Capítulo 18

LOBO VA AL CINE

1

El motor diesel de otro camión pasó bramando por encima de sus cabezas, haciendo estremecer el puente. Lobo aulló y se agarró a Jack, y a punto estuvieron ambos de caer juntos al río.

—¡Ya basta! —gritó Jack—. ¡Suéltame, Lobo! ¡Sólo es un camión! ¡Suéltame!

Abofeteó a Lobo, sin querer hacerlo; su terror era patético. Sin embargo, patético o no. Lobo medía casi treinta centímetros más que Jack y le llevaba tal vez sesenta y cinco kilos de ventaja y si le hacía caer a esta corriente gélida, atraparía una pulmonía segura.

¡Lobo! ¡No me gusta! ¡Lobo! ¡No me gusta! ¡Lobo! ¡Lobo!

Pero aflojó su presión y al cabo de un momento dejó caer ambos brazos. Cuando pasó por encima otro camión, se encogió pero evitó agarrar de nuevo a Jack, aunque le miró con una súplica muda y temblorosa que decía: Sácame de aquí, por favor, sácame de aquí, preferiría estar muerto que en este mundo.

Nada me gustaría más. Lobo, pero Morgón está al otro lado. Y aunque no estuviera allí, ya no me queda más zumo mágico.

Se miró la mano izquierda y vio que aún sostenía el cuello roto de la botella de Speedy, como un hombre dispuesto a iniciar una violenta pelea en un bar. Había sido pura suerte que Lobo no se cortara cuando se aferraba a Jack en su pánico.

Jack la tiró lejos de sí. ¡Chap!

Dos camiones esta vez; el ruido fue doble. Lobo aulló de terror y se tapó las orejas con las manos. Jack se fijó en que durante el salto le había desaparecido casi todo el pelo de las manos y los dos primeros dedos eran exactamente de la misma longitud.

—Vamonos, Lobo —dijo Jack cuando se hubo extinguido un poco el estruendo de los camiones—. Vamonos de aquí. Parecemos un par de tipos esperando ser bautizados con una cerveza especial.

Cogió de la mano a Lobo y se asustó al notar la fuerza con que éste se la apretó. Lobo vio su expresión y aflojó un poco los dedos.

—No me dejes, Jack —suplicó—. Por favor, por favor, no me dejes.

—No, Lobo, no te dejaré —aseguró Jack y pensó: ¿Cómo te metes en estas situaciones, idiota? Aquí estás, bajo el puente de una autopista en algún lugar de Ohio con tu hombre lobo domesticado. ¿Cómo lo haces? ¿Lo ensayas? Y, ¡oh!, a propósito, ¿qué ocurre con la luna, Jack-O? ¿Lo recuerdas?

No lo recordaba y como las nubes cubrían el cielo y caía una fría llovizna, no había modo de saberlo.

¿Qué posibilidades tenía? ¿Treinta a una a su favor? ¿Veintiocho a dos?

Fueran cuales fuesen, no eran suficientes. No del modo que se presentaban las cosas.

—No, no te dejaré —repitió, mientras conducía a Lobo hacia la orilla opuesta del río. Sobre las aguas poco profundas flotaban los ajados restos de una muñeca, cuyos ojos azules de cristal estaban fijos en la creciente oscuridad. Le dolían los músculos del brazo por la presión de estirar a Lobo hasta este mundo y la articulación del hombro le latía como una muela infectada.

Cuando salieron del agua y empezaron a andar por la orilla cubierta de juncos y desperdicios, Jack volvió a estornudar.

2

Esta vez, el recorrido total de Jack en los Territorios había sido de media milla hacia el oeste, la distancia que Lobo habla hecho recorrer al rebaño para que pudiera beber en el río donde él mismo había estado después a punto de ahogarse. Aquí se encontraba, según sus cálculos, a unos dieciséis kilómetros más al oeste. Treparon por el terraplén —al final Lobo acabó tirando de Jack casi todo el tiempo— y ya anochecía cuando Jack vio a la derecha un camino de unos cincuenta metros que subía a la carretera. Una señal iluminada por un reflector indicaba: ARCANUM ÚLTIMA SALIDA EN OHIO. FRONTERA ESTATAL A 24 KM.

—Tenemos que hacer autostop —dijo Jack.

—¿Autostop? —inquirió Lobo, desconcertado.

—Demos un repaso a tu aspecto.

Decidió que Lobo podía pasar, por lo menos en la oscuridad. Todavía llevaba el mono con pechera, que ahora tenía incluso la etiqueta de la marcha OSHKOSH. Su camisa de hilado doméstico se había convertido en un lienzo azul manufacturado que parecía una tela especial de los almacenes del ejército. Los pies antes descalzos lucían un enorme par de mocasines y calcetines blancos.

Y lo más extraño: unas gafas redondas de montura de acero, como las que solía llevar John Lennon, habían aparecido en el centro de la gran cara de Lobo.

—Lobo, ¿tenías dificultad para ver? ¿En los Territorios?

—No lo sabía —contestó Lobo—, pero supongo que sí. ¡Lobo! Veo mucho mejor aquí, con estos ojos de cristal. ¡Lobo, aquí y ahora! —Miró el ensordecedor tráfico de la autopista y por un momento Jack vio lo que él debía estar viendo: enormes bestias de acero con inmensos ojos blancos y amarillentos, hendiendo la noche a velocidades inimaginables con unas ruedas de goma que dejaban marcas en el suelo—. Veo mejor de lo que querría —añadió con triste acento.

3

Dos días después un par de chicos cansados, con los pies doloridos, pasaron cojeando por delante del letrero FIN DEL TÉRMINO MUNICIPAL en un lado de la autopista 32 y del restaurante 10-4 en el otro lado y entraron en la ciudad de Muncie, Indiana. Jack tenía treinta y ocho grados de fiebre y tosía casi continuamente. La cara de Lobo estaba hinchada y descolorida; parecía un perro dogo que ha llevado las de perder en una pelea. La víspera había intentado conseguir para ambos unas manzanas tardías de un árbol que crecía a la sombra de un granero lindante con la autopista; estaba subido al árbol, metiendo arrugadas manzanas de otoño dentro de la pechera del mono, cuando le encontraron unas avispas que tenían su nido bajo el alero del viejo granero. Lobo bajó del árbol lo más de prisa que pudo, con una nube marrón en torno a la cabeza. Aullaba. Y aun así, con uno ojo completamente cerrado y la nariz empezando a tener el aspecto de un gran nabo de color púrpura, insistió en que Jack comiera las mejores manzanas. Ninguna era muy buena —pequeñas, acidas y con gusanos— y a Jack no le apetecían mucho, pero no tuvo valor para rechazarlas después de lo que Lobo había tenido que pasar para hacerse con ellas.

Un Camaro grande y viejo, alto de atrás, por lo que el capó apuntaba a la carretera, tocó el claxon.

¡Ehhhhhh, idioooootas! —gritó alguien y en seguida se oyeron unas fuertes carcajadas producidas por la cerveza. Lobo aulló y agarró a Jack. Éste había creído que Lobo perdería el miedo a los coches, pero ahora empezaba a dudarlo.

—No pasa nada. Lobo —dijo, cansado, sacándose de encima la mano de Lobo por la vigésima o trigésima vez aquel día—. Ya se han ido.

—¡Tan alto! —gimió Lobo—. ¡Lobo! ¡Lobo! ¡Lobo! Tan alto, Jack, ¡mis oídos, mis oídos!

—Van sin silenciador —dijo Jack, pensando con hastío: Te encantarán las autopistas californianas. Lobo. Las probaremos si todavía viajamos juntos, ¿de acuerdo? Luego asistiremos a algunas carreras de coches y de motos. Te volverán loco—. Hay tipos a quienes les gusta el sonido, ¿sabes? Les… —Pero otro ataque de tos le hizo enmudecer. Durante un momento, el mundo se convirtió en una serie de sombras grises, que se disiparon con mucha lentitud.

Les gusta —murmuró Lobo—. ¡Jason! ¿Cómo puede gustar a alguien, Jack? Y los olores…

Jack sabía que, para Lobo, los olores eran lo peor. No hacía ni cuatro horas que estaban aquí cuando Lobo empezó a llamarlo el País de los Malos Olores. Aquella primera noche vomitó media docena de veces, echando primero sobre la tierra de Ohio el agua fangosa de un río que existía en otro universo y después sólo flema. Era por culpa de los olores, explicó, trastornado. No comprendía cómo Jack podía soportarlos, cómo podía soportarlos cualquiera.

Jack lo comprendía… Al volver de los Territorios le asaltaban unos olores que apenas se percibían cuando se vivía entre ellos. Aceites pesados, tubos de escape, desperdicios industriales, basura, agua contaminada, productos químicos. Después uno volvía a acostumbrarse a ellos o se tornaba insensible. Pero, claro, esto no le ocurriría a Lobo. Odiaba los coches, odiaba los olores, odiaba este mundo. Jack no creía que se acostumbrara jamás a él. Si no devolvía pronto a Lobo a los Territorios, pensó, podía enloquecer. Y de paso enloquecer también yo. Ya no me falta mucho.

Una desvencijada camioneta de granja, llena de polluelos, traqueteó por su lado, seguida de una impaciente cola de coches, algunos de los cuales tocaban el claxon. Lobo casi saltó a los brazos de Jack. Debilitado por la fiebre, éste cayó sentado en la cuneta cubierta de basura y malas hierbas, con tanta fuerza que los dientes le castañetearon.

—Lo lamento, Jack —se disculpó, desolado, Lobo—. ¡Que Dios me maldiga!

—No es culpa tuya —dijo Jack—. Siéntate, es hora de descansar. Lobo se sentó en silencio junto a Jack, mirándole con ansiedad. Sabía lo difícil que se lo estaba poniendo al muchacho, sabía que éste ardía en deseos de moverse más de prisa, en parte para escapar de Morgan, pero sobre todo por otra razón. Sabía que Jack gemía durante el sueño, llamando a su madre, y a veces lloraba. Pero la única vez que había llorado despierto fue cuando Lobo se espantó en la rampa de entrada a la autopista de Arcanum al comprender el significado de «hacer autostop». Cuando dijo a Jack que él no se veía capaz de subir a un coche —por lo menos, de momento y tal vez nunca—, Jack se sentó en la barrera del arcén y lloró con la cara tapada por las manos. Al poco rato paró, lo cual fue bueno… pero cuando se apartó las manos de la cara miró a Lobo de un modo que hizo temer a éste que Jack le abandonara en este horrible País de los Malos Olores… Y sin Jack, Lobo estaba seguro de volverse completamente loco.

4

Subieron por la rampa de Arcanum hacia la autopista y cada vez que pasaba un coche o un camión en la oscuridad. Lobo se acercaba y aferraba a Jack. Éste oyó una voz burlona llegar hasta ellos:

—¿Dónde está vuestro coche, maricones?

Agitó la cabeza para olvidar la voz como un perro se agita para quitarse el agua de los ojos y continuó andando con la mano de Lobo en la suya y tirando de ella cuando Lobo daba muestras de querer rezagarse y adentrarse en el bosque. Lo importante era abandonar la rampa del peaje, donde hacer autostop estaba prohibido, y entrar en el desvío de Arcanum. Algunos estados habían legalizado el autostop en las rampas (así se lo había dicho un vagabundo con quien Jack compartió un granero una noche), e incluso en los estados en que el autostop era técnicamente un delito, los polis solían hacer la vista gorda cuando se estaba en una rampa.

Así pues, lo primero era llegar a la rampa y esperar que antes no pasara ninguna patrulla estatal. Jack no quería ni pensar en la impresión que Lobo podía causar en un policía. Era probable que lo tomara por una encamación de los años ochenta de Charles Manson con gafas a lo John Lennon.

Llegaron a la rampa y cruzaron al carril de dirección oeste. Diez minutos más tarde se detuvo un viejo y destartalado Chrysler. Su conductor, un hombre corpulento con cuello de toro y una gorra que decía EQUIPAMIENTOS AGRÍCOLAS asentada sobre la coronilla, se inclinó y abrió la puerta.

—¡Adentro, muchachos! Una noche desapacible, ¿verdad?

—Gracias, señor, desde luego que lo es —dijo alegremente Jack, mientras su mente trabajaba muy de prisa, intentando pensar cómo incluiría a Lobo en la historia, razón por la cual no se fijó en la expresión de éste.

No obstante, el hombre sí que la notó.

Su rostro se volvió duro.

—¿Algo huele mal, hijo?

El tono de voz del hombre, duro como su cara, devolvió a Jack a la realidad. La expresión del conductor ya no era cordial y tenía todo el aspecto de haber entrado en el bar Oatley a tomar varias cervezas y algunas copas.

Jack dio media vuelta y miró a Lobo.

Las ventanas de la nariz de Lobo se abrían como las de un oso al ventear una mofeta cansada. No sólo tenía los labios encima de los dientes, sino que estaban arrugados y la carne de debajo de la nariz formaba una serie de pequeños pliegues.

—¿Qué es… retrasado? —preguntó a Jack en voz baja el hombre de la gorra de EQUIPAMIENTOS AGRÍCOLAS.

—No, bueno, sólo es… Lobo empezó a gruñir. Esto fue demasiado.

—Oh, Dios mío —dijo el hombre en el tono de quien no puede creer lo que está viendo. Pisó el acelerador y bajó a toda velocidad la rampa de salida mientras la puerta se cerraba por el aire. Sus luces traseras se reflejaron brevemente en la lluviosa oscuridad al pie de la rampa, enviando destellos que parecían flechas rojas hacia el arcén donde ambos se encontraban.

—Vaya, esto es estupendo —exclamó Jack, volviéndose hacia Lobo, que retrocedió ante su cólera—. ¡Estupendo! ¡Si ese tipo tuviera un transmisor de radio, ahora estaría llamando al Canal Diecinueve, pidiendo a gritos ayuda policial y diciendo a todo el mundo que un par de chiquillos hacen autostop a la salida de Arcanum! ¡Jason! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Quienquiera que sea, no me importa! ¿Quieres recibir una maldita paliza. Lobo? ¡Haz esto unas veces más y la sentirás de veras! ¡La sentiremos! ¡La recibiremos los dos!

Exhausto, aturdido, frustrado, casi al final de sus fuerzas, Jack avanzó en dirección a Lobo, que retrocedía aunque hubiese podido arrancarle la cabeza de un solo golpe si hubiera querido.

—No grites, Jack —gimió—. Los olores… estar allí dentro… encerrado allí dentro con esos olores…

—¡Yo no he olido nada! —gritó Jack. Tenía la voz entrecortada, le dolía la garganta más que nunca, pero no podía parar; tenía que gritar o volverse loco. Los cabellos mojados le tapaban los ojos. Los apartó y pegó a Lobo en el hombro. Oyó un crujido y la mano empezó a dolerle inmediatamente. Era como si hubiese golpeado a una piedra. Lobo aulló de tristeza y esto encolerizó todavía más a Jack. El hecho de haber mentido también acrecentaba su ira. Esta vez había estado en los Territorios menos de seis horas, pero el coche de aquel hombre apestaba como la madriguera de un animal salvaje. Ásperos aromas de café pasado y cerveza fresca (tenía entre las piernas una lata abierta de Stroh), un ambientador colgado del espejo retrovisor que olía a polvos dulzones sobre la mejilla de un cadáver. Y algo más, algo más oscuro y más húmedo…

¡Nada! —gritó, con la voz enronquecida, propinando un golpe al otro hombro de Lobo, que volvió a aullar y se puso de espaldas, encorvándose como un niño a quien pega su padre. Jack empezó a pegarle en las espalda, salpicando agua del mono de Lobo con sus manos doloridas. Cada vez que sentía la mano de Jack, Lobo aullaba—. ¡Así que será mejor que te acostumbres (palmada) porque el próximo coche que pase podría pertenecer a un poli (palmada) o ser el BMW verde del señor Morgan Sloat (palmada) y si sólo sabes ser un bebé grandullón, iremos a parar a un maldito mundo de tortura! (Palmada.) ¿Lo comprendes?

Lobo no contestó. Estaba encorvado bajo la lluvia, de espaldas a Jack, temblando. Jack sintió un nudo en la garganta y calor y escozor en los ojos, todo lo cual no hizo más que aumentar su ira. Una terrible parte de su ser quería sobre todo hacerse daño a sí mismo y pegar a Lobo era un excelente modo de lograrlo.

¡Da la vuelta!

Lobo obedeció. Detrás de las gafas redondas, brotaban lágrimas de sus turbios ojos castaños y tenía mocos en la nariz.

¿Me has comprendido?

—Sí —gimió Lobo—, sí. Lo he comprendido, pero no podía viajar con él, Jack.

—¿Por qué no? —Jack le miró con furia, plantando los puños sobre las caderas. ¡Oh, cuánto le dolía la cabeza!

—Porque se estaba muriendo —respondió Lobo en voz baja. Jack se quedó mirándole fijamente, mientras su ira se esfumaba.

—Jack, ¿no lo sabías? —preguntó Lobo—. ¡Lobo! ¿No pudiste olerlo?

—No —dijo Jack con una voz débil como un silbido. Porque había olido algo, ¿o no? Algo que no había olido nunca antes. Como una mezcla de…

Cuando se le ocurrió, todas sus fuerzas le abandonaron. Se sentó pesadamente en la barrera del arcén y miró a Lobo.

Mierda y uvas podridas. A esto se parecía aquel olor. No era exactamente al cien por cien, pero se acercaba de un modo repugnante.

Mierda y uvas podridas.

—Es el peor de los olores —dijo Lobo—, cuando las personas se olvidan de cómo estar sanas. Nosotros lo llamamos, ¡Lobo!, el Mal Negro. Ni siquiera creo que él supiera que lo tenía. Y… estos Forasteros no pueden olerlo, ¿verdad, Jack?

—No —murmuró. Si Lobo fuera teletransportado de repente a New Hampshire, a la habitación de su madre en el Alhambra, ¿percibiría aquel hedor en ella?

. Lo percibiría en su madre, notaría el hedor de mierda y uvas podridas saliendo de sus poros, el Mal Negro.

—Nosotros lo llamamos cáncer —murmuró Jack. Lo llamamos cáncer y mi madre lo tiene.

—No sé si podré hacer autostop —dijo Lobo—. Lo intentaré otra vez, si quieres, Jack, pero los olores, ahí dentro… ya son bastante malos al aire libre pero… ¡Lobo!… dentro…

Entonces fue cuando Jack se tapó la cara con las manos y lloró, en parte por desesperación, pero sobre todo por simple agotamiento. Y, sí, la expresión que Lobo creyó ver en el rostro de Jack apareció efectivamente en él; por un instante, la tentación de abandonar a Lobo fue más que una tentación, fue un terrible imperativo. Las probabilidades de que llegara algún día a California y encontrara el Talismán —fuera lo que fuese— ya eran escasas antes, pero ahora habían disminuido hasta quedar reducidas a un punto en el horizonte. Lobo sólo haría que retrasarle y tarde o temprano acabaría siendo causa de que los metieran a ambos en la cárcel. Más bien temprano. ¿Y cómo podría explicar la existencia de Lobo al Racional Richard Sloat?

Lo que vio Lobo en el rostro de Jack en aquel momento fue una fría especulación que le dobló las rodillas. Cayó de hinojos y levantó hacia Jack las dos manos juntas como un pretendiente en un mal melodrama Victoriano.

—No te vayas, dejándome abandonado, Jack —sollozó—. No abandones al viejo Lobo, no me dejes aquí, me has traído aquí, por favor, por favor, no me dejes solo…

Después de esto ya no profirió más palabras coherentes; tal vez lo intentó, pero lo único que consiguió fue llorar. Jack se sintió invadido por un gran cansancio. Encajaba bien, como una chaqueta muy usada. No me dejes aquí, tú me has traído aquí…

Y así era. Lobo era responsabilidad suya, ¿no? Sí. Claro que sí. Le había cogido de la mano, sacado de los Territorios y traído a Ohio y su hombro dolorido lo probaba. No había tenido otro remedio, claro; Lobo se ahogaba, y aunque no se hubiera ahogado, Morgan le habría dejado tieso con aquella especie de lanzarrayos, así que podía encararse con él y preguntarle: ¿Qué preferirías, Lobo, viejo camarada? ¿Estar asustado aquí o muerto allí?

Podía hacerlo, sí, y Lobo no sabría qué contestar porque sus reflejos mentales no eran precisamente rápidos. Sin embargo, a tío Tommy le gustaba citar un proverbio chino que decía: El hombre a quien salvas la vida es responsabilidad tuya para el resto de tu vida.

Y lo mirara como lo mirase y se pusiera como se pusiese. Lobo era su responsabilidad.

—No me abandones, Jack —sollozó Lobo—. ¡Lobo, Lobo! Por favor, no abandones al bueno y viejo de Lobo, te ayudaré, te velaré por las noches, puedo hacer muchas cosas, pero no… me…

—Deja de lloriquear y levántate —dijo Jack en voz baja—. No te voy a abandonar. Pero tenemos que irnos de aquí por si aquel tipo envía a un poli a detenernos. En marcha.

5

—¿Has pensado en lo que haremos, Jack? —preguntó con timidez Lobo. Hacía más de media hora que estaban sentados en la zanja llena de malas hierbas del término municipal de Muncie y cuando Jack se volvió hacia Lobo, éste se tranquilizó al verle sonreír. Era una sonrisa cansada y a Lobo no le gustaban las ojeras oscuras de Jack (y aún menos el olor de Jack, porque era un olor de enfermo), pero era una sonrisa.

—Creo que tenemos delante de los ojos lo que debemos hacer —contestó Jack—. Se me ocurrió hacia unos días, cuando me compré las zapatillas.

Arqueó los pies. Él y Lobo miraron las zapatillas en un silencio deprimido. Estaban peladas, rotas y sucias. La suela izquierda se había despegado. Jack las tenía desde… Arrugó la frente y pensó. La fiebre le dificultaba mucho pensar. Tres días. Sólo hacía tres días que las había elegido de entre los pares rebajados de los almacenes Fayva. Ahora se veían viejas. Muy viejas.

—Bueno, en fin… —suspiró y en seguida, animándose—; ¿Ves aquel edificio de allí, Lobo?

El edificio, una explosión de ángulos mediocres en ladrillo gris, se levantaba como una isla en medio de una gigantesca área de aparcamiento. Lobo sabía qué olor despediría el asfalto de aquel área: a animales muertos y en descomposición, un olor que casi le asfixiaría y Jack no se daría apenas cuenta.

—Para tu información, aquel letrero dice Sixplex Suburbano —explicó Jack—. Suena a cafetera, pero de hecho es un cine con seis salas. Alguna de las seis películas tiene que gustarnos. —V por la tarde no habrá mucha gente y esto es bueno porque tienes esta molesta costumbre de convertirte en un miembro de la Sección Ocho. Lobo—, Vamos. —Se levantó con piernas vacilantes.

—¿Qué es una película, Jack? —inquirió Lobo. Sabía que había sido un terrible problema para Jack, un problema tan grande que ahora procuraba no protestar por nada, ni siquiera expresar intranquilidad. Sin embargo, ahora se le ocurrió algo alarmante: que ir al cine pudiera ser lo mismo que hacer autostop. Jack llamaba «coches» a los ruidosos carros y carruajes, y también «Chevys», «Jartrans» y «rubias» (estas últimas, pensó Lobo, debían ser como las diligencias de los Territorios, que llevaban pasajeros de una posta a otra). ¿Podían llamarse también «cines» aquellos hediondos y ruidosos carruajes? Era muy posible.

—Bueno —contestó Jack—, es más fácil enseñártelo que describírtelo. Creo que te gustará. Vamos.

Jack salió tambaleándose de la zanja y cayó de rodillas.

—Jack, ¿estás bien? —preguntó Lobo con ansiedad. Jack asintió. Se dispusieron a cruzar el área de aparcamiento, que olía tan mal como Lobo había presentido.

6

Jack había recorrido gran parte de los cincuenta y cinco kilómetros que separan Arcanum, Ohio, de Muncie, Indiana, sobre la espalda de Lobo. Éste tenía miedo de los coches, le aterraban los camiones y le daban náuseas casi todos los olores, aullaba con facilidad y echaba a correr al oír cualquier ruido repentino, pero era casi incansable. En realidad, se puede tachar el «casi» —pensó ahora Jack—. Por lo visto, es incansable.

Jack había procurado alejarse de la rampa de Arcanum lo más rápidamente posible y se esforzó para correr a un trote ligero con sus piernas mojadas y doloridas. La cabeza le latía como si tuviera dentro del cráneo un puño que se abriera y cerrara y le invadían oleadas de calor y de frío. Lobo le seguía sin esfuerzo a su izquierda, con unos pasos tan largos que no necesitaba correr para mantenerse a su lado. Jack sabía que su miedo a los polis era un poco histérico, pero el hombre de la gorra de EQUIPAMIENTOS AGRÍCOLAS parecía realmente asustado. Y furioso.

No habían recorrido ni trescientos metros cuando empezó a sentir una profunda y aguda punzada en el costado y pidió a Lobo que le llevara a cuestas un rato.

—¿Cómo? —preguntó Lobo.

—Ya sabes —dijo Jack, explicándolo por señas. Una gran sonrisa distendió la cara de Lobo. Esto era por fin algo que entendía, algo que podía hacer.

—¡Quieres que te lleve a caballo! —exclamó, muy contento.

—Sí, creo que sí…

—¡Pues claro! ¡Lobo! ¡Aquí y ahora! ¡Solía hacerlo con mis hermanos de carnada! ¡Salta, Jack! —Lobo se agachó, juntando las manos para formar un estribo para Jack.

—Escucha, cuando te pese demasiado, me ba… Antes de que pudiera terminar. Lobo ya había cargado con él y corría por la carretera en la oscuridad… realmente, corría. El aire frío y húmedo apartaba los cabellos de la frente febril de Jack.

—¡Lobo, te cansarás! —gritó.

—¡Yo no! ¡Lobo! ¡Lobo! ¡Corriendo aquí y ahora! —Por primera vez desde que habían saltado, Lobo parecía feliz. Corrió durante dos horas, hasta que estuvieron bien al oeste de Arcanum, por una carretera alquitranada de dos carriles, oscura y sin señales. Jack vio un granero desierto en un campo agreste y descuidado y pernoctaron allí.

Lobo no quería ni acercarse a las zonas comerciales donde el tráfico fluía en un fragor continuo y los hedores se propagaban en una nube malsana, Y Jack tampoco quería meterse en ellas; Lobo llamaba demasiado la atención. Sin embargo, le obligó a parar ante una tienda de la carretera, a pocos metros de la frontera de Indiana, cerca de Harrisville. Mientras Lobo esperaba nerviosamente al borde de la carretera, en cuclillas, escarbando en la tierra, levantándose, andando en un pequeño y monótono círculo y poniéndose de nuevo en cuclillas, Jack compró un periódico y repasó con cuidado la página del tiempo. La próxima luna llena sería el 31 de octubre, la víspera de Todos los Santos, fecha muy adecuada, por cierto Jack miró también la primera plana para saber qué día era hoy, que ahora ya era ayer… 26 de octubre.

7

Jack abrió una de las puertas de Cristal y entró en el vestíbulo del cine Sixplex. Se volvió para observar a Lobo, pero éste parecía —por lo menos de momento— bastante tranquilo. De hecho, Lobo se sentía relativamente optimista… de momento. No le gustaba estar en el interior de un edificio, pero al menos no se trataba de un coche. Aquí dentro reinaba un olor agradable… ligero y algo sabroso, aunque lo habría sido más de no tener un punto amargo y casi rancio. Lobo miró a su izquierda y vio una alacena de cristal llena de golosinas blancas. De allí procedía el buen olor.

—Jack —murmuró.

—¿Qué?

—Quiero algunas de esas cosas blancas, por favor, pero sin el pipí.

—¿Pipí? ¿De qué me hablas?

Lobo buscó una palabra más formal y la encontró: «Orina». Señaló una máquina en cuyo interior se encendía y apagaba una luz. El letrero decía: SABOR A MANTEQUILLA.

—Eso es una especie de orina, ¿verdad? Tiene que serlo, huele a orina.

Jack sonrió con condescendencia.

—Una palomita de maíz sin mantequilla, de acuerdo —contestó—. Ahora cierra la boca, ¿quieres?

—Claro, Jack —respondió con humildad Lobo—. Aquí y ahora. La taquillera masticaba un gran pedazo de chicle hinchable con sabor a uva. Se quedó inmóvil al ver a Jack y a su encorvado y corpulento compañero. La goma de mascar, adherida a la lengua, parecía un gran tumor morado. Miró con los ojos en blanco al tipo que estaba tras el mostrador de las golosinas.

—Dos, por favor —dijo Jack, sacando el fajo de billetes sucios, de bordes doblados, entre los que se escondía uno solo de cinco dólares.

—¿Para qué película? —Sus ojos se pasearon del uno al otro, de Jack a Lobo y de éste a Jack. Parecía una espectadora de un partido de ping-pong.

—¿Qué película empieza ahora? —le preguntó Jack.

—Pues… —La chica bajó la vista para mirar la hoja sujeta con plástico transparente—. En la Sala 4, El dragón volador, que es una película de kung-fu con Chuck Norris. —De nuevo paseó los ojos de uno a otro—. Luego, en la Sala 6, hacen dos películas, dos dibujos de Ralph Bakshi: Los Brujos y El señor de los anillos.

Jack se sintió aliviado. Lobo no era más que un niño grande y a los niños les encantaban los dibujos. Esta idea podría resultar. Era posible que Lobo encontrara por lo menos una cosa divertida en el País de los Malos Olores y él podría dormir durante tres horas.

—Ésta —dijo—. Los dibujos.

—Son cuatro dólares —dijo ella—. Los precios matinales rebajados se terminan a las dos. —Apretó un botón y salieron dos entradas por una ranura con un ruido mecánico de chatarra. Lobo retrocedió con un pequeño grito.

La chica le miró con las cejas arqueadas.

—¿Está nervioso, señor?

—No, soy Lobo —contestó Lobo, sonriendo y enseñando demasiados dientes. Jack podría haber jurado que Lobo enseñaba más dientes ahora cuando sonreía que uno o dos días antes. La chica se quedó mirándolos, humedeciéndose los labios.

—Está bien, sólo que… —Jack se encogió de hombros—. No sale mucho de la granja, ¿sabe? —Le alargó su único billete de cinco dólares y ella lo cogió como si deseara hacerlo con un par de pinzas.

—Vamos, Lobo.

Cuando se volvieron hacia el puesto de golosinas y mientras Jack se guardaba el billete de vuelta en el bolsillo de sus mugrientos vaqueros, la taquillera dijo por señas al vendedor: ¡Fíjate en su nariz!

Jack miró a Lobo y vio que las ventanas de su nariz se movían rítmicamente.

—Deja de hacer eso —susurró.

—¿Hacer qué, Jack?

—Eso con la nariz.

—Oh, lo intentaré, Jack, pero…

—Shhh.

—¿Puedo ayudarte, hijo? —preguntó el vendedor.

—Sí, por favor. Chicle de menta, caramelos y una papelina grande de palomitas de maíz sin la grasa.

El vendedor puso las tres cosas sobre el cristal. Lobo cogió la papelina de palomitas con ambas manos e inmediatamente comenzó a meterse grandes puñados en la boca.

El vendedor le miró en silencio.

—No sale mucho de la granja —repitió Jack, pensando si estos dos habrían visto ya las suficientes cosas extrañas para llamar a la policía. Pensó, no por primera vez, que había una verdadera ironía en todo esto. Era probable que en Nueva York o Los Angeles nadie se hubiera vuelto a mirar dos veces a Lobo, y tres, absolutamente nadie. Al parecer, el nivel de tolerancia de lo anormal era mucho más bajo en el centro del país. Claro que Lobo habría echado a correr en cuanto hubiese llegado a Nueva York o Los Angeles.

—Ya lo veo —comentó el vendedor—. Son dos ochenta.

Jack pagó con un respingo interno al darse cuenta de que había gastado la cuarta parte de su fortuna para pasar una tarde en el cine.

Lobo sonreía al vendedor mientras masticaba un puñado de palomitas y Jack la reconoció como la Sonrisa Amistosa A + 1 de Lobo, pero dudaba de que el vendedor la viera así. Se veían demasiados dientes… como si tuviera cientos de ellos.

Al diablo, que llamen a la pálida si eso es lo que quieren —pensó con un cansancio que tenía más de adulto que de niño—. No pueden retrasamos más de lo que ya nos hemos retrasado. No quiere subir a los nuevos coches porque no resiste el olor de la reacción catalítica y tampoco a los viejos porque huelen a gases quemados, sudor, gasolina y cerveza y es probable que no pueda viajar en ninguna clase de coche porque sufre una maldita claustrofobia. Confiesa la verdad, Jack-O, aunque sólo sea a ti mismo. Te engañas diciéndote que se acostumbrará muy pronto, porque quizá no lo haga nunca. Y entonces, ¿qué haremos? Cruzar Indiana a pie, supongo. Rectifico: Lobo cruzará Indiana a pie. Yo la cruzaré sobre sus hombros. Pero antes voy a meterle en este maldito cine y dormir hasta que las dos películas hayan terminado o hasta que lleguen los polis. Y éste es el final de mi historia, si, señor.

—Bueno, que se diviertan —dijo el vendedor.

—Seguro que sí —replicó Jack, alejándose, y casi en seguida se dio cuenta de que Lobo no le seguía. Se hallaba mirando algo situado sobre la cabeza del vendedor con una expresión de arrobamiento casi supersticioso. Jack levantó la vista y vio que anunciaba la reposición de Encuentros íntimos de Steven Spielberg, en una pantalla flotando en el aire de los convectores.

—Vamos, Lobo —dijo.

8

Lobo supo que el asunto no funcionaría en cuanto hubieron pasado el umbral. La sala era pequeña, húmeda y oscura. Los olores eran terribles. Un poeta que oliese lo que Lobo olió en aquel momento podría haberlo llamado el hedor de los sueños agrios. Lobo no era poeta, sólo sabía que predominaba el olor de las palomitas de orina y sintió inmediatamente ganar de vomitar.

Entonces las luces se debilitaron aún más, convirtiendo la sala en una cueva.

—Jack —gimió, aferrándose al brazo del muchacho—, Jack, tendríamos que salir de aquí, ¿de acuerdo?

—Te gustará. Lobo —murmuró Jack, consciente del malestar de Lobo pero no de su magnitud. Después de todo. Lobo siempre estaba acongojado por algo. En este mundo, la palabra congoja le definía—. Ya lo verás.

—Está bien —dijo Lobo y Jack oyó el asentimiento pero no el débil temblor cuyo significado era que Lobo se aferraba con ambas manos al último baluarte de su autodominio. Se sentaron y Lobo ocupó el asiento de pasillo, con las piernas dobladas de manera incómoda y con la papelina de palomitas de maíz (que ya no le apetecían) apretada contra su pecho.

Delante de ellos ardió la llama amarilla de una cerilla. Jack olió el picante humo de la marihuana, tan familiar en el cine que se olvidaba en cuanto se había identificado. Lobo olió a un incendio forestal.

—¡Jack…!

—Shhh, que empieza la película.

Y me estoy durmiendo.

Jack no sabría nunca nada del heroísmo de Lobo en los próximos minutos. No siquiera Lobo era consciente de él, sólo sabía que debía tratar de resistir esta pesadilla por amor a Jack. Debe ir todo bien —pensó—; mira, Lobo, Jack está a punto de dormirse, de quedarse dormido aquí y ahora. Y sabes muy bien que Jack no te llevaría a un Sitio Peligroso, así que resiste… limítate a esperar… ¡Lobo!… todo irá bien.

Pero Lobo era un ser cíclico y su ciclo se estaba acercando al punto culminante del mes. Sus instintos se habían refinado de una manera exquisita, casi perfecta. Su mente racional le decía que estaría muy bien aquí dentro, que Jack no le habría traído de no ser así. Pero era como un hombre a quien le pica la nariz y se dice a sí mismo que no debe estornudar en la iglesia porque es una descortesía.

Sentado en aquella cueva oscura y apestosa, oliendo a incendio forestal y estremeciéndose cada vez que una sombra bajaba por el pasillo, esperaba de un momento a otro que alguien le atacara en la penumbra. Y entonces se abrió una ventana mágica en la entrada de la cueva y se quedó mirando, envuelto en el hedor de su propio terror, con los ojos muy abiertos y una expresión de pavor en el rostro, cómo chocaban y, volcaban unos coches, cómo ardían unos edificios y cómo se perseguían unos hombres.

—Avances… —murmuró Jack—. Ya te he dicho que te gustaría…

Había voces. Una decía no fumar y otra no ensuciar el suelo. Una decía precios especiales a grupos y otra precios rebajados todos los días hasta las cuatro.

—Lobo, nos han timado —murmuró Jack. Empezó a decir algo más pero se convirtió en un ronquido.

Una voz final añadió yahoranuestrapelículaprincipal y fue entonces cuando Lobo perdió el control. El señor de los anillos de Bakshi estaba en sonido Dolby y el operador tenía órdenes de dar mucho volumen por las tardes, porque era cuando venían los jefes y a los jefes les gustaba el sonido Dolby muy alto.

Se oyó un chirrido discordante, un estruendo de latón. La ventana mágica volvió a abrirse y ahora Lobo pudo ver el incendio: llamaradas anaranjadas y rojas.

Aulló y se levantó, estirando a Jack, que estaba más dormido que despierto.

¡Jack! —gritó—. ¡Salgamos de aquí! ¡Hemos de salir! ¡Lobo! ¿Ves el fuego? ¡Lobo! ¡Lobo!

—¡Que se siente ése de delante! —gritó alguien.

—¡Cállate, estúpido! —chilló otro.

La puerta del fondo de la Sala 6 se abrió.

—¿Qué pasa aquí?

—Lobo, ¡cállate! —silbó Jack—. Por el amor de Dios…

—¡AUUUUUUUUU-OOOOOOOOOOOOOOOOOOO! —aulló Lobo. Una mujer echó una buena ojeada a Lobo cuando la luz blanca del vestíbulo le iluminó. Profirió un grito y sacó a su niño pequeño estirándole por el brazo. Le arrastró literalmente; el niño se había caído de rodillas y se deslizaba por la alfombra sembrada de palomitas del pasillo central. Había perdido una zapatilla.

—¡AUUUUUUUUUUUUUUU-OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOHHOOOOOOOO!

El fumador de marihuana, sentado tres filas más abajo, se volvió y les miró con vago interés. Sostenía una colilla encendida en una mano y hacía servir la otra de pantalla para su oreja.

—De… lejos —pronunció—. Los malditos hombres lobos de Londres atacan de nuevo, ¿verdad?

—Está bien —dijo Jack—, está bien, ya nos vamos. No hay ningún problema. Pero… pero no hagas esto otra vez, ¿quieres? ¿Quieres?

Condujo a Lobo hacia fuera. El cansancio había vuelto a enseñorearse de él.

La luz del vestíbulo le deslumbró, pinchándole los ojos. La mujer que se había llevado a rastras al niño estaba en un rincón abrazada a su hijo. Cuando vio a Jack salir con el todavía aullante Lobo por las puertas dobles de la Sala 6, cogió al niño y huyó corriendo.

El vendedor, la taquillera, el operador de la cabina y un hombre alto embutido en un abrigo deportivo, que parecía un corredor de apuestas, formaban un apretado grupo. Jack supuso que el tipo del abrigo a cuadros y zapatos blancos era el director.

Las puertas de las otras salas de la colmena se abrieron un poco y unas caras se asomaron en la oscuridad para ver qué ocurría. Jack pensó que parecían tejones asomados a sus madrigueras.

—¡Fuera! —ordenó el hombre del abrigo a cuadros—: ¡Fuera! Ya he llamado a la policía y estará aquí dentro de cinco minutos. Y un cuerno que has llamado —pensó Jack, sintiendo un rayo de esperanza—. No has tenido tiempo. Y si huimos inmediatamente, es posible, sólo posible, que no te molestes en hacerlo.

—Ya nos vamos —dijo—. Escuche, lo siento. Es que… mi hermano mayor es epiléptico y acaba de tener un ataque. Nos hemos olvidado… de su medicina.

Al oír la palabra epiléptico, la taquillera y el vendedor retrocedieron. Era como si Jack hubiese nombrado la lepra.

—Vamos, Lobo.

Vio al director bajar la vista y fruncir los labios con repugnancia. Jack siguió su mirada y vio una amplia mancha oscura en la parte delantera del mono con pechera de Lobo. £1 mismo también se había mojado.

Lobo se dio cuenta y aunque muchas cosas del mundo de Jack eran extrañas para él, conocía por lo visto muy bien el significado de aquella mirada de desprecio porque prorrumpió en estentóreos sollozos de desconsuelo.

Jack, lo siento, ¡Lobo lo siente MUCHO!

—Sácalo de aquí —dijo con desdén el director, dando media vuelta.

Jack puso un brazo alrededor de Lobo y le condujo hacia la puerta.

—Vamos, Lobo —dijo en voz baja, con auténtica ternura. Nunca había sentido tanto cariño por Lobo como en este momento—. Vamos, ha sido culpa mía, no tuya. Vamonos.

—Lo siento —dijo Lobo, llorando sin parar—. Soy un desastre, maldita sea, un desastre.

—Eres muy útil —aseguró Jack—. Vamonos.

Empujó la puerta y salieron al suave calor de finales de octubre.

La mujer y el niño estaban a unos veinte metros de distancia, pero cuando vio a Jack y a Lobo, retrocedió hasta su coche con el niño delante de ella, como un gángster acorralado con un rehén.

—¡No le dejes acercarse a mí! —chilló—. ¡No dejes que ese monstruo se acerque a mi niño! ¿Me oyes? ¡No le dejes acercarse a mi!

Jack pensó que debía decir algo para tranquilizarla, pero no se le ocurrió nada. Estaba demasiado cansado.

Él y Lobo se alejaron, cruzando el área de aparcamiento en diagonal. A medio camino, Jack se tambaleó y el mundo se difuminó unos instantes.

Fue vagamente consciente de que Lobo le cogía en brazos y le llevaba a cuestas, como a un bebé. También creyó advertir que Lobo lloraba.

—Jack, lo siento tanto, por favor, no odies a Lobo, puedo ser el bueno y viejo Lobo, espera y verás…

—No te odio —contestó Jack—, sé que eres… sé que eres el bueno y viejo…

Pero se quedó dormido antes de terminar. Cuando se despertó, era de noche y ya habían dejado atrás la ciudad de Muncie. Lobo se había apartado de las carreteras principales y metido en un laberinto de caminos comarcales y sendas. Totalmente orientado a pesar de la ausencia de señales y la multitud de encrucijadas, había continuado en dirección oeste con el instinto infalible de un ave migratoria.

Aquella noche durmieron en una casa vacía al norte de Cammack y por la mañana Jack tuvo la impresión de que su fiebre había remitido un poco.

A media mañana —a media mañana del 28 de octubre—, Jack se dio cuenta de que en las palmas de Lobo había vuelto a crecer el pelo.