FERD JANKLOW
Jack tardó menos de una semana en decidir que un desvío hacia los Territorios era el único modo de escapar del Hogar del Sol. Estaba dispuesto a intentarlo, pero descubrió que lo haría casi todo y correría cualquier riesgo con tal de no saltar desde el propio Hogar del Sol.
No había una razón concreta para ello, sólo una voz interior que le susurraba que lo malo de este lado sería aún peor allí. Éste era tal vez un mal lugar en todos los mundos… como un trozo podrido de una manzana que la afecta hasta el mismo corazón. En cualquier caso, el Hogar del Sol ya era bastante malo y no tenía ningún deseo de ver su contrapartida de los Territorios a menos que se viera obligado a ello.
Podía haber un sistema.
Lobo, Jack y los otros muchachos que no eran lo bastante afortunados para pertenecer al Personal Exterior —caso en que se encontraba la mayoría— pasaban los días en el Campo Lejano, como lo llamaban los antiguos. Estaba a unos dos kilómetros carretera abajo, al borde de la propiedad de Gardener, y en él los muchachos pasaban el día recogiendo piedras. No había otro trabajo que hacer en esta época del año. La última cosecha había sido recolectada a mediados de octubre pero, como señalaba Sol Gardener todas las mañanas en las Devociones Matutinas, las piedras siempre estaban de temporada.
Sentado todas las mañanas en la parte trasera de uno de los destartalados camiones del Hogar, Jack contemplaba el Campo Lejano con Lobo a su lado, que mantenía la cabeza baja como un muchacho con resaca. Era un otoño lluvioso en el Medio Oeste y el Campo Lejano estaba cubierto de fango pegajoso y sucio. Dos días antes uno de los chicos lo había maldecido en voz baja, llamándolo un «auténtico succionador de botas».
¿Y si nos marcháramos por las buenas? —pensó Jack por cuadragésima vez—. ¿Y si me limitara a gritar: «¡Ahora!» y desapareciéramos? ¿Dónde? En el lado norte, donde están aquellos árboles y el muro de piedra. Allí terminan sus terrenos.
Podía haber una valla.
La saltaremos. Además, Lobo puede lanzarme al otro lado, si es necesario,
Podía haber una alambrada de púas.
Nos arrastraremos por debajo. O…
O Lobo podía romperla sin otra herramienta que sus manos. A Jack no le gustaba pensarlo, pero sabía que Lobo tenía la fuerza suficiente… y que si él se lo pedía. Lobo lo haría. Se destrozaría las manos, pero ahora se le estaban destrozando cosas peores.
¿Y entonces, qué?
Saltar, naturalmente. Eso harían. Si lograban salir del terreno que pertenecía al Hogar del Sol, susurraba la voz, tendrían una oportunidad razonable de escapar sin peligro.
Y Singer y Bast (a quienes Jack había apodado los Gemelos Matones) no podrían utilizar uno de los camiones para aplastarlos, porque el primer vehículo que pusiera las ruedas en el Campo Lejano antes de las fuertes heladas de diciembre se hundiría en el fango hasta el salpicadero.
Sería una carrera pedestre, nada más. Tengo que probarlo y mejor aquí que en el Hogar. Y…
Y no era sólo la creciente congoja de Lobo lo que le impulsaba a ello, sino su propia casi frenética inquietud acerca de Lily, que se moría poco a poco en New Hampshire mientras Jack era obligado a gritar aleluya.
Vamos, adelante. Aunque no tenga zumo mágico. Debo intentarlo.
Pero antes de que Jack estuviera del todo dispuesto, Ferd Janklow lo intentó.
Las grandes mentes corren paralelas; a esto puede contestarse amén.
Cuando ocurrió, ocurrió de prisa. En un momento dado Jack escuchaba la retahila habitual de Ferd Janklow, lleno de disparates divertidos y cínicos, y el siguiente Ferd corría como una exhalación en dirección norte, hacia el muro de piedra al extremo del campo fangoso. Hasta la huida de Ferd, el día había sido tan monótono como cualquier otro en el Hogar del Sol. Hacía frío y el cielo estaba nublado; el aire olía a lluvia y quizá incluso a nieve. Jack se enderezó para aliviar su espalda dolorida y también para ver si Sonny Singer se hallaba cerca. A Sonny le divertía fastidiar a Jack y casi siempre lo hacía con detalles mezquinos: le pisaba los pies, le empujaba por las escaleras y le arrancó el plato durante tres comidas consecutivas… hasta que Jack aprendió a apoyarlo contra su cuerpo y sujetarlo fuertemente con la otra mano.
Jack no estaba del todo seguro de por qué Sonny no había organizado un ataque en toda regla; quizá era porque Sol Gardener estaba interesado en el nuevo pupilo. No quería pensar esto, le asustaba pensarlo, pero tenía sentido. Sonny Singer se reprimía porque Sol Gardener se lo había ordenado y éste era otro motivo para salir de aquí a toda prisa.
Miró a su derecha. Lobo estaba a unos veinte metros de distancia, recogiendo piedras con el pelo sobre la cara. Más cerca se encontraba un chico muy flaco con dientes protuberantes que se llamaba Donald Keegan. Donny le dirigió una sonrisa de adoración, enseñando sus asombrosos dientes. Había sacado la lengua, de la que goteaba un hilo de saliva. Jack apartó rápidamente la mirada.
Ferd Janklow estaba a su izquierda; era el muchacho de manos delgadas y finas como la porcelana de Delft y la cuña de cabello en la frente. Durante la semana que Jack y Lobo habían pasado en la cárcel del Hogar del Sol, Ferd y él se habían hecho buenos amigos.
Ferd sonreía con cinismo.
—Donny está enamorado de ti —dijo.
—Olvídalo —contestó Jack, incómodo, sintiendo que el rubor le afluía a las mejillas.
—Supongo que Donny te lo recordaría, si le dejaras —continuó Ferd—. ¿Verdad que sí, Donny?
Donny Keegan soltó su gran risa cascada, sin tener la menor idea de qué le hablaban.
—Me gustaría que abandonaras el tema —dijo Jack, más incómodo que nunca.
Donny está enamorado de ti.
Lo horrible del caso era que tal vez el pobre retrasado Donny Keegan estaba efectivamente enamorado de él… y quizá Donny no era el único. Extrañamente, Jack se sorprendió pensando en aquel hombre simpático que se había ofrecido a llevarle a su casa y luego había accedido a dejarle en el desvío de Zanesville. Fue el primero que lo vio —pensó Jack—. Lo nuevo que hay en mí, fea lo que sea, aquel hombre fue el primero en verlo.
—Eres muy popular aquí, Jack —dijo Ferd—. Creo incluso que el viejo Heck Bast te adoraría si se lo pidieras.
—Basta, esto es ridículo —se ruborizó Jack—, quiero decir… De repente, Ferd dejó caer la piedra que estaba partiendo y se enderezó. Miró con rapidez a su alrededor, no vio ningún cuello blanco mirando en su dirección y se volvió hacia Jack.
—Y ahora, querido —dijo—, ha sido una fiesta muy aburrida y tengo que irme.
Ferd sopló unos besos a Jack y una sonrisa radiante iluminó y distendió su rostro delgado y pálido. Un momento después ya había empezado a correr como un loco hacia el muro de piedra del extremo del Campo Lejano, moviendo las piernas como un avestruz.
Cogió desprevenidos a los guardas, no cabía duda… por lo menos hasta cierto punto. Pedersen hablaba de chicas con Warwick y un chico con cara de caballo llamado Peabody, un miembro del Personal Exterior que había sido reintegrado al Hogar por una temporada. Heck Bast había recibido el supremo honor de acompañar a Sol Gardener a Muncie para un encargo. Ferd ya había tomado una buena delantera cuando se oyó un grito de alarma:
—¡En! ¡Eh! ¡Alguien intenta fugarse!
Jack miró hacia Ferd con la boca abierta; el muchacho ya había saltado seis surcos y corría como alma que lleva el diablo. A pesar de ver su propio plan en peligro, Jack sintió un excitado triunfo momentáneo y en su corazón deseó éxito a Ferd. ¡Corre! ¡Corre, sarcástico hijo de perra! ¡Corre, por el amor de Jason!
—Es Ferd Janklow —gorgoteó Donny Keegan antes de soltar sus carcajadas convulsivas.
Los muchachos se congregaron para la confesión aquella noche, como todas las demás, pero la confesión fue cancelada. Entró Andy Warwick y anunció bruscamente su supresión, añadiendo que tendrían una hora de «camaradería» antes de la cena. Entonces salió.
Jack pensó que Warwick, bajo su actitud de dominante autoridad, parecía asustado.
Y Ferd Janklow no estaba presente.
Jack miró en torno a la sala y pensó con tétrico humor que si esto era «camaradería», no le gustaría ver qué pasaba si Warwick les invitaba a «una hora tranquila». Sentados en la larga y espaciosa sala, treinta y nueve muchachos entre las edades de nueve y diecisiete años, se miraban las manos, se rascaban las costras y se mordían las uñas con mal talante. Todos compartían el mismo aspecto: parecían drogadictos privados de la dosis prometida. Querían escuchar confesiones, querían hacer confesiones.
Nadie mencionó a Ferd Janklow. Era como si el muchacho, con sus muecas durante los sermones de Sol Gardener y sus pálidas manos de porcelana de Delft, no hubiera existido nunca.
Jack se sentía casi incapaz de reprimir el impulso de levantarse y gritarles, pero en lugar de esto se puso a pensar con más intensidad que en toda su vida.
No está aquí porque le han matado. Están todos locos. ¿Quién dice que la locura no es contagiosa? Recuerda lo sucedido en aquel lugar horrible de Sudamérica cuando el hombre de las gafas reflectantes les dijo que tomaran la bebida de uvas moradas y ellos contestaron, sí, amo, y la bebieron.
Jack miró las caras tristes, demacradas, cansadas y ausentes de su alrededor y pensó en cómo se iluminarían, cómo se encenderían si Sol Gardener entrase aquí y ahora mismo.
Ellos también lo harían si Sol Gardener se lo dijera. Beberían y entonces nos cogerían, a mí y a Lobo, y verterían el líquido en nuestras gargantas. Ferd tenía razón; ven algo en mi cara, algo que se apoderó de mí en los Territorios, y quizá me quieran un poco… supongo que esto es lo que detiene a Heck Bast. Ese patán no está acostumbrado a querer a nada ni a nadie. Sí, quizá me quieren un poco… pero le quieren mucho más a él. Lo harían. Están locos.
Ferd podría habérselo dicho y, sentado ahora en la sala, Jack pensó que en realidad ya se lo había comunicado.
Contó a Jack que había sido confiado al Hogar del Sol por sus padres, cristianos conversos que caían de hinojos en la sala de estar cada vez que alguien del Club 700 iniciaba una plegaria. Ninguno de los dos entendía a Ferd, que estaba cortado por un patrón muy diferente. Pensaban que Ferd debía ser hijo del demonio, un humanista radical de ideas comunistas. Cuando huyó de su casa por cuarta vez y fue a caer en manos del mismísimo Franky Williams, sus padres fueron al Hogar del Sol —donde, por supuesto, se encontraba Ferd— y se enamoraron a primera vista de Sol Gardener. Aquí estaba la respuesta a todos los problemas que su hijo inteligente, díscolo y rebelde les había causado. Sol Gardener educaría a su hijo en el Señor. Sol Gardener le demostraría el error de sus actitudes. Sol Gardener se lo quitaría de encima y evitaría que vagase por las calles de Anderson.
—Vieron el reportaje sobre el Hogar del Sol en el Sunday Report —dijo Ferd a Jack— y me enviaron una postal diciendo que Dios castigaría a los mentirosos y falsos profetas con un lago de fuego. Yo les contesté; Rudolph, el de la cocina, me pasó la carta a escondidas. Dolph es un tipo excelente. —Hizo una pausa—. ¿Sabes cuál es la definición de Ferd Janklow de un tipo excelente, Jack?
—No.
—El que se deja comprar —dijo Ferd, con su risa triste y cínica—. Dos dólares compran los servicios de cartero de Dolph. Así que les escribí una carta diciendo que si Dios castigaba a los mentirosos tal como ellos afirmaban, esperaba que Sol Gardener encontrase un par de calzoncillos de amianto en el otro mundo, porque mentía sobre lo que ocurre aquí a más velocidad de lo que trota un caballo. Todo lo que publicaron en el Sunday Report, los rumores sobre las camisas de fuerza y sobre la caja, era cierto. Oh, no podían probarlo. Ese tipo está chalado, Jack, pero es un loco listo. Si un día te olvidas de ello, sufrirás mucho en sus manos, tú y Phil el Lobo Valiente.
Jack contestó:
—Esos tipos del Sunday Report suelen ser muy buenos en esto de coger a la gente con las manos en la masa. Por lo menos, eso dice mi madre.
—Oh, estaba asustado. Lanzó muchos gritos y chillidos estridentes. ¿Has visto alguna vez a Humphrey Bogart en El motín del Carne? Estuvo así una semana antes de que aparecieran y cuando por fin llegaron, fue todo dulzura y razonamiento. Pero la semana anterior esto parecía un infierno. El señor Helado se cagaba en los pantalones. Fue la semana que dio un puntapié a Benny Woodruff en el tercer piso, enviándole rodando por las escaleras, y todo porque le sorprendió leyendo un comic de Superman. Benny estuvo tres horas sin sentido y hasta la noche no supo quién era ni dónde estaba.
Ferd hizo una pausa.
—Sabía que vendrían, como ha sabido siempre cuándo van a hacerle una visita sorpresa los inspectores del estado. Escondió las camisas de fuerza en la buhardilla y les hizo creer que la caja era un cobertizo para secar el heno.
La risa triste y cínica de Ferd sonó de nuevo.
—¿Sabes qué hicieron mis padres, Jack? Enviaron a Sol Gardener una fotocopia de mi carta. «Por mi propio bien», decía mi padre en la siguiente carta que me escribió. ¡Y adivina qué pasó! ¡Me metieron en la caja, por cortesía de mis propios padres!
Otra vez la risa triste.
—Te diré otra cosa. No bromeaba en la capilla la otra noche. Los chicos que hablaron con los periodistas del Sunday Report han desaparecido… los que pudo atrapar, por lo menos.
Tal como Ferd ha desaparecido ahora, pensó Jack, vigilando a Lobo, que estaba cabizbajo al otro extremo de la habitación. Se estremeció. Tenía las manos muy, muy frías.Tu amigo Phil, el Lobo Valiente.
¿Acaso volvía Lobo a parecer más peludo? ¿Tan pronto? Seguramente no, aunque llegaría el momento, claro; era un ciclo tan inexorable como las mareas.
Y a propósito, Jack, mientras estamos aquí preocupándonos por los problemas de estar aquí, ¿cómo está tu madre? ¿Cómo está la Querida Lil, reina de las B? ¿Perdiendo peso? ¿Sintiendo dolores? ¿Nota por fin que algo la come por dentro con afilados dientecitos de ratón mientras tú echas raíces en esta asquerosa cárcel? ¿Estará Morgón preparándose para lanzar sus rayos y ayudar con ello al cáncer?
Le había horrorizado la idea de las camisas de fuerza y, aunque había visto la caja —un artilugio de hierro, grande y feo, que estaba en el patio trasero del Hogar como un fantasmal frigorífico abandonado—, no podía creer que Gardener metiera dentro a los muchachos. Ferd le había convencido poco a poco, hablándole en voz baja mientras recogían piedras en el Campo Lejano.
—Tiene montado un gran negocio aquí —le había dicho Ferd—; es una licencia para acuñar dinero. Sus programas religiosos son radiados por todo el Medio Oeste y televisados por casi todo el país y por las emisoras indias. Nosotros somos su auditorio cautivo. Sonamos muy bien por radio y ofrecemos un magnífico aspecto en la pantalla; es decir, cuando Roy Owdersfelt no se está reventando ese maldito grano de la punta de la nariz. Tiene a Casey, su productor favorito de radio y televisión; Casey graba en vídeo las oraciones matutinas y las vespertinas. Se cuida del sonido y del montaje y lo retoca todo hasta que Gardener se parece a Billy Graham y nosotros sonamos como la multitud del Yankee Stadium durante el séptimo juego del Campeonato Mundial. Y esto no es todo lo que hace Casey. Es el genio de la casa. ¿Has visto el micrófono de tu habitación? Casey los instaló. Todo va a parar a su sala de control y para entrar en esta sala de control hay que pasar por el despacho particular de Gardener. Los micrófonos son activados por la voz, o sea que no malgasta cinta. Todo lo que tiene jugo lo guarda para Sol Gardener. He oído cómo Casey instalaba una cajita azul en el teléfono de Gardener para que pueda hacer llamadas a largas distancia sin pagar y sé muy bien que ha conectado un cable al de televisión que hay tendido frente a la casa. ¿Te gusta la idea de que el señor Helado se siente a ver un programa doble en Cinemax después de vender todo el día a Jesucristo a las masas? A mí sí. Este tipo es tan americano como los tapacubos giratorios, Jack, y aquí en Indiana le quieren tanto como al baloncesto escolar.
Ferd sorbió los mocos, hizo una mueca y escupió al polvo.
—Estás bromeando —dijo Jack.
—Ferd Janklow nunca bromea sobre los matones del Hogar del Sol —replicó Ferd con solemnidad—. Es rico, no ha de declarar nada a Hacienda y tiene amedrentada a la Junta de Educación local, que le teme como al demonio; hay una mujer que se derrite prácticamente cada vez que viene y da la impresión de querer protegerle contra el mal de ojo o algo así… y como ya he dicho, siempre parece saber con anticipación cuándo nos visitará por sorpresa alguien de la Junta de Educación del Estado. Limpiamos la casa de arriba abajo, Bast el Bastardo sube las camisas de fuerza al desván y llenan la caja con heno del granero. Y cuando llegan, siempre estamos dando clase. ¿Cuántas clases has dado desde que aterrizaste en esta versión de Indiana del Barco del Amor, Jack?
—Ninguna —respondió el aludido.
—¡Ninguna! —exclamó Ferd, encantado, volviendo a prorrumpir en carcajadas tristes y cínicas, unas carcajadas que decían:
¿Sabes qué descubrí cuando tenia unos ocho años? Descubrí que la vida me daba unas malditas palizas y que las cosas no cambiarían por el momento o tal vez nunca. Y aunque sea desesperante, también tiene su lado gracioso. ¿Sabes qué quiero decir, criatura?
Éstos eran los pensamientos de Jack cuando unos dedos fuertes le agarraron el cuello por los puntos de compresión detrás de las orejas y le levantaron de la silla. Una nube de mal aliento envolvió su rostro al ser obligado a dar media vuelta y a enfrentarse —contra su voluntad— con el estéril paisaje lunar de la cara de Heck Bast.
—Yo y el reverendo aún estábamos en Muncie cuando ingresaron en el hospital a tu extraño y díscolo amigo —anunció. Sus dedos latían y apretaban, latían y apretaban. El dolor era agudísimo. Jack gimió y Heck sonrió y la sonrisa dejó escapar de su boca mayores cantidades de aliento fétido—. El reverendo recibió la noticia por su receptor. Janklow parecía un taco después de cuarenta y cinco minutos en un homo de microondas. Tardarán un poco en apedazar a ese muchacho.
—No se dirige a mí —pensó, Jack—, se dirige a toda la sala. El mensaje significa que Ferd continúa vivo.
—Eres un asqueroso embustero —dijo—. Ferd está… Heck Bast le pegó y Jack cayó al suelo. Los muchachos se apartaron de él. Desde algún rincón, Donny Keegan soltó una carcajada.
Se oyó un rugido de rabia. Jack levantó la vista, aturdido, y agitó la cabeza en un esfuerzo por aclararla. Heck se volvió y vio a Lobo en actitud protectora junto a Jack, con el labio superior fruncido y fantasmagóricos destellos anaranjados en los cristales de sus gafas redondas, donde se reflejaban las luces del techo.
—De modo que el idiota se ha decidido a bailar por fin —observó Heck, empezando a sonreír—. ¡Pues muy bien! Me encanta bailar. Adelante, mocoso. Acércate y bailemos.
Todavía gruñendo, con el labio inferior mojado de saliva. Lobo se adelantó y Heck se movió para enfrentarse a él. Se oyó ruido de sillas sobre el linóleo, arrastradas a toda prisa por los chicos para dejarles espacio libre.
—¿Qué pasa a…?
Sonny Singer desde el umbral; no tuvo necesidad de terminar la pregunta porque en seguida vio qué pasaba aquí. Sonriendo, cerró la puerta y se apoyó en ella para contemplar la escena con los brazos cruzados sobre su escuálido pecho y el rostro, habitualmente sombrío, animado de repente. Jack volvió a mirar a Lobo y a Heck.
—Lobo, ¡ten cuidado! —gritó.
—Tendré cuidado, Jack —contestó Lobo, con voz un poco más parecida a un aullido—. Me…
—Bailemos ya, idiota —gruñó Heck Bast, lanzándole un tosco pero contundente gancho largo, que fue a dar en el pómulo derecho de Lobo y le hizo retroceder tres o cuatro pasos. Donny Keegan prorrumpió en un estridente relincho, que Jack ya sabía interpretar como un signo tanto de alegría como de consternación.
El gancho largo fue un golpe bueno y efectivo. En otras circunstancias, la pelea habría terminado probablemente aquí pero, por desgracia para Héctor Bast, fue el único golpe que pudo dar.
Avanzó lleno de confianza con sus grandes puños a la altura del pecho y asestó otro gancho largo; esta vez, sin embargo, el brazo de Lobo se extendió hacia arriba y hacia fuera para detenerlo. Entonces Lobo agarró el puño de Heck.
La mano de Heck era grande. La mano de Lobo aún lo era más.
El puño de Lobo se cerró sobre el de Heck.
El puño de Lobo apretó.
De dentro se oyó un crujido, como si alguien estuviera rompiendo astillas.
La sonrisa de Heck se congeló y el muchacho empezó a chillar.
—No debías lastimar al rebaño, bastardo —murmuró Lobo—. Tanta historia con vuestra Biblia, la Biblia dice esto, la Biblia dice lo otro, ¡Lobo!, y lo único que tenéis que hacer es oír seis versos del Libro del buen agricultor para saber que jamás…
¡Crujido!
—… jamás…
¡Crujido!
—JAMAS se debe lastimar al rebaño.
Heck Bast cayó de rodillas, gritando y llorando. Lobo aún le agarraba el puño y el brazo de Heck estaba levantado de un modo que parecía un fascista gritando Heil Hitler! de rodillas. El brazo de Lobo estaba rígido como un palo pero su rostro no revelaba el menor esfuerzo; aparte de los ojos chispeantes, estaba casi sereno.
El puño de Heck empezó a gotear sangre.
—¡Basta, Lobo! ¡Es suficiente!
Jack echó una mirada rápida a su alrededor y vio que Sonny había desaparecido y la puerta estaba abierta. Casi todos los chicos se habían puesto en pie para apartarse de Lobo todo lo que les permitían las paredes de la sala; sus caras reflejaban temor y respeto. En el centro, la escena no había cambiado: Heck Bast, de rodillas, tenía el puño dentro del de Lobo y la sangre seguía goteando hasta el suelo.
Todos se apiñaban en la puerta, Casey, Warwick, Sonny Singer y otros tres muchachos fornidos. Y Sol Gardener, con una pequeña funda negra, como de gafas, en una mano.
—¡He dicho que es suficiente! —Jack lanzó una ojeada a los recién llegados y corrió hacia Lobo—. ¡Aquí y ahora mismo! ¡Aquí y ahora mismo!
—Está bien —contestó Lobo en voz baja. Soltó la mano de Heck y Jack vio una cosa horriblemente estrujada que parecía una rueda rota. Los dedos de Heck formaban extraños ángulos. Heck, gimiendo, se llevó al pecho la mano destrozada.
—Está bien, Jack.
Los seis agarraron a Lobo. Éste dio media vuelta, desasió un brazo, empujó y Warwick salió de repente disparado contra la pared.
Alguien profirió un grito.
—¡Sujetadle! —chilló Gardener—. ¡Sujetadle! ¡Sujetadle, por el amor de Dios! —Estaba abriendo la funda negra.
—¡No, Lobo! —gritó Jack—. ¡Basta!
Lobo siguió luchando durante un momento y luego se quedó quieto y permitió que le empujaran hasta la pared. A Jack se le antojaron liliputienses empujando a Gulliver. Por fin Sonny parecía temer a Lobo.
—Sujetadle —repitió Gardener, sacando una aguja hipodérmica de la funda aplanada. En su rostro había vuelto a aparecer aquella sonrisa afectada, casi tímida—. ¡Sujetadle, por Dios!
—No es preciso que haga esto —dijo Jack.
—¿Jack? —Lobo parecía asustado de repente—. ¡Jack! ¡Jack! Gardener se dirigió hacia Lobo, apartando a un lado a Jack con un empujón que sugería unos músculos muy fuertes. Jack se tambaleó hacia atrás y chocó contra Morton, que chilló y retrocedió como si Jack estuviera contaminado. Demasiado tarde, Lobo empezó a debatirse… pero eran seis, demasiados incluso para él, aunque quizá no lo habrían sido si hubiera estado en la fase de transformación.
—¡Jack! —aulló—. ¡Jack! ¡Jack!
—Sujetadle, por Dios —murmuró Gardener, con los labios brutalmente fruncidos sobre las encías, y clavó la aguja hipodérmica en el brazo de Lobo.
Lobo se puso rígido, echó la cabeza hacia atrás y aulló.
Te mataré, bastardo —pensó Jack con incoherencia—. Te mataré, te mataré, te mataré.
Lobo luchaba y sacudía brazos y piernas. Gardener le observaba con frialdad. Lobo levantó una rodilla y la clavó en el estómago de Casey, que sacó aire y se tambaleó hacia atrás y hacia delante. Uno o dos minutos después, Lobo empezó a flaquear y en seguida se desplomó.
Jack se levantó, llorando de rabia. Intentó abalanzarse sobre el grupo de cuellos blancos que sujetaban a su amigo y en aquel momento vio a Casey propinar un puñetazo al rostro flaccido de Lobo y manar sangre de la nariz de este último.
Unas manos le detuvieron. Luchó, miró a su alrededor y vio las caras asustadas de los chicos con quienes recogía piedras en el Campo Lejano.
—Le encerraremos en la caja —dijo Gardener cuando las rodillas de Lobo se doblaron por fin; entonces se volvió a mirar a Jack—. A menos que… ¿Le gustaría decirme ahora dónde nos hemos conocido, señor Parker?
Jack permaneció con la vista fija en sus pies, sin decir nada. Lágrimas calientes por el odio le quemaban los ojos.
—A la caja, entonces —decidió Gardener—. Quizá cambie usted de idea cuando él empiece a gritar, señor Parker. Gardener salió a grandes zancadas.
Lobo continuaba gritando en la caja cuando Jack y los otros chicos entraron en la capilla para la oración matutina. Los ojos de Sol Gardener se clavaron con ironía en el rostro tenso y pálido de Jack. ¿Tal vez ahora, señor Parker?
Lobo, es mi madre, mi madre…
Lobo continuaba gritando cuando Jack y los otros chicos que debían trabajar en el campo fueron divididos en dos grupos y salieron hacia los camiones. Cuando pasó cerca de la caja, Jack tuvo que contener el impulso de taparse las orejas con las manos. Aquellos aullidos, aquellos sollozos incoherentes…
De improviso, Sonny Singer apareció a su lado.
—El reverendo Gardener está en su despacho esperando oír tu confesión inmediatamente, mocoso —dijo—. Me ha encargado que te diga que dejará salir al idiota de la caja en cuanto le comuniques lo que quiere saber. —La voz de Sonny era aterciopelada y su expresión, peligrosa.
Lobo, gritando y aullando para que le abrieran la puerta, golpeaba con furiosos puños las paredes de hierro de la caja.
Ah, Lobo, es mi MADRE… —No puedo decirle lo que quiere saber —contestó Jack, volviéndose de pronto hacia Sonny, dirigiendo hacia él todo aquello que había adquirido en los Territorios. Sonny dio dos pasos gigantescos hacia atrás, con la cara asustada y confusa. Tropezó con sus propios pies y fue a dar de espalda contra uno de los camiones. De no haber sido por el camión, habría caído al suelo.
—Muy bien —dijo sin aliento, como en un gemido—. Muy bien, muy bien, olvídalo. —Su cara delgada volvió a ser arrogante—. El reverendo Gardener me ha dicho que, si respondías que no, te dijera que tu amigo te llama. ¿Lo entiendes?
—Ya sé que me llama.
—¡Sube al camión! —ordenó Pedersen con acento severo, sin mirarle, pero cuando Sonny pasó por su lado, hizo una mueca como si hubiera olido a algo podrido.
Jack oyó gritar a Lobo incluso después de que los camiones se pusieran en marcha, a pesar de que los amortiguadores no eran más que pequeñas espirales de hierro y los motores producían un estridente ruido. Los gritos de Lobo no disminuían en intensidad. Ahora Jack ya había establecido una especie de conexión con la mente de Lobo y pudo oírle gritar incluso desde el Campo Lejano. El hecho de que estos gritos sólo estuvieran en su cabeza no mejoraba en absoluto la situación.
A la hora del almuerzo. Lobo enmudeció y Jack comprendió de repente, sin la menor duda, que Gardener había ordenado sacarle de la caja antes de que sus gritos y aullidos llamaran una atención indebida. Después de lo sucedido a Ferd, no debía interesarle que nadie centrara su atención en el Hogar del Sol.
Cuando los grupos regresaron del campo al atardecer, la puerta de la caja estaba abierta y no había nadie en su interior. Lobo se encontraba arriba, en la habitación que compartía con Jack, acostado en su litera. Esbozó una leve sonrisa cuando vio a su amigo.
—¿Cómo está tu cabeza, Jack? El cardenal ya se ve menos. ¡Lobo!
—Lobo, ¿estás bien?
—Grité mucho, ¿verdad? No podía evitarlo.
—Lobo, lo siento —dijo Jack. Lobo parecía extraño… demasiado blanco y como disminuido.
Se muere, pensó Jack. No, le corrigió su mente. Lobo se estaba muriendo desde que habían saltado a este mundo para huir de Morgan. Sólo que ahora se moría más de prisa. Demasiado blanco… como encogido… pero…
Jack tuvo un escalofrío.
Los brazos y piernas de Lobo estaban cubiertos por un fino pelaje que no tenían dos noches atrás; esto era seguro.
Sintió el deseo de correr a la ventana y buscar la luna, para asegurarse de que no le habían pasado por alto nada menos que diecisiete días.
—No es el tiempo del cambio, Jacky —dijo Lobo, con una voz seca y lejana, como la de un inválido—, pero he empezado a cambiar en aquel lugar oscuro y maloliente donde me han encerrado. ¡Lobo! Sí, he cambiado algo porque estaba asustado y furioso y porque gritaba y chillaba. Gritar y chillar pueden provocar el cambio en un Lobo, si lo hace durante mucho rato. —Se frotó el pelo de las piernas—. Desaparecerá.
—Gardener fijó un precio para sacarte —explicó Jacky—, pero yo no pude pagarlo. Quería hacerlo, pero… Lobo… mi madre… Las lágrimas le impidieron continuar.
—Shhhh, Jacky. Lobo lo sabe. Aquí y ahora mismo. Lobo volvió a sonreír de aquel modo terrible y agarró la mano de Jack.