EL PABELLÓN DE LA REINA
Las briznas de hierba dentada que estaban directamente ante los ojos de Jack parecían altas y rígidas como sables. Cortarían el viento, en vez de doblarse bajo sus ráfagas. Jack gimió al levantar la cabeza; él no poseía tanta dignidad. Tenía una sensación alarmante en el estómago, como si fuera líquido, y los ojos y la frente le ardían. Se arrodilló y luego se puso en pie con un esfuerzo. Un carro largo, tirado por dos caballos, traqueteaba hacia él por el camino polvoriento y su conductor, un hombre rubicundo y barbudo de casi la misma forma y tamaño que los barriles de madera que transportaba, le miraba fijamente. Jack asintió con la cabeza e intentó observar todo lo que pudo al hombre, dando al mismo tiempo la impresión de ser un chico holgazán que tal vez se había escapado para dormir un rato sin permiso. De pie, ya no sentía náuseas; en realidad, se encontraba mejor que durante todos los días pasados desde que abandonaran Los Angeles, no simplemente sano, sino en cierto modo armonioso, misteriosamente a tono con su cuerpo. El aire suave y templado de los Territorios acariciaba su rostro con un contacto leve y fragante y su perfume delicado y floral se percibía con claridad bajo el olor más fuerte de carne cruda que difundía. Jack se pasó las manos por la cara y echó una ojeada al carretero, su primer encuentro con un Hombre de los Territorios.
Si el carretero le hablaba, ¿cómo debía contestar? Ni siquiera sabía si hablaban inglés aquí, el mismo inglés que él. Por un momento se imaginó a sí mismo intentando pasar inadvertido en un mundo donde la gente dijera «Os lo ruego» y «¿No llevas tirantes cruzados, rapaz?», y decidió que si hablaban así, fingiría ser mudo.
Por fin el carretero dejó de mirar a Jack y gritó algo a sus caballos que no se parecía en nada al inglés americano de 1980. Quizá era sólo una manera de dirigirse a los caballos. ¡Slusha, Slusha! Retrocedió en el mar de hierba, deseando haber podido levantarse dos segundos antes. El hombre volvió a fijar la vista en él y sorprendió a Jack moviendo la cabeza en un gesto ni amistoso ni hostil, sólo una comunicación entre iguales. Me alegrará terminar esta jornada de trabajo, hermano. Jack devolvió el saludo, intentó meter las manos en los bolsillos y durante un momento debió parecer medio aturdido por el asombro. El carretero rió de un modo más bien agradable.
La ropa de Jack había cambiado: ahora llevaba pantalones de lana tosca, muy voluminosos, en lugar de los vaqueros de pana, y una chaqueta muy estrecha de suave tela azul —¿un coleto?, especuló— que tenía corchetes y ojales en vez de botones y que, como los pantalones, se veía que estaba hecha a mano. Sus zapatillas también habían desaparecido, siendo reemplazadas por sandalias de cuero. La mochila se había transformado como por encanto en una bolsa de cuero que llevaba colgada del hombro por una correa delgada. El carretero iba vestido de modo similar; su coleto era de cuero tan cubierto de manchas que se veían anillos sobre anillos, como en el corte transversal de un tronco.
El carro pasó de largo a Jack, traqueteando y envuelto en polvo. De los barriles emanaba un fuerte olor de levadura de cerveza. Detrás de ellos había una pila triple de algo que Jack tomó sin pensar por neumáticos de camión. Olió los «neumáticos» y advirtió en el mismo momento que eran perfecta e impecablemente lisos; despedían un olor cremoso, lleno de matices secretos y placeres sutiles que al instante le hicieron sentir hambre. Era queso, pero de una clase que nunca había probado. Detrás de las ruedas de queso, cerca de la parte trasera del carro, un montículo irregular de carne cruda —largos lomos de buey, de aspecto pelado, grandes tajadas de bistecs, un montón de correosos órganos internos que no pudo identificar— temblaba bajo una reluciente alfombra de moscas. El penetrante olor de la carne cruda ofendió a Jack, matando el hambre suscitada por el queso. Fue hasta el centro del camino, después de que el carro hubiera pasado, y lo miró tambalearse hacia la cumbre de una pequeña cuesta. Al cabo de un segundo empezó a seguirlo, caminando hacia el norte.
Se encontraba a media cuesta cuando volvió a ver la punta de la gran tienda, rígida en medio de una fila de estrechas y ondeantes banderas. Supuso que aquél era su destino. Unos pasos más por delante de los matorrales de moras ante los cuales se había detenido la última vez (al recordar lo buenas que eran, Jack se metió en la boca dos de las enormes bayas) y pudo ver toda la tienda. En realidad se trataba de un pabellón grande y destartalado, con largas alas a ambos lados, verjas y un patio. Como el Alhambra, esta excéntrica estructura —un palacio de verano, adivinó por instinto Jack— se levantaba justo encima del océano. Pequeños grupos de gente se movían dentro y alrededor del gran pabellón, impulsados por fuerzas tan poderosas e invisibles como el efecto de un imán sobre limaduras de hierro. Los pequeños grupos se juntaban, se separaban y convergían una y otra vez.
Algunos de los hombres llevaban ropas de colores vivos y apariencia lujosa, aunque muchos parecían ir vestidos más o menos como Jack. Algunas mujeres, luciendo largos trajes o túnicas blancas y brillantes, atravesaban el patio, resueltas como generales. Fuera de las verjas se levantaba una colección de tiendas más pequeñas y barracas de madera al parecer provisionales y aquí también paseaba gente, comiendo, comprando o hablando, aunque con más espontaneidad y de forma más irregular. Allí, entre aquella inquieta muchedumbre, tendría que encontrar al hombre de la cicatriz.
Pero antes miró hacia atrás, hasta el final del camino lleno de baches, para ver qué había ocurrido con el Divertimundo.
Cuando vio dos caballos pequeños y oscuros trazando surcos, quizá a cincuenta metros de distancia, pensó que el parque de atracciones se había convertido en una granja, pero entonces se fijó en la multitud que observaba el arado desde la cumbre de la pendiente y comprendió que se trataba de un concurso. En seguida llamó su atención el espectáculo de un pelirrojo gigantesco que, desnudo hasta la cintura, daba vueltas como una peonza, sosteniendo en sus manos extendidas un objeto largo y pesado. De repente dejó de dar vueltas y soltó el objeto, que voló a una gran distancia antes de caer y rebotar sobre la hierba, donde se vio que era un martillo. Divertimundo era una feria, no una granja; ahora Jack vio mesas repletas de comida y niños sobre los hombros de sus padres.
En medio de la feria, asegurándose de que cada correa y arnés se hallaba en buen estado y cada horno provisto de leña, ¿habría un Speedy Parker? Jack así lo esperaba.
¿Y estaría aún su madre sola en el Salón de Té y Mermelada, preguntándose por qué le había dejado marchar?
Jack dio media vuelta y vio el carro largo cruzar tambaleándose la verja del palacio de verano y torcer hacia la izquierda, separando a la gente que paseaba por allí como un coche que abandona la Quinta Avenida para coger una calle transversal, separa a los peatones de ésta. Al cabo de un momento echó a andar en pos de él.
Había temido que todo el gentío que paseaba por los terrenos del pabellón se volvería a mirarle, intuyendo al instante la diferencia que había entre ellos. Jack cuidaba de mantener los ojos bajos siempre que podía e imitaba a un muchacho que cumple un encargo complicado, como atender a una lista de cosas; su rostro expresaba concentración para recordarlas. Una pala, dos picos, un rollo de cordel, una botella de manteca de ganso… Pero poco a poco se dio cuenta de que ninguno de los adultos que estaban ante el palacio de verano hacía el menor caso de él. Iban de prisa o se rezagaban, inspeccionaban la mercancía —alfombras, cacharros de hierro, pulseras— expuesta en las pequeñas tiendas, bebían con jarritas de madera, se tiraban de la manga para hacer un comentario o iniciar una conversación, discutían con los centinelas de la puerta, cada uno absorto en su propia ocupación. La imitación de Jack era tan innecesaria, que resultaba ridícula. Se enderezó y empezó a abrirse camino, moviéndose generalmente en un semicírculo irregular, en dirección a la puerta.
Había visto casi inmediatamente que no podría cruzarla así como así; los dos centinelas apostados a ambos lados detenían e interrogaban a casi todos los que intentaban llegar al interior del palacio de verano. Los hombres tenían que enseñar sus documentos o exhibir insignias o sellos que les facilitaban el acceso. Jack sólo tenía la púa de Speedy Parker y no creía que aquello bastase para que le franquearan la entrada. Un hombre que ahora llegaba a la puerta sacó una insignia redonda, de plata, y fue admitido con un ademán; el que le seguía fue detenido. Primero discutió y luego cambió de actitud y Jack vio que estaba suplicando. El centinela meneó la cabeza y ordenó al hombre que se alejara.
—Sus hombres no tienen ningún problema para entrar —dijo alguien a la derecha de Jack, resolviendo al instante el problema del lenguaje de los Territorios, y Jack volvió la cabeza para ver si el hombre se había dirigido a él.
Pero el hombre de mediana edad que caminaba a su lado hablaba con otro, vestido también con las ropas sencillas de casi todos los hombres y mujeres del exterior del palacio.
—Sería igual que no lo hicieran —contestó el segundo hombre—. No está aquí, aunque supongo que vendrá hoy a una hora u otra.
Jack se colocó detrás de los dos y les siguió hacia la puerta.
Los centinelas fueron a su encuentro y, como ambos hombres se dirigieron al mismo centinela, el otro hizo una seña al que tenía más cerca. Jack permaneció un poco apartado. Aún no había visto a nadie con una cicatriz ni tampoco a ningún oficial. Los únicos soldados a la vista eran los dos centinelas, ambos jóvenes y rústicos, de caras anchas y rubicundas, que parecían disfrazados con sus uniformes de gorguera y pliegues. Los dos hombres a quienes Jack había seguido debieron haber pasado la inspección, pues tras unos momentos de conversación los hombres uniformados retrocedieron para dejarles libre la entrada. Uno de ellos miró de repente a Jack y éste volvió la cabeza y retrocedió.
A menos que encontrara al capitán de la cicatriz, jamás podría entrar en el recinto del palacio.
Un grupo de hombres se acercó al centinela que había mirado a Jack e inmediatamente empezaron a discutir. Tenían una cita, era crucial para ellos ser admitidos, mucho dinero dependía de ello, pero lamentaban no tener documentos. El centinela meneó la cabeza, rascándose el mentón sobre la blanca gorguera del uniforme. Mientras Jack los contemplaba, todavía preguntándose cómo podría encontrar al capitán, el jefe del pequeño grupo agitó las manos en el aire y se golpeó la palma con el puño. Tenía la cara tan roja como el guarda. Al final empezó a golpear a éste con el índice y el otro centinela se acercó a su compañero; ahora ambos parecían cansados y hostiles.
Un hombre alto y erguido que vestía un uniforme sutilmente distinto del de los centinelas —tal vez era el modo de llevarlo, pero parecía servir para la guerra, además de para una opereta— apareció a su lado sin el menor ruido. Jack se fijó un segundo después en que no llevaba gorguera y su gorra era puntiaguda y no un tricornio. Habló a los guardas y luego se volvió hacia el jefe del grupo. Ya no hubo más gritos ni más golpes con el dedo. El hombre hablaba en voz baja y Jack notó que el peligro se desvanecía. Los componentes del grupo se apoyaron ya sobre un pie, ya sobre el otro, y sus hombros se encogieron, al tiempo que empezaban a distanciarse. El oficial les siguió con la mirada y entonces hizo una observación final a los centinelas.
Por un momento, mientras el oficial miraba en dirección a Jack, pero en realidad para ahuyentar de su presencia a los hombres, Jack vio una larga y delgada cicatriz que serpenteaba desde debajo del ojo derecho hasta justo encima de la mandíbula.
El oficial saludó a los centinelas con un movimiento de cabeza y echó a andar a paso rápido. Sin mirar a derecha ni izquierda, caminó por entre la multitud, dirigiéndose al parecer a un lado del palacio de verano. Jack corrió tras él.
—¡Señor! —gritó, pero el oficial siguió su camino entre la lenta procesión de gente.
Jack rodeó corriendo un grupo de hombres y mujeres que llevaban un cerdo a una de las pequeñas tiendas, se metió como una exhalación entre dos hileras de personas que se aproximaban a la puerta y por fin se encontró lo bastante cerca del oficial para alargar la mano y tocarle el hombro.
—¡Capitán!
El oficial se volvió en redondo y Jack se quedó inmóvil. De cerca, la cicatriz parecía grande y abierta, como un ser vivo adosado a la cara del hombre. Incluso sin cicatriz, pensó Jack, aquel rostro sería capaz de expresar una tremenda impaciencia.
—¿Qué quieres, chico? —preguntó.
—Capitán, me han encargado que hable con usted… Tengo que ver a la Señora, pero no creo que pueda entrar en palacio. Oh, y debo enseñarle esto. —Metió la mano en el amplio bolsillo de los extraños pantalones y cerró los dedos en torno a un objeto triangular.
Cuando abrió la palma, el pasmo le sobrecogió: lo que tenía en la mano no era una púa sino un diente largo, un diente de tiburón, tal vez, con incrustaciones de oro formando un dibujo intrincado y sinuoso.
Cuando Jack miró la cara del capitán, esperando a medias que le golpeara, vio reflejado su mismo sobresalto. De la impaciencia, que había parecido tan característica en él, no quedaba ni rastro. La incertidumbre e incluso el miedo, contrajeron un instante las facciones enérgicas del capitán, que alargó la mano hacia la de Jack, haciendo pensar al muchacho que quería arrebatarle el ornamentado diente, y él se lo hubiera dado, pero el hombre se limitó a cerrar los dedos de Jack sobre el objeto.
—Sígueme —dijo.
Caminaron hasta el costado del gran pabellón y allí el capitán condujo a Jack al interior por una abertura en forma de gran vela practicada en la lona pálida y rígida. En la penumbra que reinaba detrás de la lona, el rostro del soldado parecía marcado Por una gruesa tiza de color rosa.
—Ese signo —dijo con bastante calma— …¿de dónde lo has sacado?
—De Speedy Parker. Él me dijo que debía encontrarle a usted Y enseñárselo.
El hombre meneó la cabeza.
—No conozco este nombre. Quiero que me des el signo ahora. Ahora mismo. —Agarró con firmeza la muñeca de Jack—. Dámelo y después dime dónde los has robado.
—Le he dicho la verdad —dijo Jack—. Me lo dio Lester Speedy Parker. Trabaja en Divertimundo. Sólo que no me dio un diente, sino una púa de guitarra.
—Me parece que no entiendes lo que va a sucederte, muchacho.
—Usted le conoce —protestó Jack—. Y él le describió… me dijo que era un capitán de los. Guardias Exteriores. Speedy me encargó que le buscara.
El capitán meneó la cabeza y apretó con más fuerza la muñeca de Jack.
—Descríbeme a este hombre. Voy a averiguar ahora mismo si estás mintiendo, muchacho, así que te conviene describirle bien.
—Speedy es viejo —contestó Jack—; antes era músico. —Le pareció ver un destello evocador en los ojos del hombre—. Es negro… un hombre negro. Con los cabellos blancos. Muchas arrugas en la cara. Y está bastante flaco, aunque es mucho más fuerte de lo que parece.
—Un hombre negro. ¿Quieres decir, moreno?
—Bueno, los negros no son realmente negros, del mismo modo que los blancos no son realmente blancos.
—Un hombre moreno llamado Parker. —El capitán soltó con suavidad la muñeca de Jack—. Aquí se llama Parkus. De manera que tú eres de… —e indicó con la cabeza un punto distante e invisible del horizonte.
—Eso es —asintió Jack.
—Y Parkus… Parker… te ha enviado a ver a nuestra Reina.
—Dijo que deseaba que viera a la Señora y que usted me llevaría ante ella.
—Y tiene que ser de prisa —dijo el capitán—. Creo que sé cómo hacerlo, pero no podemos perder mucho tiempo. —Había cambiado de actitud mental con una eficiencia castrense—. Ahora, escúchame. Por aquí tenemos bastantes malvados, así que vamos a fingir que eres mi hijo ilegítimo. Me has desobedecido en relación con un pequeño encargo y estoy enfadado contigo. Creo que nadie nos detendrá si fingimos de una manera convincente. Por lo menos, podré introducirte en el interior… pero las cosas podrían complicarse una vez estés dentro. ¿Crees que sabrás hacerlo? ¿Convencer a la gente de que eres mi hijo?
—Mi madre es actriz —respondió Jack, volviendo a sentirse orgulloso de ella.
—Muy bien, pues veamos lo que has aprendido —dijo el capitán y sorprendió a Jack con un guiño—. Trataré de no hacerte daño. —Sobresaltó otra vez a Jack, agarrándole con mucha fuerza por el brazo—. Vamos —añadió, saliendo de la tienda y casi arrastrando al muchacho detrás de él.
—Cuando te digo que laves las baldosas de detrás de la cocina, esto es exactamente lo que debes hacer —gritó el capitán, sin mirarle—. ¿Entendido? Debes hacer tu trabajo. Y si no lo haces, serás castigado.
—Pero yo he lavado algunas baldosas… —gimió Jack.
—¡Yo no te he dicho que lavaras algunas! —vociferó el capitán, tirando de él. La gente se apartaba para dejarles pasar y algunos sonreían a Jack con simpatía.
—Iba a lavarlas todas, de verdad, tenia intención de volver en seguida…
El militar le arrastró hasta la puerta y, sin mirar siquiera a los centinelas, cruzó el umbral.
—¡No, papá! —chilló Jack—. ¡Me haces daño!
—No tanto como el que te voy a hacer —replicó el capitán, conduciéndole a través del gran patio que Jack había visto desde el camino de carros.
En el otro extremo del patio le hizo subir unos escalones de madera y entraron en el palacio.
—Ahora tendrás que esmerarte en la interpretación —le susurró el hombre, enfilando un largo pasillo y apretando tanto el brazo de Jack, que seguramente se lo dejaría lleno de cardenales.
—¡Prometo hacerlo bien! —gritó.
El hombre le arrastró hasta otro pasillo más estrecho. El interior del palacio no se parecía en absoluto a una tienda, sino que era un laberinto de pasillos y habitaciones pequeñas y olía a humo y grasa.
—¡Promételo! —gritó el capitán.
—¡Lo prometo! ¡De verdad!
Cuando salieron de otro pasillo vieron enfrente de ellos a un grupo de hombres vestidos con indumentarias muy ornamentadas que se apoyaban en la pared o estaban recostados en divanes. Todos volvieron la cabeza para mirar a aquella pareja tan ruidosa; uno de ellos, que se divertía dando órdenes a un par de mujeres cargadas con montones de sábanas dobladas, echó una ojeada suspicaz a Jack y al capitán.
—Y yo prometo golpearte hasta que hayas expiado tu pecado —dijo el capitán en voz alta.
Dos hombres rieron. Llevaban sombreros flexibles de ala ancha, adornados con piel, y botas de terciopelo. Sus rostros eran ambiciosos y malévolos. El hombre que hablaba a las sirvientas, el que parecía ostentar el mando, era alto y delgado como un esqueleto. Su cara tensa y ambiciosa se mantuvo vuelta hacia el militar y el muchacho una vez hubieron pasado.
—¡Por favor, no! —gimió Jack—. ¡Por favor!
—Cada «por favor» vale por otro bastonazo —gritó el capitán y los hombres rieron de nuevo. El delgado se permitió esbozar una sonrisa fría como la hoja de un cuchillo antes de volverse otra vez hacia las sirvientas.
El capitán hizo entrar al muchacho de un tirón en un aposento lleno de polvorientos muebles de madera. Allí soltó por fin el dolorido brazo de Jack.
—Ésos eran sus hombres —murmuró—. Cómo será la vida cuando… —Meneó la cabeza y por un momento pareció olvidar su prisa—. En el Libro del buen agricultor se dice que los humildes heredarán la tierra, pero esos individuos no tienen ni un gramo de humildad. Sólo sirven para robar. Quieren riquezas, quieren… —Miró hacia arriba, reacio o incapaz de decir qué más Querían aquellos hombres. Entonces miró de nuevo al muchacho—. Tendremos que actuar con rapidez, aunque todavía hay algunos secretos en el palacio que sus hombres ignoran.
Hizo una seña hacia un lado, indicando una gastada pared de madera.
Jack le siguió y le comprendió al ver que el capitán presionaba dos clavos planos y marrones que sobresalían del extremo de un tablón polvoriento. Un panel de la pared se deslizó hacia dentro, descubriendo un pasaje negro y oscuro no más alto que un ataúd colocado en posición vertical.
—Sólo podrás verla un instante, pero supongo que no necesitas más. En cualquier caso, es todo lo que puedes conseguir.
El muchacho obedeció la instrucción tácita de introducirse en el pasaje.
—Sigue recto hasta que te avise —murmuró el capitán.
Cuando hubo cerrado el panel detrás de sí, Jack empezó a avanzar lentamente en una oscuridad total.
El pasaje serpenteaba de un lado a otro, iluminado a veces por la luz débil de una rendija de puerta o de una ventana situada sobre la cabeza de Jack. Pronto perdió todo sentido de orientación y seguía a ciegas las instrucciones que su compañero le susurraba. En un momento dado percibió el delicioso olor de la carne asada y en otro el hedor inconfundible de una cloaca.
—Detente —dijo por fin el capitán—. Ahora tendré que alzarte.
Levanta los brazos.
—¿Podré ver algo?
—Lo sabrás dentro de un segundo —respondió el capitán, poniendo una mano debajo de cada brazo de Jack y levantándole del suelo—. Ahora tienes un panel delante de ti —susurró—; empújalo hacia la izquierda.
Jack buscó a tientas y tocó madera lisa, que se deslizó fácilmente hacia el lado, iluminando el pasaje lo suficiente para permitirle ver una araña del tamaño de un gatito que subía hacia el techo. Abajo, vio una habitación grande como un vestíbulo de hotel, llena de mujeres vestidas de blanco y muebles tan ornamentados que recordaron al muchacho todos los museos que había visitado con sus padres. En el centro de la estancia, una mujer yacía dormida o inconsciente en una cama inmensa; sólo su cabeza y hombros eran visibles encima de la sábana.
Y entonces Jack gritó de susto y terror porque la mujer que yacía en la cama era su madre. Era su madre y se estaba muriendo.
—Ya la has visto —murmuró el capitán, sosteniendo a Jack con más firmeza.
Jack miraba fijamente a su madre, con la boca abierta. Se estaba muriendo, ya no le cabía la menor duda; incluso su piel parecía descolorida y sin vida y los cabellos se habían emblanquecido. Las enfermeras que la rodeaban se afanaban de un lado a otro, estirando las sábanas o arreglando los libros de la mesa, pero adoptaban esta actitud ocupada y resuelta porque no tenían idea de cómo ayudar a su paciente. Sabían que para aquella clase de paciente no existía ningún remedio verdadero. Lo máximo que podían hacer era retrasar la muerte un mes más o tan sólo una semana.
Volvió a mirar el rostro inmóvil como una máscara de cera y vio por fin que la mujer de la cama no era su madre. Tenía el mentón más redondo y la forma de la nariz más clásica. La mujer moribunda era la Gemela de su madre: Laura DeLoessian. Si. Speedy quería que viese algo más, no era capaz de ello; aquel rostro blanco e inmóvil no le decía nada de la mujer a la cual pertenecía.
—Ya es suficiente —murmuró, empujando el panel para cerrarlo, y el capitán le bajó hasta el suelo. Jack preguntó en la oscuridad:
—¿Qué le ocurre?
—Nadie es capaz de averiguarlo —contestó el capitán—. La Reina no puede ver, no puede hablar, no puede moverse… —Se hizo un silencio y luego el capitán tocó la mano de Jack y añadió—: Debemos regresar.
Salieron sin hacer ruido de la oscuridad al aposento vacío y polvoriento. El capitán se quitó unas gruesas telarañas de la pechera del uniforme. Observó a Jack durante un largo momento, con la cabeza ladeada y la preocupación patente en su rostro.
—Ahora tienes que contestar a una pregunta mía —dijo.
—Muy bien.
—¿Te han enviado para salvarla? ¿Para salvar a la Reina? Jack asintió.
—Creo que sí… en parte. Dígame sólo una cosa —titubeó—. ¿Por qué no se apoderan del gobierno esos canallas? Ella no podría impedírselo.
El capitán sonrió, pero sin el menor rastro de humor.
—Estoy yo —dijo— y mis hombres. Nosotros se lo impediríamos. No sé qué traman en los puestos fronterizos, donde el orden es precario… pero aquí somos fieles a la Reina. —Un músculo de debajo del ojo, en la mejilla que no tenía cicatriz, saltó como un pez. Sus manos estaban juntas, palma contra palma—. Y tus instrucciones, tus órdenes, lo que sean… son que te dirijas al oeste, ¿verdad?
Jack casi podía sentir la vibración del hombre, que sólo conseguía reprimir su creciente excitación gracias a toda una vida acostumbrada a la autodisciplina.
—Exacto —contestó—. Tengo instrucciones de ir al oeste. ¿No está bien? ¿No debería ir al oeste, al otro Alhambra?
—No puedo decirlo, no puedo decirlo —masculló el capitán, retrocediendo un paso—. Ahora tenemos que salir de aquí. Yo no puedo decirte qué debes hacer. —El muchacho vio que casi no se atrevía ni a mirarle—. Pero no puedes quedarte aquí ni un minuto más. Intentemos, ah, intentemos que te halles fuera y lejos de aquí antes de que llegue Morgan.
—¿Morgan? —repitió Jack, casi pensando que no había oído bien el nombre—. ¿Morgan Sloat? ¿Se dirige hacia aquí?