27

Marge llamó a mister Greenleaf a las ocho y media de la mañana, para preguntarle a qué hora podían pasar a recogerle en el hotel. Pero mister Greenleaf debió de darse cuenta de que algo le pasaba. Tom la oyó empezar a contarle el asunto de los anillos, empleando las mismas palabras que había pronunciado él la noche anterior, señal indudable de que ella le creía, aunque no pudo ver cuál era la reacción de mister Greenleaf. Tenía miedo de que la noticia fuera la última pieza que le faltase al padre de Dickie para completar el rompecabezas, y que más tarde, al reunirse con él, le encontraría acompañado por un policía dispuesto a detener a Tom Ripley. Esta posibilidad destruía en parte la ventaja de no estar presente al enterarse mister Greenleaf de lo referente a los anillos.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Tom cuando Marge hubo colgado.

Marge se sentó en una silla con gesto cansado.

—Al parecer piensa como yo. El mismo me lo ha dicho. Da la impresión de que Dickie pensaba seriamente en matarse.

Tom pensó que, de todos modos, mister Greenleaf dispondría de un poco de tiempo para pensárselo antes de que ellos llegasen.

—¿A qué hora nos espera? —preguntó Tom.

—Le dije que pasaríamos sobre las nueve y media, tal vez un poco antes. Tan pronto como nos hayamos tomado el café, que, por cierto, se está preparando ahora.

Marge se levantó y entró en la cocina. Ya iba vestida para salir y llevaba el mismo conjunto de viaje que a su llegada.

Tom se sentó indeciso al borde del sofá y se aflojó el nudo de la corbata. Había pasado la noche en el sofá, vestido, sin despertarse hasta hacía escasos minutos, al bajar Marge, y estaba sorprendido de haber dormido allí pese al frío de la estancia. También Marge se había llevado una sorpresa al encontrarle en el sofá. Tom sentía calambres en el cuello, en la espalda y en el hombro derecho. Rápidamente, se puso de pie.

—Voy a lavarme arriba —dijo en voz alta para que Marge le oyese desde la cocina.

Echó un vistazo a su habitación y observó que la maleta de Marge ya estaba hecha y permanecía en mitad de la habitación, cerrada. Confiaba en que ni ella ni mister Greenleaf decidiesen no marcharse aquella misma mañana. Pero lo más probable era que tomasen el tren antes de mediodía, ya que mister Greenleaf tenía que entrevistarse en Roma con el detective llegado de América.

Tom se desnudó en la habitación contigua a la de Marge, luego entró en el cuarto de baño y abrió la ducha. Después de mirarse brevemente en el espejo, decidió afeitarse primero y regresó a su habitación a por la maquinilla eléctrica que, sin ninguna razón especial, había sacado del baño al llegar Marge. Al dirigirse de nuevo al cuarto de baño oyó sonar el teléfono y a Marge que contestaba. Tom se asomó al hueco de la escalera, aguzando el oído.

—Oh, muy bien —dijo ella—. No, eso no importa si no… Sí, ya se lo diré… De acuerdo, nos daremos prisa. En este momento Tom se está aseando… Pues, menos de una hora. Adiós.

La oyó caminar hacia la escalera y se echó hacia atrás porque iba desnudo.

—¡Tom! —gritó ella por el hueco—. ¡Acaba de llegar el detective americano! Hace un momento que ha llamado a mister Greenleaf y ahora viene para aquí desde el aeropuerto.

—¡Muy bien! —respondió gritando Tom.

Enojado, entró en su alcoba y cerró la ducha. Luego enchufó la maquinilla, preguntándose qué hubiese sucedido de haber estado bajo la ducha. Lo más probable hubiese sido que Marge gritase de todos modos, dando por sentado que él la oiría. Se alegraría cuando la viese partir, y esperaba que lo hiciese aquella misma mañana, a no ser que ella y mister Greenleaf optasen por quedarse para ver lo que el detective pensaba hacer con él. Tom no ignoraba que el detective estaba en Venecia especialmente para verle, pues de lo contrario se hubiese quedado en Roma, esperando a mister Greenleaf. Entonces se preguntó si Marge también habría reparado en ello. Se dijo que seguramente no, que para ello hacía falta un mínimo de capacidad de deducción.

Después de ponerse un traje y una corbata discretos, Tom bajó a tomarse el café con Marge. Se había duchado con agua tan caliente como podía soportar y ya se sentía mucho mejor. Marge no dijo palabra mientras tomaban el café salvo que los anillos iban a despertar el interés de mister Greenleaf y del detective, con lo que pretendía decir que también el detective pensaría que Dickie se había suicidado. Tom esperaba que no se equivocase. Todo dependía de la clase de individuo que fuese el detective, de la primera impresión que de él, Tom, sacase el sabueso.

Era otro día gris, pegajoso de humedad, y a las nueve no llovía, aunque había llovido antes y volvería a hacerlo, probablemente sobre el mediodía. Marge y Tom cogieron la góndola en la escalinata de la iglesia y desembarcaron en San Marco; desde allí fueron andando hasta el Gritti. Al llegar avisaron por teléfono a mister Greenleaf y éste, una vez les hubo anunciado la llegada de mister McCarron, dijo que subiesen a su habitación.

El mismo les abrió la puerta.

—Buenos días —dijo, cogiendo con gesto paternal un brazo de Marge—. Tom…

Tom entró a la zaga de Marge. El detective estaba de pie, junto a la ventana. Era un hombre bajito y rechoncho, de unos treinta y cinco años. Tenía cara de amable y avispado. Inteligente, pero moderadamente, fue la primera impresión de Tom.

—Les presento a Alvin McCarron —dijo mister Greenleaf—. Miss Sherwood y mister Tom Ripley.

Tom advirtió que sobre la cama había una cartera nueva, flamante, y en torno a la misma unos cuantos papeles y fotografías… McCarron le estaba examinando de pies a cabeza.

—Tengo entendido que es usted amigo de Richard, ¿no es así? —preguntó.

—Los dos lo somos —contestó Tom.

Se vieron momentáneamente interrumpidos por mister Greenleaf, que se cuidó de que todos se sentaran. La habitación era espaciosa, excesivamente amueblada y sus ventanas daban al canal. Tom se sentó en una silla tapizada con cuero rojo. McCarron se instaló en la cama y estaba examinando sus papeles. Tom vio que entre ellos había unas cuantas fotocopias que parecían ser de los cheques de Dickie. Había también unas cuantas fotos sueltas de Dickie.

—¿Tienen ustedes los anillos? —preguntó McCarron, mirándoles a los dos.

—Sí —afirmó solemnemente Marge.

Se levantó para sacar los anillos de su bolso y dárselos a McCarron.

McCarron se los mostró a mister Greenleaf, sosteniéndolos en la palma de la mano.

—¿Son éstos los anillos?

Mister Greenleaf asintió con la cabeza después de echarles un breve vistazo. Marge puso cara de sentirse un tanto ofendida, como si estuviera a punto de decir:

—Conozco estos anillos tan bien como pueda conocerlos mister Greenleaf, y probablemente mejor aún.

McCarron se volvió hacia Tom.

—¿Cuándo se los dio?

—En Roma. Que yo recuerde fue aproximadamente el tres de febrero, pocos días después de que asesinasen a Freddie Miles —contestó Tom.

El detective le estaba escrutando con sus inquisitivos ojos castaño claro. Sus cejas alzadas dibujaban un par de arrugas en la gruesa piel de su frente. Tenía el pelo castaño, ondulado y lo llevaba corto en las sienes y peinado con una gran onda sobre la frente que le daba el aspecto de un estudiante un poco presumido. Tom se dijo que resultaba imposible adivinar su pensamiento mirándole a la cara, entrenada en la impasibilidad.

—¿Qué le dijo al darle los anillos?

—Pues que si le pasaba alguna cosa, quería que yo los conservase. Entonces yo le pregunté qué podía pasarle, y me dijo que no lo sabía, pero que algo podría sucederle.

Premeditadamente, Tom hizo una pausa.

—No me pareció que en aquel momento estuviese más deprimido que en otras ocasiones que hablé con él, así que ni se me ocurrió pensar que quisiera suicidarse. Sabía que tenía pensado marcharse, pero nada más.

—¿Adonde? —preguntó el detective.

—Dijo que a Palermo.

Tom se dirigió a Marge.

—Seguramente me los dio el mismo día que tú me hablaste en Roma… en el Inghilterra. Ese día o el día anterior. ¿Te acuerdas de la fecha?

—El dos de febrero —contestó Marge con voz apagada.

McCarron iba tomando notas.

—¿Qué más? —preguntó a Tom—. ¿A qué hora fue? ¿Sabe si había estado bebiendo?

—No. Dickie bebe muy poco. Y creo que eso fue a primera hora de la tarde. Me dijo que haría bien en no hablar de los anillos con nadie y, por supuesto, me mostré de acuerdo. Los guardé y me olvidé completamente de ellos, tal y como le conté a miss Sherwood… Supongo que fue debido a haberme tomado tan en serio lo de no mencionárselos a nadie.

Tom hablaba con acento de sinceridad, tartamudeando levemente, sin darse cuenta, como hubiese hecho cualquier otro en las mismas circunstancias, según él mismo reflexionó.

—¿Qué hizo con los anillos?

—Los puse en una caja vieja que tengo… un estuche que utilizo para guardar botones sueltos.

McCarron le contempló en silencio, y Tom aprovechó para afianzar sus posiciones, pensando que de aquel rostro plácido y avispado de irlandés podía esperarse cualquier cosa, desde una pregunta formulada a modo de desafío hasta una afirmación categórica de que él, Tom, estaba mintiendo. Mentalmente, se aferró con mayor fuerza aún a los hechos, sus hechos, dispuesto a defenderlos hasta la muerte. En medio del silencio casi podía oír la respiración de Marge. Se sobresaltó al oír la tos de mister Greenleaf, que parecía poseído de una notable serenidad, casi aburrimiento. Tom se preguntó si entre él y McCarron habrían montado algún ardid en su contra, basándose en lo de los anillos.

—¿Le parece propio de él confiarle los anillos durante un corto tiempo? ¿Alguna vez había hecho algo parecido? —preguntó McCarron.

—No —contestó Marge, adelantándose a Tom.

Tom empezó a respirar con mayor facilidad, comprendiendo que McCarron aún no sabía a qué atenerse. El detective seguía esperando su respuesta.

—Sí, me había prestado ciertas cosas anteriormente —dijo Tom—. De vez en cuando me daba permiso para usar sus corbatas y sus chaquetas. Pero, desde luego, eso es muy distinto a los anillos.

Había experimentado un impulso de confesar lo de la ropa, ya que sin duda Marge estaba enterada de que Dickie le había sorprendido una vez vestido con su ropa.

—Me cuesta imaginarme a Dickie sin sus anillos —dijo Marge, dirigiéndose a McCarron—. Se quitaba el de la piedra verde cuando nadaba, pero nunca se olvidaba de volver a ponérselo en cuanto salía del agua. Diríase que formaban parte de su indumentaria. Es por eso por lo que sospecho que tenía intención de suicidarse o de cambiar su identidad.

McCarron movió la cabeza afirmativamente.

—¿Sabe si tenía algún enemigo o enemigos?

—Absolutamente ninguno —dijo Tom—. Ya se me ha ocurrido antes.

—¿Se le ocurre también algún motivo que le impulsara a disfrazarse o a hacerse pasar por otra persona?

Con mucho cuidado en sus palabras, Tom respondió:

—Posiblemente… pero eso es casi imposible en Europa. Hubiese necesitado otro pasaporte. En cualquier país adonde se hubiese dirigido, le hubieran pedido el pasaporte al entrar. Incluso para alquilar una habitación en los hoteles hubiese necesitado el pasaporte.

—Pero si usted me dijo que tal vez no le fue necesario el pasaporte… —dijo mister Greenleaf.

—Sí, en efecto, pero me refería a los hoteles de poca monta de aquí. Se trata de una posibilidad muy remota, desde luego. Pero después de tanta publicidad como se ha dado a su desaparición, veo difícil que pudiese conservar el incógnito —dijo Tom—. Seguramente, a estas alturas alguien ya le hubiese traicionado.

—Bueno. Resulta evidente que se marchó llevándose su pasaporte —dijo McCarron—, ya que lo utilizó para entrar en Sicilia y alojarse en un hotel de categoría.

—Así es —dijo Tom.

McCarron dejó pasar unos instantes mientras tomaba notas, luego alzó la mirada hacia Tom.

—Bueno, ¿qué opina usted, mister Ripley?

Tom comprendió que McCarron distaba mucho de darse por vencido, y que, más tarde, querría verle a solas.

—Me temo que estoy de acuerdo con miss Sherwood, es decir, que todos los indicios apuntan hacia la posibilidad de un suicidio, pensado desde hacía ya mucho tiempo. Ya se lo he dicho a mister Greenleaf.

McCarron miró a mister Greenleaf, pero éste permaneció callado, limitándose a devolverle la mirada. Tom tuvo la impresión de que McCarron también se inclinaba a creer en la muerte de Dickie y en que había perdido tiempo y dinero al venir desde los Estados Unidos.

—Quisiera volver a comprobar algunos extremos —dijo McCarron, sin desanimarse, cogiendo de nuevo sus papeles—. Vamos a ver. La última vez que alguien vio a Richard fue el día quince de febrero, al desembarcar en Nápoles procedente de Palermo.

—Eso es —dijo mister Greenleaf—. Un camarero del buque recuerda haberle visto.

—Pero después de eso no hay rastro de él en ningún hotel, ni se puso en contacto con nadie.

McCarron iba mirando alternativamente a mister Greenleaf y a Tom.

—Así es —dijo Tom.

McCarron desvió la mirada hacia Marge.

—Es cierto —dijo la muchacha.

—Y usted, miss Sherwood, ¿cuándo lo vio por última vez?

—El veintitrés de noviembre, cuando se fue a San Remo —contestó ella prestamente.

—Usted estaba en Mongibello a la sazón, ¿no? —preguntó McCarron, pronunciando la «g» de un modo gutural, como si no supiese nada de italiano, al menos cómo pronunciarlo.

—Sí —dijo Marge—. Estuve en un tris de verle en Roma, en febrero, pero la última vez que llegué a verle fue en Mongibello.

Tom casi experimentó una oleada de afecto por Marge. Ya había empezado a sentirla por la mañana, pese a que ella le había irritado.

—Durante su estancia en Roma se esforzó en no encontrarse con nadie —terció Tom—. Por eso, cuando me dio los anillos, al principio creí que se le había metido en la cabeza la idea de alejarse de todos cuantos le conocían, yéndose a vivir a otra ciudad, esfumándose durante una temporada, por decirlo así.

—¿Y por qué, según usted?

Tom se puso a explicarlo con profusión de detalles, citando el asesinato de Freddie Miles y el efecto que a Dickie le había causado.

—¿Cree usted que Richard sabía quién había matado a Freddie Miles?

—No, claro que no.

McCarron esperó a oír la opinión de Marge.

—No —dijo ella, moviendo la cabeza negativamente.

—Piénselo un poco —dijo McCarron a Tom—. ¿Cree que eso podría explicar su comportamiento? ¿Cree que se está ocultando para no tener que responder a las preguntas de la policía?

Tom reflexionó un instante.

—No hizo ni dijo nada que me hiciese pensar en eso.

—¿Cree que tenía miedo de algo?

—No me imagino de qué —contestó Tom.

McCarron siguió preguntándole si Dickie y Freddie Miles eran muy amigos, si conocía a alguien más que fuese amigo común de Dickie y de Freddie, si sabía de alguna deuda o de algún asunto de faldas…

—Que yo sepa, solamente Marge.

Marge protestó diciendo que ella no tenía nada que ver con Freddie, por lo que quedaba descartada toda posibilidad de que rivalizasen por ella, y McCarron le preguntó a Tom si podía afirmar con seguridad que él era el mejor amigo de Dickie en Europa.

—No diría tanto —contestó Tom—. Creo que su mejor amigo o amiga es Marge Sherwood. Apenas conozco a los amigos que Dickie tiene en Europa.

McCarron estudió el rostro de Tom nuevamente.

—¿Qué opina de esas falsificaciones?

—Pero ¿lo son efectivamente? A mí me pareció que nadie estaba seguro del todo.

—No creo que lo sean —dijo Marge.

—Al parecer las opiniones están divididas —dijo McCarron—. Los peritos creen que la carta que escribió al Banco de Nápoles era auténtica, lo cual sólo significa una cosa: que si ha habido alguna falsificación, él está encubriendo a alguien. Supongamos que se trata de un caso de falsificación, ¿tienen alguna idea de a quién trata de encubrir?

Tom titubeó un momento, y Marge dijo:

—Conociéndole, no le creo capaz de estar encubriendo a nadie. ¿Por qué iba a hacerlo?

McCarron tenía los ojos clavados en Tom, pero resultaba imposible adivinar si estaba calibrando su honradez o simplemente rumiando todo lo que acababan de decirle. El detective tenía todo el aspecto de un típico vendedor de coches americano, o vendedor de cualquier otra cosa; era alegre, presentable, de mediana inteligencia, capaz de charlar de béisbol con un hombre o de hacer algún cumplido tonto a una mujer. Tom no se había formado una gran opinión de él, pero, por otro lado, se decía que no era prudente menospreciar al contrario. Mientras Tom le estaba mirando, McCarron abrió su boca pequeña y blanda para decir:

—Mister Ripley, ¿le importaría bajar conmigo unos minutos, si dispone de ellos?

—No faltaría más —dijo Tom, poniéndose en pie.

—No tardaremos —dijo McCarron, dirigiéndose a Marge y a mister Greenleaf.

Al llegar a la puerta, Tom volvió la cabeza hacia atrás, porque mister Greenleaf se había puesto en pie y estaba diciendo algo, aunque no le prestó atención. De pronto, Tom notó que estaba lloviendo, que sobre los cristales de la ventana caían cortinas de lluvia gris, y tuvo la sensación de estar presenciando la última escena de su vida, una escena borrosa y fugaz en la que la figura de Marge, al otro lado de la espaciosa habitación, quedaba empequeñecida y mister Greenleaf, de pie y con el cuerpo inclinado hacia delante, hacía pensar en un anciano que anduviese con pasos vacilantes. Pero era por la cómoda habitación que estaba dejando atrás, y por la casa al otro lado del canal, invisible a causa de la lluvia, que tal vez nunca volvería a ver.

Mister Greenleaf estaba preguntando algo:

—¿Van a… a volver dentro de unos minutos?

—Oh, claro —contestó McCarron con la firmeza impersonal de un verdugo.

Echaron a andar hacia el ascensor. Tom iba preguntándose si era de aquel modo como solían hacerlo: unas palabras apenas susurradas en el vestíbulo y luego la entrega del culpable a la policía italiana, tras lo cual McCarron regresaría a la habitación como había prometido. McCarron llevaba consigo un par de papeles que había sacado de su cartera. Tom miraba fijamente la moldura que adornaba la pared del ascensor, al lado del indicador de pisos; era una figura geométrica parecida a un huevo y enmarcada por cuatro diminutas circunferencias en relieve.

«Piensa en algo sensato y normal que decir sobre mister Greenleaf», se dijo Tom a sí mismo, apretando los dientes. «¡Ojalá no empiece a sudar a mares precisamente ahora!»

Todavía no había empezado a sudar, pero temía hacerlo en cuanto llegasen al vestíbulo. McCarron apenas le llegaba a los hombros y, en el momento en que el ascensor se detuvo, Tom se volvió hacia él y, sonriendo torvamente, le dijo:

—¿Es éste su primer viaje a Venecia?

—Sí —contestó McCarron, encaminándose hacia el otro lado del vestíbulo y, señalando la cafetería del hotel, añadió—: ¿Nos sentamos allí?

Su tono era cortés y Tom accedió a su proposición. La cafetería no estaba demasiado concurrida, pero no había ninguna mesa que quedase aislada de las demás lo suficiente para que su conversación no pudiera ser oída. Tom se preguntó si McCarron se proponía acusarle allí mismo, colocando tranquilamente las pruebas sobre la mesa, una tras otra. Aceptó la silla que el detective le ofrecía, McCarron se sentó de espaldas a la pared. Un camarero se les acercó.

—Signori?

—Café —dijo McCarron.

—Cappuccino —pidió Tom—. ¿Prefiere un cappuccino o un espresso?

—¿Cuál de los dos es con leche? ¿El cappucino?

—Así es.

—Entonces tomaré uno.

Tom hizo el encargo.

McCarron le miró, sonriendo aviesamente. Tom se imaginó tres o cuatro formas de empezar la acusación:

«Usted mató a Richard, ¿no es cierto? Lo de los anillos es ya demasiado, ¿no le parece?», o bien: «Hábleme de la lancha de San Remo, mister Ripley, sin omitir ningún detalle»; o tal vez se limitaría a ir exponiendo sus conclusiones tranquilamente:

«¿Dónde estaba usted el quince de febrero, cuando Richard desembarcó en… Nápoles? De acuerdo, pero ¿dónde vivía usted por aquel entonces? ¿Dónde vivía en enero, por ejemplo?… ¿Puede probarlo?».

McCarron no decía absolutamente nada, sólo se miraba las manos regordetas, sonriendo débilmente, como si le hubiese sido tan absurdamente fácil descifrar el embrollo que casi le daba vergüenza expresar sus conclusiones de palabra.

En una mesa cercana, cuatro italianos parloteaban como loros y soltaban grandes risotadas. Tom sintió deseos de alejarse de ellos, pero permaneció inmóvil en su silla, preparándose para lo que iba a venir hasta que la tensión a que se estaba sometiendo a sí mismo se convirtió en una actitud de desafío. Se oyó decir a sí mismo, con una voz que reflejaba una tranquilidad increíble:

—¿Tuvo suficiente tiempo para hablar con el tenente Roverini al pasar por Roma?

Y mientras formulaba la pregunta comprendió que lo hacía con un motivo concreto: averiguar si McCarron estaba al corriente del asunto de la lancha de San Remo.

—No, no me fue posible —contestó McCarron—. Me pasaron recado de que mister Greenleaf iría a Roma hoy, pero llegué tan anticipadamente que decidí venir aquí para verle…, y, de paso, hablar con usted también.

McCarron bajó la vista sobre sus papeles.

—¿Qué clase de hombre es Richard? ¿Cómo le describiría usted, refiriéndose a su personalidad?

Tal vez McCarron ya había empezado a recorrer la senda que le llevaría a formular su acusación, y trataba de hacerse con más pruebas basándose en las palabras que Tom utilizase para describir a Richard. O tal vez lo único que pretendía era obtener la opinión objetiva que los padres de Dickie no podían proporcionarle.

—Quería ser pintor —empezó a decir Tom—, aunque sabía que nunca llegaría a ser un buen pintor. Se esforzaba en aparentar que eso no le importaba, que su vida era feliz y que la vivía exactamente tal como la tenía planeada…

Tom se humedeció los labios.

—Pero creo que la vida que llevaba estaba empezando a pesarle. Su padre no la aprobaba, como probablemente ya sabrá usted. Además, Dickie se había metido en una situación embarazosa con respecto a Marge.

—¿Qué quiere decir?

—Marge estaba enamorada de él, pero él no lo estaba de la muchacha, aunque la veía tan asiduamente en Mongibello que ella no podía más que darse falsas esperanzas…

Tom se daba cuenta de que empezaba a pisar tierra firme, pero siguió fingiendo que le costaba expresarse.

—A decir verdad, nunca llegó a hablar de ello conmigo. Siempre hablaba en términos muy elogiosos con respecto a Marge. Sentía un gran afecto por ella, pero cualquiera podía ver… Marge incluida…, que nunca llegaría a casarse con ella. Pero Marge jamás abandonó la esperanza. Creo que fue por eso principalmente por lo que Dickie se fue de Mongibello.

McCarron parecía estar escuchándole paciente y comprensivamente.

—¿Qué quiere decir con eso de que nunca abandonó la esperanza? ¿Qué hizo ella?

Tom aguardó a que el camarero dejase las dos espumosas tazas de cappuccino y colocase la nota del importe debajo del azucarero.

—Pues no dejó de escribirle, pidiéndole verse, pero al mismo tiempo con mucho tacto, de eso estoy seguro, para no entrometerse en su ansiada soledad. Todo esto me lo contó él en Roma. Me dijo que, tras el asesinato de Miles, no estaba de humor para ver a Marge y que se temía que ella, al enterarse del lío en que Dickie andaba metido, se presentara en Roma.

—Según usted, ¿por qué estaba inquieto después del asesinato de Miles?

McCarron bebió un sorbo e hizo una mueca porque la bebida quemaba o tenía un sabor demasiado amargo. Metió la cucharilla en la taza y empezó a darle vueltas. Tom le explicó que Dickie y Freddie habían sido muy buenos amigos y que el asesinato de Freddie fue poco después de salir de casa de Dickie, escasos minutos después.

—¿Cree que tal vez fue Richard quien mató a Freddie? —preguntó McCarron en voz baja.

—No, no lo creo.

—¿Por qué?

—Porque no tenía ningún motivo para matarle… al menos ningún motivo que yo sepa.

—La gente suele decir que Fulanito o Menganito no era capaz de matar a nadie —comentó McCarron—. ¿A usted le parece que Richard era el tipo de hombre capaz de convertirse en un asesino?

Tom titubeó, buscando sinceramente la verdad.

—Nunca pensé en ello. No sé cómo son las personas capaces de matar a alguien. Le he visto furioso…

—¿Cuándo?

Tom le describió los dos días en Roma, cuando, según dijo, Dickie estaba furioso y decepcionado a causa de las preguntas que le estaba haciendo la policía, llegando a irse de su apartamento para no recibir llamadas telefónicas de sus amigos y de desconocidos. Tom lo relacionó con la creciente frustración que se estaba apoderando de Dickie a causa de sus escasos progresos en la pintura. Tom pintó a Dickie como un muchacho tozudo y orgulloso, temeroso de su padre y, por ende, empeñado en llevarle la contraria; un muchacho inestable que se mostraba generoso con los desconocidos y también con sus amigos, pero que era presa de frecuentes cambios de humor que le hacían pasar de la sociabilidad al retraimiento más exagerado. Resumió su descripción del carácter de Dickie diciendo que era un muchacho de lo más corriente a quien le gustaba creerse extraordinario.

—Si se suicidó —dijo finalmente Tom—, creo que fue por haberse dado cuenta de sus propios fracasos y limitaciones. Me resulta mucho más fácil imaginármelo como suicida que como asesino.

—Pero yo no estoy completamente seguro de que no asesinase a Freddie Miles, ¿y usted?

McCarron era sincero, de eso Tom estaba seguro. Incluso esperaba que Tom defendiera a Dickie, porque habían sido amigos. Tom se sintió libre del terror que le atenazaba, pero sólo libre en parte, igual que si se tratase de algo que iba derritiéndose lentamente en su interior.

—No puedo decirlo con certeza —dijo Tom—, pero no creo que lo hiciese.

—Tampoco yo estoy seguro. Pero sin duda eso explicaría muchas cosas, ¿no le parece?

—Sí —contestó Tom—. Lo explicaría todo.

—Bueno, hoy ha sido mi primer día de trabajo —dijo McCarron, con una sonrisa de optimismo—. Ni siquiera he examinado el informe de Roma. Es probable que necesite hablar nuevamente con usted cuando haya estado en Roma.

Tom le miraba fijamente, pensando que la charla terminaba allí.

—¿Habla usted italiano?

—No, no muy bien, pero sé leerlo. Me defiendo mejor con el francés, pero ya me las arreglaré —dijo McCarron, como si el asunto no tuviese mucha importancia.

Pero sí la tenía, y mucha. A Tom le resultaba imposible imaginarse a McCarron enterándose de todo lo que sobre el caso Greenleaf sabía Roverini, valiéndose exclusivamente de un intérprete. Además, McCarron tampoco podría indagar por ahí, preguntando a la gente como la portera de Dickie Greenleaf en Roma. Y eso era muy importante.

—Hablé con Roverini aquí, en Venecia, hace unas pocas semanas —dijo Tom—. Salúdele de mi parte.

—Lo haré.

McCarron terminó su café.

—Conociendo a Dickie, ¿dónde cree usted que iría si quisiera ocultarse?

Tom se movió inquieto en la silla, pensando que McCarron estaba apurando todas sus posibilidades.

—Pues, sé que Italia es lo que más le gusta. No apostaría por Francia. También le gusta Grecia. Y me habló de hacer un viaje a Mallorca alguna vez. Supongo que España en general es una posibilidad.

—Entiendo —dijo McCarron, suspirando.

—¿Regresará a Roma hoy mismo?

McCarron alzó las cejas.

—Me figuro que sí, depende de que pueda dormir unas cuantas horas aquí. No he visto una cama desde hace dos días.

Tom se dijo que lo soportaba muy bien.

—Me parece que mister Greenleaf quería saber los horarios del ferrocarril. Hay dos trenes esta mañana y es probable que unos más por la tarde. Tenía pensado marcharse hoy.

—Pues podemos marcharnos hoy —dijo McCarron, alargando la mano hacia la cuenta—. Le agradezco mucho su ayuda, mister Ripley. Ya tengo su dirección y el número de teléfono, en caso de que tenga que verle otra vez.

Se levantaron.

—¿Le importa que suba a despedirme de Marge y mister Greenleaf?

A McCarron no le importaba. Volvieron a subir en el ascensor, y Tom tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a silbar. La tonadilla de Papa non vuole le daba vueltas en la cabeza.

Al entrar, examinó cuidadosamente a Marge, buscando algún síntoma de enemistad. Pero la muchacha solamente parecía un poco trágica, como si hubiese enviudado recientemente.

—Quisiera hacerle unas cuantas preguntas a solas, miss Sherwood —dijo McCarron—. Si a usted no le importa, mister Greenleaf.

—No faltaría más. Precisamente estaba a punto de bajar a comprar algunos periódicos —dijo mister Greenleaf.

McCarron no se daba por vencido. Tom se despidió de Marge y de mister Greenleaf por si se iban a Roma aquel mismo día y él no volvía a verles. A McCarron le dijo:

—Si puedo serle útil, tendré mucho gusto en desplazarme a Roma cuando usted lo crea oportuno. Bueno, aquí me encontrará hasta fines de mayo.

—Para entonces ya sabremos algo —dijo McCarron, con su sonrisa confiada de irlandés.

Tom acompañó a mister Greenleaf al vestíbulo.

—Me hizo otra vez las mismas preguntas —dijo Tom—, y también me pidió mi opinión sobre el carácter de Dickie.

—¿De veras? ¿Y cuál es su opinión? —preguntó mister Greenleaf con voz desesperanzada.

Tom se daba cuenta de que, tanto si se había suicidado como si estaba escondido, la conducta de Dickie resultaría igualmente reprensible a los ojos de su padre.

—Le dije lo que me parece que es la verdad —dijo Tom—. Que es capaz de huir y también de suicidarse.

Mister Greenleaf no hizo ningún comentario y se limitó a dar unas palmadas en el brazo de Tom.

—Adiós, Tom.

—Adiós —dijo Tom—. Espero tener noticias suyas.

Tom se dijo que todo iba bien entre él y mister Greenleaf, y lo mismo pasaría con Marge. La muchacha se había tragado la explicación basada en el suicidio, y a partir de aquel momento todos sus pensamientos partirían de ahí.

Tom pasó la tarde en casa, esperando una llamada telefónica, siquiera una de McCarron, aunque no fuese nada importante. Pero no recibió ninguna, a excepción de la de Titi, la condesa, que le invitó a tomar unos cócteles por la tarde. Tom aceptó.

Tom se preguntó por qué iba a esperar que Marge le causara problemas. Nunca lo había hecho. Lo del suicidio era una idée fixe, y, con su escasa imaginación, la misma Marge se encargaría de que sus propios pensamientos se ajustasen a ella.