EL SERMÓN
A las cinco de la tarde se disparó un timbre eléctrico en el pasillo, un sonido largo, estridente y monótono. Lobo saltó de su litera, golpeándose un lado de la cabeza contra la estructura de metal de la litera superior con la fuerza suficiente para sobresaltar a Jack, que dormitaba. El timbre dejó de sonar a los quince segundos, pero Lobo lo sustituyó.
Se tambaleó hasta un rincón de la celda con las manos en la cabeza.
—¡Mal lugar, Jack! —gritó—. ¡Mal lugar aquí y ahora! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Tenemos que salir de aquí, AQUÍ Y AHORA MISMO!
Golpes en la pared.
—¡Haz callar al retrasado mental!
Una risa estentórea, parecida a un relincho, desde el otro lado:
—Ya empezáis a notar el sol en vuestras almas, ¿eh, muchachos? ¡Por el modo de chillar de ese grandullón, se ve que se siente a gusto! —Volvió a oírse la risa de caballo, demasiado semejante a un grito de terror.
—¡Malo, Jack! ¡Lobo! ¡Jason! ¡Malo! Malo, malo…
Se abrían puertas a todo lo largo del pasillo. Jack podía oír el rumor de muchos pasos calzados con los macizos zapatos del Hogar del Sol.
Bajó de la litera superior, moviéndose con un esfuerzo. Se sentía a contrapelo de la realidad; no estaba despierto ni tampoco dormido. Al moverse por la desnuda celda para acercarse a Lobo, tuvo la sensación de estar rodeado de un jarabe y no de aire.
Se sentía muy cansado… enormemente cansado.
—Lobo —dijo—, Lobo, basta.
—¡No puedo, Jacky! —sollozó Lobo, todavía con las manos en la cabeza, como para evitar que estallara.
—Tienes que parar, Lobo. Hemos de bajar al vestíbulo.
—No puedo, Jacky —siguió sollozando Lobo—, es un lugar malo, huele mal…
Alguien —Jack pensó que era Heck Bast— gritó desde el pasillo:
—¡Salid para confesaros!
—¡Salid para confesaros! —gritó otra voz y todos corearon:
—¡Salid para confesaros! ¡Salid para confesaros!
Era como una arenga fantasmagórica en un campo de fútbol.
—Si hemos de salir de aquí con nuestros pellejos, debemos conservar la serenidad.
—No puedo, Jacky, no puedo estar sereno, lugar ma… Su puerta se abriría de golpe dentro de un minuto y entraría Bast o Sonny Singer… o tal vez ambos. No habían «salido para confesarse», fuera cual fuese el significado de aquella orden, y aunque tal vez se perdonaban ciertas faltas a los recién llegados al Hogar del Sol durante su período de orientación, Jack creía que sus posibilidades de fuga mejorarían si se adaptaban completamente y cuanto antes a las circunstancias. Con Lobo, esto no iba a ser fácil. Por Dios que siento haberte metido en esto, grandullón —pensó—, pero las cosas están así. Si no nos adaptamos, nos aplastarán; por lo tanto, si soy duro contigo, será por tu propio bien. Y añadió con tristeza: O así lo espero.
—Lobo —murmuró—, ¿quieres que Singer empiece a pegarme otra vez?
—No, Jack, no…
—Entonces será mejor que salgas al pasillo conmigo —dijo Jack—. Debes recordar que tu conducta influirá mucho en el trato que me dispense Singer y ese tipo, Bast. Singer me ha pegado a causa de tus piedras…
—Alguien debería pegarle a él —replicó Lobo. Su voz era baja y tranquila, pero sus ojos se entornaron y lanzaron de repente destellos anaranjados. Por un momento Jack vio centellear los dientes blancos de Lobo entre sus labios… no en una sonrisa, sino porque los dientes parecían haber crecido.
—Ni lo pienses siquiera —contestó Jack, muy serio—. Esto no haría más que empeorar las cosas. Lobo dejó caer los brazos.
—Jack, no sé…
—¿Quieres intentarlo? —preguntó Jack, lanzando otra mirada urgente hacia la puerta.
—Bueno —murmuró, temblando. Lobo, con los ojos llenos de lágrimas.
El pasillo de arriba debía estar iluminado por el resplandor del crepúsculo, pero no era así. Daba la impresión de que se había instalado una especie de filtro en las ventanas del extremo del pasillo para que los muchachos pudieran ver el exterior —donde alumbraba la verdadera luz— pero no dejara penetrar los rayos del sol, que parecían detenerse ante los estrechos alféizares de los altos ventanales Victorianos.
Cuarenta muchachos se hallaban ante veinte puertas, diez a cada lado. Jack y Lobo fueron los dos últimos en aparecer, pero su retraso pasó inadvertido. Singer y Bast y los otros dos chicos habían encontrado a alguien a quien reprender y no podían estar por todo.
Su víctima era un muchacho delgado, que llevaba gafas y debía tener unos quince años. Se mantenía en una posición torpe, algo parecida a la de firmes, con los burdos pantalones en un montón informe alrededor de los zapatos negros. No llevaba calzoncillos.
—¿Has dejado de hacerlo? —preguntó Singer.
—Yo…
—¡A callar! —El que gritó esto era uno de los otros chicos que iban con Singer y Bast. Los cuatro llevaban vaqueros azules en lugar de pantalones de trabajo y limpios suéteres blancos de cuello alto. Jack supo muy pronto que el tipo que acababa de gritar se llamaba Warwick y que el cuarto, el gordinflón, era Casey.
—Cuando queramos que hables, ¡te preguntaremos! —volvió a chillar Warwick—. ¿Aún te excitas la comadreja, Morton? Morton tembló y no dijo nada.
—¡CONTÉSTALE! —vociferó Casey, un chico obeso, de aspecto malévolo.
—No —susurró Morton.
—¿QUÉ? ¡HABLA MAS ALTO! —chilló Singer.
—¡No! —gimió Morton.
—Si dejas de hacerlo durante una semana entera, se te devolverán los calzoncillos —dijo Singer con el aire de quien otorga un gran favor a un subordinado que no lo merece—. Ahora súbete los pantalones, sucio asqueroso.
Morton, sorbiendo aire, se agachó y subió los pantalones. Los muchachos bajaron a confesarse y a cenar.
La confesión se celebraba en una gran sala de paredes desnudas que había enfrente del refectorio. Los tentadores aromas de judías estofadas y perros calientes flotaban hasta ellos y Jack vio que las ventanas de la nariz de Lobo se esponjaban rítmicamente. Por primera vez en todo el día la expresión indiferente de sus ojos cambió por otra que sugería cierto interés.
A Jack la «confesión» le inspiraba más recelos de los que había dado a entender a Lobo. Mientras yacía en la litera superior con las manos en la nuca, había visto algo negro en el techo de la habitación. Al principio pensó que sería una cucaracha muerta o su caparazón y que si se acercaba más vería la telaraña en que estaba atrapada. Pero no era una cucaracha, sino algo inorgánico: un micrófono pequeño y anticuado, sujeto a la pared por un tornillo; de debajo salía un cordón que se metía en una regata abierta en la pared de yeso. No se había hecho un verdadero esfuerzo para ocultarlo. Sólo una parte del servicio, muchachos. Sol Gardener os oye mejor así.
Después de ver el micrófono y de presenciar la desagradable escena con Morton en el vestíbulo, esperaba que la confesión sería una situación humillante, violenta y hostil; alguien, posiblemente el propio Sol Gardener o con mayor probabilidad Sonny Singer o Hector Bast, intentaría obligarle a confesar que había tomado drogas en la carretera, penetrado y robado en casas durante la noche, escupido en todas las aceras y jugado consigo mismo después de un penoso día de camino. Si no había hecho ninguna de estas cosas, no le dejarían en paz hasta que las confesara. Tratarían de desmoronarle. Jack se consideraba capaz de soportar semejante tratamiento, pero no estaba seguro de poder decir lo mismo de Lobo.
Sin embargo, lo más inquietante de la confesión era la ansiedad con que la esperaban los muchachos del Hogar del Sol.
El cuadro interior —los chicos de los cuellos altos y blancos— se sentó cerca de la parte delantera de la sala. Jack miró a su alrededor y vio a los otros mirar hacia la puerta abierta con una especie de inconsciente expectación. Pensó que quizá esperaban la cena; olía muy bien, en especial después de tantas semanas de hamburguesas intercaladas entre largos períodos de ayuno. Entonces Sol Gardener entró a paso rápido y Jack vio que las expresiones de expectación se convertían en miradas de arrobamiento. Por lo visto no era la cena lo que esperaban, después de todo. Morton, que hacía sólo quince minutos temblaba en el vestíbulo con los pantalones en torno a los tobillos, parecía casi exaltado.
Los muchachos se pusieron en pie. Lobo continuó sentado, moviendo las ventanas de la nariz, asustado y perplejo, hasta que Jack le cogió por la camisa y le hizo levantar.
—Haz lo que hacen todos, Lobo —murmuró.
—Sentaos, muchachos —dijo Gardener, sonriendo—. Sentaos, por favor.
Obedecieron. Gardener llevaba unos descoloridos vaqueros azules y una camisa abierta de seda tan blanca que deslumbraba. Les miró, sonriendo benignamente. La mayoría de los chicos le dirigían miradas de veneración. Jack se fijó en uno —cabellos castaños ondulados que formaban una punta muy pronunciada en la frente, barbilla hundida, manos delicadas y pálidas como las porcelanas de Delft de tío Tommy— que se puso de lado y se tapó la boca para ocultar una mueca de ironía y él, Jack, sintió cierto alivio. Al parecer, no todos los cerebros de aquí habían sido lavados… aunque sí muchos de ellos y de un modo efectivo, por lo que se veía. El tipo de los grandes dientes protuberantes miraba con adoración a Sol Gardener.
—Oremos. Heck, ¿quieres dirigirnos?
Heck obedeció. Rezaba de prisa y mecánicamente; era como escuchar una oración por teléfono, recitada por un disléxico. Después de rogar a Dios que les protegiera durante los días y semanas venideros, que perdonara sus culpas y les ayudara a ser mejores, Heck Bast terminó con un «PorJesucristonuestroseñoramén» y se sentó.
—Gracias, Heck —dijo Gardener. Había cogido una silla y se había sentado en ella de cara al respaldo, a horcajadas, como un vaquero en una película del Oeste dirigida por John Ford. Esta noche derrochaba simpatía; la locura egocéntrica y estéril que Jack viera por la mañana había desaparecido casi del todo.
—Oigamos doce confesiones, por favor. Sólo doce. ¿Quieres dirigimos, Andy?
Con una expresión de ridícula piedad en el rostro, Wanvick ocupó el lugar de Heck.
—Gracias, reverendo Gardener —dijo y se volvió hacia los chicos—. Confesión. ¿Quién empieza?
Se oyó un rumor… y en seguida se alzaron unas manos. Dos… seis… nueve manos.
—Roy Owdersfeit —dijo Warwick.
Roy Owdersfeit, un muchacho alto con un grano del tamaño de un tumor en la punta de la nariz, se levantó, retorciendo las manos huesudas delante de él.
—¡Robé diez dólares del monedero de mamá el año pasado! —anunció con una voz alta y chillona. Una mano sucia y llena de costras se alzó, se posó sobre el grano y le dio un tremendo pellizco—. ¡Los llevé al Mago de Oz, los cambié por monedas de un cuarto de dólar y probé todos los juegos de las tragaperras hasta que lo hube gastado todo! ¡Era el dinero que ella había ahorrado para pagar el gas y por eso pasamos una temporada sin calefacción! —Los miró, parpadeando—. ¡Y mi hermano enfermó de pulmonía y tuvieron que enviarlo al hospital de Indianápolis! ¡Porque yo robé aquel dinero!
—Ésta es mi confesión.
Roy Owdersfelt se sentó. Sol Gardener preguntó:
—¿Puede Roy alcanzar el perdón? Los chicos contestaron a coro:
—Roy puede alcanzar el perdón.
—¿Puede perdonarle alguno de nosotros, muchachos?
—No, ninguno de nosotros.
—¿Quién puede perdonarle?—Dios por el poder de su Hijo Unigénito, Jesucristo.—¿Rogarás a Jesús que interceda por ti? —preguntó Gardener a Roy Owdersfeit.
—¡Claro que lo haré! —exclamó el aludido con voz insegura y volvió a pellizcarse el grano. Jack vio que estaba llorando.
—Y la próxima vez que tu mamá venga a verte, ¿le dirás que pecaste contra ella y contra tu hermano pequeño y contra Dios y que eres el chico más arrepentido de la tierra?
—¡Ya lo creo!
Sol Gardener hizo una seña con la cabeza a Andy Warwick.
—Confesión —dijo Warwick.
Antes de que se acabara la confesión a las seis, casi todos, excepto Jack y Lobo, habían levantado la mano para contar algún pecado a los reunidos. Varios confesaron pequeños hurtos. Otros hablaron de robar bebidas alcohólicas y beber hasta vomitarlo todo. Y hubo, naturalmente, muchas historias sobre drogas.
Warwick los iba nombrando pero era a Sol Gardener a quien pedían aprobación mientras confesaban… confesaban… y confesaban.
Ha conseguido que les gusten sus pecados —pensó Jack, confundido—. Le aman, necesitan su aprobación y supongo que sólo la logran confesando algo. Es probable que algunos de estos infelices incluso se inventen sus delitos.
Los olores del comedor se habían intensificado. El estómago de Lobo rumoreaba con furia y de forma continua al lado de Jack. Una vez, durante la lacrimosa confesión de un muchacho que dijo haber robado un número de Penthouse para mirar aquellas sucias fotografías de «mujeres sexy», como las llamó, el estómago de Lobo hizo un ruido tal, que Jack le dio un codazo.
Después de la última confesión de la tarde. Sol Gardener recitó una oración breve y melodiosa y entonces fue hacia el umbral y se quedó allí, informal y al mismo tiempo resplandeciente con sus vaqueros y camisa de seda blanca, mientras los chicos salían en fila. Cuando pasaron Jack y Lobo, una de sus manos agarró la muñeca de Jack.
—Te he visto antes. —Confiesa, exigían los ojos de Sol Gardener. Y Jack sintió el impulso de hacer exactamente esto. Oh, si, ya lo creo que nos conocemos. Me empapaste la espalda de sangre a fuerza de latigazos.
—No —contestó.
—Oh, sí —dijo Gardener—. Oh, sí, te he visto antes. ¿En California? ¿En Maine? ¿En Oklahoma? ¿Dónde? Confiesa.
—Yo no le conozco —dijo Jack.
Gardener rió entre dientes. Jack adivinó de repente que en su imaginación, Sol Gardener saltaba y bailaba, empuñando un látigo.
—Lo mismo dijo Pedro cuando le pidieron que identificara a Jesucristo —dijo—. Pedro mintió y creo que tú también mientes. ¿Fue en Texas, Jack? ¿El Paso? ¿En Jerusalén en otra vida? ¿En el Gólgota, el lugar de la calavera?
—Ya le he dicho…
—Sí, sí, ya sé, que acabamos de conocemos. —Otra risita. Jack vio que Lobo se había apartado de Sol Gardener todo lo que le permitía la puerta. Era el olor. El olor repugnante y pegajoso de la colonia de aquel hombre. Y por debajo, el olor de la locura.
—Jamás olvido una cara, Jack. Jamás olvido una cara o un lugar. Recordaré dónde nos conocimos.
Sus ojos se posaron ya en Jack, ya en Lobo —éste gimió un poco y retrocedió— y por último en Jack.
—Disfruta de la cena, Jack —dijo—; disfruta de la cena, Lobo. Vuestra verdadera vida en el Hogar del Sol empezará mañana. A medio camino de la escalera, se volvió a mirarles.
—Jamás olvido un lugar o una cara, Jack. Lo recordaré.
Jack pensó fríamente: Dios mío, espero que no. No hasta que me encuentre a unos tres mil kilómetros de su maldita pris…
Algo le golpeó con fuerza y Jack salió disparado hacia el vestíbulo con los brazos remolineando en el aire para recobrar el equilibrio. Cayó de cabeza contra el suelo de cemento y vio una gran lluvia de estrellas.
Cuando pudo sentarse, vio a Singer y Bast juntos, sonriendo. Detrás de ellos estaba Casey, con el estómago protuberante bajo el suéter blanco de cuello alto. Lobo miraba a Singer y a Bast en una postura tensa que alarmó a Jack.
—¡No, Lobo! —exclamó. Lobo aflojó los músculos.
—No, adelante, idiota —desafió Hect Bast, riendo—. No le hagas caso. Intenta pegarme, vamos; siempre me apetece un poco de calor antes de la cena.
Singer echó una mirada a Lobo y dijo:
—No te metas con el idiota, Heck; él sólo es el cuerpo. —Señaló con la cabeza a Jack—. Aquí está la cabeza, la cabeza que hemos de cambiar. —Miró a Jack con las manos en las rodillas, como un adulto que se agacha para decir unas palabras cariñosas a un niño muy pequeño—. Y la cambiaremos, señor Jack Parker, puedes estar seguro.
Consciente de lo que decía, Jack replicó:
—Largo de aquí, chulo asqueroso.
Singer retrocedió cómo si le hubiese dado una bofetada y el rubor le cubrió el cuello y la cara. Con un rugido, Heck Bast se adelantó unos pasos.
Singer agarró a Bast por un brazo y, sin dejar de mirar a Jack, dijo:
—Ahora no. Más tarde. Jack se levantó.
—Os conviene tener cuidado conmigo —les dijo en voz baja y, aunque Héctor Bast sólo le dirigió una mirada colérica, Sonny Singer pareció casi asustado. Por un momento creyó ver en el rostro de Jack Sawyer algo a la vez fuerte y amenazador, algo que no había aparecido en él desde hacía casi dos meses, cuando un muchacho más joven había dejado a sus espaldas la pequeña localidad costera llamada Playa de Arcadia para emprender un viaje al Oeste.
Jack pensó que tío Tommy podría haber descrito la cena —sin la menor acritud— como una muestra de la cocina de granja americana. Los muchachos, sentados ante largas mesas, eran servidos por cuatro compañeros que habían cambiado su ropa por el uniforme blanco de camarero después de la ceremonia de la confesión.
Tras una corta plegaria, les llevaron la comida; grandes tazones de cristal llenos de un estofado casero de judías, humeantes fuentes de perros calientes hechos con carne barata, soperas de pina de lata troceada y mucha leche en cartones marcados ALIMENTOS DE DONATIVO y COMISIÓN LECHERA DEL ESTADO DE INDIANA fueron pasados arriba y abajo de las cuatro mesas.
Lobo comía con sombría concentración, manteniendo la cabeza baja y con un trozo de pan en la mano para apoyar y mojar en la salsa. Jack le vio devorar cinco perros calientes y tres platos de judías, que eran duras como balas. Al pensar en la pequeña habitación con la ventana cerrada, Jack se preguntaba si necesitaría una máscara de gas por la noche. Creía que sí, aunque no era probable, que le suministraran una. Contempló con desaliento cómo Lobo se servía una cuarta ración de judías.
Después de cenar, todos los muchachos se levantaron, se pusieron en fila y quitaron el servicio de las mesas. Mientras Jack recogía los platos, un trozo de pan que Lobo había dejado y dos cartones de leche y se los llevaba a la cocina, mantuvo los ojos bien abiertos. Las etiquetas de la leche le habían dado una idea.
Este lugar no era una prisión ni un correccional. Probablemente estaba clasificado como un internado o algo parecido y la ley debía exigir que fuera inspeccionado de vez en cuando por funcionarios del estado. La cocina sería el lugar que las autoridades de Indiana examinarían más a fondo. Barrotes en las habitaciones de los pisos superiores estaban bien, pero, ¿barrotes en las ventanas de la cocina? Jack no creía que los hubiera; suscitarían demasiadas preguntas.
La cocina sería un buen lugar para un intento de fuga, de modo que Jack la estudió con detenimiento.
Se parecía mucho a la cocina de la cafetería de su escuela en California. El suelo y las paredes estaban recubiertos de baldosas, los grandes fregaderos y superficies de trabajo eran de acero inoxidable… Los armarios tenían casi el mismo tamaño que los cajones para verduras. Un viejo lavaplatos de cinta transportadora estaba colocado contra una pared. Tres chicos ya la hacían funcionar bajo la supervisión de un hombre vestido con una bata blanca de cocinero. Era un hombre flaco, pálido, con cara de ratón. Tenía pegado al labio superior un cigarrillo sin filtro y esto le identificó en la mente de Jack como un posible aliado. Dudaba de que Sol Gardener permitiese fumar cigarrillos a alguno de sus prosélitos.
En la pared vio un certificado enmarcado que anunciaba que esta cocina pública había sido considerada aceptable según las normas establecidas por el estado de Indiana y el gobierno de los Estados Unidos.
Y no, no había barrotes en las ventanas de cristal esmerilado. El hombre parecido a un ratón miró a Jack, se despegó el cigarrillo del labio inferior y lo tiró a uno de los fregaderos.
—Sois pescados nuevos, tú y tu compañero, ¿verdad? —preguntó—. Bueno, pronto seréis pescados viejos. Los pescados envejecen muy de prisa en el Hogar del Sol, ¿verdad, Sonny?
Sonrió con insolencia a Sonny Singer. Era evidente que Singer no sabía cómo tomarse aquella sonrisa; parecía confuso e inseguro, un niño como los demás.
—Sabes que no tienes permiso para hablar a los chicos, Rudolph —recordó.
—Puedes meterte eso en el culo o tirarlo al pasaje o lanzarlo al aire, mocoso —replicó Rudolph, echando una perezosa mirada a Singer—. Lo sabes, ¿verdad?
Singer le miró, al principio con labios trémulos, después retorcidos y al final apretados con fuerza.
De repente, giró en redondo.
—¡Capilla vespertina! —gritó, furioso—. ¡Capilla vespertina, vamos, de prisa, limpiad esas mesas y subamos al vestíbulo, que ya llegamos tarde! ¡Capilla vespertina!
Los muchachos bajaron en tropel una escalera estrecha iluminada por bombillas desnudas rodeadas de tela metálica. Las paredes eran de yeso húmedo y a Jack no le gustaba ver el estado de Lobo, que ponía los ojos en blanco.
Después de aquello, la capilla del sótano fue una sorpresa. La mayor parte de la zona subterránea —que era considerable— había sido convertida en una capilla sobria y moderna. El aire era agradable aquí abajo, ni demasiado caliente ni demasiado frío. Y limpio. Jack podía oír el murmullo de los convectores más cercanos. Había cinco bancos divididos por un pasillo central que conducía a un estrado con un atril y una sencilla cruz de madera colgada ante un telón de fondo de terciopelo violeta.
En alguna parte sonaba un órgano.
Los muchachos se distribuyeron en silencio por los bancos. El micrófono del atril tenía en la base de éste una gran pantalla de aspecto profesional. Jack había estado en muchos estudios de grabación con su madre, a menudo sentado pacientemente o leyendo un libro o haciendo los deberes del colegio mientras ella doblaba para la televisión o arreglaba diálogos poco claros, y sabía que aquella especie de pantalla acústica tenía la misión de evitar que el locutor «reventara» el micrófono. Encontró extraño verlo en la capilla de un internado religioso para muchachos descarriados. A ambos lados del atril había dos cámaras de vídeo, una para captar el perfil derecho de Sol Gardener y otra para captar el izquierdo. Ninguna de las dos funcionaba esta noche. Cubrían las paredes pesados cortinajes de color violeta. A la derecha pendían sin interrupción, pero a la izquierda los interrumpía un rectángulo de cristal y Jack vio a Casey inclinado sobre un tablero acústico de aspecto extremadamente profesional, con una grabadora muy cerca de su mano derecha. Mientras Jack le observaba, Casey cogió un par de auriculares del tablero y se los colocó sobre las orejas.
Jack miró hacia arriba y vio vigas de madera dura formando una serie de seis modestos arcos. Entre ellos, el techo era blanco… estaba insonorizado. El lugar parecía una capilla, pero era un estudio muy eficiente de radio y televisión. Jack pensó de pronto en Jimmy Swaggart, Rex Humbard y Jack Van Impe.
Amigos, limitaos a posar la mano sobre el aparato de televisión ¡¡¡y seréis CURADOS!!!
De repente sintió deseos de reír a carcajadas. Se abrió una puerta pequeña a la izquierda del podio y apareció Sol Gardener, vestido de blanco de pies a cabeza, y Jack vio en las caras de muchos de los chicos expresiones que oscilaban entre el éxtasis y la franca adoración y tuvo que reprimir de nuevo un acceso de hilaridad. La visión blanca que se acercaba al atril le recordaba una serie de anuncios que había visto cuando era muy pequeño en televisión.
Pensó que Sol Gardener se parecía al Hombre de Glad. Lobo se volvió hacia él y susurró con voz ronca:
—¿Qué pasa, Jack? Hueles como si algo fuera muy gracioso. Jack soltó una risotada tan fuerte contra la mano que le tapaba la boca, que se mojó los dedos de mocos incoloros.
Sol Gardener, cuya cara rubicunda reflejaba su buena salud, volvía las páginas de la gran Biblia colocada sobre el atril, absorto al parecer en una profunda meditación. Jack vio el paisaje de tierra abrasada que ofrecía el rostro de Heck Bast y la cara estrecha y suspicaz de Sonny Singer y le pasó de repente el ataque de risa.
En la cabina de cristal, Casey estaba atento a Gardener y cuando éste levantó la vista de la Biblia y su semblante atractivo, de ojos vagos, soñadores y desvariados, se dirigió hacia la congregación, tocó un interruptor y las bobinas de la gran grabadora empezaron a dar vueltas.
«No os dejéis inquietar por los que practican el mal», dijo Sol Gardener. Su voz era baja, musical y reflexiva.
Ni sintáis tampoco envidia
de los obreros de la iniquidad.
Porque pronto serán segados
y se marchitarán como las malas hierbas.
Confiad en el Señor y haced el bien
y así habitaréis en los Territorios…
(Jack Sawyer sintió que el corazón le daba un fuerte y desagradable vuelco en el pecho)
… donde de verdad seréis alimentados.
Recreaos, pues, en el Señor
y él satisfará los deseos de vuestro corazón.
Comprometeos a seguir el camino del Señor,
confiad en él;
y él hará que se realicen…
No cedáis a la ira y abandonad la cólera;
no cedáis al impulso de hacer el mal
porque los malhechores serán apartados.
En cambio, aquellos que sirvan al Señor
heredarán su Territorio.
Sol Gardener cerró el Libro.
—Que Dios bendiga la lectura de Su Sagrada Palabra —dijo. Se quedó mucho rato mirándose las manos. En la cabina de cristal de Casey, las bobinas de la grabadora seguían girando. Entonces volvió a levantar la vista y Jack le oyó gritar en su imaginación: ¡No será la Kingsland! ¡No querrás decir que has volcado toda una carreta de Cerveza Kingsland! ¿Verdad que no, estúpido pene de cabra? No querrás decir esto, ¿verdaaaaaaaaaad?
Sol Gardener estudió a sus jóvenes feligreses masculinos con atención y severidad. Sus rostros estaban vueltos hacia él: rostros redondos, rostros delgados, rostros amoratados, rostros encendidos por el acné, rostros ladinos y rostros abiertos, jóvenes y bellos.
—¿Qué significa, muchachos? ¿Comprendéis el Salmo Treinta y Siete? ¿Comprendéis este hermosísimo cantar?
No —decían las caras ladinas y abiertas, diáfanas y bellas, picadas de granos y de viruela—, no mucho, sólo llegué al quinto grado, estuve en la carretera, extraviado, me encontré en un apuro… dígamelo… dígamelo…
De repente, sobresaltando a todos, Gardener gritó al micrófono:
—¡Significa: NO LO SUDÉIS!
Lobo dio un respingo y gimió un poco.
—Ahora sabéis qué significa, ¿verdad? Me habéis oído, ¿verdad, muchachos?
—¡Si! —chilló alguien detrás de Jack.
—¡OH, SI! —remedó Sol Gardener con una sonrisa radiante—. ¡NO LO SUDÉIS! ¡SUDOR NEGATIVO! Son buenas palabras, ¿verdad, muchachos? Son unas palabras excelentes, ¡OH, SI!
—¡SÍ!… ¡SI!—¡Este salmo dice que no debéis INQUIETAROS por quienes hacen el mal! ¡NO SUDAR! ¡OH, SI! ¡Dice que no debéis INQUIETAROS por los obreros del pecado y la iniquidad! ¡SUDOR NEGATIVO! Este salmo dice que si CAMINÁIS con el Señor, ¡TODO FUNCIONARA SOBRE RUEDAS! ¿Me comprendéis, muchachos? ¿Captáis el sentido de lo que digo?
—¡Sí!
—¡Aleluya! —exclamó Heck Bast, forzando una sonrisa divina.
—¡Amén! —contestó un muchacho de grandes ojos lánguidos detrás de sus gafas graduadas.
Sol Gardener cogió el micrófono con experimentada soltura y Jack volvió a recordar al actor de Las Vegas. Gardener empezó a andar arriba y abajo con una rapidez nerviosa y afectada. A veces daba un medio saltito con sus limpios zapatos de piel blanca; ahora era Dizzy Gillespie, ahora Jerry Lee Lewis, ahora Stan Kenton, ahora Gene Vincent; estaba en plena fiebre de exaltación mística.
—¡No, no tenéis nada que temer! ¡Oh, no! ¡No debéis temer a ese chico que quiere enseñaros fotos de un libro sucio! ¡No debéis temer al chico que dice que una sola chupada a un solo porro no puede haceros daño y seréis unos maricas si no lo probáis! ¡Oh, no! PORQUE CUANDO ESTÉIS CON EL SEÑOR CAMINARÉIS CON EL SEÑOR, ¿VERDAD QUE SI?
—¡¡¡SI!!!
—¡OH, SI! Y CUANDO ESTÉIS CON EL SEÑOR HABLARÉIS CON EL SEÑOR, ¿VERDAD QUE SI?
—¡SI!
—NO OS HE OÍDO. ¿VERDAD QUE SI?
—¡¡¡SI!!! —gritaron, muchos de ellos meciéndose ahora frenéticamente hacia delante y hacia atrás.
—SI TENGO RAZÓN, ¡DECID ALELUYA!
—¡ALELUYA!
—SI TENGO RAZÓN, DECID ¡OH, SÍ!
—¡OH, SI!
Se mecían hacia delante y hacia atrás y Jack y Lobo eran mecidos al mismo ritmo, por la fuerza. Jack vio que algunos de los chicos incluso lloraban.
—Ahora, decidme —continuó Gardener, mirándoles con afecto y en actitud confidencial—. ¿Hay lugar para los practicantes del mal aquí en el Hogar del Sol? ¿Qué os parece?
—¡No, señor! —gritó el chico flaco de los dientes protuberantes.
—En efecto —dijo Sol Gardener, acercándose otra vez al podio. Dio un giro rápido y profesional al micrófono para apartar el hilo de sus pies y lo ajustó de nuevo en el soporte—. Así es. No hay lugar aquí para los mentirosos y los obreros de la iniquidad. Decid aleluya.
—Aleluya —contestaron los chicos.
—Arnén —dijo Sol Gardener—. El Señor dice, en el Libro de Isaías, que si os apoyáis en él, os elevaréis, ¡oh, sí!, con alas de águila y vuestra fuerza será la fuerza de diez hombres; y yo os digo, muchachos, ¡QUE EL HOGAR DEL SOL ES UN NIDO DE ÁGUILAS, PODÉIS DECIR OH, SI!
—¡OH, SI!
Hizo otra pausa. Sol Gardener agarró los lados del atril, con la cabeza baja como si rezara y con la espléndida cabellera blanca colgando en disciplinadas ondas. Cuando habló de nuevo, su voz era lenta y reflexiva. No levantó la mirada. Los muchachos escucharon conteniendo el aliento.
—Pero tenemos enemigos —dijo por fin Sol Gardener. Fue casi un susurro, pero el micrófono lo recogió y transmitió a la perfección.
Los chicos suspiraron… el susurro del viento entre las hojas otoñales.
Heck Bast miraba a su alrededor con expresión truculenta, los ojos inquietos y los granos tan enrojecidos que parecía víctima de una enfermedad tropical. Señálame a un enemigo —decía su cara—. Sí, continúa, ¡señálame a un enemigo y ya verás qué hago con él!
Gardener levantó la vista. Ahora sus ojos dementes estaban anegados en lágrimas.
—Sí, tenemos enemigos —repitió—. Por dos veces el Estado de Indiana ha intentado obligarme a cerrar. ¿Sabéis por qué? Los humanistas radicales no soportan la idea de que esté aquí, en el Hogar del Sol, enseñando a mis muchachos a amar a Jesús y a su país. Les enfurece y, ¿queréis saber otra cosa, muchachos? ¿Queréis saber un secreto antiguo, oscuro y profundo?
Se inclinaron hacia delante, con los ojos fijos en Sol Gardener.
—No sólo los enfurecemos —dijo Gardener en un ronco murmullo de conspirador—, ¡también los asustaaaaamos!
—¡Aleluya!
—¡Oh, sí!
—¡Amén!
Como un relámpago. Sol Gardener agarró de nuevo el micrófono, ¡y reanudó su baile! ¡Arriba y abajo! ¡Adelante y atrás! ¡Moviéndose a veces a ritmo de two-step, como un bailarín negro de 1910! Les espetaba las palabras, estirando primero el brazo hacia los muchachos y después hacia el cielo, donde era de suponer que Dios se había sentado en un sillón para escucharle.
—¡Los asustamos, oh, sí! ¡Los asustamos tanto que han de beber otro cóctel o fumar otro porro o aspirar más cocaína! Los asustamos porque incluso los humanistas radicales y sabihondos que niegan a Dios y odian a Jesús son capaces de oler la bondad y el amor de Dios, y cuando huelen esto huelen también el azufre que brota de sus propios poros y este olor no les gusta, ¡oh, no!
—¡Y por esta razón envían a otro inspector o dos* para que esparzan basura bajo nuestros fregaderos y suelten por el suelo algunas cucarachas! Hacen correr insidiosos rumores de que aquí se pega a mis muchachos. ¿Se os pega?
—¡NO! —vociferaron con indignación y Jack quedó estupefacto al ver a Morton gritar el negativo con tanto entusiasmo como el resto, a pesar de que ya empezaba a vérsele una magulladura en la mejilla.
—¡Incluso enviaron a un puñado de reporteros sabihondos de un sabihondo noticiario humanista radical! —chilló Sol Gardener con una especie de escandalizada sorpresa—. Vinieron y preguntaron: «Está bien, ¿a quién hemos de despellejar? Ya nos hemos cargado a ciento cincuenta, somos expertos en desprestigiar a los justos, no os preocupéis por nosotros, sólo dadnos unos cuantos porros y unos cuantos cócteles y señalad en la dirección adecuada».
—Pero les defraudamos, ¿verdad, muchachos?
Asentimiento retumbante, casi maligno.
—No encontraron a nadie encadenado a una viga en el granero, ¿verdad? No encontraron a chicos con camisa de fuerza, como contaron en la ciudad algunos de esos chacales malditos de la Junta de Educación, ¿verdad? ¡No vieron que se arrancaran las uñas a nadie, ni que se pelara a nadie al rape, ni nada parecido! Lo máximo que encontraron fue a algunos chicos que confesaron haber recibido una paliza y era cierto, oh, si, recibieron una paliza y lo declararía yo mismo ante el Trono del Todopoderoso con un detector de mentiras en cada brazo, ¡porque el LIBRO dice que si no USAS la vara, ESTROPEAS a ese niño, y si creéis esto, muchachos, gritad aleluya!
—¡ALELUYA!
—Incluso la Junta de Educación de Indiana, a pesar de lo mucho que les gustaría deshacerse de mí para que dejara el campo libre al diablo, incluso ellos tuvieron que admitir que en lo referente a palizas, la ley de Dios y la ley del Estado de Indiana dicen más o menos lo mismo: ¡que si no USAS la vara, ESTROPEAS a ese niño!
—¡Encontraron muchachos FELICES! ¡Encontraron muchachos SANOS! ¡Encontraron muchachos dispuestos a SEGUIR al Señor y a HABLAR al Señor! ¡Oh! ¿Podéis decir aleluya?
Claro que podían.
—¿Podéis decir oh, sí? También podían decir esto. Sol Gardener volvió al atril.
—El Señor protege a quienes le aman y el Señor no permitirá que un puñado de humanistas radicales, que fuman drogas y aman a los comunistas cierren este lugar de reposo para muchachos cansados y confusos.
—Hubo algunos chicos que contaron mentiras a esos supuestos reporteros —añadió Gardener—. Oí las mentiras repetidas en aquel telediario y aunque los chicos que lanzaron el lodo fueron demasiado cobardes para mostrar sus caras en la pantalla, yo reconocí, ¡oh, sí!, reconocí sus voces. Cuando se ha alimentado a un muchacho, cuando se ha apretado tiernamente su cabeza contra el propio pecho al oírle llamar a su mamá por la noche, supongo que es natural reconocer su voz.
—Esos chicos ya se han ido. Que Dios los perdone —espero que lo haga, oh, sí—, pero Sol Gardener es sólo un hombre.
Bajó la cabeza para indicar lo vergonzoso de su confesión, pero cuando la levantó de nuevo, sus ojos seguían ardiendo y brillando de furia.
—Sol Gardener no puede perdonarlos, de modo que Sol Gardener los vuelve a soltar en la carretera. Han sido enviados a los Territorios, pero allí no serán alimentados; allí incluso los árboles pueden comérselos, como a bestias que merodean de noche.
Aterrorizado silencio en la sala. Incluso Casey parecía pálido y extraño detrás del panel de cristal.
—El Libro dice que Dios envió a Caín al este del Edén, a la tierra de Nod. Ser abandonado en la carretera es lo mismo, muchachos. Tenéis un refugio seguro aquí.
Los contempló.
—Pero si flaqueáis… si mentís… ¡pobres de vosotros, entonces! El infierno espera al reincidente como espera también muchacho o al hombre que se arroja a él a propósito.
—Recordadlo, muchachos.
—Recordadlo.
—Oremos.