JACK EN EL COBERTIZO
Aquella noche acamparon en las ruinas de una casa incendiada, a un lado de la cual había un extenso campo y al otro un bosquecillo. En el extremo del campo se levantaba una granja, pero Jack pensó que él y Lobo estarían más seguros si permanecían quietos dentro de la casa. Al anochecer. Lobo fue al bosque; caminaba despacio, con la cara muy cerca del suelo. Hasta que desapareció de su vista, Jack pensó que Lobo parecía un hombre miope buscando las gafas que se le habían caído. Estuvo muy nervioso (con visiones de Lobo atrapado en una trampa de acero, mordiéndose la pata con expresión sombría pero sin aullar…) hasta que Lobo regresó, casi erguido esta vez, cargado con unas plantas cuyas raíces pendían de sus dos puños.
—¿Qué llevas ahí. Lobo? —inquirió Jack.
—Medicinas —dijo Lobo con laconismo—, pero no son muy buenas, Jack. ¡Lobo! ¡Nada es muy bueno en tu mundo!
—¿Medicinas? ¿Qué quieres decir?
Pero Lobo se negó a dar más explicaciones. Extrajo dos cerillas de madera del bolsillo de la pechera, encendió un fuego sin humo y pidió a Jack que buscara una lata. Jack encontró una lata de cerveza en la zanja; Lobo la olió y arrugó la nariz.
—Más malos olores. Necesito agua, Jack, agua limpia. Iré yo a buscarla si tú estás demasiado cansado.
—Lobo, quiero saber qué te propones.
—Iré yo —dijo Lobo—. Hay una granja al otro lado del campo. ¡Lobo! Allí tendrán agua. Tú descansa.
Jack se imaginó a la esposa del granjero mirando por la ventana de la cocina mientras lavaba los platos de la cena y viendo a Lobo merodear por su patio con una lata de cerveza en una mano peluda y un manojo de hierbas y raíces en la otra.
—No, iré yo —dijo.
La granja estaba a unos ciento cincuenta metros de donde habían acampado; las luces cálidas y amarillentas se veían con claridad a través del campo. Jack fue hasta allí, llenó sin incidentes la lata de cerveza bajo el grifo del cobertizo y dio media vuelta. Cuando había recorrido la mitad del camino se dio cuenta de que podía ver su sombra y miró hacia el cielo.
La luna, ya casi llena, asomaba por el horizonte del este.
Preocupado, Jack volvió al lado de Lobo y le dio la lata de agua. Lobo olfateó, hizo una mueca, pero no dijo nada. Puso la lata sobre el fuego y empezó a meter por la abertura trochos desmenuzados de las plantas. A los cinco minutos, más o menos, un vapor maloliente se elevó en el aire, mejor dicho, un hedor espantoso. Jack arrugó la nariz. No le cabía la menor duda de que el brebaje lo mataría. Seguramente de un modo lento y horrible.
Cerró los ojos y empezó a roncar ruidosa y teatralmente. Si Lobo creía que estaba dormido, no le despertaría. Nadie despertaba a los enfermos, ¿verdad? Y Jack estaba enfermo; la fiebre le había vuelto al anochecer y ahora todo su cuerpo ardía y de vez en cuando tenía escalofríos, a pesar de que sudaba por todos sus poros.
Mirando a través de las pestañas, vio a Lobo apartar la lata del fuego para que se enfriara. Entonces se recostó y miró hacia arriba, con las manos peludas abrazando sus rodillas y la cara soñadora y, en cierto modo, hermosa.
Está mirando la luna, pensó Jack con un principio de temor.No nos acercamos al rebaño durante la transformación. ¡Por Jason, no! ¡Nos los comeríamos! Lobo, dime una cosa: ¿soy yo el rebaño ahora?
Jack se estremeció.
Cinco minutos después —Jack casi se había dormido de verdad para entonces— Lobo se inclinó sobre la lata, olfateó, asintió, la cogió en sus manos y se acercó a donde Jack se apoyaba contra una viga ennegrecida por el fuego, con una camisa detrás de la cabeza a guisa de almohada. Jack cerró con fuerza los ojos y reanudó los ronquidos.
—Vamos, Jack —reprendió jovialmente Lobo—, sé que estás despierto. No puedes engañar a Lobo.
Jack abrió los ojos y miró a Lobo con cierto resentimiento.
—¿Cómo lo sabías?
—La gente huele a despierto y a dormido —explicó Lobo—. Incluso los Forasteros deben saber esto, ¿o no?
—Me parece que no lo sabemos —contestó Jack.
—De todos modos, has de beber esta medicina. Tómatela de un sorbo, Jack, aquí y ahora.
—No la necesito —dijo Jack. El olor que despedía la lata era mohoso y rancio.
—Jack —insistió Lobo—, también hueles a enfermo. Jack le miró sin decir nada.
—Sí —repitió Lobo—, y estás empeorando. No es grave, pero, ¡Lobo!, lo será si no tomas una medicina.
—Lobo, apuesto algo a que eres estupendo en eso de olfatear hierbas y otras cosas en los Territorios, pero ése es el País de los Malos Olores, ¿recuerdas? Es probable que aquí hayas metido ambrosía y zumaque venenoso y vicia amarga y…
—Son cosas buenas —interrumpió Lobo—, sólo que poco fuertes, malditas sean. —Lobo adoptó una expresión melancólica—. No todo huele mal aquí, Jack; también hay buenos olores, aunque son como las plantas medicinales: débiles. Creo que en otro tiempo fueron fuertes.
Lobo miró otra vez la luna con ojos soñadores y Jack volvió a sentirse intranquilo.
—Apuesto algo a que este lugar fue bueno en otros tiempos —dijo—. Limpio y lleno de fuerza…
—Lobo —interrumpió Jack en voz baja—, Lobo, te ha crecido de nuevo el pelo de las palmas.
Lobo dio un respingo y miró a Jack. Por un instante —pudo ser su imaginación febril y, en todo caso, sólo duró un instante—, Lobo miró a Jack con un hambre clara y ávida. En seguida se sacudió, como para ahuyentar una pesadilla.
—Sí —contestó—, pero no quiero hablar de esto ni quiero que tú lo menciones. No importa, todavía no. ¡Lobo! Bebe de una vez la medicina, Jack; es todo lo que tienes que hacer.
Era evidente que Lobo no aceptaría una negativa; si Jack no tomaba la medicina, Lobo creería su deber abrirle las mandíbulas y vertérsela en la boca.
—Recuerda que si me mata, tú te quedarás solo —dijo sombríamente Jack, cogiendo la lata, que aún estaba caliente.
Una expresión de terrible congoja apareció en el rostro de Lobo, que empujó hacia arriba sus gafas redondas.
—No quiero hacerte daño, Jack; Lobo nunca quiere hacer daño a Jack. —La expresión era tan franca y estaba tan llena de angustia, que habría resultado ridicula de no ser por su evidente sinceridad.
Jack cedió y bebió el contenido de la lata; no podía resistir aquella mirada de ansiedad ofendida. El sabor era tan horrible como había imaginado… y por un momento, ¿no osciló el mundo? ¿No osciló como si él estuviera a punto de saltar a los Territorios?
—¡Lobo! —gritó—. ¡Lobo, cógeme la mano! Lobo obedeció, ansioso y excitado a la vez.
—¡Jack! ¡Jacky! ¿Qué ocurre?
El sabor de la medicina empezó a desaparecer de su boca y al mismo tiempo sintió en el estómago un calor agradable, la clase de calor que le proporcionaba un sorbo de coñac en las pocas ocasiones en que su madre le había permitido beberlo. Y el mundo volvió a recuperar su solidez. Quizá aquella breve oscilación sólo había sido imaginaria… aunque Jack no lo creía.
Casi nos hemos ido. Durante un momento nos hemos acercado mucho. Quizá pueda hacerlo sin el zumo mágico… ¡Quizá si!
—¡Jack! ¿Qué pasa?
—Estoy mejor —respondió, sonriendo con un esfuerzo—. Me siento mejor, esto es todo. —Y descubrió que era cierto.
—También hueles mejor —dijo con alegría Lobo—. ¡Lobo! ¡Lobo!
Continuó mejorando al día siguiente, pero estaba débil. Lobo le llevó «a caballo» y avanzaron un poco hacia el oeste. Al atardecer empezaron a buscar un sitio donde pasar la noche. Jack vislumbró un cobertizo de madera en un barranco pequeño y sucio, lleno de basura y neumáticos viejos. Lobo asintió sin hablar apenas. Había estado callado y de mal talante durante todo el día.
Jack concilio el sueño casi inmediatamente y se despertó alrededor de las once porque necesitaba orinar. Miró a su lado y vio que el lugar de Lobo estaba vacío. Pensó que habría ido a buscar hierbas para suministrarle el equivalente de una inyección de vitaminas. Arrugó la nariz, pero si Lobo quería darle a beber más brebaje, lo bebería. No cabía duda de que su estado había mejorado mucho.
Rodeó el cobertizo, un muchacho esbelto y erguido, con pantalones cortos, zapatillas sin cordones y camisa abierta. Orinó durante largo rato, mirando al cielo. Era una de aquellas noches engañadoras no muy infrecuentes en el medio oeste en octubre y principios de noviembre, poco antes de que el invierno se presente con una embestida intensa y cruel. Hacía un calor casi tropical y la brisa suave era como una caricia.
Sobre su cabeza flotaba la luna, blanca, redonda y bella, que proyectaba un resplandor claro y a la vez fantasmagórico sobre todas las cosas, iluminando y oscureciendo simultáneamente el paisaje. Jack la miró con fijeza, consciente de que estaba casi hipnotizado y sin que ello le importara mucho.
No nos acercamos al rebaño durante la transformación. ¡Por Jason, no!
¿Soy yo el rebaño ahora. Lobo?
La luna tenía una cara. Jack vio sin sorpresa que era la cara de Lobo… pero sin ser franca y abierta y un poco sorprendida, llena de bondad y sencillez. Esta cara era estrecha, ah, sí, y oscura; oscura por el pelo, pero el pelo no importaba. Era oscura por la determinación.
No nos acercamos, nos los comeríamos, los comeríamos, los comeríamos, Jack, cuando nos transformamos los…
La cara de la luna, un claroscuro tallado en hueso, era la cara de un animal con las fauces abiertas y la cabeza inclinada en aquel momento final que antecede al salto, enseñando todos los dientes.
Los comeríamos, los mataríamos, los mataríamos, mataríamos, MATARÍAMOS, MATARÍAMOS.
Un dedo tocó el hombro de Jack y resbaló despacio hasta su cintura.
Jack estaba de pie con el pene en la mano, el prepucio entre el índice y el pulgar, contemplando la luna. Ahora brotó de él un nuevo y abundante chorro de orina.
—Te he asustado —dijo Lobo detrás de él—. Lo siento, Jack. Que Dios me maldiga.
Sin embargo, durante un instante Jack no creyó que Lobo lo sintiera.
Durante un instante le pareció que Lobo sonreía.
Y tuvo de repente la seguridad de que iba a ser devorado.
¿Una casa de ladrillo? —pensó con incoherencia—. Ni siquiera tengo una casa de paja donde refugiarme. Ahora llegó el miedo, un terror seco en las venas, más caliente que la fiebre más alta.¿Quién teme al Lobo feroz, al Lobo feroz, al Lobo feroz…?
—¡Jack!
Yo, Dios mío, yo temo al Lobo feroz…
Se volvió con lentitud.
La cara de Lobo, que sólo estaba cubierta de un ligero vello cuando los dos se habían acostado en el cobertizo, lucía ahora una poblada barba que empezaba más arriba de los pómulos, dando la impresión de juntarse con los cabellos de las sienes. En sus ojos brillaba una luz anaranjada.
—Lobo, ¿te encuentras bien? —preguntó Jack en un murmullo ronco y entrecortado. No podía hablar más alto.
—Sí —respondió Lobo—. He estado corriendo con la luna. Es hermosa. He corrido y corrido… mucho. Pero estoy bien, Jack.
—Lobo sonrió para demostrar que se encontraba bien, enseñando dos hileras de colmillos gigantes. Jack retrocedió, mudo por el terror. Era como mirar al interior de la boca del Alien de las películas.
Lobo vio su expresión y la congoja se reflejó en sus facciones cada vez más toscas y marcadas. Pero por debajo de la congoja —y no muy por debajo— había algo más, algo que brincaba, sonreía y enseñaba los dientes. Algo que perseguiría a su presa hasta que ésta sangrara por el hocico en su terror, hasta que gimiera y suplicara. Algo que reiría mientras despedazara a la vociferante presa.
Algo que reiría aunque la presa fuera él.
En especial si era él.
—Jack, lo siento —dijo Lobo—. La hora… se acerca. Tendremos que hacer algo… Mañana. Tendremos que… tendremos que…
—Miró hacia arriba y la expresión hipnotizada distendió su rostro mientras lo levantaba hacia el cielo.
Levantó la cabeza y aulló.
Y Jack creyó oír —muy débilmente— al Lobo de la luna aullar como respuesta.
El horror le invadió, silencioso y total. Ya no durmió más aquella noche.
Al día siguiente, Lobo estaba mejor. Por lo menos, un poco mejor, pero enfermo por la tensión. Mientras intentaba explicar a Jack lo que debían hacer —del mejor modo posible para él—, un reactor voló sobre sus cabezas. Lobo se levantó de un salto, salió afuera y aulló al aparato, agitando los puños hacia el cielo. Sus pies peludos volvían a estar descalzos. Se habían hinchado, rompiendo los mocasines baratos.
Intentó explicar a Jack lo que debían hacer, pero sólo podía guiarse por antiguos cuentos y rumores. Sabía cómo era e] cambio en su propio mundo, pero intuía que podía ser mucho peor —más potente y más peligroso— en el país de los Forasteros. Y ahora la sintió, sintió aquella potencia dentro de sí y tuvo la seguridad de que esta noche, cuando la luna saliera, se enseñorearía de él.
Repitió una y otra vez que no quería hacer daño a Jack, que prefería matarse que causar daño a Jack.
Daleville era la ciudad pequeña más próxima. Jack llegó poco después de que el reloj de la audiencia diera las doce del mediodía y entró en la ferretería Bueno y Barato con una mano en el bolsillo donde tenia su disminuido fajo de billetes.
—¿Qué deseas, hijo?
—Quiero comprar un candado, señor —contestó Jack.
—Entonces, ven por aquí y les echaremos una mirada. Tenemos Yale, Mosler y Lok-Tite, el que más te guste. ¿Qué clase de candado necesitas?
—Uno grande —dijo Jack, mirando al empleado con sus ojos sombreados, un poco inquietantes. Su rostro estaba demacrado, pero seguía convenciendo con su extraña belleza.
—Uno grande —repitió el dependiente—. ¿Y para qué lo quieres, si puedo preguntarlo?
—Para mi perro —contestó Jack con voz firme. Una historia. Siempre querían una historia. Se había inventado ésta mientras venía del cobertizo donde habían pasado las dos últimas noches—. Lo necesito para mi perro. Tengo que encerrarte porque muerde.
El candado que eligió le costó diez dólares, por lo que salió con sólo diez dólares en el bolsillo. Le dolía gastar tanto y casi se había decidido por uno más barato… pero entonces recordó el aspecto de Lobo la noche anterior, mientras aullaba a la luna con un resplandor anaranjado en los ojos.
Pagó los diez dólares.
Enseñó el pulgar a todos los coches que pasaron para volver al cobertizo, pero ninguno hizo caso, naturalmente; quizá parecía demasiado excitado, demasiado frenético. No cabía duda de que así se sentía: excitado y frenético. El periódico que el dependiente de la ferretería le había dejado hojear prometía que el sol se pondría exactamente a la seis de la tarde. La salida de la luna no se mencionaba, pero Jack calculó que no sería más tarde de las siete. Ya era la una y no tenía idea de dónde haría pasar la noche a Lobo.
Tienes que encerrarme, Jack —había dicho Lobo—, tienes que encerrarme bien, porque si salgo haré daño a todo cuanto encuentre en mi camino y se deje coger. Incluso a ti, Jack, incluso a ti, de modo que debes encerrarme y no permitir que salga, haga lo que haga y diga lo que diga. Tres días, Jack, hasta que la luna empiece a adelgazar otra vez. Tres días… incluso cuatro, si no estás completamente seguro. Sí, pero ¿dónde? Tenía que ser un lugar apartado de la gente, para que nadie pudiera oírle si —cuando, rectificó de mala gana— Lobo empezara a aullar. Y tenía que ser además un lugar mucho más resistente que el cobertizo donde pernoctaban ahora. Si Jack clavaba el bonito candado de diez dólares en la puerta de aquel lugar. Lobo derribaría la pared de atrás.¿Dónde?
Lo ignoraba, pero sabía que sólo disponía de seis horas para encontrar un sitio… quizá menos. Jack aceleró aún más el paso.
Hasta ahora había pasado por delante de varias casas vacías, pernoctado incluso en una de ellas y Jack no dejó de buscar, una vez hubo abandonado Daleville, viviendas que dieran la impresión de estar desocupadas: ventanas sin visillos ni cortinas, letreros de EN VENTA, hierba alta como el segundo escalón del porche y la falta de vida común a todas las casas deshabitadas. No es que esperase encerrar a Lobo en el dormitorio de un granjero durante los tres días de su transformación; Lobo sería capaz de derribar la puerta. Sin embargo, una de las granjas tenía una bodega que hubiera servido.
Una resistente puerta de roble encajada en la tierra, como una puerta de cuento de hadas, que daba acceso a una habitación sin paredes ni techo: una habitación subterránea, una cueva en la cual ningún ser viviente podía excavar una salida en menos de un mes. La bodega habría servido para encerrar a Lobo y el suelo y las paredes de tierra habrían impedido que se hiciera daño a sí mismo.
Pero la granja vacía y la bodega estaban a unos sesenta o setenta kilómetros del cobertizo. No podrían recorrer esta distancia en el tiempo que faltaba para que saliera la luna. ¿Y estaría Lobo dispuesto a correr sesenta kilómetros con el único propósito de someterse a un encierro solitario y sin comida, tan cerca del momento de su transformación?
¿Y si ya había pasado demasiado tiempo? ¿Y si Lobo estaba demasiado cerca del momento crítico y se negaba a cualquier clase de confinamiento? ¿Y si aquel aspecto ávido y oscuro de su carácter predominaba de repente y empezaba a mirar a su alrededor en este extraño mundo nuevo, preguntándose dónde se escondía la comida? El gran candado que amenazaba con rasgar las costuras del bolsillo de Jack no serviría de nada.
Jack se daba cuenta de que podía retroceder, volver a Daleville y continuar su camino. En dos días llegaría a Lapel o Cicero y tal vez podría trabajar una tarde en un supermercado o como jornalero en una granja, ganar unos dólares para una comida o dos y continuar hasta la frontera de Illinois durante unos días. Illinois sería fácil, pensó Jack; ignoraba cómo lo haría, pero estaba bastante seguro de que podría llegar a Springfiel y la Thayer School sólo uno día o dos después de entrar en el estado.
Mientras vacilaba en la carretera, a pocos metros del cobertizo, Jack se preguntó, perplejo: ¿cómo explicaría la presencia de Lobo a Richard Sloat? ¿A su antiguo camarada de gafas redondas, corbata y zapatos de cuero fino? Richard Sloat era totalmente racional y, aunque muy inteligente, testarudo. Si no podía ver una cosa, era porque no existía. A Richard nunca le habían interesado los cuentos de hadas, ni siquiera de niño; las películas de Disney sobre hadas madrinas que convertían calabazas en carrozas y reinas malvadas que tenían espejos parlantes nunca le habían emocionado. Semejantes fantasías eran demasiado absurdas para reclamar la atención de Richard, ni a los seis ni a los ocho o diez años; en cambio, se entusiasmaba, por ejemplo, ante la fotografía de un microscopio electrónico. El entusiasmo de Richard se había volcado en el cubo de Rubik, que sabía resolver en menos de noventa segundos, pero Jack no creía que llegara a aceptar a un hombre lobo de dieciséis años y dos metros de estatura.
Por un momento, Jack se detuvo, indeciso, en la carretera; durante un momento pensó incluso que seria capaz de dejar atrás a Lobo y continuar solo su viaje al encuentro de Richard y después del Talismán.
¿Y si soy el rebaño?, se preguntó en silencio. Pero entonces recordó a Lobo bajando hasta la orilla del río en pos de sus pobres y aterrados animales y echándose al agua para salvarlos.
El cobertizo estaba vacío. En cuanto Jack vio la puerta abierta supo que Lobo se había marchado a alguna parte, pero bajó a trompicones por el barranco, sorteando los montones de basura, incrédulo. Lobo no podía haberse alejado más de unos metros y, no obstante, lo había hecho.
—He vuelto —llamó a gritos—. ¡Lobo! Ya tengo el candado. Sabía que hablaba consigo mismo y una ojeada al cobertizo se lo confirmó. Su mochila estaba sobre el pequeño banco de madera, al lado de un montón de revistas fechadas en 1973. En un rincón del cobertizo sin ventanas habían sido amontonados troncos de todas las medidas, como si alguien hubiese intentado sin mucho interés almacenar leña. Aparte de esto, no había nada más en el interior. Jack dio la espalda a la puerta abierta y miró hacia el barranco, sin saber qué hacer.
Entre las malas hierbas se veían algunos viejos neumáticos, un fajo de panfletos políticos descoloridos y medio podridos que aún ostentaban el nombre de LUGAR, una abollada matricula azul y blanca de Connecticut, botellas de cerveza con etiquetas tan desteñidas que ya eran blancas… pero ni rastro de Lobo. Jack levantó las manos para formar una bocina con ellas.
—¡Eh, Lobo! ¡Ya he vuelto! No esperaba respuesta y no la obtuvo. Lobo se había marchado.
—Mierda —dijo Jack y se puso las manos en las caderas. Emociones contradictorias, exasperación, alivio y ansiedad, se apoderaron de él. Lobo se había marchado con objeto de salvar la vida a Jack; tal tenía que ser el significado de su desaparición. En cuanto Jack se fue a Daleville, su compañero se habría esfumado, corriendo, con aquellas piernas infatigables, y ahora ya estaría a varios kilómetros de distancia, esperando que saliera la luna. En estos momentos. Lobo podía estar en cualquier parte.
Esta idea formaba parte de la ansiedad de Jack. Lobo podía haberse adentrado en el bosque visible al fondo del largo campo que bordeaba el barranco y en el bosque haberse hartado de conejos, ratones y cualquier otro animal que lo habitase: topos, tejones y todo el reparto de El viento entre los sauces. Lo cual habría sido muy conveniente. Sin embargo, Lobo también podía haber olfateado al ganado, fuera cual fuese, y estar ahora en un verdadero peligro. También, siguió pensando Jack, podía haber olfateado al granjero y a su familia. O aún peor, haberse dirigido a una de las ciudades que se encontraban al norte. Jack no podía estar seguro, pero creía que un Lobo transformado podía ser muy capaz de despedazar por lo menos a media docena de personas antes de que alguien lograse matarlo.
—Maldita sea, maldita sea, maldita sea —murmuró, empezando a trepar por el otro lado del barranco. No tenía muchas esperanzas de ver a Lobo; era muy probable que no volviera a verle nunca más. Al cabo de unos días leería en el periódico local de alguna ciudad pequeña la horrorizada descripción de la carnicería causada por un enorme lobo que por lo visto había aparecido en la Calle Mayor en busca de comida. Y habría más nombres. Más nombres como Thielke, Heidel, Hagen…
Al principio miró hacia la carretera, todavía con la esperanza de ver la forma gigantesca de Lobo alejándose hacia el este… resuelto a no encontrarse con Jack cuando éste volviera de Daleville. Pero la larga carretera estaba tan desierta como el cobertizo.
Naturalmente.
El sol, tan exacto como su reloj de pulsera, estaba bastante por debajo de su meridiano.
Jack se volvió, desesperado, hacia el largo campo y el lindero del bosque que lo limitaba. Nada se movía, a excepción de las puntas del rastrojo, que se inclinaba bajo la brisa fría y caprichosa.
CONTINÚA LA CAZA DEL LOBO ASESINO era uno de los titulares que leería al cabo de pocos días de camino.
Entonces se movió un peñasco del lindero del bosque y Jack se dio cuenta de que el peñasco era Lobo. En cuclillas, miraba fijamente a Jack.
—Oh, fastidioso hijo de perra —dijo Jack y en medio de su alivio reconoció que una parte de él se había alegrado secretamente de la marcha de Lobo. Se dirigió hacia él.
Lobo no se movió, pero su postura se intensificó en cierto modo, volviéndose más consciente y eléctrica. El siguiente paso de Jack exigió más valor que los primeros.
Veinte metros más allá vio que Lobo había continuado cambiando. El pelo era más tupido y brillante, como si se lo hubiera lavado y secado al aire; y ahora la barba parecía comenzar realmente justo debajo de los ojos. El cuerpo entero, pese a estar en cuclillas, daba la impresión de ser más ancho y fuerte. Los ojos, refulgentes como fuego líquido, tenían la tonalidad anaranjada de la víspera de Todos los Santos.
Jack se obligó a acercarse un poco más. Casi se detuvo cuando creyó ver que Lobo tenía zarpas en lugar de manos, pero un momento después vio que tanto manos como pies estaban totalmente cubiertos de un pelo grueso y oscuro. Lobo seguía mirándole con sus ojos ardientes; Jack acortó la distancia que les separaba y luego se detuvo. Por primera vez desde que viera a Lobo guardando el rebaño junto a un río de los Territorios, no podía leer su expresión. Quizá Lobo se había vuelto ya demasiado diferente o quizá el pelo cubría demasiada parte de su cara. De lo único que Jack estaba seguro, era de que Lobo era presa de una emoción muy fuerte.
Se paró en seco a unos tres metros de distancia y se obligó a mirar a los ojos del hombre lobo.
—Ya se acerca, Jacky —dijo Lobo, abriendo la boca en la horrible parodia de una sonrisa.
—Creí que habías huido —contestó Jack.
—Me he sentado aquí para verte llegar. ¡Lobo! Jack no supo cómo interpretar esta declaración. En cierto modo le recordó a Caperucita Roja. Los dientes de Lobo no parecían especialmente afilados y fuertes.
—Ya tengo el candado —dijo, sacándoselo del bolsillo y enseñándoselo—. ¿Se te ha ocurrido algo mientras he estado fuera, Lobo?
Toda la cara de Lobo —ojos, dientes, todo— se encendió al mirar a Jack.
—Ahora eres el rebaño, Jacky —dijo y, levantando la cabeza, profirió un largo y potente aullido.
Un Jack Sawyer menos asustado podría haber dicho: «Deja de aullar, ¿quieres?» o «Si continúas así, acudirán todos los perros del condado», pero las dos frases se quedaron atascadas en su garganta. Estaba demasiado aterrado para pronunciar una palabra. Lobo volvió a dedicarle aquella sonrisa, como si anunciara cuchillos Ginsu por televisión, y se puso en pie sin esfuerzo. Las gafas estilo John Lennon parecían confundirse con el hirsuto final de su barba y el abundante pelo que le caía sobre las sienes. Jack tuvo la impresión de que medía por lo menos dos metros y medio y era tan pesado como los cuñetes de cerveza del bar Oatley.
—Tenéis buenos olores en este mundo, Jacky —dijo Lobo. Y Jack comprendió por fin su estado de ánimo. Lobo estaba exaltado. Era como un hombre que acabase de ganar una competición particularmente, difícil después de vencer enormes obstáculos. En el fondo de esta emoción triunfante persistía aquella cualidad alegre y salvaje que Jack había visto una vez.
—¡Buenos olores! ¡Lobo! ¡Lobo!
Jack dio un pequeño paso hacia atrás, preguntándose si el viento llevaba su olor a Lobo.
—Antes no decías nada bueno sobre él —observó, sin demasiada coherencia.
—Antes era antes y ahora es ahora —replicó Lobo—. Cosas buenas. Muchas cosas buenas… todo alrededor. Lobo las encontrará, puedes estar seguro.
Esto fue peor porque ahora Jack pudo ver —pudo casi sentir— una avidez franca y confiada, un hambre completamente amoral en los ojos de tono rojizo. Me comeré todo lo que cace y mate. Cazar y matar.
—Espero que ninguna de estas cosas buenas sean personas, Lobo —dijo en voz baja.
Lobo levantó la barbilla y profirió una serie de ruidos burbujeantes, mitad carcajada, mitad aullido.
—Lobo necesita comer —contestó y su voz también era gozosa—. ¡Oh, Jacky, cómo necesitan comer los Lobos! ¡COMER! ¡Lobo!
—Tendré que encerrarte en ese cobertizo —observó Jack—. ¿Te acuerdas. Lobo? ¿Recuerdas el candado? Esperemos que resista tus embestidas. Vamos hacia allí ahora mismo. Lobo. Me estás asustando mucho.
Esta vez las carcajadas salieron en tropel del pecho de Lobo.
—¡Asustado! ¡Lobo ya lo sabe, Jacky! Hueles a asustado.
—No me sorprende —dijo Jack—. Vamos ahora al cobertizo, ¿de acuerdo?
—Oh, yo no me meto en ese cobertizo —declaró Lobo, sacando una lengua larga y puntiaguda de entre sus mandíbulas—. Yo no, Jacky. Lobo no. Lobo no puede ir al cobertizo. —Las mandíbulas se abrieron más y los dientes brillaron—. Lobo se acuerda, Jacky. ¡Lobo! ¡Aquí y ahora! ¡Lobo se acuerda!
Jack retrocedió.
—Más olor de miedo. Incluso en tus zapatos. ¡En tus zapatos, Jacky! ¡Lobo!
Unos zapatos que olieran a miedo eran por lo visto algo muy cómico.
—Lo que debes recordar es que has de entrar en ese cobertizo.
—¡Te equivocas! ¡Lobo! ¡Tú entrarás en el cobertizo, Jacky! ¡Me acuerdo! ¡Lobo! .
Los ojos del hombre lobo cambiaron de un ardiente anaranjado rojizo a una suave y satisfecha tonalidad morada.
—Me acuerdo del Libro del buen agricultor, Jacky. De la historia del Lobo que «no quería lastimar a su rebaño». ¿La recuerdas, Jacky? El rebaño entra en el corral. ¿Lo recuerdas? La puerta se cierra con candado. Cuando el Lobo sabe que se acerca su cambio, el rebaño entra en el corral y el candado se cierra. No quería lastimar a su rebaño. —Las mandíbulas volvieron a abrirse y la lengua larga y oscura se onduló en la punta en una perfecta imagen de felicidad—. ¡No! ¡No! ¡No lastimar al rebaño! ¡Lobo! ¡Ahora y aquí mismo!
—¿Quieres que permanezca encerrado en el cobertizo durante tres días? —preguntó Jack.
—Tengo que comer, Jacky —respondió con sencillez Lobo y el muchacho vio que sus ojos cambiantes le echaban una mirada oscura, rápida y siniestra—. Cuando la luna me lleva consigo, tengo que comer. Buenos olores aquí, Jacky. Mucha comida para Lobo. Cuando la luna me deje libre, Jacky saldrá del cobertizo.
—¿Y qué ocurrirá si yo no quiero estar encerrado durante tres días? —preguntó Jack.
—Entonces Lobo comerá a Jacky. Y será condenado.
—Todo esto figura en el Libro del buen agricultor, ¿verdad? Lobo asintió con la cabeza.
—Me he acordado. Me he acordado a tiempo, Jacky. Mientras te esperaba.
Jack aún estaba intentando adaptarse a la idea de Lobo. Tendría que pasar tres días sin comer. Lobo vagaría a su antojo. Él estaría prisionero y Lobo dispondría de todo el mundo. Sin embargo, quizá era la única manera de que pudiera sobrevivir a la transformación de Lobo. Si le daban a elegir entre un ayuno de tres días y la muerte, optaba por el estómago vacío. Y de pronto comprendió que esta inversión no era una inversión en realidad: él continuaría siendo libre, aun encerrado en el cobertizo, y Lobo continuaría siendo un prisionero aunque dispusiera de todo el mundo. Su jaula sería más grande que la de Jack, nada más.
—Entonces que Dios bendiga al Libro del buen agricultor, porque a mí no se me habría ocurrido nunca.
Lobo volvió a dirigirle una mirada radiante y luego miró el cielo con una expresión enigmática y nostálgica.
—Ya no tardará ahora, Jacky. Eres el rebaño. Tengo que encerrarte.
—Está bien —dijo Jack—. Supongo que debes hacerlo. Y esto también resultó extraordinariamente gracioso para Lobo, que profirió su risa aullante, cogió a Jack por la cintura y lo llevó en andas hasta el otro extremo del campo.
—Lobo cuidará de ti, Jack —dijo cuando se hubo cansado de aullar, mientras depositaba suavemente al muchacho en el borde superior del barranco.
—Lobo —dijo Jack.
Lobo abrió las mandíbulas y empezó a rascarse la ingle.
—No puedes matar a las personas, recuérdalo. Si has recordado aquella historia, también puedes recordar que no debes matar a las personas. Si lo haces, no te quepa duda de que te cazaré. Si matas a alguna persona, sólo a una, mucha gente vendrá a matarte a ti. Y te encontrarán. Lobo, te lo prometo. Clavarían tu pellejo a una tabla.
—A personas no, Jacky. Los animales huelen mejor que las personas. Ninguna persona. ¡Lobo!
Bajaron hasta el fondo del barranco. Jack sacó el candado del bolsillo y lo cerró varias veces alrededor del aro de metal que lo sujetaría, enseñando a Lobo cómo se usaba la llave.
—Después deslizas la llave por debajo de la puerta, ¿entendido? Cuando vuelvas, ya cambiado, te la pasaré por el mismo sistema. —Jack echó una ojeada a la parte inferior de la puerta; había una rendija de cinco centímetros entre ella y la tierra.
—Muy bien, Jacky. Me la pasarás por debajo.
—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó Jack—. ¿Debo entrar ya en el cobertizo?
—Siéntate aquí —dijo Lobo, señalando un lugar en el suelo del cobertizo, a unos treinta centímetros de la puerta.
Jack le miró con curiosidad y luego entró y se sentó. Lobo se puso en cuclillas justo delante de la puerta y, sin mirar siquiera a Jack, le alargó la mano. Jack la tomó; era como coger un animalito peludo del tamaño de un conejo. Lobo apretó con tanta fuerza que Jack estuvo a punto de gritar, pero no creía que Lobo le hubiese oído aunque hubiera gritado. Volvía a mirar hacia arriba, con el rostro soñador, sereno y extasiado. Al cabo de uno o dos segundos, Jack pudo mover un poco la mano dentro de la de Lobo para sentirse más cómodo.
—¿Vamos a estar así mucho rato? —preguntó. Lobo tardó casi un minuto en contestar.
—Hasta… —dijo, estrechando de nuevo la mano de Jack.
Permanecieron así, sentados a ambos lados del umbral, durante horas, en silencio, hasta que la luz empezó a palidecer. Lobo temblaba casi imperceptiblemente desde hacía veinte minutos y cuando el aire se oscureció, el temblor de su mano aumentó en intensidad. Como debe temblar un purasangre antes de comenzar la carrera —pensó Jack— esperando el pistoletazo y la apertura de la puerta.
—Ya empieza a llevarme con ella —murmuró Lobo—. Pronto correremos juntos, Jack. Ojalá pudieras venir tú también.
Volvió la cabeza para mirar a Jack y éste vio que aunque Lobo había hablado con franqueza, una parte importante de él decía en silencio: Podría correr tras de ti además de contigo, amiguito.
—Supongo que ya debemos cerrar la puerta —dijo Jack y trató de desasirse de la mano de Lobo, pero no pudo hasta que Lobo le soltó casi con desprecio.
—Encierro dentro a Jacky y encierro fuera a Lobo. —Sus ojos llamearon un momento, convirtiéndose en los ojos rojos y líquidos de Elroy.
—Recuerda, debes cuidar del rebaño —dijo Jack, retrocediendo hasta el centro del cobertizo.
—El rebaño entra en el corral y el candado se cierra. No Quiere Lastimar al Rebaño. —Los ojos de Lobo dejaron de echar chispas y volvieron a ser anaranjados.
—Pon el candado en la puerta.
—Maldita sea, es lo que estoy haciendo —contestó Lobo—, poniendo el maldito candado en la maldita puerta, ¿no lo ves? —Cerró la puerta con un golpe, dejando inmediatamente a Jack en plena oscuridad—. ¿Oyes esto, Jacky? Es el maldito candado.
—Jack oyó el clic del candado al cerrarse en torno al aro de metal y luego el engarzado de las armellas.
—Ahora la llave —dijo Jack.
—La maldita llave, aquí y ahora mismo —respondió Lobo y se oyó el ruido de la llave al entrar y salir de la cerradura. Un segundo después la llave rebotó contra el suelo polvoriento de debajo de la puerta con la fuerza suficiente para ir dando saltitos hasta los listones de madera del cobertizo.
—Gracias —suspiró Jack, agachándose y palpando los listones hasta que tocó la llave. Por un momento la apretó tanto contra la palma que casi la grabó en su piel; la magulladura, de la misma forma que el estado de Florida, le duraría casi cinco días, aunque él no se fijara en ello por la excitación de ser arrestado. Después se la guardó cuidadosamente en el bolsillo. Fuera, Lobo jadeaba a sacudidas regulares y nerviosas.
—¿Estás enfadado conmigo. Lobo? —murmuró Jack a través de la puerta.
Un puño aporreó la puerta del cobertizo.
—¡No! ¡No estoy enfadado! ¡Lobo!
—Muy bien —dijo Jack—. Recuérdalo, Lobo, ninguna persona. O te perseguirán y te matarán.
—¡Ninguna persooOOOOOUUUUUUUUJJJOOOOO! —La palabra terminó en un largo y confuso aullido. El cuerpo de Lobo se abalanzó contra la puerta y sus pies largos y peludos se introdujeron por la rendija de abajo. Lobo había aplanado todo el cuerpo contra la puerta del cobertizo.
—No estoy enfadado, Jack —murmuró Lobo, como si su aullido le hubiese avergonzado—. Lobo no está enfadado. Lobo está hambriento, Jacky. Ya falta poco, maldita sea, ¡muy poco!
—Lo sé —dijo Jack, con súbitos deseos de echarse a llorar; habría querido abrazar a Lobo. Y también deseaba (esto con más fuerza) haberse quedado más días en la granja y estar ahora ante una bodega, con Lobo preso en su interior.
Le asaltó de nuevo la extraña e inquietante idea de que Lobo estaba preso y seguro.
Los pies de Lobo desaparecieron de la rendija y Jack los imaginó más concentrados, delgados y estrechos.
Lobo gruñó, jadeó y volvió a gruñir. Se había apartado de la puerta. Profirió un sonido muy semejante a «Aaaah».
—¡Lobo! —llamó Jack.
Un aullido ensordecedor sonó más arriba del cobertizo. Lobo había trepado hasta el borde del barranco.
—Ten cuidado —dijo Jack, sabiendo que Lobo no podía oírle y temiendo que no le comprendería aunque estuviera lo bastante cerca para oír su recomendación.
Poco después se sucedieron una serie de aullidos: el sonido de un ser liberado o el sonido lleno de desesperación de alguien que se despierta y encuentra todavía prisionero; Jack no pudo decidir cuál de los dos. Tristes, salvajes y de una belleza extraña, los gritos del pobre Lobo saltaban al aire bañado por la luna como pañuelos lanzados a la noche. Jack no supo que estaba temblando hasta que cruzó los brazos y sintió que le vibraban contra el pecho y que éste también parecía vibrar.
Los aullidos disminuyeron al alejarse. Lobo corría con la luna.
Durante tres días y tres noches. Lobo se entregó a una búsqueda de comida casi incesante. Dormía desde el amanecer hasta pasado el mediodía en un hueco que descubrió bajo el tronco caído de un roble. No se sentía prisionero en absoluto, pese a los presentimientos de Jack. El bosque del otro lado del campo era extenso y en él abundaba la dieta natural de un lobo. Ratones, conejos, gatos, perros, ardillas… Encontró muchos y con facilidad. Podría haber permanecido en el bosque y comido más que suficiente para alimentarse hasta la próxima transformación.
Pero Lobo corría con la luna y era tan incapaz de limitarse al bosque como lo habría sido detener el proceso de su cambio. Vagó, conducido por la luna, por corrales y pastos, ante aisladas casas suburbanas y por carreteras en construcción donde tractores y apisonadoras gigantescas y asimétricas esperaban en los bordes como dinosaurios dormidos. La mitad de su inteligencia estaba en su sentido del olfato y no es una exageración sugerir que la nariz de Lobo, siempre sensible, había alcanzado ahora la cualidad de genial. No sólo podía oler un corral lleno de gallinas a ocho kilómetros de distancia y distinguir sus olores de las vacas, los cerdos y los caballos de la misma granja —esto era elemental—, sino también los movimientos de las gallinas. Olía si uno de los cerdos dormidos tenía una pata lastimada y una de las vacas del establo una úlcera en las ubres.
Y este mundo —porque, ¿acaso no era la luna de este mundo la que le conducía?— ya no apestaba a productos químicos y a muerte. Un estado de cosas más antiguo, más primitivo, le sorprendió en sus viajes. Respiraba los últimos restos de la dulzura y la fuerza original de la tierra, de las cualidades que nosotros quizá compartimos en un tiempo con los Territorios. Incluso cuando se aproximaba a una vivienda humana, incluso cuando rompía la columna vertebral del perro de la familia y lo despedazaba para comérselo, Lobo era consciente de unos ríos frescos y puros que fluían bajo tierra y de una nieve brillante sobre el pico de una montaña que se elevaba en algún lugar lejano del oeste. Parecía el lugar perfecto para un Lobo transformado, y si hubiera matado a un ser humano habría sido maldito.
No mató a ninguna persona.
No vio a ninguna y quizá fue por esto. Durante los tres días de su cambio, Lobo mató y devoró a representantes de la mayoría de otras formas de vida existentes en el este de Indiana, incluyendo a una mofeta y a toda una familia de linces que vivían en cuevas de piedra caliza en la ladera de una colina a dos valles de distancia. En su primera noche en el bosque atrapó entre las mandíbulas a un murciélago que volaba bajo, lo decapitó de un mordisco y tragó el resto mientras aún se estremecía. Escuadrones de gatos domésticos y pelotones de perros bajaron por su garganta. Con alegría salvaje y reconcentrada, sacrificó una noche a todos los cerdos de una pocilga grande como una manzana de casas.
Sin embargo, Lobo descubrió en dos ocasiones que tenía misteriosamente prohibido matar a su presa y esto también le hizo sentir a gusto en el mundo donde cazaba. Fue una cuestión de lugar, no de cualquier escrúpulo moral abstracto y, superficialmente, los lugares no parecían tener nada de particular. Uno fue un claro del bosque en el que se adentró persiguiendo a un conejo, el otro, el sucio patio trasero de una granja donde gemía un perro encadenado a una estaca. En el mismo instante en que puso la zarpa en dichos lugares, se le erizaron los pelos del cuello y un hormigueo eléctrico le recorrió la espina dorsal. Eran lugares sagrados y un Lobo no podía matar en un lugar sagrado. Esto era todo. Como todos los lugares sagrados, habían sido establecidos hacía mucho tiempo, tanto que podría haberse empleado la palabra antiguo para describirlos; antiguo es probablemente la calificación más idónea para representar el vasto pozo de tiempo que Lobo percibió a su alrededor en el patio trasero de la granja y en el pequeño claro; una densa capa de años acumulados en un lugar reducido y de carga altamente condensada. Lobo se limitó a retroceder ante el terreno sagrado y correr en otra dirección. Como los hombres alados que había visto Jack, Lobo vivía en un misterio y por ello no le inmutaban todas esas cosas.
Y no olvidó sus obligaciones para con Jack Sawyer.
En el cobertizo cerrado con llave, Jack se halló a merced de su propia mente y su propio carácter de un modo mucho más absoluto que en cualquier otra época de su vida.
El único mobiliario del cobertizo era el pequeño banco de madera y la única distracción, las revistas fechadas casi diez años atrás. Y no podía leerlas. Como no había ventanas, apenas podía ver los grabados de las páginas al amanecer, cuando la luz entraba por debajo de la puerta. Las palabras eran hileras de gusanos grises, indescifrables. No podía imaginar cómo pasaría los tres días siguientes. Jack fue hacia el banco, chocó con él, haciéndose daño en la rodilla, y se sentó a pensar.
Una de las primeras cosas que aprendió fue que el tiempo en el cobertizo era diferente del tiempo en el exterior. Fuera del cobertizo, los segundos pasaban de prisa y se fundían en minutos que a su vez se fundían en horas. Días enteros transcurrían como metrónomos, y también semanas enteras. En el cobertizo, los segundos se negaban obstinadamente a moverse y se dilataban, formando segundos monstruosos, segundos de plástico. Fuera podía pasar hasta una hora mientras en el interior del cobertizo se hinchaban y estiraban cuatro o cinco segundos.
Lo segundo que aprendió Jack fue que pensar en la lentitud del tiempo empeoraba todavía más la situación. Cuando uno empezaba a concentrarse en el paso de los segundos, éstos se negaban en redondo a moverse, así que intentó medir las dimensiones de su celda, sólo para apartar de su mente la eternidad de los segundos requeridos para formar tres días. Poniendo un pie delante de otro y contando los pasos, calculó que el cobertizo medía aproximadamente dos metros y trece centímetros por dos metros y setenta y cuatro centímetros. Por lo menos habría espacio suficiente para poderse estirar por la noche.
Si andaba siguiendo los paredes del cobertizo, recorrería unos nueve metros y setenta y cinco centímetros.
Si rodeaba el interior del cobertizo ciento sesenta y cinco veces, andaría un kilómetro y seiscientos nueve metros.
No podría comer, pero desde luego podía andar. Se quitó el reloj y se lo guardó en el bolsillo, prometiéndose que sólo lo miraría cuando fuese absolutamente imprescindible.
Había recorrido ya casi medio kilómetro cuando recordó que en el cobertizo no había agua. Ni comida ni agua. Supuso que se tardaba tres o cuatro días en morir de sed. Si Lobo volvía a buscarle, todo iría bien; bueno, no muy bien, pero al menos estaría vivo. Pero, ¿y si no volvía? Tendría que derribar la puerta.
En este caso, pensó, sería mejor que lo intentase ahora, mientras aún tenía fuerzas.
Fue hacia la puerta y la empujó con las dos manos. La empujó con más impulso y los goznes chirriaron. Para ver qué pasaba, se lanzó contra la puerta con el hombro, por el lado opuesto a los goznes. Se hizo daño en el hombro pero no le pareció que la puerta hubiese cedido en absoluto. Volvió a golpearla con el hombro; los goznes chirriaron de nuevo pero no se movieron ni un milímetro. Lobo habría podido derribar la puerta con una mano, pero él no sería capaz de moverla aunque se machacara el hombro. No tenia más remedio que esperar a Lobo.
A medianoche, Jack había recorrido once o doce kilómetros; había perdido la cuenta de las veces que había llegado a ciento sesenta y cinco, pero debían ser unos doce kilómetros. Estaba sediento y el estómago le rumoreaba. El cobertizo apestaba a orina, porque se había visto obligado a orinar contra la pared del fondo, donde una rendija significaba que al menos una parte del chorro caía fuera. Se sentía cansado, pero no creía que podría dormir. Según el reloj, hacía apenas cinco horas que estaba en el cobertizo, pero según el tiempo de su celda, tenía la impresión de que eran veinticuatro. Le daba miedo acostarse.
Su mente no le dejaba en paz; éste era el problema. Había intentado hacer listas de todos los libros leídos aquel año, de todos los profesores que había tenido, de todos los jugadores del Los Angeles Dodgers… pero imágenes inquietantes y desordenadas no cesaban de interrumpir. Veía continuamente a Morgan Sloat practicando un agujero en el aire. La cara de Lobo flotaba bajo el agua y sus manos se deslizaban como pesadas algas. Jerry Bledsoe se convulsionaba y retorcía delante del tablero de interruptores, con las gafas derretidas sobre la nariz. Los ojos de un hombre se volvían amarillos y su mano se convertía en garra. La dentadura postiza de tío Tommy centelleaba en el arroyo del Sunset Strip. Morgan Sloat se acercaba a él con la calvicie poblada de repente por cabellos negros… Pero en realidad tío Morgan se acercaba a su madre, no a él.
—Canciones de Fats Waller —dijo, iniciando otro circuito en la oscuridad—. Tus pies son demasiado grandes. No me porto mal, Vals jitterbug. No hagamos más travesuras.
Aquello llamado Elroy alargaba la mano hacia su madre, murmurando palabras obscenas y le tocaba la parte baja de la cadera.
—Países de Centroamérica. Nicaragua. Honduras. Guatemala. Costa Rica…
Incluso cuando estuvo tan cansado que por fin se acostó y acurrucó sobre el suelo como una bola, usando la mochila como almohada, Elroy y Morgan Sloat continuaron ocupando su mente. Osmond hizo restallar su látigo sobre la espalda de Lily Cavanaugh y los ojos de Jack rodaron dentro de las órbitas. Lobo se irguió, gigantesco, absolutamente inhumano, y recibió un impacto de rifle en pleno corazón.
Le despertó la primera luz y olió a sangre. Todo su cuerpo le pidió agua y luego comida. Jack gimió. Sería imposible sobrevivir a tres noches como ésta. El ángulo bajo de la luz del sol le permitió ver confusamente las paredes y techo del cobertizo. Todo parecía más grande que la noche anterior. De nuevo tenía necesidad de orinar, aunque apenas podía creer que su cuerpo pudiera perder más líquido. Al final se dio cuenta de que el cobertizo parecía más grande porque estaba echado en el suelo.
Entonces volvió a oler sangre y miró de soslayo, hacia la puerta. Los cuartos traseros despellejados de un conejo habían sido introducidos por la rendija. Yacían desparramados sobre los toscos tablones, sanguinolentos y brillantes. Las manchas de suciedad y una marca alargada demostraban que la carne había sido empujada hasta el interior por la estrecha abertura. Lobo intentaba alimentarle.
—¡Oh, Dios santo! —gimió Jack. Las patas despellejadas del conejo tenían un desconcertante aspecto humano. A Jack se le encogió el estómago, pero en lugar de vomitar, rió, sobresaltado por una comparación absurda. Lobo era como el animal predilecto de la familia que todas las mañanas obsequia a sus amos con un pájaro muerto o un ratón destripado.
Con dos dedos, Jack cogió delicadamente la horrible ofrenda y la depositó bajo el banco. Aún sentía deseos de reír, pero sus ojos estaban húmedos. Lobo había sobrevivido a la primera noche de su trasformación y él también.
A la mañana siguiente apareció un pedazo de carne casi ovoide, absolutamente anónimo, alrededor de un hueso muy blanco, astillado en ambos extremos.
Por la mañana del cuarto día, Jack oyó a alguien deslizarse por el barranco. Chilló un ave asustada, que levantó el vuelo con mucho ruido desde el tejado del cobertizo. Unos pasos pesados avanzaron hacia la puerta. Jack se incorporó sobre los codos y parpadeó en la oscuridad.
Un cuerpo de gran tamaño se apoyó en la puerta y se inmovilizó allí. Por la rendija se veía un par de mocasines baratos, manchados y llenos de agujeros.
—¿Eres Lobo? —preguntó Jack en voz baja—. Eres tú, ¿verdad?
—Dame la llave, Jack.
Jack se metió la mano en el bolsillo, sacó la llave y la empujó justo entre los mocasines. Apareció una mano grande y marrón, que recogió la llave.
—¿Has traído agua? —preguntó Jack. A pesar de lo que había podido extraer de los macabros regalos de Lobo, estaba muy cerca de una grave deshidratación; tenía los labios hinchados y cortados y la lengua abultada y reseca. La llave entró en la cerradura y Jack oyó un clic.
Entonces Lobo abrió el candado de la puerta.
—Un poco —contestó—. Cierra los ojos, Jacky. Ahora tienes ojos nocturnos.
Jack se tapó los ojos con las manos mientras se abría la puerta, pero la luz que entró a raudales en el cobertizo pudo introducirse entre sus dedos y pincharle los ojos. El dolor le hizo silbar.
—Pronto estarás mejor —dijo Lobo, muy cerca de él. Le rodeó con sus brazos y le levantó—. Manten los ojos cerrados —advirtió, saliendo de espaldas del cobertizo.
Cuando Jack murmuró «Agua» y sintió el borde oxidado de una lata vieja contra los labios, adivinó por qué Lobo no se había entretenido en el cobertizo. El aire libre parecía de una frescura y una dulzura increíbles, como importado directamente de los Territorios. Sorbió dos cucharadas de agua que le supieron como el mejor manjar del mundo y le bajaron por el cuerpo como un arroyo centelleante que hiciera revivir todo lo que tocaba. Tuvo la sensación de que le estaban regando.
Lobo apartó la lata de sus labios mucho antes de que Jack considerase que había bebido lo suficiente.
—Si te doy más, la vomitarás —dijo Lobo—. Abre los ojos, Jack, pero sólo un poco.
Jack obedeció. Un millón de partículas de luz invadieron sus ojos. Profirió un grito.
Lobo se sentó, con Jack en su regazo.
—Bebe —dijo, llevando otra vez la lata a los labios de Jack— y abre un poco más los ojos.
Ahora la luz del sol ya dolía menos. Jack vio un deslumbrante resplandor a través de la pantalla de las pestañas, mientras otro milagroso reguero de agua le bajaba por la garganta.
—Ah —exclamó—, ¿qué hace al agua tan deliciosa?
—El viento del oeste —replicó Lobo con prontitud. Jack abrió más los ojos. El brillo deslumbrador cedió el paso al oscuro marrón del cobertizo y la mezcla de verde y marrón más claro del barranco. Apoyó la cabeza contra el hombro de Lobo. El estómago abultado de éste le apretaba la espalda.
—¿Estás bien, Lobo? —preguntó—. ¿Has encontrado suficiente comida?
—Los lobos siempre encuentran suficiente comida —contestó brevemente Lobo, dando una palmadita al muslo de Jack.
—Gracias por traerme esos trozos de carne.
—Te lo prometí. Eras el rebaño. ¿Lo recuerdas?
—Oh, sí, lo recuerdo —dijo Jack—. ¿Puedo beber un poco más de agua? —Se deslizó de la falda de Lobo y se sentó en el suelo, frente a él.
Lobo le alargó la lata. Volvía a llevar las gafas de John Lennon; su barba era poco más que un vello corto que le cubría las mejillas; sus cabellos negros, aunque todavía largos y grasientos, no le llegaban a los hombros. Su rostro era cordial y sereno, casi fatigado. Lucía sobre el mono una camiseta gris, dos tallas demasiado pequeña, con la inscripción delantera DEPARTAMENTO DE ATLETISMO DE LA UNIVERSIDAD DE INDIANA.
Se parecía más a un ser humano corriente que cuando Jack le había conocido. No daba la impresión de haber aprobado el más sencillo curso académico, pero podía ser un gran jugador de fútbol de un colegio de segunda enseñanza.
Jack bebió otro sorbo; Lobo tenia la mano preparada para quitarle la lata si se atragantaba al beber.
—¿De verdad estás bien?
—Aquí y ahora mismo —contestó Lobo. Se pasó la otra mano por, el vientre, tan distendido que la parte inferior de la camiseta se lo moldeaba como guante de goma—. Sólo cansado. He dormido poco, Jack. Aquí y ahora.
—¿De dónde has sacado esta camiseta?
—Estaba colgada de una cuerda —respondió Lobo—. Aquí hace frío, Jacky.
—No hiciste daño a ninguna persona, ¿verdad?
—A ninguna. ¡Lobo! Anda, bebe un poco más, pero despacio. Sus ojos adquirieron durante un segundo un feliz y desconcertante matiz anaranjado y Jack vio que nunca podría decirse de Lobo que se parecía a un ser humano corriente. Entonces abrió su gran boca y bostezó.
—He dormido poco.
Adoptó una posición más cómoda en la pendiente, apoyó la cabeza y, casi inmediatamente, se quedó dormido.