LOBO
… la potente luz del sol cayó sobre ellos.
A través del nauseabundo olor dulzón del zumo mágico, pudo oler otra cosa… el cálido aroma de unos animales. También pudo oírlos moverse a su alrededor.
Asustado, Jack abrió los ojos, pero al principio no le fue posible ver nada… La diferencia de luz fue tan brusca y repentina como si alguien hubiera encendido un racimo de bombillas de doscientos vatios en una habitación oscura.
Un flanco cálido, cubierto de pelaje, le rozó, no de modo amenazador (o así lo creyó Jack), sino a causa de un movimiento precipitado. Jack, que se estaba levantando del suelo, volvió a caerse.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Apartaos de él! ¡Inmediatamente! —Una fuerte y rotunda palmada, seguida de un sonido animal que era medio balido y medio mugido—. ¡Por los clavos de Cristo! ¡No tenéis sentido común! ¡Apartaos de él antes de que os arranque los ojos a mordiscos!
Ahora su visión se había adaptado lo suficiente a la diafanidad de esté casi perfecto día otoñal de los Territorios para distinguir a un joven gigante en medio de un rebaño de inquietos animales, dándoles palmadas en los costados y en los algo jibosos lomos con gran entusiasmo y muy poca fuerza efectiva. Jack se sentó, encontró automáticamente la botella de Speedy, con su único y preciado trago, y la guardó, todo sin perder de vista al muchacho, que estaba de espaldas a él.
Era muy alto —casi dos metros, calculó Jack— y de hombros tan amplios que aún parecía haber una ligera desproporción entre su anchura y su estatura. Una cabellera negra, larga y grasienta le caía hasta los hombros. Sus músculos abultaban y se tensaban mientras se movía entre los animales, a los que apartaba de Jack y conducía hacia el Camino del Oeste.
Era una figura impresionante, incluso vista desde atrás, pero lo que asombraba a Jack era su vestimenta. Todas las personas que había visto en los Territorios (incluyéndose a sí mismo) llevaban túnicas, coletos o toscos pantalones cortos.
Este sujeto parecía llevar un mono con pechera.
Entonces se volvió y Jack sintió un gran sobresalto que le atenazó la garganta. Se levantó a toda prisa.
Era aquello llamado Elroy.
El pastor era aquello llamado Elroy.
Pero no, no lo era.
Es posible que Jack no se hubiese, quedado para comprobarlo y nada de lo ocurrido después —el cine, el cobertizo y el infierno del Hogar del Sol— habría tenido lugar (o por lo menos se habría producido de un modo completamente distinto), pero en cuanto se hubo levantado, el terror le inmovilizó. Era tan incapaz de correr como un ciervo deslumhrado por la antorcha de un cazador.
Mientras la figura del mono con pechera se iba acercando, pensó: Elroy no era tan alto, ni tan ancho. Y tenía los ojos amarillos. Los ojos de este ser tenían un brillante e imposible tono anaranjado. Mirarlos era como mirar los ojos de una calabaza de la Víspera de Todos los Santos. Y así como la sonrisa de Elroy prometía locura y asesinato, la sonrisa de este sujeto era abierta, alegre e inofensiva.
Sus pies descalzos eran enormes y espatulados, los dedos formaban grupos de tres y de dos y apenas se veían bajo los rizos de cabello tieso. Jack, medio aturdido por la sorpresa, el temor y una incipiente diversión, se fijó en que no parecían pezuñas, como los de Elroy, sino más bien garras o zarpas.
Mientras salvaba la distancia entre él y Jack, sus ojos brillaron con un destello aún más anaranjado que por un momento recordó el tono butano preferido por los cazadores y los hombres que desvían el tráfico con una bandera al inicio de unas obras. Luego el color cambió a un avellana turbio y entonces Jack vio que la sonrisa era perpleja a la vez que amistosa y comprendió instantáneamente dos cosas: primera, que no había malicia en este sujeto, ni una pizca de malicia, y segunda, que era lento. No tonto, quizá, pero sí lento.
—¡Lobo! —gritó el grande y peludo animal adolescente, sonriendo. Tenía la lengua larga y puntiaguda y Jack pensó con un escalofrío que era exactamente igual que un lobo. No una cabra, sino un lobo. Esperaba no equivocarse al juzgarle inofensivo. Pero si me equivoco, por lo menos no tendré que preocuparme de cometer más errores, nunca más—. ¡Lobo! ¡Lobo! —Alargó una mano y Jack vio que estaba cubierta de pelo igual que los pies, pero de un pelo más fino y más abundante, muy hermoso, en realidad. Era especialmente tupido en las palmas, donde tenía el color blanco de una mancha en la cabeza de un caballo.
¡Dios mío, creo que quiere estrecharme la mano! Nervioso, pensando en tío Tommy, quien le había dicho que nunca debía negarse a estrechar una mano, ni siquiera la de su peor enemigo. («Lucha a muerte contra él después, si es preciso, pero antes estréchale la mano», le había dicho tío Tommy), Jack extendió la propia mano, preguntándose si iban a estrujársela… o tal vez comérsela.
—¡Lobo! ¡Lobo! ¡Estrechando una mano aquí y ahora! —exclamó entusiasmado el adolescente del mono con pechera—. ¡Aquí y ahora! ¡Bien por el bueno de Lobo! ¡Por Dios bendito! ¡Aquí y ahora! ¡Lobo!
A pesar de esta efusividad, el apretón de Lobo fue bastante suave, amortiguado por la espesa capa de pelo tieso de la mano. Un mono con pechera y un gran apretón de manos de un sujeto que parece un perro esquimal gigante y huele un poco a heno después de un fuerte chubasco —pensó Jack—. ¿Qué más pasará? ¿Me invitará a visitar su iglesia este domingo?
—¡El bueno de Lobo, quién lo habría dicho! ¡El bueno de Lobo aquí y ahora! —Wolf cruzó los brazos sobre el enorme pecho y rió, encantado consigo mismo. Entonces agarró de nuevo la mano de Jack.
Esta vez se la agitó vigorosamente arriba y abajo. Jack pensó que ahora le tocaba a él decir algo; de lo contrario, este adolescente agradable, aunque un poco infeliz, podía seguir agitándole la mano hasta la puesta de sol.
—El bueno de Lobo —dijo. Parecía ser la frase preferida de su nuevo amigo.
Lobo rió como un niño y soltó la mano de Jack, lo cual representó cierto alivio. La mano no había sido estrujada ni comida, pero se sentía un poco mareada. Lobo tenía un apretón más rápido que un jugador de máquinas tragaperras en una racha de suerte.
—Eres forastero, ¿verdad? —preguntó Lobo, metiendo las peludas manos en los bolsillos del mono y hundiéndolas bien sin el menor asomo de timidez.
—Sí —asintió Jack, pensando en el significado que la palabra tenía aquí, un significado muy específico—. Sí, supongo que eso es lo que soy. Un forastero.
—¡Por Dios que tienes razón! ¡Lo huelo! ¡Aquí y ahora, ya lo creo que sí! ¡Hueles a forastero! No es un olor malo, claro que no, pero sí curioso. ¡Lobo! Ése soy yo. ¡Lobo! ¡Lobo! ¡Lobo! —Echó la cabeza hacia atrás y rió. El sonido terminó teniendo una desconcertante semejanza con un aullido.
—Jack —dijo Jack—, Jack Saw…
Nuevamente le agarraron la mano y se la estrecharon con abandono.
—Sawyer —terminó cuando se la soltaron. Sonrió, sintiéndose como si le hubieran golpeado con un gran bastón. Cinco minutos antes estaba acurrucado contra la fría pared de ladrillo de un lavabo en la I-70 y ahora se encontraba hablando con un adolescente que parecía más animal que hombre.
Y que le colgaran si su resfriado no había desaparecido por completo.
—¡Lobo conoce á Jack! ¡Jack conoce a Lobo! ¡Aquí y ahora! ¡Bien! ¡Magnífico! ¡Oh, Jason! ¡Vacas en el camino! ¿Verdad que son estúpidas? ¡Lobo! ¡Lobo!
Chillando, Lobo saltó por la colina hasta el camino, donde se encontraba la mitad de su rebaño, mirando a su alrededor con expresiones de apática sorpresa, como preguntándose dónde se había escondido la hierba. Jack vio que parecían realmente una mezcla de vacas y ovejas y trató de imaginar qué nombre tendría semejante raza híbrida. La primera que se le ocurrió fue vaveja. He aquí a Lobo vigilando a su rebaño de vavejas. Oh, sí, aquí y ahora.
El bastonazo volvió a caer sobre la cabeza de Jack. Se sentó y empezó a reír, con las manos cruzadas sobre la boca para ahogar los sonidos.
La vaveja más grande no mediría mucho más de un metro de altura. Su pelaje era lanudo, pero un tono turbio similar al de los ojos de Lobo; por lo menos, cuando no brillaban como linternas de la Víspera de Todos los Santos. Coronaban sus cabezas unos cuernos cortos y retorcidos que no parecían servir para nada. Lobo las sacó del camino y ellas le obedecieron sin ningún signo de temor. Si una vaca o una oveja olieron, en mi lado del mundo a este sujeto —pensó Jack—, se matarían al intentar huir de él.
Pero a Jack le gustaba Lobo, le había gustado a primera vista, del mismo modo que había temido y sentido antipatía por Elroy a primera vista. Y este contraste era especialmente apropiado, porque la comparación entre los dos resultaba inevitable. Sólo que Elroy se parecía a una cabra, mientras que Lobo se parecía… pues a eso, a un lobo.
Caminó despacio hacia donde Lobo había conducido a su rebaño. Recordó haber andado de puntillas por el maloliente pasillo del bar Oatley, en dirección a la salida de incendios, intuyendo la proximidad de Elroy, que tal vez le olía como una vaca del otro lado olía sin duda a Lobo. Recordó las manos de Elroy empezando a retorcerse y agrandarse, su cuello hinchándose y sus dientes convirtiéndose en colmillos ennegrecidos.
—¡Lobo!
Lobo se volvió y le miró, sonriente. Sus ojos brillaron con un resplandor anaranjado y durante un momento parecieron salvajes e inteligentes al mismo tiempo. Luego el resplandor se extinguió y quedó el mismo tono avellana, turbio y siempre perplejo.
—¿Eres… una especie de hombre lobo?
—Claro que sí —respondió Lobo, sonriendo—. Has dado en el clavo, Jack. ¡Lobo!
Jack se sentó en una roca y miró a Lobo con expresión pensativa. Pensaba que ya nada podría sorprenderle más, pero Lobo lo consiguió con gran soltura.
—¿Cómo está tu padre, Jack? —inquirió en el tono casual y distraído reservado para informarse sobre los parientes ajenos—. ¿Cómo le va a Phil últimamente? ¡Lobo!
A Jack se le ocurrió una asociación curiosamente adecuada: se sintió como si todo el viento hubiera sido barrido de su mente. Durante unos segundos permaneció vacía, como una estación de radio que sólo transmitiera una onda portadora, y entonces vio cambiar el rostro de Lobo. La expresión de felicidad y curiosidad infantil fue reemplazada por una de tristeza, y las ventanas de la nariz de Lobo empezaron a ondear con rapidez.
—Ha muerto, ¿verdad? ¡Lobo! Lo siento, Jack. ¡Que Dios me castigue! ¡Soy un estúpido! ¡Estúpido! —Lobo se dio una fuerte palmada en la frente y esta vez sí que aulló, con un sonido que heló la sangre en las venas de Jack. El rebaño de vavejas movió las cabezas con inquietud.
—No te preocupes —dijo Jack. Oyó sus palabras más en los oídos que en la cabeza, como si hablara otra persona—. Pero… ¿cómo lo has sabido?
—Ha cambiado tu olor —contestó Lobo con sencillez—. He sabido que había muerto porque lo he olido en ti. ¡Pobre Phil! ¡Qué buena persona era! ¡Te lo digo aquí y ahora, Jack! ¡Tu padre era una buena persona! ¡Lobo!
—Sí —contestó Jack—, sí que lo era. Pero, ¿cómo le conociste? ¿Y cómo sabías que era mi padre?
Lobo miró a Jack como si hubiera hecho una pregunta tan simple que apenas necesitaba respuesta.
—Recuerdo su olor, naturalmente. Los lobos recordamos todos los olores. Tú hueles igual que él.
¡Crac! Volvió a sentir un golpe en la cabeza. Sintió el impulso de rodar por la hierba dura y elástica, sujetándose el estómago y riendo a carcajadas. La gente le había dicho que tenía los ojos de su padre y la boca de su padre, incluso el don de su padre para hacer un dibujo rápido, pero jamás le había dicho nadie que olía como su padre. No obstante, suponía que la idea tenía cierta lógica insensata.
—¿Cómo le conociste? —repitió Jack. Lobo pareció desconcertado.
—Vino con el otro —respondió por fin—, el de Orris. Yo era pequeño. El otro era malo, nos robó a algunos de nosotros. Tu padre no lo sabía —se apresuró a añadir, como si Jack se hubiera enfadado—. ¡Lobo! ¡No! Tu padre, Phil, era bueno. El otro…
Lobo movió la cabeza con lentitud. En su rostro había una expresión aún más sencilla que su placer. Era el recuerdo de una pesadilla de la infancia.
—Malo —continuó—. Mi padre dice que se labró una posición en este mundo. Casi siempre estaba en su Gemelo, pero era de tu mundo. Nosotros sabíamos que era malo, lo olíamos, pero ¿quién escucha a los Lobos? Nadie. Tu padre sabía que era malo, pero no podía olerle tan bien como nosotros. Sabía que era malo, pero no hasta qué punto.
Y Lobo echó la cabeza hacia atrás y aulló otra vez, un largo y espeluznante aullido de tristeza que resonó contra el cielo azul oscuro.