—. Espérame.
—Muy bien, Jack —respondió Richard con voz serena, levantando la voz para ser oído por encima del chorro de las duchas. Los cristales de sus gafas estaban empañados, pero no hizo nada para limpiarlos.
Jack empujó la puerta y entró. El calor era agobiante. La ropa le quedó inmediatamente empapada de sudor y caliente humedad. La habitación revestida de azulejos retumbaba por el fragor del agua. Los grifos de las veinte duchas estaban abiertos y las veinte habían sido inclinadas hacia una pila de prendas deportivas amontonadas en el centro de la habitación. El agua se filtraba a través de la ropa, pero con lentitud, por lo que el suelo estaba inundado. Jack se descalzó y rodeó la habitación, deslizándose por detrás de las duchas para mantenerse lo más seco posible y también para no escaldarse: quienquiera que había abierto los grifos no había tocado los del agua fría. Los cerró todos, uno tras otro. No tenía ninguna razón para hacer esto, ninguna, en absoluto, y se reprochó a sí mismo semejante pérdida de tiempo cuando podía pensar en un sistema para salir los dos de aquí —de Nelson House y de la escuela Thayer— antes de que las cosas empeoraran.
No tenía ninguna razón, pero quizá Richard no era el único que necesitaba poner un poco de orden en este caos… poner orden y mantenerlo.
Volvió al pasillo y Richard había desaparecido.
—¿Richard? —Podía oír su corazón martilleando en su pecho. No hubo respuesta.
—¡Richard!
El olor de colonia derramada flotaba en el aire, denso y pesado.
—¡Richard! ¿Dónde diablos estás?
La mano de Richard cayó sobre su hombro y Jack profirió un grito.
—No sé por qué tenías que gritar de aquel modo —dijo más tarde Richard—. Sólo era yo.
—Estoy nervioso —contestó Jack con un hilo de voz. Estaban sentados en una habitación del tercer piso perteneciente a un chico que tenía el armonioso nombre de Albert Humbert. Richard le contó que Albert Humbert, que respondía al apodo de Albert el Glóbulo, era el chico más grueso de la escuela y Jack lo creyó en seguida; su habitación contenía una asombrosa cantidad de comida; era el cuarto de un muchacho cuya peor pesadilla no es ser expulsado del equipo de baloncesto o suspender un examen de trigonometría, sino despertarse por la noche y no encontrar a mano una bolsa de palomitas o pastillas de altea o una caja de maní. Gran parle de estas cosas yacían esparcidas por el suelo. El tarro de crista] que contenía caramelos estaba roto, pero a Jack nunca le habían entusiasmado los caramelos.
También pasaba de regaliz, que Albert el Glóbulo guardaba en una caja en el estante superior del armario. Escrito en la lengüeta de la caja de cartón se leía: Feliz cumpleaños, cariño, de tu Mamá.
Algunas mamas cariñosas envían cartones de regaliz, y algunos papas cariñosos envían blazers de Brooks Brothers —pensó Jack— y si hay alguna diferencia, sólo Jason sabe cual es.
Encontraron la comida suficiente en el cuarto de Albert el Glóbulo para prepararse un absurdo manjar: palitos de queso, rodajas de pepperoni y patatas chip. Ahora estaban terminando un paquete de galletas. Jack había recuperado del pasillo la silla de Albert y estaba sentado junto a la ventana. Richard se había aposentado en la cama de Albert.
—Pues sí, estás nervioso —asintió Richard, moviendo la cabeza para rechazar la última galleta ofrecida por Jack—. Paranoico, en realidad. Esto es por dos meses en la carretera. Estarás bien cuando vuelvas a casa al lado de tu madre, Jack.
—Richard —dijo Jack, tirando el paquete vacío—, no digamos más tonterías. ¿Has visto lo que ocurre en tu campus? Richard se humedeció los labios.
—Ya te lo he explicado —contestó—. Tengo fiebre. Probablemente no ocurre nada y si ocurre algo, son cosas perfectamente normales que mi mente está deformando o exagerando. Ésta es una posibilidad. La otra es… bueno… drogadictos.
Richard se inclinó hacia delante sobre la cama de Albert el Glóbulo.
—No habrás hecho experimentos con drogas, ¿verdad, Jack? Quiero decir, mientras estabas en la carretera. —La antigua luz incisiva e inteligente volvió a encenderse de pronto en los OJOS de Richard—. Es una explicación posible, una solución posible de esta locura —decían sus ojos—. Jack se ha liado con un grupo de drogadictos y todos le han seguido hasta aquí.
—No —contestó Jack, cansado—. Siempre pensé en ti como el maestro de la realidad, Richard. Jamás creí que llegaría unidla en que te vería ¡a ti!, usar tu cerebro para tergiversar los hechos.
—Jack, eso es una tontería… ¡y tú lo sabes!
—¿Guerras de drogas en Springfield, Illinois? —inquinó Jack—. ¿Quién habla ahora de fantasías de Seabrook Island?
Y en aquel momento una piedra rompió la ventana de Albert Humbert, diseminando trozos de cristal por todo el suelo.