JACK REEMPRENDE EL VIAJE
Pasaba el tiempo. Jack no tenía idea de si era mucho o poco. Estaba sentado con los brazos alrededor de su propio cuerpo como si volviera a llevar la camisa de fuerza, meciéndose hacia delante y hacia atrás, gimiendo y preguntándose si podía ser que Lobo hubiese desaparecido de verdad.
Se ha ido. Oh, sí, se ha ido. ¿Y adivinas quién le ha matado, Jack? ¿Lo adivinas?
En un momento dado, el zumbido del rebobinaje se convirtió en chirrido. Un momento después se oyeron unas estridentes interferencias y todo enmudeció: zumbido, charlas en el piso de arriba, motores ante la entrada. Jack apenas se dio cuenta.
Vete. Lobo dijo que te fueras. No puedo. No puedo. Estoy cansado y todo lo que hago está mal. Muere gente. ¡Basta, quejica! Piensa en tu madre, Jack. ¡No! Estoy cansado. Déjame en paz… Y en la Reina. Por favor, déjame en paz… Por fin oyó abrirse la puerta que daba a las escaleras y esto le animó. No quería que le encontrasen aquí. Era mejor que le cogieran arriba, en el patio trasero, pero no en la habitación maloliente, salpicado de sangre y llena de humo donde él había sido torturado y su amigo asesinado.
Sin pensar apenas en lo que hacía, Jack cogió el sobre que llevaba su nombre escrito. Miró el interior y vio la púa de guitarra, el dólar de plata, su vieja cartera y el atlas de carreteras de Rand McNally. Inclinó el sobre y vio la canica. Lo metió todo en la mochila y se la cargó a la espalda, sintiéndose como un muchacho que actúa bajo hipnosis.
Pasos en la escalera, lentos y cautelosos.
—… ¿dónde están las malditas luces…?
—… un olor extraño, como de zoo…
—… cuidado, muchachos…
Jack vio el archivador de acero por el rabillo del ojo, lleno de sobres marcados con la frase: SERÉ UN RAYO DE SOL PARA JESÚS. Se apoderó de dos de ellos.
Ahora, cuando te cojan al salir, podrán acusarte de robo además de asesinato.
No importaba. Se movía por simple inercia, nada más.
El patio trasero estaba completamente desierto. Jack se detuvo al principio de las escaleras, que atravesaban un tabique, y miró a su alrededor con incredulidad. Se oían voces en la parte delantera y se veían haces de luz; también sonaban de vez en cuando algunas interferencias aisladas y voces de las radios de la policía, que funcionaban a todo volumen, pero el patio trasero estaba desierto. No tenía sentido. Supuso que estarían confundidos, trastornados por lo que habían encontrado en el interior…
Entonces una voz ahogada dijo, a menos de seis metros a la izquierda de Jack:
—¡Dios mío! ¿Puedes creer esto?
La cabeza de Jack se volvió con rapidez. Allí estaba la caja, sobre la tierra sucia, semejante a un tosco ataúd de la Edad de Hierro. Una linterna se movía en su interior; Jack pudo ver unas suelas de zapatos. Una figura vaga estaba en cuclillas ante la caja, examinando la puerta.
—Al parecer la arrancaron de los goznes —dijo el tipo que miraba la puerta al que se movía dentro de la caja—, pero no sé cómo pudieron hacerlo. Los goznes son de acero y, sin embargo, están… retorcidos.
—Olvida los malditos goznes —replicó el otro con la voz ahogada—. En este condenado agujero… ¡encerraban a niños, Paulie! ¡Tengo entendido que así era! ¡A niños! Hay iniciales en las paredes…
La luz se movió.
—… y versos de la Biblia… La luz volvió a moverse.
—… y dibujos. Pequeños dibujos. Hombres y mujeres de palotes, como dibujan los niños… Dios mío, ¿crees que Williams lo sabía?
—Seguramente —respondió Paulie, examinando todavía los goznes de acero rotos y retorcidos de la puerta de la caja.
Paulie estaba agachado y su compañero salía de espaldas. Sin hacer ninguna tentativa especial para esconderse, Jack cruzó el patio. Caminó junto al garaje y salió al camino, desde donde pudo observar la desordenada concentración de coches patrulla en la parte delantera del Hogar del Sol. En aquel momento una ambulancia se acercaba a toda velocidad por la carretera, con las luces de destello girando y las sirenas chillando con estridencia.
—Te quería. Lobo —murmuró Jack, secándose los ojos húmedos con la manga. Empezó a bajar por el camino hacia la oscuridad, pensando que probablemente le cogerían antes de que estuviera a dos kilómetros del Hogar del Sol. Pero tres horas después aún continuaba andando; por lo visto los polis tenían trabajo de sobra para distraerse.
Había una autopista delante de él, después de la cuesta siguiente o de la otra. Jack ya distinguía en el horizonte el resplandor anaranjado de los arcos de sodio de gran intensidad y podía oír el chirrido de los grandes neumáticos.
Se detuvo en un barranco lleno de basura y se lavó la cara y las manos con un hilo de agua procedente de una acequia. El agua estaba tan fría que casi le paralizaba las manos, pero al menos mitigaría por un rato el dolor de las quemaduras. Los antiguos reflejos volvían por sí solos.
Jack permaneció un momento donde estaba, bajo el oscuro cielo nocturno de Indiana, escuchando el chirrido de los grandes camiones.
El viento que susurraba entre los árboles despeinaba sus cabellos. Sentía angustia en el corazón por la pérdida de Lobo, pero ni siquiera esto podía alterar la maravillosa sensación de estar libre.
Una hora más tarde, un camionero frenó al ver al muchacho cansado y pálido que esperaba en el cruce del desvío con el pulgar levantado. Jack subió a la cabina.
—¿Adonde te diriges, chico? —inquirió el camionero. Jack estaba demasiado cansado y demasiado triste para molestarse en contar la historia; de todos modos, apenas la recordaba. Suponía que le vendría poco a poco a la memoria.
—Al oeste —contestó—. Todo lo lejos que usted pueda llevarme.
—Será hasta medio estado.
—Muy bien —dijo Jack y se quedó dormido.
El gran camión siguió circulando en la glacial noche de Indiana; con Charlie Daniels en la cassette, circulaba hacia el oeste, persiguiendo a sus propios faros en dirección a Illinois.