Capítulo 8

EL TONEL DE OATLEY

1

Seis días después, Jack había vencido casi toda su desesperación. Al final de sus primeros días de camino, tuvo la impresión de haber pasado de la niñez y la adolescencia a la edad adulta… y a la eficiencia. Era cierto que no había vuelto a los Territorios desde que se despertara en la ribera occidental del río, pero podía explicar esto, y el retraso que suponía en su viaje, diciéndose que ahorraba el zumo de Speedy para cuando lo necesitara de verdad.

Y, en cualquier caso, ¿no le había dicho Speedy que viajara primordialmente por los caminos de este mundo? Sólo obedezco órdenes, compañero.

Cuando el sol salía y los coches le llevaban cincuenta o sesenta kilómetros más hacia el oeste y tenía el estómago lleno, los Territorios parecían increíblemente lejanos e irreales: eran como una película que ya empezaba a olvidar, una fantasía pasajera. A veces, cuando se arrellanaba en el asiento delantero del coche de un maestro de escuela, por ejemplo, y contestaba a las preguntas usuales sobre historia, llegaba a olvidarlos. Los Territorios le abandonaban y él volvía a ser —o casi— el muchacho que había sido al principio del verano.

Especialmente en las grandes autopistas estatales, cuando un coche le dejaba cerca de la rampa de salida, solía ver el próximo coche ceñirse al arcén diez o quince minutos después de que él levantara el pulgar para hacer autostop. Ahora se encontraba cerca de Batavia, en la parte occidental del estado de Nueva York, caminando hacia atrás por el carril derecho de la I-90, otra vez con el pulgar levantado, dirigiéndose hacia Buffalo; después de Buffalo, comenzaría a bajar hacia el sur. Jack pensaba que era una cuestión de idear la mejor manera de hacer algo y después limitarse a hacerlo. Rand MacNally y la historia le habían llevado hasta aquí; lo único que le hacía falta era suerte para encontrar a un conductor que se dirigiera a Chicago o a Denver (o a Los Angeles, si quieres soñar despierto sobre la suerte, Jacky-baby), a fin de poder emprender el viaje de regreso a casa antes de mediados de octubre.

Estaba bronceado por el sol, tenía quince dólares de su último trabajo en el bolsillo —lavar platos en el Golden Spoon Diner de Auburn— y sus músculos se habían estirado y endurecido. Aunque a veces sentía deseos de llorar, no había cedido a las lágrimas desde aquella primera e infeliz noche. Ahora controlaba la situación y en esto estribaba la diferencia; ahora que sabía cómo debía actuar, después de pensarlo con tanto detenimiento, estaba por encima de todo cuanto pudiera sucederle y hasta creía poder vislumbrar ya el final de su viaje, aunque estuviera tan lejano. Todo saldría bien y tendría muchos menos problemas de lo que había temido.

Esto era, por lo menos, lo que imaginaba Jack Sawyer cuando un polvoriento Ford Fairlane de color azul se acercó al arcén y esperó a que corriera hacia él, guiñando los ojos bajo el sol poniente. Cincuenta o sesenta kilómetros, pensó. Recordó la página de Rand McNally que había estudiado aquella mañana y decidió: Catley. Sonaba a aburrido, pequeño y seguro… ya estaba en marcha y nada podría hacerle ningún daño ahora.

2

Jack se agachó y miró por la ventanilla antes de abrir la puerta del Fairlane. E; asiento trasero estaba sembrado de muestrarios y volantes de propaganda y el asiento delantero ocupado por dos carteras de gran tamaño. El hombre de cabellos negros y algo barrigudo que ahora casi parecía imitar la postura de Jack, inclinado sobre el volante y mirando al muchacho por la ventanilla, era un vendedor. La chaqueta de su traje azul colgaba del gancho que había detrás de él; llevaba el nudo de la corbata flojo y la camisa arremangada. Un vendedor de unos treinta y cinco años, viajando tranquilamente por su territorio. Le debía gustar mucho hablar, como a todos los vendedores. Le sonrió y levantó primero una de las carpetas, que dejó caer sobre el montón de papeles de] asiento trasero, y luego la otra.

—Te haremos un poco de sitio —dijo. Jack sabía que la primera pregunta que le formularía el hombre era por qué no estaba en el colegio. Abrió la puerta y saludó:

—Hola, gracias —y subió al coche.

—¿Vas muy lejos? —preguntó el vendedor, ajustando el espejo retrovisor mientras ponía la marcha automática y volvía al carril de la autopista.

—A Oatley —contestó Jack—. Creo que está a unos cuarenta y ocho kilómetros.

—Acabas de suspender en geografía —replicó el vendedor—. Oatley está a más de setenta. —Volvió la cabeza para mirar a Jack y sorprendió al muchacho guiñándole un ojo—. No te lo tomes a mal, pero detesto ver a niños haciendo autostop. Por esto siempre los recojo cuando los veo; así por lo menos sé que están seguros conmigo y no con un sobón, ¿sabes a lo que me refiero? Hay demasiados chalados por ahí, muchacho. ¿Lees los periódicos? Me refiero a los carnívoros. Podrías convertirte en una especie en peligro.

—Supongo que es verdad —respondió Jack—, pero procuro tener mucho cuidado.

—Vives cerca de aquí, ¿no?

El hombre seguía con la cara vuelta hacia él y sólo dirigía de vez en cuando hacia la carretera sus ojos de pájaro; Jack rebuscó frenéticamente en su memoria para dar con el nombre de una ciudad próxima a la autopista.

—Palmyra. Soy de Palmyra. El vendedor asintió, dijo:

—Un lugar viejo y bastante bonito —y volvió la cara para mirar hacia delante. Jack se apoyó en el cómodo respaldo del asiento y el hombre observó por fin—: Espero que no estés haciendo novillos, ¿verdad? —y Jack tuvo que volver a contar la historia.

La había contado tan a menudo, variando los nombres de las ciudades a medida que progresaba hacia el oeste, que tenía como un sabor de fluido monólogo en la boca.

—No, señor. Es que debo ir a Oatley a vivir una temporada con mi tía Helen. Helen Vaughan. Es la hermana de mi madre. Es maestra. Verá, mi padre murió el invierno pasado y las cosas se han puesto un poco difíciles; hace quince días, la tos de mamá empeoró tanto que casi no podía subir las escaleras y el médico dijo que debía guardar cama todo lo que pudiera, así que ella pidió a su hermana que cuidara de mí por un tiempo. Como es maestra, supongo que asistiré a la escuela de Oatley. Tía Helen no permitiría hacer novillos a ningún chico.

—¿Quieres decir que tu madre te ha dicho que vayas de Palmyra a Oatley haciendo autostop? —preguntó el hombre.

—Oh, no, claro que no, jamás me diría una cosa así. No, me dio dinero para el autobús, pero yo he decidido ahorrarlo. Me imagino que no podrá enviarme dinero durante una buena temporada y a tía Helen no le sobra. Mamá se asustaría si supiera que hago autostop, pero a mí me ha parecido un derroche. Quiero decir que cinco dólares son cinco dólares y ¿por qué darlos al conductor de un autobús?

El hombre le miró de soslayo.

—¿Cuánto tiempo calculas que pasarás en Oatley?

—Es difícil de decir. Espero que mamá se ponga bien muy pronto.

—Bueno, pero no regreses haciendo autostop, ¿de acuerdo?

—Ya no tenemos coche —dijo Jack, añadiendo este nuevo detalle a la historia. Empezaba a divertirse—. ¿Puede creerlo? Vinieron en plena noche para llevárselo, los cobardes asquerosos. Sabían que todos estarían dormidos. Vinieron en plena noche y sacaron el coche del garaje. Señor, yo habría luchado por aquel coche, y no sólo para poder ir en él a casa de mi tía. Cuando mamá va a ver al médico, tiene que bajar a pie toda la colina y andar cinco manzanas hasta la parada del autobús. No tendrían que poder hacer una cosa así, ¿verdad? ¿Presentarse por las buenas y robar tu propio coche? Pensábamos reanudar muy pronto el pago de los plazos. ¿Usted no llamaría a esto robar?

—Si me ocurriera a mí, supongo que sí —asintió el hombre—. Bueno, espero que tu madre se restablezca cuanto antes.

—Ya somos dos —dijo Jack, fiel a la verdad. Y guardaron silencio hasta que empezaron a aparecer los letreros de Oatley. El vendedor detuvo el coche justo después de entrar en la rampa de salida, sonrió de nuevo a Jack y se despidió:

—Buena suerte, chico.

Jack asintió y abrió la puerta.

—Espero que no tengas que pasar demasiado tiempo en Oatley.

Jack le dirigió una mirada inquisitiva.

—Bueno, conoces el lugar, ¿no?

—Un poco. En realidad, no.

—Pues es un verdadero infierno. Un lugar donde se comen lo que atropellan en la carretera. Gorillaville. Se comen la cerveza y luego se comen el vaso. Algo así.

—Gracias por la advertencia —dijo Jack, apeándose del coche. El vendedor agitó la mano y puso en marcha el Fairlane. Al cabo de pocos momentos era sólo una forma negra alejándose a toda velocidad hacia el sol bajo y anaranjado.

3

Durante unos dos kilómetros la carretera le llevó a través de un paisaje llano y monótono; a lo lejos se veían dos casas pequeñas de dos pisos encaramadas al borde de los campos, que eran marrones y estériles. Las casas no eran granjas; muy separadas entre sí, dominaban los campos yermos y se levantaban en medio de un silencio gris sólo interrumpido por el gemido del tráfico que circulaba por la I-90. No mugían vacas ni relinchaban caballos; no había animales ni maquinaria agrícola. Frente a una de las pequeñas casas se veía media docena de coches viejos y oxidados. En aquellas casas vivían seres que odiaban tanto a su propia especie que incluso Oatley estaba demasiado habitado para ellos. Los campos vacíos les proporcionaban los fosos que necesitaban en torno a sus ruinosos castillos.

Por fin llegó a una encrucijada, que parecía una caricatura: dos caminos estrechos cruzándose en un desierto y prosiguiendo hacia otra especie de desierto. Jack empezó a perder el sentido de la orientación y se ajustó la mochila mientras se acercaba a los altos y herrumbrosos tubos de hierro que sostenían los negros rótulos, también herrumbrosos, con los nombres de las calles. ¿Debería haberse dirigido hacia la izquierda en lugar de hacia la derecha cuando había salido de la rampa del desvío? El letrero que señalaba la carretera paralela a la autopista decía CARRETERA DE DOGTOWN. ¿Dogtown? Jack miró en aquella dirección y sólo vio una llanura infinita, campos llenos de malas hierbas y el tramo negro de asfalto. El trecho donde él se encontraba se llamaba MILL ROAD, según el letrero, y a algo más de un kilómetro de distancia se metía en un túnel casi completamente cubierto por árboles y por una alfombra de hiedra extrañamente púbica. Un letrero blanco pendía entre la exuberancia de la hiedra, al parecer apoyado en ella. Las palabras eran demasiado pequeñas para que pudieran leerse. Jack metió la mano derecha en el bolsillo y apretó la moneda que le había dado el capitán Farren.

El estómago se le quejaba; pronto necesitaría cenar, así que debía alejarse de allí y encontrar una ciudad donde poder ganar su sustento. Seguiría por Mill Road; al menos podía andar hasta el otro extremo del túnel y ver qué había al otro lado. Se obligó a caminar hacia él, mientras la boca oscura entre los árboles se agrandaba a cada paso.

Fresco, húmedo y con color a polvo de ladrillo y tierra removida, el túnel pareció admitir al muchacho y comprimirse a su alrededor. Por un momento Jack temió que le condujese bajo tierra —no se veía ningún círculo de luz en el otro extremo del túnel—, pero entonces se dio cuenta de que el suelo de asfalto era plano. ENCIENDAN LOS FAROS, rezaba el letrero de la entrada. Jack chocó contra la pared de ladrillo y un polvo granuloso se desmenuzó entre sus dedos. «Faros», se dijo, deseando tener uno para encenderlo. Comprendió que el túnel debía curvarse en algún lugar. Aunque caminaba con cautela, lentitud y cuidado, había ido a parar contra la pared como un ciego con las manos extendidas. Continuó adelante, a tientas, tocando la pared. Cuando el coyote de las tiras cómicas de Correcaminos hacía algo parecido a esto, solía acabar contra el parachoques de un camión.

Algo correteó de prisa por el suelo del túnel y Jack se inmovilizó.

Una rata, pensó, o quizá un conejo que cruzaba los campos. Sin embargo, el ruido sugería algo más grande.

Volvió a oírlo, más lejano en la oscuridad, y avanzó otro paso a ciegas. Delante de él oyó, una sola vez, una aspiración y se detuvo, preguntándose: ¿Ha sido eso un animal? Dejó las yemas de los dedos apoyadas contra la pared y esperó la espiración. No había sonado como un animal; desde luego, ningún conejo o rata inspiraban tan profundamente. Avanzó unos centímetros, casi reacio a admitir que, fuera lo que fuese, le había asustado.

Se detuvo otra vez al oír en la oscuridad un ligero sonido semejante a una risa ahogada. Un segundo después llegó hasta su nariz desde el fondo del túnel un olor familiar pero no identificable, tosco, fuerte, como de almizcle.

Jack miró hacia atrás por encima del hombro. Ahora la entrada era visible sólo a medias, oscurecida por la curva de la pared, muy lejana y del tamaño de una madriguera de conejo.

—¿Qué hay ahí? —llamó—. ¡Eh! ¿Hay algo aquí conmigo? ¿O alguien?

Creyó oír un murmullo hacia el interior del túnel.

Se recordó a sí mismo que no estaba en los Territorios; a lo mejor había asustado a un perro soñoliento que se había cobijado para dormir en la fresca penumbra. Si así era, le salvaría la vida despertándole antes de que entrara algún coche.

—¡Eh, perro! —gritó—. ¡Perro!

Y fue recompensado al instante por el sonido de patas corriendo por el túnel. Pero… ¿salían o entraban? No podía decidir por el suave murmullo si el animal se alejaba o aproximaba. Entonces se le ocurrió que tal vez el ruido se acercaba a él por la espalda y cuando torció el cuello para mirar, vio que había avanzado lo suficiente para no ver tampoco la entrada.

—¿Dónde estás, perro? —preguntó.

Algo rascó el suelo a pocos centímetros detrás de él y Jack dio un salto y chocó violentamente con el hombro contra la curva de la pared.

Adivinó una forma —parecida a la de un perro, tal vez— en la oscuridad. Dio un paso adelante y se paró en seco, víctima de una desorientación tan grande que se imaginó de nuevo en los Territorios. El túnel estaba lleno de aquel olor a almizcle acre, propio de un zoológico, y lo que se acercaba a él no era un perro.

Una ráfaga de aire frío que olía a grasa y alcohol le sopló en la cara. Sintió que la forma se aproximaba.

Durante sólo un instante vislumbró un rostro colgado en las tinieblas, iluminado por una luz interior leve y enfermiza, una cara larga y amarga que debía ser casi juvenil pero no lo era. Su aliento olía a sudor, grasa y alcohol. Jack se apretó contra la pared, con los puños levantados, y el rostro se desvaneció en la oscuridad.

Sobrecogido por el terror, pensó que oía pasos rápidos y suaves que se dirigían hacia la entrada del túnel y desvió el rostro de los centímetros cuadrados de oscuridad que habían reclamado su atención. Tinieblas, silencio. El túnel estaba vacío ahora. Jack se frotó las manos contra las axilas y apoyó la mochila contra los ladrillos; al cabo de un momento volvió a andar.

En cuanto hubo salido del túnel, dio media vuelta para mirarlo. No salía ningún ruido, ningún ser fantasmal le perseguía. Dio tres pasos y miró hacia dentro. Y entonces casi se le paró el corazón, porque se acercaban a él dos enormes ojos anaranjados, que salvaron la mitad de la distancia que mediaba entre ellos y Jack en cuestión de segundos. El muchacho no podía moverse… Estaba hundido en el asfalto hasta más arriba de los tobillos. Por fin consiguió extender las manos, con las palmas hacia arriba, en un gesto de defensa instintiva. Los ojos continuaron avanzando en su dirección y una bocina sonó con estruendo. Segundos antes de que el coche saliera del túnel a toda velocidad, con un hombre rubicundo al volante, que le agitó un puño, Jack se lanzó hacia un lado.

—MIEEEEERDAAAAAA… —profirió la boca contraída. Todavía aturdido, Jack se volvió y vio el coche alejarse colina abajo hacia un pueblo que debía ser Oatley.

4

Situado en una larga depresión del terreno, Oatley se desparramaba a partir de dos calles principales. Una, la continuación de Mili Road, pasaba por delante de un edificio destartalado que se levantaba en medio de una vasta zona de aparcamiento —una fábrica, pensó Jack— y se convertía en solares para coches de segunda mano (banderines colgantes), tenderetes de bocadillos (Las Grandes Tetas de América), una bolera con un enorme letrero de neón (¡BOLERAMA!), tiendas de comestibles y gasolineras. Más allá, Mili Road seguía durante cinco o seis manzanas de casas, viejos edificios de ladrillos de dos pisos ante los cuales había coches aparcados en batería. En la otra calle se encontraban por lo visto las casas más importantes de Oatley: grandes edificios de madera con porches y largos prados inclinados. En la intersección de estas dos calles había un semáforo cuyo ojo rojo parpadeaba a la luz del atardecer. Otro semáforo a quizá ocho manzanas de distancia cambiaba al verde ante un edificio alto, sucio, de numerosas ventanas, que parecía un sanatorio mental y era probablemente la escuela de segunda enseñanza. De las dos calles partía un laberinto de casitas intercaladas entre edificios anónimos cercados por alambradas altas.

Muchas ventanas de la fábrica estaban rotas y algunas de la parte vieja habían sido cegadas con tablones. Montones de basura y papeles sembraban los patios de cemento. Incluso las casas importantes parecían abandonadas, con los porches semiderruidos y la pintura descascarillada. Aquí debían vivir los dueños de los solares para coches usados, llenos de vehículos invendibles.

Por un momento Jack pensó en volver la espalda a Oatley y andar hasta Dogtown, fuera lo que fuese, pero aquello significaba pasar otra vez por el túnel de Mili Road. Sonó una bocina en el centro del sector comercial y el sonido llegó a oídos de Jack lleno de una soledad y nostalgia inexpresables.

No podría descansar hasta haber llegado a las puertas de la fábrica, muy lejos del túnel de Mill Road. Casi un tercio de las ventanas de la sucia fachada de ladrillos estaban rotas y muchas de las otras, tapadas con rectángulos marrones de cartón. Incluso desde la carretera, Jack pudo oler a aceite de máquinas, grasa, correas de ventilador quemadas y engranajes gastados. Se metió las manos en los bolsillos y bajó por la colina tan de prisa como pudo.

5

Vista de cerca, la ciudad era aún más deprimente que desde la colina. Los vendedores de coches usados se apoyaban en las ventanas de sus oficinas, demasiado aburridos para salir afuera. Sus banderines pendían deshilachados y tristes, los letreros, optimistas en su día, se levantaban a lo largo de la deteriorada acera, frente a las hileras de coches, amarillentos por el tiempo: ¡SÓLO UN PROPIETARIO! ¡FANTÁSTICA OPORTUNIDAD! ¡EL COCHE DE LA SEMANA! La tinta se había corrido en algunos de los letreros, como si los hubieran dejado bajo la lluvia. Por las calles transitaba muy poca gente. Mientras Jack se dirigía al centro de la ciudad, vio a un hombre de mejillas hundidas y piel grisácea tratando de subir a la acera un viejo carrito de compra. Cuando se acercó, el viejo farfulló algo hostil y asustado, descubriendo unas encías negras como las de un tejón. ¡Pensó que Jack pretendía robarle el carrito! «Lo siento», dijo Jack, con el corazón palpitante. El viejo intentaba abrazar todo el carrito, como para protegerlo, enseñando a su enemigo aquellas encías ennegrecidas.

—Lo siento —repitió Jack—, sólo iba a…

—¡Fueeeraaaa…!, ¡fueeeeraaaa! —exclamó el viejo, haciendo rechinar los dientes, y unas lágrimas rodaron por las arrugas de sus mejillas.

Jack se alejó a toda prisa.

Veinte años antes, durante la década de los sesenta, Oatley quizá había conocido la prosperidad. El relativo esplendor del tramo de Mill Road a la salida de la ciudad era producto de una era en que las acciones subían, la gasolina aún era barata y nadie había oído el término «renta discrecional» porque les sobraba. La gente había invertido el dinero en operaciones subvencionadas y pequeñas tiendas y durante un tiempo, si no había hecho grandes negocios, por lo menos se había mantenido a flote. Aquella corta serie de manzanas conservaba aquella esperanza superficial, pero sólo unos cuantos adolescentes aburridos holgazaneaban ante botellas medianas de coca-cola en los restaurantes subvencionados y en demasiadas ventanas de demasiadas tiendas pequeñas se veían letreros tan deslucidos como los de los solares de coches usados anunciando: ¡LIQUIDACIÓN TOTAL! ÚLTIMA OPORTUNIDAD. Jack no vio ningún letrero que ofreciera un puesto de trabajo, así que siguió caminando.

La parte comercial de Oatley mostraba la realidad bajo los colores de payaso feliz dejados por los años sesenta. Mientras Jack caminaba frente a aquellas manzanas de viejos edificios de ladrillo, su mochila pareció hacerse más pesada y sus pies más sensibles. Ya habría empezado a andar hacia Dogtown de no ser por sus pies y por la necesidad de cruzar otra vez el túnel de Mili Road. Por supuesto no acechaba en su interior ningún fiero hombre lobo; ahora ya lo sabía. Nadie podía haberle hablado en el túnel; los Territorios le habían trastornado. Ante todo, la vista de la Reina y luego el muchacho muerto bajo el carro, con la mitad de la cara destrozada. Después Morgan y los árboles. Pero aquello había pasado allí, donde tales cosas existían… y hasta quizá eran normales. Aquí, la normalidad no admitía cosas tan burdas.

Se hallaba ante un escaparate largo y sucio sobre el cual apenas podía leerse en el ladrillo el gastado eslogan: ALMACÉN DE MUEBLES. Se llevó la mano a los ojos y miró hacia el interior. Un sofá y un sillón, ambos cubiertos por una sábana blanca, estaban a cuatro metros de distancia uno de otro sobre el ancho suelo de madera. Jack siguió bajando por la manzana, preguntándose si tendría que mendigar algo de comida.

En un coche aparcado ante una tienda atrancada con tablones estaban sentados cuatro hombres. Jack sólo tardó un momento en ver que el coche, un antiguo DeSoto negro del que parecía a punto de saltar Broderick Crawford, carecía de neumáticos. Pegado con una tira adhesiva transparente al limpiaparabrisas había un cartón amarillo de diez por veinte centímetros que rezaba CLUB BUEN TIEMPO. Los hombres de su interior, dos delante y dos detrás, jugaban a cartas. Jack se acercó a la ventanilla delantera del lado derecho.

—Perdóneme —dijo, y el jugador de cartas más próximo a él le miró con un ojo redondo y gris—. ¿Sabe dónde…?

—Lárgate —contestó el hombre. Su voz era apagada y flemática, poco acostumbrada a hablar. La cara medio vuelta hacia Jack mostraba profundas huellas de acné y era extrañamente aplanada, como si alguien la hubiera pisado cuando el hombre era un niño de pecho.

—Sólo quería saber si podría encontrar trabajo para un par de días.

—Pruébalo en Texas —dijo el hombre sentado ante el volante y la pareja del asiento posterior se echó a reír, salpicando de cerveza las cartas.

—Ya te lo he dicho, chico, lárgate —repitió el hombre de ojos grises y cara plana— o te moleré a palos personalmente.

Jack comprendió que hablaba en serio; si se quedaba un momento más, la rabia de este hombre se enseñorearía de él y le haría apearse del coche para golpearle hasta dejarlo inconsciente. Entonces subiría de nuevo al coche y abriría otra cerveza. Latas de Rolling Rock cubrían el suelo, algunas abiertas, derramando cerveza por doquier, mientras las cerradas estaban unidas por aros de plástico. Jack retrocedió y el ojo redondo dejó de mirarle.

—Quizá pruebe Texas, después de todo —dijo. Aguzó el oído para saber si se abría la puerta del DeSoto a sus espaldas, pero lo único que oyó abrirse fue otra Rolling Rock.

¡Crac! ¡Shhhh!

Continuó andando.

Llegó al final de la manzana y se encontró mirando hacia la otra calle principal de la localidad, a un trozo de césped moribundo, sembrado de malas hierbas amarillentas por entre las que asomaban estatuas de faunos parecidos a los de Disney, hechos con fibra de vidrio. Una vieja informe que empuñaba un matamoscas le miró desde un columpio de porche.

Jack se alejó de su mirada suspicaz y vio ante él al último de los inanimados edificios de ladrillos de Mili Road. Tres escalones de cemento conducían a una puerta de celosía abierta. Una ventana larga y oscura contenía un letrero luminoso, BUDWEISER, y treinta centímetros a la derecha, las palabras pintadas: BAR OATLEY DE UPDIKE. Y un poco más abajo, escrita a mano en un cartón amarillo la frase maravillosa SE NECESITA EMPLEADO. Jack se bajó la mochila de la espalda, se la puso bajo el brazo y subió los escalones. Fue sólo un instante, pero al pasar de la cansada luz del sol a la oscuridad del bar, recordó la entrada bajo el tupido fleco de hiedra del túnel de Mili Road.