Capítulo 20

EN MANOS DE LA LEY

1

A las dos de aquella tarde estaban a ciento sesenta kilómetros más al oeste y Jack Sawyer se sentía como si también él hubiese corrido con la luna, de tan fácil que había sido. A pesar del hambre devoradora, Jack sorbió despacio el agua de la lata oxidada y esperó a que Lobo se despertara. Por fin éste empezó a moverse, dijo: «Ahora ya estoy listo, Jack», cargó con el muchacho sobre su espalda y trotó hasta Daleville.

Mientras Lobo se sentaba en el bordillo de la acera y trataba de pasar inadvertido, Jack entró en la principal hamburguesería de la localidad. Se obligó a ir primero al lavabo, donde se desnudó hasta la cintura. Incluso en el retrete, el tentador aroma de la carne asada le inundó la boca de saliva. Se lavó las manos, los brazos, el pecho y la cara y luego puso la cabeza bajo el grifo y se lavó los cabellos con jabón líquido. Las toallas de papel iban cayendo al suelo una tras otra.

Por fin se encontró dispuesto a acercarse al mostrador. La camarera uniformada le miró con fijeza mientras él pedía lo que deseaba; Jack lo atribuyó a sus cabellos mojados, pero tampoco dejó de mirarle descaradamente mientras esperaba la bandeja ante la barra abatible reservada al servicio.

Ya mordía el primer bocadillo de carne cuando se dirigió hacia las puertas de cristal; el jugo le bajaba por la barbilla y estaba tan hambriento que apenas se molestaba en masticar. Tres enormes mordiscos dieron casi cuenta del voluminoso bocadillo y ya iba a terminar el resto cuando vio que Lobo había atraído a un grupo de niños. La carne se le congeló en la boca y el estómago se le cerró de repente.

Corrió afuera, intentando tragar el bocado de hamburguesa, pan blando, pepino, lechuga, tomates y salsa. Los niños rodeaban a Lobo por tres lados y le miraban con la misma fijeza descarada con que la camarera había mirado a Jack. Lobo estaba tan acurrucado como podía, con la espalda encorvada y el cuello metido hacia dentro como el de una tortuga. Sus ojos parecían haberse aplanado contra la cabeza. El bocado de comida se había atascado en la garganta de Jack como una pelota de golf, y sólo bajó un poco cuando tragó con fuerza.

Lobo le miró por el rabillo del ojo y se relajó de un modo ostensible. Dos metros más allá, un hombre alto de veintitantos años que llevaba unos vaqueros azules abrió la puerta de una destartalada camioneta roja, se apoyó en ella y contempló la escena, sonriendo.

—Toma una hamburguesa, Lobo —dijo Jack con el tono más natural posible, alargando la caja a Lobo. Éste la olió, levantó la cabeza y dio un gran mordisco al contenido de la caja, masticando después de una forma mecánica. Los niños, sorprendidos y fascinados, se aproximaron un poco más. Varios de ellos reían por lo bajo.

—¿Qué es? —preguntó una niña rubia de trenzas atadas con un cordel deshilachado de color rosa—. ¿Un monstruo?

Un niño de pelo muy corto que debía tener siete u ocho años se colocó delante de la niña y preguntó: —Es Hulk, ¿verdad? Es realmente Hulk. ¿Verdad que sí? ¡Eh! ¿Verdad que sí?

Lobo había conseguido sacar de la caja de cartón el resto de su bocadillo y ahora se lo metió en la boca con la palma de la mano. Tiras de lechuga cayeron sobre sus rodillas dobladas, mientras gotas de mayonesa y jugo de carne le resbalaban por la mejilla y el mentón. Todo lo demás se convirtió en una pulpa marrón, triturada por los enormes dientes de Lobo. Cuando hubo tragado, empezó a lamer el interior de la caja.

Jack se la quitó de las manos con suavidad.

—No, es mi primo. No es un monstruo ni tampoco Hulk. ¿Por qué no os vais y nos dejáis en paz, eh, niños? Vamos, dejadnos en paz.

Pero continuaron mirando fijamente. Ahora Lobo se lamía los dedos.

—Si seguís mirándole así, puede enfadarse con vosotros. No sé qué haría si se enfadara.

El niño del pelo corto había visto con frecuencia la transformación de David Banner con la suficiente frecuencia para tener una idea de lo que podría hacer este monstruo carnívoro, así que retrocedió y la mayoría le imitaron.

—Idos, por favor —dijo Jack, pero los niños habían vuelto a inmovilizarse.

Lobo se irguió en toda su estatura, con los puños cerrados.

—¡MALDITA SEA! ¡NO ME MIRÉIS! —vociferó—. ¡NO ME HAGÁIS SENTIR EXTRAÑO! ¡TODO EL MUNDO ME HACE SENTIR EXTRAÑO!

Los niños se dispersaron. Jadeando, con la cara enrojecida, Lobo les vio desaparecer por la calle Mayor de Daleville y la primera esquina. Entonces se cruzó de brazos y miró, afligido, a Jack. Estaba avergonzado.

—Lobo no ha debido gritar —dijo—; sólo eran niños.

—Un buen susto les hará mucho bien —dijo una voz y Jack vio que el joven de la camioneta roja aún estaba apoyado en la puerta de la cabina, sonriendo—. Yo tampoco he visto nada igual. Conque sois primos, ¿eh?

Jack asintió con suspicacia.

—Oye, no quería ofenderte ni nada parecido. —Se acercó. Tenía los cabellos oscuros y llevaba un chaleco peludo y una camisa a cuadros—. Y aún menos burlarme de nadie, claro. —Calló y levantó las manos, con la palmas hacia fuera—. En realidad, estaba pensando que tenéis el aspecto de haber pasado mucho tiempo en la carretera.

Jack echó una ojeada a Lobo, que seguía cruzado de brazos, muy confundido, y miraba con recelo a aquel personaje a través de sus gafas redondas.

—Yo también hice autostop —prosiguió el hombre—. Ya lo creo que sí, el año que salí de la vieja ESD, Escuela Superior de Daleville, ¿comprendéis? Hice autostop hasta el norte de California y también en el largo viaje de regreso hasta aquí. Sea como sea, si queréis ir hacia el oeste, os puedo llevar.

—No puedo, Jack —dijo Lobo en un murmullo teatral.

—¿Hasta qué lugar del oeste? —preguntó Jack—. Nosotros vamos a Springfield. Tengo un amigo allí.

—Pues no hay problema, señor. —Volvió a levantar las manos—. Yo me dirijo a este lado de Cayuga, junto a la frontera de Illinois. Dejadme comprar una hamburguesa y nos largamos al instante. Dentro de una hora y media, tal vez menos, estaréis a medio camino de Springfield.

No puedo —repitió con voz ronca Lobo.

—Sólo hay un pequeño inconveniente, ¿sabéis? Llevo algunas cosas en el asiento delantero. Uno de vosotros tendrá que viajar atrás y le dará un poco de viento.

—No sabe lo estupendo que será para nosotros —dijo Jack, fiel a la verdad—. Esperaremos a que salga. —Lobo empezó a bailar, muy agitado—. De verdad, le esperaremos aquí. Y gracias.

Se volvió para murmurar algo a Lobo en cuanto el hombre hubo cruzado el umbral.

Así pues, cuando el joven —Bill «Buck» Thompson, ya que tal era su nombre— volvió a la camioneta con dos cajas de bocadillos gigantes, encontró a un Lobo de aspecto tranquilo arrodillado en la parte posterior abierta, con los brazos apoyados en un lado, la boca abierta y la nariz levantada. Jack estaba en el asiento del lado del conductor, embutido entre un montón de bolsas de plástico muy voluminosas que iban cerradas con grapas y, a juzgar por el olor, habían sido rociadas con un ambientador. A través de los lados traslúcidos de las bolsas se veían unos largos tallos verdes en cuyos extremos crecían racimos de capullos.

—Me ha parecido que aún estabais hambrientos —dijo, lanzando otro bocadillo a Lobo. Entonces se sentó ante el volante, separado de Jack por las bolsas de plástico—. Sabía que lo cogería entre los dientes, dicho sea sin ánimo de molestar a tu primo. Toma éste, él ya ha devorado el suyo.

Y se adentraron en el oeste otros ciento sesenta kilómetros, mientras Lobo disfrutaba como un loco del viento que le azotaba el rostro y estaba medio hipnotizado por la velocidad y la variedad de olores que acudían a su nariz. Con unos ojos brillantes que no se perdían ningún matiz del viento, Lobo saltaba de un lado a otro detrás de la cabina, olfateando el aire.

Buck Thompson se identificó como un granjero y habló sin parar durante los setenta y cinco minutos en que mantuvo el acelerador a fondo, sin hacer a Jack ni una sola pregunta. Y cuando torció hacia un camino estrecho y polvoriento, al borde del límite urbano de Cayuga y detuvo el vehículo junto a un campo de maíz que parecía extenderse durante kilómetros, se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo retorcido enrollado en papel blanco muy fino.

—He oído hablar del whisky barato —dijo—, pero tu primo la ha cogido de verdad. —Dejó caer el cigarrillo en la mano de Jack—. Dale esto cuando se excite, ¿quieres? Ordenes del médico.

Jack se guardó distraídamente el porro en el bolsillo de la camisa y se apeó de la cabina.

—Gracias, Buck —dijo al conductor.

—Chico, me he quedado patitieso al verle comer —comentó Buck—. ¿Cómo consigues que te acompañe a los sitios? ¿Le gritas «mam, mam»?

En cuanto Lobo se dio cuenta de que el paseo había terminado, saltó de la parte trasera de la camioneta.

Su conductor se alejó en ella, dejando atrás una larga estela de polvo.

—¡Hagámoslo otra vez! —gritó Lobo—. ¡Hagámoslo otra vez, Jacky!

—¡Qué más querría yo! —contestó Jack—. Vamos, andemos un rato. Es probable que pase alguien.

Pensaba que la suerte se le había puesto de cara, que en muy pocas horas él y Lobo cruzarían la frontera de Illinois… y siempre había estado seguro de que todo iría bien en cuanto llegase a Springfield y la Thayer School y encontrarse a Richard. Sin embargo, la mente de Jack aún funcionaba parcialmente en el tiempo del cobertizo, donde lo irreal emborrona y distorsiona lo real y las cosas malas empezaron a suceder de nuevo y tan de prisa que escaparon a su control. Pasó mucho tiempo antes de que Jack viera Illinois y durante este tiempo volvió a encontrarse en el cobertizo.

2

La serie de hechos vertiginosos que desembocaron en el Hogar del Sol comenzaron diez minutos después de que los dos muchachos hubieran pasado el pequeño letrero que anunciaba la llegada a Cayuga, 23 568 habitantes. Pero Cayuga no se veía por ninguna parte. A su derecha se extendía el campo de maíz, al parecer ilimitado; a su izquierda, un campo baldío permitía ver que la carretera describía una curva y luego seguía recta hacia el horizonte plano. Justo cuando Jack pensaba que seguramente tendrían que andar hasta la ciudad para encontrar al siguiente coche que les llevara, apareció un vehículo en la carretera que se dirigía hacia ellos a toda velocidad.

—¿Viajar en la parte trasera? —gritó Lobo, levantando los brazos por encima de la cabeza—. ¡Lobo viajará en la parte trasera! ¡Aquí y ahora mismo!

—Va en dirección contraria a la nuestra —dijo Jack—. Tranquilízate y déjalo pasar. Lobo. Baja los brazos o creerá que le haces señales.

Lobo obedeció de mala gana. El coche estaba a punto de llegar a la curva y pronto les alcanzaría.

—¿No podré viajar en la parte trasera? —inquirió Lobo, con una mueca de disgusto casi infantil.

Jack negó con la cabeza. Miraba fijamente un medallón ovalado pintado en la polvorienta portezuela blanca del vehículo. Podía decir Comité de Parques del Condado o Departamento de Caza. Podía ser cualquier cosa, desde un coche del departamento de agricultura del condado a uno del departamento de limpieza de Cayuga. Pero cuando dobló la curva, Jack vio que era un coche patrulla.

—Ahí va un poli. Lobo. Un policía. Sigue andando y no hagas nada raro. No nos conviene que pare.

—¿Qué es un polilicía? —La voz de Lobo era baja y grave; había visto que el coche se dirigía hacia él—. ¿Matan a los Lobos los polilicías?

—No —respondió Jack—, no matan jamás a ningún Lobo. —Pero no sirvió de nada; Lobo se aferró, temblando, a la mano de Jack.

—Suéltame, Lobo, te lo ruego —urgió Jack—. £1 lo encontrará extraño.

Lobo le soltó la mano.

Mientras el coche patrulla avanzaba hacia ellos, Jack miró al hombre del volante y luego dio media vuelta y anduvo unos pasos para observar a Lobo. Lo que había visto no era muy tranquilizador. El policía que conducía el coche tenía un rostro ancho y dominante, con lívidas capas de grasa en lugar de mejillas. Y el terror de Lobo se leía con claridad en su cara. Tanto los ojos como las ventanas de la nariz estaban al acecho y enseñaba los dientes.

—Te ha gustado mucho viajar en la parte trasera de aquella camioneta, ¿verdad? —le preguntó Jack.

El terror remitió un poco y Lobo esbozó una sonrisa. El coche patrulla pasó de largo con estruendo, pero Jack vio que el conductor volvía la cabeza para inspeccionarlos.

—Todo va bien —dijo—, sigue su camino. Estamos a salvo, Lobo.

Acababa de volverse cuando oyó de repente que el estruendo del coche patrulla se acercaba de nuevo.

—¡El polilicía vuelve!

—Quizá regresa a Cayuga —dijo Jack—. No le mires y anda como yo. No fijes en él la mirada.

Lobo y Jack continuaron andando, fingiendo no ver el coche, que parecía quedarse atrás deliberadamente. Lobo profirió un sonido que era mitad lamento, mitad aullido.

El coche patrulla se desvió hacia la izquierda, los adelantó y entonces se encendieron las luces del freno y el coche se detuvo atravesado delante de ellos. El agente abrió la puerta, plantó los pies en el suelo y se apeó. Era más o menos de la misma estatura que Jack y todo su peso estaba en la cara y el estómago; tenía las piernas enclenques y los brazos y hombros de un hombre de constitución normal. El estómago, embutido en el uniforme marrón como un pavo de ocho kilos, abultaba a ambos lados del ancho cinturón marrón.

—Me muero de impaciencia —dijo, apoyándose en la puerta abierta—. ¿Cuál es vuestra historia? Adelante.

Lobo se acercó a Jack sin ruido y encogió los hombros, metiendo las manos en los bolsillos del mono.

—Nos dirigimos a Springfield, oficial —contestó Jack—, y hemos hecho autostop, aunque supongo que no debíamos.

—Supones que no debíais. Santo cielo. ¿Quién es este tipo que intenta esconderse detrás de ti… un chalado?

—Es mi primo. —Jack pensó unos instante, frenéticamente. La historia tenía que acomodar de algún modo a Lobo—. Me han encargado que le lleve a su casa. Vive en Springfield con su tía Helen, quiero decir, mi tía Helen, que es maestra en Springfield.

—¿Qué ha hecho? ¿Escaparse de algún lugar?

—No, no, nada de eso. Fue sólo que…

El policía le miró con expresión de ira contenida.

—Nombres.

Ahora el muchacho se enfrentó a un dilema: era seguro que Lobo le llamaría Jack, sin hacer caso del nombre que él diera al policía.

—Soy Jack Parker —contestó— y él…

—Un momento. Quiero que lo diga él mismo. Sí, tú. ¿Recuerdas tu nombre, atontado?

Lobo se retorció detrás de Jack, frotándose la barbilla contra la pechera del mono, y murmuró algo.

—No te he oído, muchacho.

—Lobo —susurró.

—Lobo. Tendría que haberlo adivinado. ¿Cuál es tu nombre de pila o sólo te han dado un número?

Lobo había cerrado los ojos y retorcía las piernas.

—Vamos, Phil —le animó Jack, pensando que era uno de los pocos nombres que Lobo podría recordar.

Pero en cuanto lo hubo dicho. Lobo levantó la cabeza, se enderezó y gritó con todas sus fuerzas:

—¡JACK! ¡JACK! ¡JACK! ¡JACK LOBO!

—A veces le llamamos Jack —terció el muchacho, sabiendo que ya era demasiado tarde—. Es porque me tiene mucho afecto; a veces soy el único que puede ayudarle. Quizá incluso me quede con él unos días en Springfield cuando lleguemos a su casa, sólo para asegurarme de que está bien instalado.

—Te aseguro que estoy harto de tu voz, muchachito. ¿Por qué no subís tú y Phil-Jack al asiento de atrás y vamos a la ciudad a aclararlo todo? —Cuando vio que Jack no se movía, el policía se llevó la mano a la culata de la enorme pistola que colgaba de su apretado cinturón—. Subid al coche. Él primero. Quiero saber por qué estáis a ciento sesenta kilómetros de casa en un día de clase. Al coche. Ahora mismo.

—Ah, oficial —empezó Jack, mientras a sus espaldas Lobo murmuraba con voz ronca: «No, no puedo.»—. Mi primo tiene un problema; padece claustrofobia. Los espacios pequeños, en especial el interior de los coches, le ponen frenético. Sólo podemos viajar en la parte trasera de las camionetas.

Subid al coche —repitió el policía, adelantándose y abriendo la puerta de la parte trasera.

—¡NO PUEDO! —gimió Lobo—. ¡Lobo NO PUEDE! Apesta, Jacky, ahí dentro apesta. —Tenía la nariz y los labios arrugados por el asco.

—Le haces subir al coche o lo haré yo —dijo el policía a Jack.

—Lobo, será por poco rato —suplicó Jack, buscando la mano de Lobo, que se la dio en seguida. Jack le empujó hacia el asiento trasero del coche patrulla, mientras Lobo arrastraba literalmente los pies por la carretera.

Por unos segundos, pareció que lo lograría; Lobo se acercó al coche lo suficiente para tocar la puerta. Entonces todo su cuerpo se estremeció y se asió con ambas manos al marco de la portezuela. Parecía tener intención de partir en dos el techo del vehículo, como el hombre forzudo de un circo parte en dos una guia telefónica.

—Por favor —insistió Jack en voz baja—. Tenemos que entrar. Pero Lobo estaba aterrado y lo que olía le inspiraba demasiada repugnancia. Meneó la cabeza con un gesto violento. Un reguero de saliva cayó de sus labios, mojando el techo del coche.

El policía se acercó por detrás de Jack y sacó algo de una funda que pendía de su cinturón. Jack sólo tuvo tiempo de ver que no era la pistola antes de que el policía descargara expertamente la porra sobre el cogote de Lobo, cuyo torso se dobló sobre el techo del vehículo y en seguida todo el cuerpo se deslizó y cayó con delicadeza sobre el polvo de la carretera.

—Tú ve al otro lado —ordenó el policía, guardándose la porra— y entre los dos meteremos este saco de mierda en el coche.

Dos o tres minutos más tarde, después de dejar caer por dos veces el cuerpo pesado e inconsciente de Lobo en la carretera, se alejaban a toda velocidad en dirección a Cayuga.

—Ya sé qué va a ocurriros, a ti y al imbécil de tu primo, si es tu primo, cosa que dudo.

El policía miró a Jack por el espejo retrovisor con unos ojos que parecían uvas pasas sumergidas en alquitrán fresco.

Toda la sangre del cuerpo de Jack bajaba en tropel por sus venas y el corazón le saltaba en el pecho. Acababa de recordar el cigarrillo que llevaba en el bolsillo de la camisa. Lo palpó y retiró en seguida la mano, antes de que el policía pudiera decir algo.

—Tengo que ponerle los zapatos —dijo Jack—. Se le han caído.

—Olvídalo —dijo el agente, pero no puso objeciones cuando Jack se agachó. Una vez fuera del ángulo de visión del espejo, calzó un pie de Lobo con uno de los mocasines rotos y luego extrajo rápidamente el porro del bolsillo y se lo metió en la boca. Lo mordió y partículas de un extraño sabor a hierbas le cubrieron la lengua. Empezó a desmenuzarlas con los dientes; algo le rascó la garganta y se enderezó, se tapó la boca con la mano y tosió con los labios cerrados. Cuando se le hubo aclarado la garganta, tragó a toda prisa la marihuana húmeda y pastosa, pasándose al final la lengua por los dientes para recoger todos los vestigios y manchas.

—Te esperan algunas sorpresas —anunció el policía—. Van a entrar algunos rayos de sol en tu alma.

—¿Rayos de sol en mi alma? —preguntó Jack, pensando que el policía le había visto meterse el porro en la boca.

—Y salirte unos callos en las manos, también —añadió el policía, mirando con expresión complacida la imagen culpable de Jack, reflejada en el espejo retrovisor.

El ayuntamiento de Cayuga era un sombrío laberinto de pasillos oscuros y escaleras estrechas que parecían ascender a habitaciones igualmente reducidas. El agua cantaba y rumoreaba en las cañerías.

—Dejad que os explique algo, muchachos —dijo el policía, dirigiéndoles hacia la última escalera a su derecha—. No estáis arrestados. ¿Comprendido? Se os ha detenido para interrogaros. No quiero escuchar ninguna tontería sobre hacer una llamada. Estaréis en el limbo hasta que nos digáis quiénes sois y qué lleváis entre manos. ¿Me habéis oído? En el limbo. En ninguna parte. Veremos al juez Fairchild, que es el magistrado, y si no nos decís la verdad, la cosa tendrá consecuencias funestas. Arriba, ¡en marcha!

Una vez arriba, el policía abrió una puerta. Una mujer de mediana edad, con gafas de metal y vestida de negro, levantó la vista de una máquina de escribir colocada de lado contra la pared del fondo.

—Otros dos prófugos —anunció el policía—. Dile que estamos aquí.

La secretaria asintió, cogió el teléfono y dijo unas palabras.

—Podéis entrar —les comunicó, paseando la mirada de Lobo a Jack y viceversa.

El policía les empujó por la antesala hasta la puerta de una habitación de doble tamaño, decorada con estanterías de libros en una pared y fotografías, diplomas y certificados en la otra. Las largas ventanas del fondo tenían las persianas bajadas. Un hombre alto y flaco, vestido de oscuro, con una camisa blanca arrugada y una corbata estrecha de estampado indefinido se levantó de detrás de una vieja mesa de madera que debía medir dos metros de longitud. El rostro del hombre era un mapa de arrugas en relieve y sus cabellos tan negros que debían estar teñidos. El humo acre de muchos cigarrillos flotaba visiblemente en el aire.

—Vamos a ver, ¿a quién tenemos aquí, Franky? —Su voz era extrañamente profunda, casi teatral.

—Unos chicos que he recogido en la carretera de French Lick, ante la casa de Thompson.

Las arrugas del juez Fairchild se contrajeron en una sonrisa mientras miraba a Jack.

—¿Llevas encima alguna documentación, hijo?

—No, señor —respondió Jack.

—¿Has dicho toda la verdad al agente Williams? El cree que no o no estaríais aquí.

—Sí, señor —respondió Jack.

—A ver, cuéntame tu historia. —Rodeó la mesa, desdibujando las capas de humos de encima de su cabeza y se sentó y apoyó a medias en la esquina más próxima a Jack. Encendió un cigarrillo guiñando un ojo y Jack vio los ojos pálidos y hundidos del juez mirarle a través del humo sin el menor rastro de piedad.

Era otra vez la planta nepente.

Respiró hondo.

—Me llamo Jack Parker. Él es mi primo y también se llama Jack, Jack Lobo, pero su verdadero nombre es Philip. Vivía con nosotros en Daleville porque su padre ha muerto y su madre estaba enferma y ahora yo le acompaño a su casa de Springfield.

—Es retrasado, ¿verdad?

—Un poco lento —concedió a Jack, mirando a Lobo. Su amigo parecía consciente sólo a medias.

—¿Cómo se llama tu madre? —preguntó el juez a Lobo, pero éste no reaccionó de ningún modo. Tenía los ojos cerrados y las manos metidas en los bolsillos.

—Se llama Helen —contestó Jack—, Helen Vaughan. El juez bajó de la mesa y se acercó lentamente a Jack.

—¿Has bebido, hijo? No tienes mucho equilibrio.

—No.

El juez se detuvo a treinta centímetros de Jack y se agachó.

—Déjame oler tu aliento.

Jack abrió la boca y espiró aire.

—No. No has bebido. —El juez volvió a enderezarse—. Pero ésta es la única verdad que has dicho. Tú intentas tomarme el pelo, muchacho.

—Siento haber hecho autostop —dijo Jack, consciente de que ahora debía hablar con mucha cautela. No sólo lo que dijera podía determinar que él y Lobo quedaran libres, sino que experimentaba cierta dificultad en pronunciar las palabras; todo parecía ocurrir con una lentitud exagerada. Como en el cobertizo, los segundos se habían independizado del metrónomo—. De hecho, casi nunca hacemos autostop porque Lobo, es decir, Jack, odia viajar en coche. No lo haremos nunca más. No hemos hecho nada malo, señor, y ésta es la pura verdad.

—No has comprendido, hijo mío —dijo el juez y sus ojos hundidos volvieron a brillar. Está disfrutando, comprendió Jack. El juez Fairchild retrocedió lentamente hasta situarse detrás de la mesa—. La cuestión no es el autostop. Vosotros dos estáis viajando solos, sin procedencia ni rumbo preciso, lo cual os convierte en verdaderos delincuentes potenciales. —Su voz era como la miel oscura—. Pues bien, en este condado tenemos una institución que consideramos excepcional…, por cierto, aprobada y fundada por el estado, y que parece hecha a la medida para chicos como vosotros. Se llama el Hogar Cristiano de Sol Gardener para Chicos Descarriados. La obra del señor Gardener con los muchachos de vuestra clase ha sido casi milagrosa. Le hemos enviado casos difíciles y al poco tiempo los ha visto de rodillas, pidiendo perdón al Señor. Yo diría que esto es bastante especial, ¿no te parece?

Jack tragó saliva. Tenia la boca más seca que cuando estaba en el cobertizo.

—Ah, señor, es muy urgente que lleguemos a Springfield. Todos se extrañarán…

—Lo dudo mucho —dijo el juez, sonriendo con todas sus arrugas—. Pero te diré una cosa. En cuanto los dos estéis de camino al Hogar de Sol, telefonearé a Springfield e intentaré obtener el número de la tal Helen… ¿Lobo, verdad? ¿O es Helen Vaughan?

—Vaughan —contestó Jack, sonrojándose como si tuviera fiebre.

—Ya —dijo el juez.

Lobo meneó la cabeza, parpadeó y puso la mano sobre el hombro de Jack.

—Ya recobras el conocimiento, ¿eh, hijo? —preguntó el juez—. ¿Puedes decirme tu edad?

Lobo volvió a parpadear y miró a Jack.

—Dieciséis años —contestó éste.

—¿Y tú?

—Doce.

—Oh, aparentas unos cuantos más. Otro motivo para preocuparse de que recibas ayuda ahora, antes de que te metas en problemas más serios. ¿No lo crees así, Franky?

—Amén —dijo el policía.

—Muchachos, volved aquí dentro de un mes —sentenció el juez— y entonces veremos si ha mejorado vuestra memoria. ¿Por qué tienes los ojos tan enrojecidos?

—Noto una sensación rara en ellos —contestó Jack y el policía emitió un ladrido, que en realidad era una risa, como comprendió Jack un segundo después.

—Llévatelos ya, Franky —ordenó el juez, que estaba descolgando el teléfono—. Dentro de treinta días seréis muy diferentes, podéis estar seguros.

Mientras bajaban las escaleras del ayuntamiento de ladrillo rojo, Jack preguntó a Franky Williams por qué el juez había preguntado cuántos años tenían. El policía se detuvo en el último escalón y dio media vuelta para dirigir a Jack una mirada maliciosa.

—El viejo Sol suele aceptarlos a partir de doce años y dejarlos libres a los diecinueve. —Sonrió—. ¿De verdad no le has oído nunca por radio? Es lo más famoso que tenemos por aquí. Estoy casi seguro de que incluso en Daleville han oído hablar del viejo Sol Gardener. —Sus dientes eran púas pequeñas y descoloridas, espaciadas de forma irregular.

3

Veinte minutos después volvían a estar en el campo.

Lobo había subido al asiento trasero del coche patrulla con una docilidad sorprendente. Franky Williams se había sacado la porra del cinturón y dicho: «¿Quieres probar esto otra vez, pequeño monstruo? Quién sabe, quizá te espabilaría». Lobo tembló y arrugó la nariz, pero entró en el coche después de Jack, comenzando inmediatamente a respirar por la boca, tapándose la nariz con la mano.

—Nos escaparemos de este lugar. Lobo —le susurró Jack al oído—. Un par de días y encontraremos el medio.

—Nada de charlas —dijo el policía desde el asiento delantero. Jack sentía un extraño sosiego. Estaba seguro de que encontrarían un modo de escapar. Se apoyó contra el respaldo de plástico, con la mano de Lobo en la suya, y contempló pasar los campos.

—Ahí está —dijo Franky Williams—, vuestro futuro hogar. Jack vio un montón de altos muros de ladrillo levantados surrealísticamente en medio de los campos. Demasiado altos para ver el interior, los muros que rodeaban el Hogar de Sol estaban rematados por tres alambradas de púas y fragmentos de vidrio empotrados en el cemento. El coche pasaba ahora ante unos campos baldíos cercados por alambradas de púas.

—Tiene una extensión de veinticuatro hectáreas —explicó Williams—, y todo está rodeado de muros o alambradas, podéis creerlo. Los mismos muchachos los levantaron.

Una ancha verja de hierro interrumpía el muro donde la carretera se curvaba hacia los terrenos de la institución. En cuanto el coche patrulla entró en la curva, la verja se abrió, accionada por alguna señal electrónica.

—Una cámara de televisión —explicó el policía—. Están esperando a los dos pescados frescos.

Jack se inclinó hacia delante y acercó la cara a la ventanilla. Unos chicos con chaqueta de dril trabajaban en los campos, cavando, rastrillando y empujando carretillas.

—Me habéis hecho ganar veinte dólares, por atontados —dijo Williams—, y otros veinte al juez Fairchild. ¿No es estupendo?