EL SUEÑO DE JACK
Claro que llevaba consigo a Lobo. Lobo se había ido a su casa, pero una sombra grande y leal acompañaba a Jack en todos los camiones y camionetas Volkswagen y coches polvorientos que recorrían las autopistas de Illinois. Este fantasma sonriente destrozaba el corazón de Jack. A veces veía —casi— la enorme y peluda forma de Lobo corriendo junto a la autopista, saltando por los campos yermos. Libre, Lobo le miraba con ojos radiantes color de calabaza. Cuando desviaba la vista, Jack sentía la ausencia de una mano de Lobo cerrada en torno a la suya. Ahora que echaba tanto de menos a su amigo, el recuerdo de su impaciencia con Lobo le avergonzaba y sonrojaba. Había pensado en abandonar a Lobo más veces de las que podía contar. Vergonzoso, vergonzoso. Lobo había sido… Jack tardó un poco en comprenderlo, pero la palabra era noble. Y este ser noble, tan fuera de lugar en este mundo, había muerto por él.
He guardado bien a mi rebaño. Jack Sawyer ya no era el rebaño. He guardado bien a mi rebaño. Había momentos en que los camioneros o agentes de seguros que recogían a aquel extraño y atractivo muchacho —a pesar de que iba sucio y desaliñado, aunque a lo mejor no habían recogido en su vida a nadie en la carretera— le miraban y le veían parpadear para contener las lágrimas.
Jack lloró a Lobo mientras recorría Illinois a toda velocidad. Había adivinado que no tendría problemas con el transporte una vez llegado a aquel estado y era cierto que con frecuencia sólo tenía que levantar el pulgar y mirar a los ojos del conductor para conseguir que le llevara. La mayoría de conductores no exigían la historia; sólo requerían una explicación mínima de por qué viajaba solo. «Voy a Springfield a ver a un amigo», «Tengo que recoger un coche y llevarlo a casa». «Estupendo, estupendo», decían los conductores. ¿Le habían oído siquiera? Jack no lo sabía. Su imaginación repasaba kilómetros de imágenes de Lobo metiéndose en un río para salvar a su rebaño de los Territorios, introduciendo la nariz en una fragante caja que contenía una hamburguesa, empujando comida hacia el interior del cobertizo, irrumpiendo en el estudio de grabación, recibiendo los balazos, desvaneciéndose… Jack no quería ver estas cosas una y otra vez, pero no podía evitarlo y las lágrimas le pinchaban los ojos.
No mucho después de Danville, un hombre de unos cincuenta años, bajo, de cabellos grises y la expresión divertida pero severa de quien ha enseñado a estudiantes de quinto grado durante dos décadas, no dejaba de dirigirle miradas furtivas desde detrás del volante, hasta que por fin preguntó:
—¿No tienes frío, compañero? Tendrías que llevar algo más que esta delgada chaqueta.
—Quizá un poco —respondió Jack. Sol Gardener consideraba suficientes las chaquetas de dril para trabajar en el campo durante todo el invierno, pero ahora el frío le calaba hasta los huesos.
—Tengo un abrigo en el asiento trasero —dijo el hombre—. Cógelo. No, no intentes siquiera rechazarlo. Ese abrigo es tuyo. Créeme, yo no pasaré frío.
—Pero…
—No tienes la menor opción en el asunto. Se trata de tu abrigo. Pruébatelo.
Jack alargó la mano hacia el asiento trasero y arrastró hasta su regazo una gran cantidad de género grueso. Al principio era informe, anónimo. Tenía grandes bolsillos de parche y botones de presilla. Era un abrigo de loden que olía a buen tabaco de pipa.
—Es mi abrigo viejo —explicó el hombre— y lo llevo en el coche porque no sé qué hacer con él. El año pasado los chicos me regalaron éste de plumas de ganso. Así que acéptalo.
Jack se puso el voluminoso abrigo, ajustando bien los hombros sobre la chaqueta de dril.
—Oh, fantástico —exclamó. Era como ser abrazado por un oso.
—Me alegro —dijo el hombre—. Ahora, si algún día vuelves a encontrarte en una carretera fría y ventosa, podrás agradecer a Myles P. Kiger de Ogden, Illinois, que te haya salvado la piel. Tu… —Myies P. Kiger pareció querer añadir algo más; la palabra flotó en el aire un segundo, mientras el hombre seguía sonriendo pero entonces la sonrisa se convirtió en una mueca de tímida confusión y Kiger miró hacia delante. Bajo la luz grisácea de la mañana, Jack vio extenderse un rubor moteado por las mejillas del hombre.
¿Tu piel (qué)?
Oh, no.
Tu hermosa piel. Tu piel suave, adorable, que invita a ser besada… Jack metió las manos hasta el fondo de los bolsillos del abrigo de loden y cruzó bien la prenda en tomo a sí. Myles P. Kiger de Ogden, Illinois, miraba fijamente la carretera.
—Ejem —farfulló Kiger, exactamente como un hombre de una tira cómica.
—Gracias por el abrigo —dijo Jack—. De verdad. Se lo agradeceré cada vez que me lo ponga.
—Claro, está bien, olvídalo —contestó Kiger, pero durante un segundo su cara se pareció extrañamente a la del pobre Donny Keegan del Hogar del Sol—. Hay un lugar cerca de aquí —añadió con voz gangosa, brusca, de una calma forzada—. Podemos almorzar, si quieres.
—No me queda dinero —dijo Jack, faltando a la verdad por dos dólares y treinta y ocho centavos.
—No te preocupes por esto. —Kiger ya había puesto el intermitente.
Entraron en un área de aparcamiento ventosa y casi vacía, frente a una estructura baja y gris que parecía un vagón, de ferrocarril. Un letrero de neón centelleaba sobre la puerta central:
RESTAURANTE IMPERIO. Kiger frenó ante uno de los ventanales del restaurante y se apearon del coche. Jack comprobó que el abrigo le mantendría caliente; su pecho y brazos parecían protegidos por una armadura de lana. Empezó a andar hacia la puerta de entrada, pero dio media vuelta cuando se dio cuenta de que Kiger continuaba junto al coche. El hombre canoso, sólo cuatro o cinco centímetros más alto que Jack, le miraba por encima del techo del coche.
—Oye —dijo Kiger.
—Mire, no me importaría devolverle el abrigo —interrumpió Jack.
—No, ahora es tuyo. Sólo pensaba que no estoy realmente hambriento y si continúo el viaje, ganaré tiempo y llegaré a casa un poco antes.
—Claro —dijo Jack.
—Aquí te resultará fácil encontrar a alguien que te lleve. Te lo prometo. No te dejaría si supiera que nadie te iba a recoger.
—Estupendo.
—Espera. Te he dicho que te invitaba a almorzar y quiero hacerlo. —Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y dio un billete a Jack por encima del coche. El viento glacial le despeinó los cabellos y los aplanó contra su frente—. Tómalo.
—No, de verdad —protestó Jack—. No importa. Tengo un par de dólares.
—Pide un buen bistec —insistió Kiger, inclinado sobre el techo del coche y alargando el billete como si ofreciera un salvavidas o quisiera alcanzar uno.
De mala gana, Jack se adelantó y cogió el billete de los dedos de Kiger. Eran diez dólares.
—Muchas gracias. De verdad.
—Oye, ¿por qué no te llevas también el periódico y así tendrás algo que leer? Ya sabes, por si tienes que esperar. —Kiger ya había abierto la puerta y se agachó hacia dentro para coger un periódico doblado del asiento trasero—. Yo ya lo he leído. —Lo lanzó a Jack.
Los bolsillos del abrigo de loden eran tan profundos, que Jack pudo meter el periódico doblado en uno de ellos.
Myles P. Kiger se quedó un momento junto a la puerta abierta, mirando de soslayo a Jack.
—Si no te importa que lo diga, tendrás una vida muy interesante —dijo.
—Ya ha empezado a serlo —respondió Jack, fiel a la verdad.
El bistec Salisbury costaba cinco dólares y cuarenta centavos e iba acompañado de patatas fritas. Jack se sentó en un extremo de la barra y abrió el periódico. El artículo estaba en la segunda página; la víspera había salido en la primera plana de un periódico de Indiana. ARRESTOS PRACTICADOS EN RELACIÓN CON MUERTES POR SHOCK. El magistrado local Ernest Fairchild y el agente de policía Frank B. Williams de Cayuga, Indiana, habían sido acusados de malversación de fondos públicos y aceptación de sobornos en el curso de la investigación en torno a las muertes de seis muchachos en el Hogar Cristiano de Sol Gardener para Muchachos Descarriados. El popular evangelista Robert «Sol» Gardener había huido al parecer de los terrenos del Hogar poco antes de la llegada de la policía y aunque no se había dado aún la orden de arresto, era buscado con urgencia para su interrogatorio. ¿SERÁ UN NUEVO JIM JONES?, preguntaba un epígrafe bajo una fotografía de Gardener en su actitud más espectacular, con los brazos extendidos y los cabellos derramándose en ondas perfectas. Los perros habían conducido a la policía estatal a un área próxima a las alambradas electrificadas donde los cuerpos de los muchachos fueron enterrados sin ninguna ceremonia; cinco cuerpos, al parecer, la mayoría tan desfigurados que su identificación había sido imposible. Quizá podrían identificar a Ferd Janklow, cuyos padres le ofrecerían un verdadero entierro, sin dejar de preguntarse qué error habían cometido, exactamente; sin dejar de preguntarse cómo su amor por Jesús había condenado a su inteligente y rebelde hijo.
Cuando llegó el bistec Salisbury, Jack comprobó que tenía un sabor salado y lanudo, pero se comió hasta el último bocado Y mojó en la salsa espesa todas las patatas fritas un poco crudas del restaurante Imperio. Acababa de terminar la comida cuando un camionero barbudo, tocado con una gorra de los Detroit Tigers, bajo la que sobresalían unos cabellos negros y largos, embutido en una cazadora que parecía hecha con pieles de lobo, y con un grueso cigarro en la boca, se detuvo a su lado y preguntó:
—¿Necesitas un viaje al oeste, chico? Yo voy a Decatur. A medio camino de Springfield, como si tal cosa.
Aquella noche, en un hotel de tres dólares diarios que el camionero le había indicado, Jack tuvo dos sueños diferentes, o tal vez más tarde recordó sólo estos dos entre los muchos que rondaron su lecho, o tal vez los dos eran en realidad un largo y único sueño. Había cerrado la puerta con llave, orinado en el sucio y resquebrajado lavabo del rincón, guardado la mochila bajo la almohada y conciliado el sueño con la gran canica, que en el otro mundo era un espejo de los Territorios, en la mano cerrada. Le pareció oír música, un acorde casi cinemático, un ritmo de jazz ardiente y vivaz a un volumen tan bajo que Jack sólo pudo distinguir los instrumentos principales: una trompeta y un saxófono de registro intermedio. Richard —pensó Jack, medio dormido—, mañana veré a Richard Sloat, y resbaló por la pendiente del ritmo hasta el borde de la inconsciencia.
Lobo trotaba hacia él en un paisaje humeante y arrasado. Unos alambres de púas, enroscados en fantásticas e intrincadas formas, los separaban. Unas trincheras también dividían la tierra torturada y Lobo saltó una con facilidad y casi tropezó con uno de los alambres.
—¡Cuidado! —le advirtió Jack.
Lobo frenó antes de caer dentro de una alambrada triple, agitó una gran garra para indicar a Jack que no se había lastimado y sorteó los alambres con gran precaución.
Jack se sintió invadido por una asombrosa oleada de alivio y felicidad. Lobo no había muerto; Lobo volvería a reunirse con él.
Lobo salvó todos los alambres y trotó de nuevo hacia él. La tierra que separaba a Jack de Lobo parecía alargarse misteriosamente; el humo gris que flotaba sobre las numerosas trincheras casi oscurecía la gran figura peluda que corría a su encuentro.
—¡Jason! —gritó Lobo—. ¡Jason! ¡Jason!
—Yo sigo aquí —gritó Jack.
—¡No puedo alcanzarte, Jason! ¡Lobo no puede!
—¡Sigue intentándolo! —vociferó Jack—. ¡Maldita sea, no te rindas!
Lobo se detuvo ante un impenetrable revoltijo de alambres y Jack vio a través del humo que se ponía de cuatro patas y trotaba de un lado a otro, buscando un espacio abierto. Arriba y abajo trotaba Lobo, cada vez alejándose más y exasperándose más cada segundo que pasaba. Al final se puso otra vez de pie, colocó las manos sobre el grueso revoltijo de alambres y procuró ensanchar un trozo para poder pasar por él.
—¡Lobo no puede! ¡Jason, Lobo no puede!
—Te quiero. Lobo —gritó Jack hacia la humeante llanura.
—¡JASON! —aulló Lobo—. ¡TEN CUIDADO! ¡VIENEN a buscarte! ¡Hay MAS!
«¿Más de qué?», quiso gritar Jack, pero no pudo. Lo sabía. Entonces, o bien cambió todo el carácter del sueño o se inició otro. Jack volvía a estar en el destrozado estudio de grabación y el despacho del Hogar del Sol y los olores de la pólvora y la carne quemada llenaban el aire. El cuerpo mutilado de Singer yacía en el suelo y la forma muerta de Casey colgaba del rectángulo de cristales rotos. Jack, sentado en el suelo, mecía a Lobo en sus brazos, y comprendía otra vez que Lobo estaba moribundo. Soló que Lobo no era Lobo.
Jack sostenía el cuerpo tembloroso de Richard Sloat y era Richard quien se moría. Tras los cristales de sus severas gafas de plástico negro, los ojos de Richard se movían sin rumbo, con expresión doliente. Oh, no, oh, no, gimió Jack, horrorizado. Habían destrozado el brazo de Richard y su pecho era un amasijo de carne entre la camisa blanca manchada de sangre. Huesos fracturados resaltaban por su blancura aquí y allá, como dientes.
—No quiero morir —dijo Richard y cada palabra le costaba un esfuerzo sobrehumano—. Jason, no debes… no debías…
—No puedes morir tú también —suplicó Jack—, tú también no. El torso de Ricard cayó en los brazos de Jack y un sonido largo y líquido escapó de su garganta; entonces los ojos de Richard, de improviso claros y tranquilos, se cruzaron con los de Jack. «Jason. —El sonido del nombre, que era casi apropiado, flotó con suavidad en el aire fétido—. Tú me has matado», profirió Richard, o mejor, «tú has atado», porque sus labios no podían juntarse para formar una de las letras. Sus ojos volvieron a desenfocarse y al instante su cuerpo pareció pesar más en los brazos de Jack. Ya no quedaba vida en el cuerpo. Jason DeLoessian le miró fijamente, conmovido en lo más hondo…
… y Jack Sawyer se incorporó de repente en la cama fría y desconocida de una pensión de Decatur, Illinois, y al resplandor amarillento proyectado por un farol de la acera opuesta vio su propio aliento dividirse en dos gruesas plumas, como exhalado por dos bocas a la vez. Consiguió no gritar juntando las manos, sus propias manos, y apretándolas con tanta fuerza como si quisiera abrir una nuez. Otra enorme pluma blanca de aire brotó de sus pulmones.
Richard.
Lobo corriendo por aquel mundo muerto, llamándole… ¿cómo? Jason.
El corazón del muchacho dio un vuelco rápido y decidido, con el ímpetu de un caballo al saltar una valla.