28

McCarron telefoneó desde Roma al día siguiente, preguntando los nombres de todas las personas que Dickie conocía en Mongibello. Al parecer eso era todo lo que quería saber, ya que se tomó mucho tiempo para ir anotándolos todos y cotejarlos con la lista que Marge le había dado. La lista de Marge era muy completa, pero Tom repitió todos los nombres, junto con las complicadas direcciones en que vivían. Estaba Giorgio, por supuesto; Pietro, el barquero; Maria, la tía de Fausto, cuyo apellido Tom no sabía, aunque le explicó a McCarron, de manera premeditadamente complicada, qué debía hacer para dar con su domicilio; Aldo, el de la tienda de comestibles; los Cecchi; e incluso el viejo Stevenson, el solitario pintor que vivía en las afueras del pueblo y a quien Tom nunca había visto. Tom tardó varios minutos en darle la relación completa, y lo más probable era que McCarron tardase varios días en localizarles. No dejó fuera a nadie, salvo al signore Pucci, el hombre que se había encargado de vender la casa y el velero de Dickie y que, sin duda, le diría al detective, si éste no lo sabía ya por Marge, que Tom Ripley estuvo en Mongibello para poner en orden los asuntos de Dickie. De todas formas, tanto si se enteraba de uno u otro modo, a Tom no le pareció nada grave que McCarron supiese que él se había encargado de arreglar los asuntos de Dickie. En cuanto a las personas como Aldo y Stevenson, le daba igual que McCarron obtuviese de ellos tanta información como pudiesen darle.

—¿Alguien más en Nápoles? —preguntó McCarron.

—No, que yo sepa.

—¿En Roma?

—Lo lamento, pero nunca le vi acompañado en Roma.

—¿No llegó a conocer a ese pintor…, a… Di Massimo?

—No. Le vi una vez —dijo Tom—. Pero no me lo presentó.

—¿Qué aspecto tiene?

—Pues no pude verle muy bien. Fue desde lejos, al despedirme de Dickie. Me pareció de mediana estatura, cincuentón y con el pelo negro, algo canoso… Eso es todo lo que recuerdo. Ah, sí…, era de complexión más bien robusta y llevaba un traje gris claro.

—¡Hum!… De acuerdo —dijo McCarron distraídamente, como si estuviese ocupado en tomar nota de todo—. Bien, creo que eso es todo. Muchas gracias, mister Ripley.

—No hay de qué. ¡Buena suerte!

Luego Tom se quedó en casa esperando durante varios días, igual que hubiese hecho cualquier persona al alcanzar su punto culminante la búsqueda de un amigo desaparecido. Rechazó dos o tres invitaciones. La prensa mostraba un interés renovado por la desaparición de Dickie, interés que, sin duda, se inspiraba en la presencia de un detective americano, contratado por el padre de Dickie, en Italia. Cuando se presentaron unos fotógrafos del Europeo y de Oggi para fotografiarle a él y a su casa, Tom les dijo firmemente que se fuesen, y tuvo que coger por el brazo a un joven demasiado insistente y llevarlo hasta la puerta. Pero nada de importancia acaeció durante cinco días. No hubo llamadas telefónicas ni cartas, ni siquiera del teniente Roverini. A veces, especialmente al anochecer, Tom se imaginaba lo peor, presa como de una depresión más fuerte que en cualquier otro momento del día. Se imaginaba a Roverini y a McCarron uniendo sus esfuerzos y desarrollando la teoría de que Dickie pudiera haber desaparecido en noviembre; entonces se imaginaba a McCarron verificando la fecha en que Tom había comprado el coche y oliéndose algo al averiguar que Dickie no había regresado del viaje a San Remo y que Tom lo había hecho para cuidarse de la enajenación de los bienes de Dickie. Tom estudiaba y volvía a estudiar el adiós cansado e indiferente que le había dicho mister Greenleaf al irse de Venecia, interpretándolo como señal de hostilidad e imaginándose a mister Greenleaf poniéndose furioso en Roma, al no dar resultado todos los esfuerzos para encontrar a Dickie y, de pronto, exigiendo una minuciosa investigación en torno a Tom Ripley, ese granuja a quien él había costeado el viaje a Europa para que le devolviese a su hijo.

Pero cada mañana Tom recobraba el optimismo. En el lado positivo se hallaba el hecho de que Marge creía a pie juntillas que Dickie se había pasado aquellos meses en Roma, y probablemente ella conservaba todas sus cartas y se las enseñaría a McCarron. Las cartas eran excelentes. Tom se alegraba de haberles dedicado tanto tiempo. Marge era una ventaja más que un riesgo. Realmente era una suerte que no la hubiese matado la noche en que ella encontró los anillos.

Cada mañana, desde la ventana de su dormitorio, Tom veía salir el sol, abriéndose paso entre neblinas invernales, alzándose trabajosamente sobre la ciudad dormida hasta que, finalmente, antes del mediodía, conseguía brillar sin trabas durante un par de horas. Para Tom, el despuntar sereno de cada nuevo día era como una promesa de paz para el futuro. Los días iban siendo más cálidos, con menos lluvia y mayor claridad. La primavera estaba casi al llegar, y Tom se decía que una de aquellas mañanas saldría de casa y embarcaría con destino a Grecia.

Hacía seis días que mister Greenleaf y McCarron se habían ido, y por la tarde, Tom telefoneó al primero en Roma. Mister Greenleaf no pudo darle ninguna noticia, aunque Tom ya se lo esperaba. Marge ya había partido para los Estados Unidos. Tom supuso que mientras mister Greenleaf permaneciera en Italia, los periódicos publicarían algo sobre el caso cada día. Pero a la prensa ya se le estaban acabando las noticias sensacionalistas sobre el caso Greenleaf.

—¿Y cómo está su esposa? —preguntó Tom.

—Bastante bien, aunque me temo que la tensión empieza a hacerse sentir en ella. Anoche la llamé por teléfono.

—Lo siento —dijo Tom, pensando que debería escribirle una carta amistosa, sólo unas palabras que la animasen un poco durante la ausencia de su marido. Y deseó que se le hubiese ocurrido antes.

Mister Greenleaf anunció que pensaba irse a finales de aquella misma semana, pasando por París, donde la policía francesa se hallaba investigando también. McCarron le acompañaría y, si en París no surgía ninguna novedad, los dos regresarían juntos a casa.

—Me parece evidente, y creo que a todo el mundo le pasa igual —dijo mister Greenleaf—, que mi hijo ha muerto o se esta escondiendo deliberadamente. No queda ningún rincón del mundo donde no se haya oído hablar de la búsqueda… salvo Rusia, tal vez. ¡Cielos! Supongo que no habrá mostrado deseos de irse allí, ¿eh?

—¿A Rusia? No, no que yo sepa.

Al parecer, mister Greenleaf había decidido que, suponiendo que contra todo indicio Dickie no hubiese muerto, podía irse a paseo. Durante la conversación que sostuvo con Tom por teléfono, ese sentimiento de indiferencia predominaba sobre cualquier otro.

Aquella misma tarde, Tom se fue a casa de Peter Smith-Kingsley. Peter tenía un par de periódicos ingleses que le habían enviado sus amigos de Inglaterra, y en uno de ellos salía la foto de Tom expulsando de su casa al fotógrafo del Oggi. Tom ya la había visto en la prensa italiana. Hasta a América habían llegado fotos en las que se le veía en las calles de Venecia, junto con otras de su domicilio. Tanto Bob como Cleo le habían mandado por correo aéreo algunas de las fotos y recortes de la prensa sensacionalista donde se hablaba del caso, que a los dos les parecía terriblemente emocionante.

—¡Estoy más que harto! —dijo Tom—. Si sigo aquí es por cortesía y para ayudar si puedo. Si algún otro periodista intenta colárseme en casa, le voy a recibir a escopetazos en cuanto cruce la puerta.

Tom se sentía verdaderamente irritado y asqueado, y ello se le notaba en la voz.

—Te entiendo muy bien —dijo Peter—. Ya sabes que regreso a casa a finales de mayo, así que si te apetece pasar una temporada en mi refugio de Irlanda, serás más que bienvenido. Puedo asegurarte que allí se está más tranquilo que en la mismísima tumba.

Tom le miró. Peter ya le había hablado de su viejo castillo de Irlanda, enseñándole incluso algunas fotos. De pronto, por su cerebro cruzó fugazmente el recuerdo de su relación con Dickie. Fue como revivir una vieja pesadilla, como un fantasma pálido y malévolo que le amenazase con la posibilidad de que lo mismo se repitiese con Peter, el recto, confiado, ingenuo y generoso Peter. Lo único distinto era que no se parecía lo suficiente a Peter. Pero una velada, para divertirle, Tom había imitado el acento británico y los modales amanerados de Peter, sin olvidar su forma de echar la cabeza hacia un lado al hablar. Y Peter se había reído como nunca al verle. Tom pensó que no debería haberlo hecho y se sintió avergonzado, por haberlo hecho y por haber pensado, hacía un momento, que lo mismo que le había ocurrido con Dickie podía ocurrirle con Peter.

—Gracias —dijo Tom—, pero creo que me irá bien seguir solo durante una temporada. Echo de menos a mi amigo Dickie, ¿sabes?, le echo mucho de menos.

Inopinadamente se encontró con los ojos llenos de lágrimas, recordando la sonrisa de Dickie el día en que habían empezado a congeniar, al confesarle Tom que su padre le había enviado. Recordaba el primer viaje a Roma y la media hora que habían pasado en el bar del Carlton, en Cannes, cuando Dickie se mostró tan aburrido y silencioso, y con razón, porque fue él quien le arrastró a Cannes, sabiendo que a Dickie no le decía nada la Costa Azul. Nada de todo aquello hubiese sucedido si él se hubiese dedicado a viajar solo, si no hubiese sido tan ambicioso e impaciente, si no hubiese malinterpretado como un estúpido la relación entre Dickie y Marge, esperando simplemente a que se separasen por propia voluntad. Hubiera podido seguir viviendo con Dickie el resto de su vida, viajando y disfrutando de la vida hasta el fin de sus días. Si aquel día no le hubiera dado por ponerse las ropas de Dickie…

—Te entiendo, Tommy —dijo Peter, dándole unas palmaditas en la espalda—. De veras que te entiendo, muchacho.

Tom le miró con los ojos bañados en lágrimas. Se imaginaba estar de viaje con Dickie, en un transatlántico que les llevaba a América para pasar las Navidades con los padres de Dickie, que le tratarían como a otro hijo.

—Gracias —dijo Tom.

La palabra le salió como un balbuceo infantil.

—Me temo que hubieras reventado de no desahogarte de este modo —dijo comprensivamente Peter.