26

Tom albergaba la esperanza de que Marge se hubiese olvidado de la invitación al cóctel que daba el anticuario en el Danieli, pero no fue así. Sobre las cuatro de la tarde, mister Greenleaf se retiró a su hotel para descansar; tan pronto se hubo ido, Marge le recordó que el cóctel era a las cinco.

—¿De veras tienes ganas de ir? —preguntó Tom—. Ni siquiera recuerdo cómo se llama ese hombre.

—Maloof. M-a-l-o-o-f —dijo Marge—. Sí, me gustaría ir. No hace falta que nos quedemos allí mucho rato.

Y dio el asunto por concluido. Lo que Tom más aborrecía era el espectáculo en que se convirtieron ellos dos, nada menos que dos de los principales protagonistas del caso Greenleaf, moviéndose entre los invitados con igual disimulo que dos acróbatas en la pista de un circo, bajo la luz de los focos. Tom sabía que no eran más que un par de nombres que mister Maloof había atrapado para mayor gloria suya, una especie de invitados de honor. No le cabía la menor duda de que mister Maloof habría estado diciendo a todo el mundo que Marge Sherwood y Tom Ripley iban a asistir a su recepción. A Tom le parecía indecente, igual que la forma en que Marge trataba de justificar su mareo diciendo sencillamente que no estaba en absoluto preocupada por la desaparición de Dickie Greenleaf. Tom llegó incluso a pensar que la muchacha engullía un martini tras otro por el simple hecho de que eran gratis, como si Tom no pudiera darle cuantos le apetecieran en su propia casa, o no pensase invitarla a unos cuantos más, por la noche, al ir a cenar con mister Greenleaf.

Tom se bebió una sola copa, a sorbitos, y logró permanecer todo el rato en el extremo de la sala opuesta a donde se hallaba Marge. Reconocía ser amigo de Dickie Greenleaf, cuando alguien iniciaba la conversación preguntándole si lo era, pero a Marge la conocía sólo superficialmente.

—La señorita Sherwood está invitada en mi casa —decía con una sonrisa preocupada.

—¿Dónde está mister Greenleaf? ¡Qué lástima que no haya venido con ustedes! —dijo mister Maloof acercándose tan furtivamente como un elefante.

Llevaba en la mano un Manhattan en una enorme copa de champán. Llevaba también un traje de tweed a cuadros, muy chillón, hecho en Inglaterra. Tom supuso que los ingleses fabricaban aquella clase de paño a regañadientes, sólo para vendérselo a los americanos como Rudy Maloof.

—Creo que mister Greenleaf está descansando —dijo Tom—. Le veremos más tarde para cenar.

—¡Oh! —exclamó el señor Maloof—. ¿Han visto los periódicos de la tarde?

La pregunta la hizo cortésmente, poniendo cara de respeto y solemnidad.

—Sí —contestó Tom.

Mister Maloof movió la cabeza afirmativamente y no dijo nada más. Tom se preguntó qué noticia estúpida le hubiera comunicado de no haberle dicho que ya los había leído. La prensa de la tarde decía que mister Greenleaf había llegado a Venecia y se alojaba en el Gritti Palace. No decían nada de que un detective americano debiera llegar a Roma aquel mismo día, o cualquier otro día, y eso hizo que Tom pusiera en duda lo que mister Greenleaf había dicho al respecto. Supuso que se trataba de una historia cualquiera, parecida a las que contaban muchas personas y que no guardaban ni la más mínima relación con la verdad, igual que a él le sucedía con sus temores imaginarios, que no le servían más que para avergonzarse de sí mismo, al cabo de un par de semanas, por haber creído en ellos. Uno de ellos era, por ejemplo, el haber creído que Marge y Dickie tenían una aventura amorosa, o estaban a punto de tenerla, en Mongibello; de modo parecido, en febrero había creído que el asunto de los cheques falsos iba a echarlo todo a perder si él seguía haciéndose pasar por Dickie Greenleaf. Lo cierto era que el asunto ya estaba olvidado; lo último que sabía Tom era que siete de los diez grafólogos americanos defendían la autenticidad de la firma. De no ser por sus temores infundados, Tom hubiese podido firmar una remesa más y seguir representando indefinidamente el papel de Dickie Greenleaf. Tom apretó las mandíbulas y frunció el entrecejo, escuchando a medias lo que decía el anfitrión. Mister Maloof trataba desesperadamente de dar la impresión de ser una persona seria e inteligente describiendo su expedición a las islas de Murano y Burano aquella mañana, mientras Tom, inmerso en sus propios pensamientos, se decía que tal vez era cierta la historia del detective privado que le había contado mister Greenleaf, o al menos lo era hasta que se demostrase lo contrario. Se hizo el propósito de que ni el más leve parpadeo revelase sus temores.

Distraídamente, contestó a algo que mister Maloof acababa de decirle y el otro se echó a reír neciamente y se alejó de él. Tom siguió sus amplias espaldas con ojos cargados de desprecio, consciente de que se estaba comportando groseramente y de que debía hacer un esfuerzo por recobrar la compostura, ya que la cortesía, incluso delante de semejante hatajo de anticuarios de segunda categoría y compradores de quincallería (había tenido oportunidad de verlo al dejar su abrigo junto a los de los demás), formaba parte de su interpretación del perfecto caballero. Pero aquella gente le recordaba demasiado a la que había dejado atrás, en Nueva York, y por eso le ponían de mal humor, haciéndole sentir ganas de huir a toda prisa.

Marge era la causa de que estuviese allí, después de todo, la única causa, y a ella le echaba la culpa. Bebió un sorbo de su martini y, alzando los ojos hacia el techo, pensó que sólo en cuestión de unos meses sus nervios y su paciencia se habituarían a tratar con gente como aquélla, suponiendo que volviera a encontrarse rodeado de semejantes cretinos. Al menos, algo había adelantado desde su marcha de Nueva York, y seguiría haciéndolo. Sin apartar la vista del techo, Tom pensó en hacer un viaje hasta Grecia, partiendo de Venecia para bajar por el Adriático hasta llegar al mar Jónico y Creta. Decidió hacerlo en verano, en junio. La palabra «junio» evocaba multitud de cosas agradables: descanso, tranquilidad, sol a raudales… Pero su ensueño duró solamente unos segundos. Las voces chillonas, con acento americano, nuevamente se abrieron paso en sus oídos y se le clavaron como garras en los nervios de sus hombros y espalda. Involuntariamente, se apartó de donde estaba, dirigiéndose hacia Marge. Sólo había otras dos mujeres en la estancia, las horribles esposas de los no menos horribles hombres de negocios, y Marge, forzoso era reconocerlo, era mejor parecida que ellas, aunque su voz era peor; como la de las otras dos, sólo que peor.

Estuvo en un tris de indicar a Marge que era hora de marcharse, pero, como era inconcebible que fuese el hombre quien hiciese tal proposición, no dijo nada y se limitó a unirse al grupo de Marge con cara sonriente. Alguien le llenó de nuevo la copa. Marge estaba hablando de Mongibello, de su libro, y los tres hombres calvos, canosos y con la cara llena de arrugas la escuchaban como si estuvieran en trance.

Cuando la misma Marge, minutos más tarde, sugirió que se fuesen, les costó horrores librarse de Maloof y su cohorte, que ya estaban algo más borrachos que antes e insistían en que todos, mister Greenleaf incluido, cenasen juntos.

—¡Para eso está Venecia… para pasarlo bien! —repetía mister Maloof, como un imbécil, aprovechando para enlazar su brazo con el de Marge y magullarla un poco al tratar de hacerla quedarse.

Tom pensó que era una suerte que todavía no hubiese cenado, ya que lo hubiese vomitado todo allí mismo.

—¿Qué número tiene mister Greenleaf? ¡Vamos a llamarle!

—Será mejor que nos larguemos —dijo Tom susurrando al oído a la muchacha.

La cogió del brazo y empezó a conducirla hacia la puerta. Los dos repartían gestos y sonrisas de despedida a diestra y siniestra.

—Pero… ¿Puede saberse qué te pasa? —preguntó ella al llegar al pasillo.

—Nada. Sólo que esto se estaba desbocando —dijo Tom, sonriendo para quitar importancia a sus palabras.

Marge estaba un poco bebida, pero no lo bastante para no poder ver que algo le sucedía a él. Tom advirtió que estaba sudando y se secó la frente.

—Esa clase de gente me saca de mí —dijo Tom—. Apenas nos conocen, ni falta que nos hace, y se pasan el rato hablando de Dickie. ¡Me ponen enfermo!

—Pues es raro. A mí nadie me ha hablado de él, ni siquiera han sacado a relucir su nombre. Creí que las cosas iban mucho mejor que ayer, en casa de Peter.

Tom siguió caminando, sin decir nada. Despreciaba a la gente como aquélla, pero no podía decírselo a Marge porque, al fin y al cabo, la muchacha era una de ellos.

Recogieron a mister Greenleaf en el hotel. Todavía era temprano para cenar, de manera que se sentaron en un café para tomar el aperitivo. Durante la cena, Tom se esforzó en ser amable y llevar una conversación animada; pretendía así borrar la mala impresión causada por su estallido de nervios al salir de la fiesta. Mister Greenleaf estaba de buen humor. Acababa de llamar a su esposa y la había encontrado muy animosa. El médico que la atendía llevaba diez días probando unas nuevas inyecciones y, al parecer, ella respondía al tratamiento mucho mejor que a los que lo habían precedido.

La cena transcurrió tranquilamente. Tom contó un chiste inocente y moderadamente divertido que hizo reír a Marge bulliciosamente. Mister Greenleaf se empeñó en pagar la cuenta y luego, al salir, dijo que quería regresar al hotel porque no se encontraba bien del todo. Al verle escoger cuidadosamente un plato de pasta, prescindiendo de la ensalada, Tom supuso que su mal era el de casi todos los turistas. Estuvo a punto de aconsejarle un remedio excelente que podía adquirirse en cualquier farmacia, pero mister Greenleaf no era de la clase de hombres a quien podía hablarse de aquello, aun estando a solas.

Mister Greenleaf anunció que se iba a Roma el día siguiente, y Tom prometió telefonearle alrededor de las nueve de la mañana para enterarse de en qué tren se iba. Marge se iba con él a Roma y le era indiferente salir a una hora o a otra. Regresaron caminando al Gritti. Mister Greenleaf, con su severo rostro de industrial asomando debajo del sombrero, parecía un pedazo de Madison Avenue recorriendo las estrechas y zigzagueantes callejuelas.

—Siento muchísimo no haber podido estar con usted más tiempo —dijo Tom, ya ante el hotel.

—Lo mismo digo, muchacho. Puede que otra vez…

Mister Greenleaf le dio unos golpecitos en la espalda. Mientras regresaba caminando a casa con Marge, Tom se sentía invadido por una alegría desbordante, consciente de que todo había salido a pedir de boca. Marge charlaba de cosas sin importancia y soltaba risitas de colegiala traviesa, pues se le había roto una tira del sujetador y tenía que sostenerlo en su lugar con la mano. Tom iba pensando en la carta recibida aquella tarde, la primera que recibía de Bob Delancey —exceptuando una postal de mucho tiempo antes—, en la que Bob le decía que la policía había estado haciendo indagaciones en su casa sobre un supuesto fraude en la declaración de la renta. Al parecer, el autor del fraude se había valido de la dirección de Bob para recibir los cheques, que había recogido por el sencillo procedimiento de sacarlos del buzón donde el cartero los dejaba. También había interrogado al cartero, que dijo recordar que en los sobres constaba el nombre de un tal George McAlpin. Bob parecía tomárselo a broma a juzgar por lo que decía al describir la reacción de los que estaban en su casa al ser interrogados por la policía. El misterio consistía en quién había cogido las cartas dirigidas a George McAlpin. La noticia había tranquilizado a Tom, porque el episodio de sus fraudes con la declaración de la renta llevaba tiempo rondándole por la cabeza, y estaba convencido de que tarde o temprano se abriría una investigación sobre el mismo. Se alegró de que la cosa no hubiese ido a más. Le costaba imaginarse de qué modo la policía lograría relacionar los nombres de Tom Ripley y George McAlpin. Además, como decía Bob en su carta, el estafador ni tan sólo había tratado de cobrar los cheques.

Se sentó en la sala de estar con la intención de leer nuevamente la carta de Bob. Marge se fue a su habitación para hacer la maleta y acostarse. También Tom se sentía cansado, pero la idea de que recobraría la libertad al día siguiente, cuando Marge y mister Greenleaf se hubiesen ido, le resultaba tan grata que no le hubiera importado quedarse velando toda la noche, pensando una y otra vez en ella. Se quitó los zapatos para poner los pies sobre el sofá y, recostándose en un cojín, siguió leyendo la carta de Bob:

«La policía cree que se trata de un extraño que venía a recoger las cartas, ya que ninguno de los vagos que hay en la casa tiene trazas de delincuente…».

Resultaba extraño leer cosas sobre la gente que conocía en Nueva York: Ed y Lorraine, la tonta que había intentado colarse de polizón en su camarote el día de su salida de Nueva York. Resultaba extraño y nada atractivo. Tom reflexionó sobre lo tristes que eran sus vidas en Nueva York, entrando y saliendo del metro, como hormigas, frecuentando algún sórdido bar de la Tercera Avenida para distraerse, mirando la televisión. Incluso si tenían dinero suficiente para ir de vez en cuando a algún bar de Madison Avenue, o a un buen restaurante, todo resultaba sórdido al compararlo con la más mísera de las trattorias de Venecia, con sus mesas con platos de ensalada, bandejas de quesos maravillosos, con sus amables camareros que servían el mejor vino del mundo.

«¡Créeme que te envidio al pensar que te encuentras cómodamente instalado en un viejo palazzo veneciano!», le escribía Bob. «¿Das muchos paseos en góndola? ¿Cómo son las chicas? ¿Es que estás adquiriendo tanta cultura que al volver no querrás dirigirnos la palabra? Por cierto, ¿cuánto tiempo estarás ahí?»

«Eternamente», pensó Tom, diciéndose que tal vez nunca regresaría a los Estados Unidos. No era el simple hecho de estar en Europa lo que le hacía pensar de aquella manera, sino las veladas que había pasado solo, en Venecia y en Roma, tumbado en un sofá haciendo planes sobre los mapas u hojeando una guía de viaje; veladas dedicadas a contemplar sus trajes —suyos y de Dickie—, a acariciar los anillos de Dickie que llevaba en los dedos y a pasar la mano, amorosamente, por la maleta de piel de antílope comprada en Gucci. Había limpiado la maleta con un producto especial fabricado en Inglaterra, y no es que la maleta estuviese sucia, ya que la cuidaba muy bien, sino que lo hacía para protegerla. Amaba poseer cosas, no en gran cantidad, sino unas pocas y escogidas, de las que no quería desprenderse, pensando que eran ellas lo que infundía respeto hacia uno mismo. Sus bienes le recordaban que existía y le hacían disfrutar de esa existencia. No había que darle más vueltas. ¿Y acaso eso no valía mucho? Existía. No había en el mundo mucha gente que supiera hacerlo, aun contando con el dinero necesario. En realidad no hacía falta disponer de grandes sumas de dinero, bastaba con cierta seguridad. Él ya había estado cerca de ella, incluso en sus días con Marc Priminger. Eran las cosas que poseía Marc lo que le había atraído a su casa, pero no eran suyas, de Tom, y resultaba imposible empezar a comprarse cosas para uno mismo cuando se ganaban solamente cuarenta dólares semanales. Aun economizando al máximo, le hubiese costado los mejores años de su vida llegar a poder comprarse las cosas que le gustaban. El dinero de Dickie le servía sólo para cobrar cierto empuje en el camino que llevaba recorriendo desde hacía tiempo. Le serviría para visitar Grecia, para coleccionar cerámica etrusca si le apetecía (acababa de leer un interesante libro sobre el tema, escrito por un americano residente en Roma), para hacerse socio de alguna sociedad artística e incluso hacer alguna donación a la misma. Le permitía disponer de tiempo libre para, por ejemplo, quedarse leyendo a Malraux hasta tarde, como pensaba hacer aquella misma noche, sin preocuparse por tener que levantarse temprano por la mañana, para ir al trabajo. Acababa de comprarse los dos volúmenes de la Psychologie de l’Art, de Malraux, y los estaba leyendo con gran placer, directamente del francés, con la ayuda de un diccionario. Se le ocurrió que podía echar un sueñecito y luego, sin importar la hora que fuese, leer un poco más. A pesar de los espressos, experimentaba una sensación de agradable sopor. La curva de la esquina del sofá se adaptaba a sus hombros como el brazo de otra persona, mejor dicho, mejor que el brazo de otra persona. Decidió pasar la noche allí mismo. Era más cómodo que el sofá de arriba. Subiría a por una manta y luego volvería a bajar.

—¿Tom?

Abrió los ojos. Marge bajaba por la escalera, descalza. Tom se incorporó. Marge llevaba en la mano el estuche donde él guardaba los anillos de Dickie.

—Acabo de encontrar los anillos de Dickie aquí dentro —dijo la muchacha, casi sin aliento.

—Oh, es que me los dio… para que se los cuidase.

Tom se puso en pie.

—¿Cuándo?

—Me parece que fue en Roma.

Tom dio un paso atrás y tropezó con un zapato. Se agachó para recogerlo, y más que nada lo hizo para aparentar serenidad.

—Y él ¿qué pensaba hacer? ¿Por qué te los dio a ti?

Tom dedujo que ella había estado buscando un poco de hilo con que coserse el sujetador, y se maldijo por no haber escondido los anillos en un sitio más seguro, en el forro de la maleta, por ejemplo.

—No lo sé, verás —dijo Tom—. Puede que fuese por capricho o por algo parecido. Ya sabes cómo es. Me dijo que si alguna vez le sucedía algo, quería que yo conservase los anillos.

Marge puso cara de perplejidad.

—¿Adonde iba?

—A Palermo, en Sicilia.

Tom sostenía el zapato con ambas manos, como si pensara utilizar el tacón de madera a guisa de arma. De pronto, por su mente cruzó fugazmente el modo en que iba a hacerlo: golpeándola con el zapato y luego, tras sacarla a rastras por la puerta principal, la arrojaría al canal. Diría que ella se había caído al resbalar en el musgo y que, como era tan buena nadadora, él la había creído capaz de mantenerse a flote.

Marge clavó la mirada en el estuche.

—Entonces, es que realmente pensaba suicidarse.

—Sí… si es así como prefieres mirarlo. Los anillos… hacen que tal posibilidad sea mayor.

—¿Por qué no dijiste nada de esto antes?

—Me olvidé por completo de los anillos. Los guardé para no perderlos, el mismo día en que me los dio, y nunca se me ocurrió mirarlos otra vez.

—Así que… se suicidó o cambió de identidad…, ¿no es así?

—En efecto.

Tom hablaba con acento triste y firme a la vez.

—Será mejor que se lo digas a mister Greenleaf.

—Sí, lo haré. A mister Greenleaf y a la policía.

—Prácticamente, esto lo aclara todo —dijo Marge.

Tom retorcía el zapato entre sus manos, como si fuese un par de guantes, pero sin variar su posición porque Marge le estaba mirando fijamente, con una extraña mirada, sin dejar de pensar. Tom se preguntó si ella ya lo sabría y simplemente le estaba engañando.

—Ni siquiera puedo imaginarme a Dickie sin sus anillos —dijo Marge seriamente.

Tom comprendió que ella no acertaba con la respuesta, que su mente distaba mucho de acercarse a la verdad. Entonces se tranquilizó y, hundiéndose en el sofá, fingió estar atareado poniéndose los zapatos.

—Yo tampoco —dijo automáticamente.

—Si no fuese tan tarde, llamaría ahora mismo a mister Greenleaf. Es probable que ya esté en la cama y, si se lo dijera, no dormiría en toda la noche, me consta.

Tom intentaba meter el pie en el otro zapato, pero hasta sus dedos estaban como muertos, sin fuerza. Se estrujó el cerebro en busca de algo sensato que decir.

—Siento no haberlo dicho antes —dijo Tom con voz grave—. Fue una de ésas…

—Entiendo. Parece una tontería que mister Greenleaf haya contratado a un detective ahora, ¿no crees?

A Marge le temblaba la voz. Tom la miró y se dio cuenta de que estaba al borde del llanto. Enseguida comprendió que era la primera vez que ella admitía la posibilidad de que Dickie estuviera muerto, que probablemente lo estuviera. Tom se le acercó lentamente.

—Lo siento, Marge. Sobre todo siento no haberte dicho antes lo de los anillos.

La rodeó con un brazo, aunque apenas hacía falta porque ella se apoyaba en él. Olió el perfume y pensó que probablemente era el Stradivari.

—Esa es una de las razones de que estuviera seguro de que se había suicidado… al menos de que era probable.

—Sí —dijo ella con un quejido.

En realidad no estaba llorando, sólo se apoyaba en Tom con la cabeza rígidamente inclinada hacia abajo. Parecía alguien que acabase de conocer la noticia de alguna defunción. Lo cual era cierto.

—¿Quieres un coñac? —preguntó tiernamente.

—No.

—Ven, sentémonos en el sofá.

Marge se sentó y Tom fue a por el coñac que guardaba en el otro extremo de la habitación. Llenó las copas y, al volverse, la muchacha no estaba. Tuvo el tiempo justo de ver cómo el borde de la bata y los pies desnudos desaparecían en lo alto de la escalera.

Supuso que prefería estar sola y decidió subirle el coñac, pero luego lo pensó mejor. Probablemente el coñac no iba a servirle de nada. Tom comprendía cómo se sentía ella. Con movimientos solemnes, volvió a dejar las copas en el mueble bar. Tenía pensado verter en la botella el contenido de una copa solamente, pero vertió las dos y luego guardó la botella entre las otras.

De nuevo se dejó caer en el sofá, con un pie colgando hacia fuera, demasiado cansado incluso para quitarse los zapatos. Tan cansado como después de matar a Freddie Miles, o a Dickie en San Remo. Había estado tan cerca de volver a matar… Empezó a recordar la frialdad con que había pensado golpearla con el zapato, procurando no levantarle la piel por ninguna parte, y luego, con las luces apagadas para que nadie pudiese verles, arrastrarla por el vestíbulo hacia la puerta principal: la rapidez con que su mente había improvisado una explicación, que ella había resbalado por culpa del musgo y que, creyéndola capaz de regresar nadando, él no se había lanzado al agua para rescatarla ni había gritado pidiendo ayuda hasta que… En cierto modo, incluso había llegado a imaginar las palabras exactas que él y mister Greenleaf, consternados por el accidente, hubiesen dicho después; en su caso, la consternación hubiera sido pura apariencia. En su interior se hubiese sentido tan tranquilo y seguro de sí mismo como después del asesinato de Freddie, porque su historia hubiese sido perfecta, igual que la de San Remo. Sus historias eran buenas porque siempre las imaginaba intensamente, tanto que él mismo llegaba a creérselas. Durante un momento oyó su propia voz que decía:

—… yo estaba allí, en los escalones, llamándola, convencido de que regresaría en cuestión de segundos, incluso sospechando que me estaba gastando una bromita… Pero no estaba seguro de que se hubiese hecho daño y ella estaba de tan buen humor allí en los escalones, junto a mí, escasos segundos antes…

Tom se puso tenso. Era como un gramófono que estuviese sonando dentro de su cabeza, como un pequeño drama que se estuviera representando allí mismo, en la sala de estar, sin que él pudiera hacer nada para interrumpirlo. Podía verse a sí mismo de pie, junto a las enormes puertas que se abrían al vestíbulo principal, hablando con la policía y con mister Greenleaf. Podía oír su propia voz y ver que le creían.

Pero lo que parecía aterrorizarle no era aquel diálogo, ni la alucinante creencia de haberlo hecho (porque sabía que no era así), sino recordarse a sí mismo de pie ante Marge, con el zapato en la mano e imaginándose todo aquello de un modo frío y metódico. Y el hecho de que hubiese sido la tercera vez. Las otras dos veces eran hechos, no frutos de su imaginación. Podía decirse que no había querido hacerlo, pero lo había hecho, ésa era la verdad. No quería ser un asesino. A veces llegaba a olvidarse por completo de que había asesinado. Pero a veces, como le estaba sucediendo en aquellos momentos, le resultaba imposible olvidar. Sin duda, aquella noche lo había conseguido durante un rato, al pensar sobre el significado de las posesiones y sobre por qué le gustaba vivir en Europa.

Con un gesto brusco, se volvió sobre un costado, y apoyó los dos pies en el sofá, sudando y temblando, preguntándose qué le estaba pasando, qué le había pasado; si al día siguiente, al ver a mister Greenleaf, empezaría a soltar una serie de incoherencias sobre Marge cayéndose en el canal y él gritando para pedir ayuda, luego tirándose al agua sin poder encontrarla. Aunque Marge estuviera allí con ellos, temía perder el control de sí mismo y delatarse como un maníaco.

Recordó que se veía obligado a hablar de los anillos con mister Greenleaf por la mañana, repitiendo la historia que había contado a Marge, añadiendo algunos detalles para hacerla más plausible. Empezó a inventárselos. Su cerebro recobró la serenidad. Se estaba imaginando la habitación de un hotel de Roma, Dickie y él de pie en ella, hablando, y Dickie quitándose ambos anillos para dárselos diciéndole:

—Será mejor que no le cuentes a nadie esto…