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Venecia

3 de junio de 19…

Apreciado mister Greenleaf:

Al hacer hoy una maleta, me he encontrado un sobre que Richard me dio en Roma y que inexplicablemente había olvidado hasta ahora. El sobre llevaba escrito «No debe abrirse hasta junio» y da la casualidad de que ya estamos en junio. Dentro del sobre encontré el testamento de Richard dejándome a mí su renta y sus bienes. Me siento tan atónito como probablemente se sentirá usted y, sin embargo, por el modo en que está redactado el testamento (escrito a máquina) parece escrito por alguien en posesión de sus facultades mentales.

Lo que más siento es no poder haber recordado antes que el sobre se hallaba en mi poder, ya que hubiésemos sabido mucho antes que tenía la intención de quitarse la vida. Lo guardé en un compartimento de la maleta y luego se me fue de la cabeza. Me lo dio la última vez que le vi, en Roma, cuando se encontraba tan deprimido.

Pensándolo mejor, le adjunto una fotocopia del testamento para que pueda comprobarlo con sus propios ojos. Es el primer testamento que veo en mi vida, por lo que desconozco por completo qué pasos hay que dar seguidamente. ¿Me lo puede indicar usted?

Le ruego que transmita mis mejores deseos a mistress Greenleaf y sepa que los dos pueden contar con mi más sentida simpatía y que me pesa tener que escribirle la presente. Le ruego que me conteste cuanto antes. Mi próxima dirección será:

A la atención de la American Express

Atenas, Grecia.

Muy amablemente,

TOM RIPLEY

Tom no ignoraba que en cierto modo estaba jugando con fuego, ya que la carta podía dar pie a que se abriese una nueva investigación de las firmas, tanto en el testamento como en los cheques, una de aquellas investigaciones implacables que las compañías de seguros y, probablemente también las compañías fideicomisarias, ponían en marcha cuando veían en peligro el dinero de sus propios bolsillos. Pero no estaba de humor para seguir esperando. Tenía el pasaje para Grecia desde mediados de mayo, y el tiempo había ido mejorando día a día, mientras él sentía aumentar su desasosiego. Había sacado el coche del garaje de la Fiat en Venecia, para ir al Brennero, Salzburgo y Múnich, bajando luego hasta Trieste y Bolzano. En todas partes el tiempo era espléndido, salvo un leve aguacero primaveral que le había sorprendido en Múnich, cuando paseaba por el Englischer Garten. Tom ni siquiera se había guarecido de la lluvia, limitándose a proseguir su paseo, presa de una excitación infantil al pensar que era la primera lluvia alemana que caía sobre él. Tenía solamente dos mil dólares, transferidos de la cuenta bancaria de Dickie y ahorrados de la renta mensual. No se había atrevido a sacar más dinero habiendo transcurrido solamente tres meses. El mismo riesgo que corría al tratar de hacerse con todo el dinero de Dickie le resultaba irresistible. No podía más de aburrimiento tras las monótonas semanas en Venecia, cuando cada día que pasaba parecía confirmarle su seguridad personal y poner de relieve lo aburrido de su existencia, Roverini ya había dejado de escribirle. Alvin McCarron había regresado a Estados Unidos (sin haber dado más señales de vida que una llamada sin importancia desde Roma), por lo que Tom daba por hecho que él y mister Greenleaf habían llegado a la conclusión de que Dickie estaba muerto o escondido voluntariamente, así que no valía la pena seguir buscándole. Los periódicos ya no publicaban nada sobre Dickie, ya que nada tenían que pudiera publicarse. Tom experimentaba una sensación de vacío e inactividad que, de no haber hecho el viaje en coche a Múnich, hubiese acabado por volverle loco. Al regresar a Venecia para hacer el equipaje con vistas al viaje a Grecia, la sensación se había hecho aún peor: estaba a punto de irse a Grecia, de visitar aquellas islas milenarias y heroicas, e iba a hacerlo en calidad de Tom Ripley, el pequeño e insignificante Tom Ripley, sin más que dos mil dólares que ya empezaban a menguar en el banco. Tanto era así, que iba a tener que pensárselo antes de comprarse cualquier cosa, siquiera fuese un libro sobre el arte griego. La idea le resultaba intolerable.

Todavía en Venecia, había tomado la decisión de hacer de su viaje a Grecia un acto heroico, enfrentándose a las islas como correspondía a un individuo valiente, que vivía y respiraba, y no como un don nadie de Boston. Si al desembarcar en el Pireo caía en manos de la policía, nadie podría quitarle los días vividos antes, de pie en la proa de un navío, desafiando al viento y cruzando las aguas oscuras como el vino, como Jasón o Ulises reencarnados en su persona. Así que había escrito la carta a mister Greenleaf y la había echado al correo tres días antes de zarpar de Venecia. Probablemente, la carta tardaría cuatro o cinco días en llegar a manos de mister Greenleaf, así que no le daría tiempo a retenerle en Venecia y hacerle perder el buque. Además, desde todos los puntos de vista, era mejor no aparentar demasiado interés por el asunto, pasando un par de semanas incomunicado, hasta llegar a Grecia, como si le diese lo mismo cobrar o no la herencia, y no pudiera permitir que un asunto semejante le obligase a aplazar un viaje que tenía pensado hacer.

Dos días antes de la partida, fue a tomar el té en casa de Titi della Latra-Cacciaguerra, la condesa que había conocido al empezar a buscar casa en Venecia. La doncella le acompañó hasta la sala de estar, donde Titi le saludó con unas palabras que llevaba semanas sin oír.

Ah, ciao, Tornasol ¿Has visto el periódico de la tarde? ¡Han encontrado las maletas de Dickie! ¡Y sus cuadros! ¡Aquí mismo, en la American Express de Venecia!

Los pendientes de oro de la condesa vibraban a causa de su agitación.

—¿Qué?

Tom no había visto la prensa porque se había pasado toda la tarde haciendo el equipaje.

—¡Léelo! ¡Aquí! ¡Dice que la ropa la depositaron en febrero! La mandaron desde Nápoles. ¡A lo mejor está en Venecia!

Tom leyó la noticia. El periódico decía que al recibirse el rollo de telas, el cordel estaba desatado y un empleado, al volver a atarlo, había reparado en la firma R. Greenleaf que llevaban las pinturas. A Tom empezaron a temblarle las manos de tal modo que tuvo que coger el periódico por ambos lados para poder leerlo. El periódico decía también que la policía estaba examinándolo todo minuciosamente para encontrar huellas dactilares.

—¡A lo mejor está vivo! —gritó Titi.

—No lo creo… No veo de qué modo esto prueba que lo esté. Pudo suicidarse o ser asesinado después de mandar las maletas. El hecho de que vayan bajo otro nombre… Fanshaw…

Tuvo la impresión de que la condesa, que, sentada en el sofá, le estaba mirando atentamente, parecía sorprendida por su nerviosismo, así que, serenándose rápidamente y haciendo acopio de valor, dijo:

—¿Lo ves? Lo están examinando todo para encontrar huellas dactilares. No lo harían si estuvieran seguros de que fue Dickie quien mandó las maletas. ¿Por qué iba a depositarlas bajo el nombre de Fanshaw si esperaba recogerlas él mismo? Hasta han encontrado su pasaporte, junto con lo demás.

—¡Quizá esté escondido bajo el nombre de Fanshaw! ¡Oh, caro mió, te hará bien un poco de té!

Titi se puso en pie.

—Giustina! Il te, perpiacere, subitissimo!

Tom se dejó caer sobre el sofá, con gesto desfallecido, sin apartar el periódico de sus ojos. Pensaba si también se desharía el nudo que ataba el cadáver de Dickie.

—Ah, carissimo, eres tan pesimista —dijo Titi, dándole unos golpecitos en la rodilla—. ¡Es una buena noticia! ¿Y si todas las huellas son suyas? ¿No te alegrarías entonces?

Supón que mañana, al pasar por alguna callejuela de Venecia, ¡te encuentras cara a cara con Dickie Greenleaf, alias signore Fanshaw!

La condesa dejó oír su risa aguda y agradable, en ella tan natural como el mismo respirar.

—Aquí dice que en las maletas estaba todo… los útiles para afeitarse, el cepillo de dientes, los zapatos, el abrigo, el equipo completo —dijo Tom, ocultando su terror tras la fachada del pesimismo—. No es posible que esté vivo y haya dejado todo eso. Seguramente el asesino desnudó el cadáver y depositó allí sus ropas porque era la forma más fácil de librarse de ellas.

Titi reflexionó brevemente, luego dijo:

—¿Me harás el favor de no desanimarte así hasta que sepas de quién son la huellas dactilares? Al fin y al cabo, mañana emprendes un viaje de placer, ¿no? Ecco il te!

«Mañana no, pasado mañana», pensó Tom. «Roverini tendrá tiempo suficiente para cotejar mis huellas con las de los cuadros y maletas.»

Tom procuró recordar si en los cuadros y en las maletas había superficies lisas en las que pudieran hallarse huellas dactilares. No había muchas, salvo en los útiles para el afeitado, pero encontrarían lo suficiente aquí y allá para lograr reconstruir diez huellas perfectas si se lo proponían. El único hecho que le permitía conservar cierto optimismo era que todavía no tenían sus huellas, y que quizá no se las tomasen porque aún no sospechaban de él, pero quizá tenían ya las de Dickie, y, en caso contrario, lo primero que haría mister Greenleaf sería mandarlas desde América, para cerciorarse. Había muchos sitios donde Dickie habría dejado sus huellas: en algunas de sus cosas en América, en la casa de Mongibello…

—¡Tomaso! ¡Tómate el té! —dijo Titi, volviéndole a apretar suavemente la rodilla.

—Gracias.

—Ya verás. Cuando menos esto es un paso hacia la verdad, hacia lo que pasó realmente. Bueno, ahora hablemos de otras cosas, ¡si vas a ponerte tan triste! ¿Adonde irás desde Atenas?

Tom procuró volver su atención hacia Grecia. A sus ojos, Grecia estaba recubierta de oro, el oro de las armaduras que llevaban los guerreros, y bañada por la luz del sol, su famosa luz. Vio estatuas de piedra con rostros serenos y fuertes, como las mujeres del porche del Erecteón. No deseaba irse a Grecia dejando atrás, en Venecia, la amenaza de las huellas colgando sobre su cabeza. Le degradaría, le haría sentirse tan rastrero como la más inmunda de las ratas que correteaban por las callejas de Atenas, más bajo que el más sucio de los mendigos que le abordasen en las calles de Salónica. Tom se ocultó el rostro con las manos y rompió a llorar. Grecia se había acabado, había explotado como un globo dorado.

Titi le rodeó con uno de sus brazos firmes y rollizos.

—¡Tomaso! ¡Arriba esos ánimos! ¡Espera a tener un motivo para desesperarte!

—¡No comprendo cómo no te das cuenta de que esto es un mal síntoma! —dijo desesperadamente Tom—. ¡De veras que no lo comprendo!