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El peor síntoma de todos era que Roverini, que hasta entonces le había estado escribiendo en tono amistoso y explícito, no le comunicó absolutamente nada acerca del hallazgo de las maletas y las telas en Venecia. Tom pasó una noche en vela y luego, durante el día, estuvo yendo de un lado para otro, ocupándose de los inacabables preparativos del viaje, pagando a Anna y a Ugo, así como a los diversos tenderos que le abastecían. Esperaba que la policía se presentase en cualquier momento, de día o de noche. El contraste entre la tranquilidad y confianza que había sentido tan sólo cinco días antes y la aprensión que ahora le embargaba resultaba casi insoportable. No podía dormir ni comer ni estarse en un mismo sitio durante varios minutos seguidos. Otra cosa que apenas podía soportar era la ironía de verse compadecido por Anna y Ugo, de recibir las llamadas de sus amigos preguntándole si, en vista del hallazgo de las maletas, tenía alguna idea sobre lo que podía haber sucedido. También resultaba irónico que él pudiera decirles que estaba consternado, incluso desesperado, sin que ellos comprendiesen el verdadero alcance de sus palabras. Lo consideraban algo perfectamente natural, ya que, al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que Dickie hubiese sido asesinado. A todos les parecía muy significativo que en las maletas se hubiesen encontrado todas las pertenencias de Dickie, hasta los útiles de afeitar y el peine.

Luego estaba la cuestión del testamento. Mister Greenleaf lo recibiría dos días más tarde, y para entonces era posible que ya se supiera que las huellas dactilares no eran las de Dickie, y que hubiesen interceptado al Hellene para comprobar las suyas. Si se descubría que también el testamento era falso, no tendrían piedad para él. Ambos asesinatos saldrían a la luz, con tanta naturalidad como la noche sigue al día.

Al embarcar en el Hellene Tom experimentaba la sensación de ser un fantasma andante. Hacía días que no dormía, ni comía, y se mantenía en pie solamente gracias a los innumerables espressos que consumía y al impulso de sus crispados nervios. Quería preguntar si el buque llevaba radio, pero no hacía falta, por fuerza tenía que llevarla. Era un buque de calado más que respetable, con tres cubiertas y capacidad para cuarenta y ocho pasajeros. Tom se desmayó unos cinco minutos después de que los camareros dejasen su equipaje en el camarote. Recordaba haber permanecido boca abajo en el camarote, con un brazo debajo del cuerpo, y haberse sentido demasiado fatigado para cambiar de postura y luego, al recobrar el conocimiento, el buque ya se movía, no sólo se movía sino que se balanceaba suavemente, con un agradable ritmo que infundía sensación de tremendas reservas de potencia, que era como una promesa de avance ininterrumpido por ningún obstáculo. Tom se sentía mejor, a no ser por el brazo sobre el que había yacido y que ahora colgaba a un costado, como muerto, moviéndose de un lado a otro cuando caminaba hasta el punto de tener que sujetárselo con la otra mano. Su reloj marcaba las diez menos cuarto y fuera reinaba la más absoluta oscuridad.

A la izquierda, muy a lo lejos, se divisaba tierra, probablemente Yugoslavia, cinco o seis lucecitas blancas y débiles, pero nada más salvo el mar y el cielo, negros los dos, tan negros que no había ni rastro del horizonte. Parecía que el buque navegase con la proa pegada a una gigantesca pantalla negra, sólo que no se notaba ninguna dificultad en la regular marcha del navío y, además, el viento azotaba su frente sin traba alguna, como si procediese de la infinidad del espacio. No se veía un alma en cubierta, y Tom dedujo que todos estarían abajo, cenando. Se alegró de estar solo. El brazo empezaba a recobrar la sensibilidad.

Tom se asió a la proa, en el mismo sitio por donde se separaba formando una V y aspiró profundamente. Sintió que en él nacía un nuevo espíritu combativo, desafiante. Se dijo que qué más daba que en aquel preciso momento pudiera estar recibiéndose un cable ordenando la detención de Tom Ripley. Afrontaría lo que fuese valientemente, con la misma firmeza con que en aquel momento afrontaba el viento. Tal vez saltaría por la borda, lo cual, para él, representaría un acto de supremo valor además de la salvación. Desde donde se hallaba podía oír el sonido de la radio del buque, instalada en lo más alto de la superestructura. No tenía miedo. Su estado de ánimo era tal y como había esperado que fuese durante el viaje a Grecia. El hecho de contemplar sin miedo las negras aguas que le rodeaban era tan agradable como ver aparecer en el horizonte las islas griegas. En la oscuridad que se abría ante sus ojos podía ver mentalmente las islitas, las colinas de Atenas salpicadas de edificios, y la Acrópolis.

Entre los pasajeros había una inglesa de edad avanzada que viajaba en compañía de su hija, ya cuarentona, soltera y tan nerviosa que ni tan sólo podía disfrutar del sol durante quince minutos seguidos, tumbada en una hamaca de cubierta, y se veía impulsada a levantarse y anunciar con su vozarrón que iba a dar una vuelta. La madre, por el contrario, era una mujer sumamente tranquila y lenta, al parecer debido a cierta parálisis de la pierna derecha, que era más corta que la otra y la obligaba a llevar un grueso tacón en el zapato, así como a ayudarse con un bastón al caminar. Era exactamente la clase de persona que, en Nueva York, hubiese vuelto loco a Tom con su lentitud y su invariable cortesía; pero allí, a bordo del buque, Tom se sentía impulsado a pasar largas horas con ella, contándole cosas y oyéndola hablar de su vida en Inglaterra, y de Grecia, donde no había estado desde 1926. Tom la acompañaba a dar breves paseos por cubierta y ella se apoyaba en su brazo, sin dejar de disculparse por las molestias que le estaba causando, aunque resultaba fácil ver que le encantaban tantas atenciones. Y la hija se mostraba visiblemente contenta de que alguien la librase de su madre.

Tom se decía que tal vez mistress Cartwright había sido una verdadera arpía en su juventud, que quizá era ella la culpable de todas las neurosis de su hija, a la que había absorbido hasta el punto de impedirle llevar una vida normal y casarse. Tom se decía que tal vez se mereciese que la echasen a patadas por la borda, en vez de llevarla a pasear por cubierta, escuchando sus historias durante horas y horas. Pero daba igual. El mundo no siempre daba a cada cual su merecido. El mismo era un buen ejemplo de ello. Se consideraba afortunado hasta extremos inimaginables por haber escapado sano y salvo pese a haber cometido dos asesinatos, afortunado desde el momento de adoptar la identidad de Dickie hasta entonces. Durante la primera parte de su vida, la suerte se había mostrado tremendamente injusta con él, pero después de haber conocido a Dickie, se había sentido más que suficientemente compensado. Pero presentía que algo iba a suceder en Grecia, algo que no podía ser bueno. Hacía demasiado tiempo que duraba la buena racha. Si le atrapaban gracias a las huellas dactilares y al testamento, y le sentenciaban a la silla eléctrica, Tom pensaba que, por muy dolorosa que fuese semejante muerte, por muy trágico que fuese morir a los veinticinco años, todo quedaría compensado por los meses vividos desde noviembre.

Lo único que le dolía era no haber visto todo el mundo aún. Deseaba ver Australia. Y la India. Visitar el Japón. Después Sudamérica. Se decía que el simple hecho de ir de país en país, admirando sus obras de arte, bastaba para llenar agradablemente toda un vida. Había aprendido mucho sobre la pintura, incluso al tratar de copiar los mediocres cuadros de Dickie. En las galerías de arte de París y Roma había descubierto en sí mismo un interés por el arte que era nuevo en él, insospechado. No es que quisiera pintar, pero, de tener dinero, su mayor placer hubiera sido coleccionar cuadros que le gustasen y ayudar a los pintores jóvenes con talento y sin dinero.

Su mente se iba por tales tangentes mientras paseaba con lady Cartwright por cubierta, o cuando escuchaba los monólogos, no siempre interesantes, de la buena señora.

Lady Cartwright le consideraba encantador. Días antes de llegar a Grecia, le dijo varias veces lo mucho que había hecho él para que el viaje le resultase agradable, y se pusieron a hacer planes para encontrarse en cierto hotel de Creta, el día dos de julio, ya que Creta era el único sitio donde se cruzaban sus respectivos itinerarios. Lady Cartwright viajaría en autobús. Tom asentía a todas sus sugerencias, aunque no esperaba volver a verla una vez hubieran desembarcado. Se imaginaba la escena de su arresto y traslado a otro buque, o tal vez a un avión, para ser devuelto a Italia. Que él supiese, no se había recibido ningún mensaje por radio relacionado con él, aunque estaba claro que, de haberse recibido, no iban a informarle forzosamente a él. El periódico del buque —una simple hojita ciclostilada que cada noche, a la hora de la cena, todos los pasajeros hallaban junto a su cubierto— no hablaba más que de política internacional, y no era de esperar que publicase noticia alguna sobre el caso Greenleaf, aun suponiendo que se hubiese producido algún acontecimiento importante. Durante los diez días del viaje, Tom vivió inmerso en una extraña atmósfera de predestinación y de valor heroico y desinteresado. Se imaginaba cosas muy extrañas: a la hija de lady Cartwright cayéndose por la borda y a él lanzándose al mar para salvarla; o soportando la fuerza del agua que penetraba por una brecha del casco para taponarla con su propio cuerpo. Se sentía poseído de una fuerza y un valor sobrenaturales.

Cuando el buque puso proa hacia tierra, al llegar a Grecia, Tom se hallaba apoyado en la barandilla, junto a lady Cartwright, que le estaba contando lo muy cambiado que se veía el puerto de El Pireo desde la última vez que allí había estado. A Tom los cambios no le interesaban en lo más mínimo. El Pireo existía, y eso era lo único que le importaba. No era un espejismo que surgiese ante sus ojos, sino tierra firme, tierra por la que él podría caminar, en la que se alzaban edificaciones que podría tocar con sus propias manos… si llegaba hasta ellas.

La policía estaba esperando en el muelle. Tom vio a cuatro agentes, de pie con los brazos cruzados, con la vista alzada hacia el buque. Tom estuvo ayudando a lady Cartwright hasta el último minuto, alzándola suavemente para salvar el último peldaño de la escalerilla. Luego se despidió sonriendo de ella y de su hija. Tuvieron que ponerse a hacer cola en sitios distintos para recibir su equipaje y, además, las dos Cartwright salían enseguida para Atenas en su autobús especial.

Con el calor y la leve humedad del beso de lady Cartwright todavía en la mejilla, Tom dio media vuelta y lentamente se acercó a los policías. No pensaba dar ningún escándalo, sino limitarse a decirles quién era él. Detrás de los agentes había un quiosco, y a Tom se le ocurrió comprar un periódico. Quizá se lo permitirían. Los agentes observaron cómo se les acercaba. Iban uniformados de negro y llevaban gorra con visera. Tom les sonrió débilmente. Uno de ellos se llevó la mano a la visera y se echó a un lado, pero ninguno de los otros hizo ademán de ocupar su puesto. Tom ya se encontraba prácticamente entre dos de ellos, delante mismo del quiosco, y los policías seguían mirando fijamente al frente, sin prestarle ninguna atención a él.

Tom echó un vistazo a los numerosos periódicos que tenía delante, sintiéndose aturdido y al borde del desmayo. Su mano se dirigió automáticamente hacia un periódico de Roma, que databa solamente de tres fechas. Se sacó unas liras del bolsillo y entonces, de pronto, advirtió que no llevaba divisas griegas; pero el hombre del quiosco cogió las liras con tanta naturalidad como si estuvieran en la propia Italia, e incluso le devolvió el cambio en liras.

—Me llevaré éstos también —dijo Tom en italiano, cogiendo otros tres periódicos italianos y el Herald Tribune de París.

Lanzó una mirada furtiva hacia los agentes de policía. No le estaban mirando.

Entonces regresó al tinglado donde los pasajeros del buque se hallaban aguardando el equipaje. Oyó que lady Cartwright le saludaba alegremente al pasar, pero fingió no haberla oído. Al llegar a su cola, abrió el más viejo de los periódicos italianos, que databa de cuatro días. En la segunda página del titular decía:

SIGUE SIN APARECER ROBERT S. FANSHAW, EL HOMBRE QUE DEPOSITÓ EL EQUIPAJE DE GREENLEAF

Tom leyó el resto de la larga columna, pero solamente le interesó el quinto párrafo:

Hace unos días la policía comprobó que las huellas dactilares que aparecen en las maletas y en los cuadros son las mismas huellas que se hallaron en el piso que Greenleaf dejó abandonado en Roma. Así pues, se da por seguro que fue el mismo Greenleaf quien depositó las maletas y los cuadros…

Con dedos torpes por la ansiedad, Tom abrió otro periódico. Allí estaba también:

En vista de que las huellas dactilares encontradas en los objetos que había dentro de la maleta son idénticas a las que hay en el apartamento del signore Greenleaf en Roma, la policía ha sacado la conclusión de que el signore en persona hizo las maletas y las despachó a Venecia. Se especula sobre la posibilidad de que se suicidase, quizá en el mar y en estado de total desnudez. Otra conjetura apunta hacia la posibilidad de que esté viviendo bajo el nombre de Robert S. Fanshaw u otro nombre falso. Una tercera posibilidad es la de que fuese asesinado, después de hacer las maletas o ser obligado a hacerlas, quizá con el propósito de confundir a la policía mediante las huellas dactilares.

En todo caso, es inútil proseguir la búsqueda de Richard Greenleaf ya que, aun suponiendo que esté vivo, no tiene en su poder el pasaporte de Richard Greenleaf…

Tom se dio cuenta de que estaba temblando y la cabeza le daba vueltas. La fuerte luz del sol, filtrándose por el borde de la techumbre, le dañaba los ojos. Como un autómata, siguió al mozo que llevaba su equipaje hacia el mostrador de la aduana. Mientras el aduanero examinaba las maletas, Tom, sin quitar la vista de las manos del aduanero, trataba de comprender el significado exacto de las noticias que acababa de leer. Significaban que no había ni la más leve sospecha sobre él, que las huellas dactilares habían garantizado su inocencia; significaban, en resumen, que no sólo no iría a la cárcel ni a la silla eléctrica, sino que, además quedaba libre de toda sospecha. Estaba libre. Fuera del asunto del testamento.

Cogió el autobús que se dirigía a Atenas. Uno de sus compañeros de mesa ocupaba el asiento de al lado, pero no hizo ademán de saludarle, y, aunque le hubiese hablado, Tom no hubiera podido contestarle. Estaba seguro de que en la American Express de Atenas le estaría esperando una carta relativa al testamento. Mister Greenleaf había tenido tiempo suficiente para contestarle. Quizás habría pasado el asunto a sus abogados, y la carta, de uno de éstos, no sería más que una respuesta cortés y negativa. Y quizá el siguiente mensaje de América se lo mandaría la policía, anunciándole que era responsable de falsificación. Tal vez los dos mensajes ya le estaban aguardando en la American Express. El testamento podía echarlo todo a rodar. Tom contempló el paisaje reseco y primitivo que se deslizaba junto a la ventanilla. Nada de lo que veía se le quedaba grabado. Cabía la posibilidad de que la policía griega le estuviese esperando en la American Express, que los cuatro hombres del muelle no fuesen agentes de policía, sino soldados o algo por el estilo.

El autobús se detuvo. Tom se apeó y, tras reunir su equipaje, se puso a buscar un taxi.

—¿Querrá parar un momento en la American Express? —dijo Tom en italiano, y al parecer el taxista le entendió.

Tom recordó que las mismas palabras se las había dicho una vez a un taxista italiano, en Roma, al pasar por allí camino de Palermo, y pensó en lo muy seguro de sí mismo que se había sentido aquella vez, poco después de darle el esquinazo a Marge, en el Inghilterra.

Se incorporó al ver el rótulo de la American Express. Echó una ojeada en torno al edificio, buscando a la policía, aunque era posible que estuvieran dentro. Le dijo al taxista que le esperase, otra vez en italiano, y el hombre pareció entenderle también, llevándose la mano a la gorra. Todo estaba saliendo de un modo engañosamente fácil, igual que segundos antes de que todo salte por los aires. Tom lanzó un vistazo al vestíbulo de la American Express. No se veía nada anormal. Tal vez en cuanto pronunciase su nombre…

—¿Tiene alguna carta a nombre de Thomas Ripley? —preguntó en inglés, hablando en voz baja.

—¿Ripley? ¿Quiere deletreármelo, por favor?

Tom lo deletreó.

La muchacha le dio la espalda y sacó unas cuantas cartas de un casillero.

Nada estaba sucediendo.

—Tres cartas —dijo ella, en inglés y sonriendo.

Una de mister Greenleaf. Una de Titi, desde Venecia. Una de Cleo, reexpedida. Abrió la carta de mister Greenleaf.

9 de junio de 19…

Apreciado Tom:

Su carta del tres de junio llegó ayer.

Para mi esposa y para mí no fue una sorpresa tan grande como usted habrá probablemente imaginado. Ambos sabíamos el gran afecto que Richard sentía por usted, pese a que nunca se molestó en decírnoslo al escribirnos. Como usted dice, este testamento parece indicar, por desgracia, que Richard se ha quitado la vida. Se trata de una conclusión que nosotros hemos acabado por aceptar, ya que la única explicación, aparte de ésta, sería que Richard, por motivos que él sabrá, ha decidido volverle la espalda a su familia.

Mi esposa comparte conmigo la opinión de que, prescindiendo de lo que Richard haya hecho consigo mismo, debe llevarse a cabo su voluntad. Así pues, en lo que al testamento se refiere, sepa que cuenta usted con mi apoyo personal. He puesto la fotocopia en manos de mis abogados, quienes le tendrán al corriente de la marcha de cuantas gestiones efectúen para traspasarle a usted los fondos y demás bienes de Richard.

Una vez más, gracias por la ayuda que me prestó durante mi estancia en el extranjero. Esperamos que nos escriba.

Con mis mejores deseos,

HERBERT GREENLEAF

Tom se preguntó si sería una broma. Pero el papel con el membrete de Burke-Greenleaf parecía auténtico, y, además, mister Greenleaf no era la clase de hombre capaz de gastar bromas semejantes, ni que viviese un millón de años. Tom se dirigió al taxi que le estaba esperando. No era una broma. El dinero era suyo. El dinero y la libertad de Dickie. Y esta libertad, como todo lo demás, parecía una combinación de la suya y la de Dickie. Podría tener una casa en Europa y otra en América, si le apetecía. El dinero obtenido de la casa de Mongibello seguía esperando que lo retirase. Tom lo recordó de repente, y supuso que debería mandárselo a los Greenleaf, ya que Dickie había puesto la casa en venta antes de redactar el testamento. Pensó en lady Cartwright y sonrió. Le mandaría una enorme caja de orquídeas en Creta, si es que en Creta había orquídeas.

Trató de imaginarse la llegada a Creta… la alargada isla, coronada por los cráteres de volcanes apagados, el bullicio del puerto cuando el barco enfilase la bocana, los mozalbetes que hacían de mozo de equipajes y que, ávidamente, tratarían de hacerse con el suyo para pegársela, dinero para todo y para todos. Vio cuatro figuras inmóviles de pie en el muelle imaginario, las figuras de los policías de Creta que le estaban aguardando, pacientemente, con los brazos cruzados. De pronto, se puso rígido y la visión se desvaneció.

«¿Acaso iba a ver policías esperándole en todos los puertos en que desembarcase? ¿En Alejandría? ¿En Estambul? ¿En Bombay? ¿En Río?»

Se dijo que de nada servía pensar en eso, ni echar a perder el viaje preocupándose por unos imaginarios policías. Aunque los hubiese en el muelle, su presencia no significaría por fuerza que…

—A donda, a donda? —preguntaba el taxista, tratando de hablar con él en italiano.

—A un hotel, por favor —dijo Tom—. Il meglio albergo. Il meglio, il meglio!