25

Tom se despertó muy de mañana a causa de los fuertes golpes que alguien estaba dando con el picaporte. Se puso la bata y bajó apresuradamente. Era un telegrama y Tom tuvo que subir corriendo otra vez en busca de una propina para el repartidor. De pie en la fría sala de estar, Tom lo leyó:

Cambié de idea, quisiera verle. Llego a las 11.45

H. GREENLEAF

Tom se estremeció, aunque ya se lo esperaba, mejor dicho, se lo temía. El alba apenas empezaba a despuntar y la luz daba a la sala de estar un aspecto gris y horrible. Tom se preguntó qué hubiera sentido si, en lugar de la «H», los de telégrafos hubiesen escrito una «R» o un «D» por equivocación. Regresó a toda prisa a su habitación y se metió en la cama, todavía caliente, para tratar de dormir un poco más. No podía apartar de la cabeza la idea de que Marge había oído los golpes y aparecería en su habitación de un momento a otro, para ver de qué se trataba. Finalmente, al ver que no lo hacía, supuso que no se había despertado. Se imaginó a sí mismo recibiendo a mister Greenleaf en la puerta, estrechándole firmemente la mano, e hizo un esfuerzo por adivinar cuáles iban a ser sus preguntas; pero el cansancio le nublaba la mente y le hacía experimentar una sensación de miedo e inquietud. Tenía demasiado sueño para poder formular las preguntas y sus correspondientes respuestas, pero, al mismo tiempo, los nervios no le dejaban conciliar el sueño.

Necesitaba prepararse un poco de café y despertar a Marge, para tener a alguien con quien hablar, pero le repelía la idea de entrar en la habitación y encontrarse con la ropa interior y las ligas de la muchacha desparramadas por el suelo.

Fue Marge la que le despertó y, según dijo, ya tenía el café preparado en la planta baja.

—¡Figúrate! —dijo Tom con una amplia sonrisa—. Esta mañana he recibido un telegrama de mister Greenleaf. Llegará al mediodía.

—¿En serio? ¿Cuándo lo recibiste?

—Esta mañana, a primera hora. A no ser que lo haya soñado —añadió Tom, buscando el telegrama—. Aquí está.

Marge lo leyó.

—Conque quiere verte… Le hará bien, al menos eso espero. ¿Vas a bajar o prefieres que te suba el café?

—Ya bajaré yo —dijo Tom, poniéndose la bata.

Marge ya llevaba puestos unos pantalones deportivos y un suéter. Los pantalones eran de pana negra, bien cortados y Tom supuso que estaban hechos a la medida, ya que se ajustaban a la figura de la muchacha todo lo bien que cabía esperar. Siguieron bebiendo café hasta que, a las diez, llegaron Anna y Ugo, con la prensa de la mañana y leche y panecillos para el desayuno. Entonces hicieron más café y calentaron la leche, luego se instalaron en la sala de estar. Aquélla era una de las mañanas en que la prensa no decía nada del caso Dickie ni del caso Miles. A veces los periódicos no traían nada por la mañana y luego, por la tarde, volvían a ocuparse del asunto, aunque no hubiese en realidad nada nuevo que decir; lo hacían simplemente para que la gente no olvidase que Dickie seguía sin aparecer y que el asesinato de Miles todavía estaba por esclarecer.

Marge y Tom se fueron a la estación del ferrocarril para recibir a mister Greenleaf a las doce menos cuarto. Llovía nuevamente y hacía tanto frío que el viento lanzaba la lluvia, fría como aguanieve, al rostro de los transeúntes. Se cobijaron en la estación, observando a los pasajeros que salían del andén, y finalmente apareció mister Greenleaf, solemne y con el rostro ceniciento. Marge se adelantó para saludarle con un beso en la mejilla y él sonrió.

—¡Hola, Tom! —dijo cordialmente, tendiéndole la mano—. ¿Cómo está?

—Muy bien, señor. ¿Y usted?

Mister Greenleaf traía una maleta pequeña por todo equipaje, pero se la llevaba uno de los mozos de la estación, que incluso les acompañó en el motoscafo, aunque Tom se ofreció a llevarla él. Tom sugirió que fuesen directamente a su casa, pero mister Greenleaf insistió en que antes quería instalarse en un hotel.

—Iré a su casa tan pronto como me haya inscrito. Tenía pensado alojarme en el Gritti. ¿Cae cerca de su casa? —preguntó mister Greenleaf.

—No demasiado, pero puede ir andando hasta San Marco y allí coger una góndola —dijo Tom—. Le acompañaremos, si se trata sólo de firmar en el registro. Podríamos comer los tres juntos… a no ser que quiera usted estar a solas con Marge un rato.

Volvía a ser el modesto Ripley de antes.

—¡He venido para hablar con usted, más que nada! —dijo mister Greenleaf.

—¿Hay alguna noticia? —preguntó Marge.

Mister Greenleaf movió la cabeza negativamente. Iba mirando distraídamente por la ventanilla del motoscafo, como si su mirada se sintiese cautivada por la visión de una ciudad desconocida, aunque nada de lo que veía se le quedaba grabado. La pregunta de Tom sobre el almuerzo se había quedado sin respuesta. Tom cruzó los brazos y, dando a su rostro una expresión complacida, se dispuso a no abrir la boca en lo que quedaba de viaje. De todos modos, el motor de la embarcación ya hacía suficiente ruido. Mister Greenleaf y Marge estaban sosteniendo una conversación trivial sobre algunas personas que conocían en Roma. Tom dedujo que los dos se llevaban bien, aunque sabía que Marge no conocía a mister Greenleaf antes de su llegada a Roma.

Almorzaron en un modesto restaurante a medio camino entre el Gritti y el Rialto. La especialidad de la casa era el pescado, del que había siempre un amplio muestrario sobre una larga mesa interior. En una de las bandejas había unos pulpitos de color oscuro que a Dickie solían gustarle mucho y, al pasar, Tom los señaló con la cabeza, diciéndole a Marge:

—¡Lástima que Dickie no esté aquí para comerse unos cuantos!

Marge sonrió alegremente. Siempre estaba de buen humor cuando se acercaba la hora de comer.

Mister Greenleaf se mostró algo más locuaz durante el almuerzo, pero en su rostro seguía reflejándose su expresión pétrea y no dejaba de lanzar miradas furtivas a su alrededor mientras hablaba, como si esperase que Dickie se presentara en cualquier momento. Dijo que la policía no había encontrado nada que se pareciese, siquiera remotamente, a una pista, por lo que él había contratado los servicios de un detective privado de los Estados Unidos que debía trasladarse a Italia y poner en claro el misterio.

La noticia dio que pensar a Tom. Supuso que también él sospechaba, de un modo inconsciente, que los detectives americanos eran mejores que sus colegas de Italia, pero luego la inutilidad de semejante medida se le hizo evidente igual que, a juzgar por su cara, se le hacía a Marge.

—Puede que sea una excelente idea —dijo Tom.

—¿Tiene usted buena opinión de la policía italiana? —preguntó mister Greenleaf.

—Pues… de hecho, sí —contestó Tom—. Además, tienen la ventaja de hablar italiano y de moverse en su propio terreno, pudiendo interrogar a cuantos sospechosos encuentren. Supongo que la persona que usted ha contratado sabe hablar italiano, ¿no es así?

—No lo sé, en realidad lo ignoro —dijo mister Greenleaf.

Parecía desconcertado, igual que si acabase de darse cuenta de que le había pasado por alto este detalle.

—Se trata de un tal McCarron. Dicen que es muy bueno.

Tom se dijo que probablemente no hablaría italiano.

—¿Cuándo va a llegar?

—Mañana o pasado mañana. Mañana estaré en Roma para recibirle, si es que llega.

Mister Greenleaf ya había terminado su vitello alla parmigana, aunque no había comido mucho.

—¡Tom tiene una casa preciosa! —dijo Marge, atacando un voluminoso pastel de siete pisos.

Tom transformó en una débil sonrisa la mirada asesina que le estaba dirigiendo. Supuso que las preguntas se harían en casa, probablemente cuando él y mister Greenleaf estuviesen solos. Sabía que mister Greenleaf quería hablar a solas con él, así que encargó el café en el mismo restaurante, antes de que Marge propusiera tomarlo en casa. A ella le gustaba como lo hacía la cafetera de filtro que Tom tenía. Aun así, al llegar a casa, Marge estuvo con ellos en la sala de estar durante una media hora. Tom decidió que la muchacha era incapaz de darse cuenta de nada y finalmente, mirándola con fingido enfado, le indicó la escalera con los ojos. La muchacha captó la indirecta, se llevó la mano a la boca y dijo que iba a echar una siestecita. Como de costumbre, resultaba imposible vencer su buen humor. A decir verdad, durante el almuerzo se había referido a Dickie como si estuviese segura de que vivía, diciéndole a mister Greenleaf que no se preocupase, que eso no era bueno para la digestión. Daba la impresión de no haber perdido aún la esperanza de llegar a ser su nuera algún día.

Mister Greenleaf se puso en pie y empezó a recorrer la estancia con las manos en los bolsillos de la americana, con el aire de un ejecutivo dispuesto a dictarle una carta a su secretaria. Tom advirtió que no hacía ningún comentario sobre la suntuosidad de la casa y que, de hecho, ni siquiera parecía interesarle.

—Bueno, Tom —empezó a decir, soltando un suspiro—, es una extraña forma de terminar, ¿verdad?

—¿De terminar?

—Quiero decir que ahora usted vive en Europa, mientras que Richard…

—Ninguno de nosotros ha insinuado que haya vuelto a los Estados Unidos —dijo Tom con voz agradable.

—Eso sería imposible. Las autoridades de inmigración lo hubiesen sabido.

Mister Greenleaf siguió su paseo, sin mirar a Tom.

—Sinceramente, ¿dónde cree que puede estar?

—Verá, mister Greenleaf, podría estar escondido en Italia… eso es muy fácil si no se aloja en un hotel donde sea obligatorio firmar el libro de registro.

—¿Es que aquí hay hoteles donde eso sea posible?

—No, es decir, oficialmente no los hay. Pero cualquiera que hable italiano tan bien como lo hace Dickie podría hacerlo sin demasiadas dificultades. Para serle franco, si Dickie sobornó al propietario de alguna fonda de poca importancia, en el sur del país, pongamos por caso, podría muy bien seguir allí sin que le denunciasen, aunque el fondista supiera que se trataba de Richard Greenleaf.

—¿Y es esto lo que, a su juicio, puede que esté haciendo ahora?

Mister Greenleaf le miró de repente y Tom vio la misma expresión de tristeza que había observado en Nueva York, al verle por primera vez.

—No…, bueno, es posible. Es lo único que puedo decir.

Hizo una pausa.

—Siento tener que decirle esto, mister Greenleaf, pero creo que hay una posibilidad de que Dickie esté muerto.

El rostro de mister Greenleaf no se inmutó.

—¿A causa de aquella depresión de que me hablaba en su carta? ¿Qué fue exactamente lo que él le dijo?

Tom arrugó la frente.

—Nada. Fue por su estado general de ánimo. Resultaba fácil ver lo mucho que le había afectado el asunto Miles. Dickie es un muchacho que detesta todo tipo de publicidad, toda violencia, los detesta con toda su alma.

Tom se pasó la lengua por los labios. La agonía que estaba pasando al tratar de expresarse era sincera.

—Algo sí me dijo: que si sucedía alguna cosa más, se volaría la tapa de los sesos… o haría alguna barbaridad semejante. Además, por primera vez me pareció que había perdido su interés por la pintura, su pintura. Tal vez fuese algo transitorio, pero hasta entonces había creído que, pasase lo que pasase, a Dickie siempre le quedaría el refugio de sus cuadros.

—¿Tan en serio se toma la pintura?

—Sí, en efecto —dijo Tom con firmeza.

Mister Greenleaf volvió a levantar los ojos hacia el techo, con las manos en la espalda.

—Lástima que no podamos localizar al tal Di Massimo. Quizá podría decirnos algo. Tengo entendido que él y Richard pensaban irse juntos a Sicilia.

—No lo sabía —dijo Tom, pensando que mister Greenleaf se habría enterado a través de Marge.

—Di Massimo se ha esfumado también, eso si es que alguna vez ha existido. Me inclino a pensar que Richard se lo inventó para convencerme de que estaba pintando. La policía no encuentra a ningún pintor llamado Di Massimo en sus… listas de identidad o como se llamen.

—Nunca llegué a conocerle personalmente —dijo Tom—. Dickie citó su nombre un par de veces y yo nunca puse en duda su identidad…, o la realidad de su existencia.

Tom se rió brevemente.

—¿Qué fue eso que dijo antes acerca de «si le sucedía alguna cosa más»? ¿Qué más le sucedió?

—Bueno, no lo supe entonces, en Roma, pero creo que ahora sé a qué se refería. Le habían interrogado sobre la embarcación hundida cerca de San Remo. ¿No le hablaron de eso?

—No.

—Encontraron una lancha cerca de San Remo. La habían hundido adrede. Al parecer, esa embarcación fue echada de menos el mismo día en que él y yo estuvimos en San Remo y dimos un paseo en una lancha parecida. Son esas motoras de poco calado que alquilan a los turistas. Bueno, sea como sea, la habían echado a pique y encontraron unas manchas que creyeron de sangre. Dio la casualidad de que el hallazgo tuviera lugar poco después del asesinato de Miles y que no pudieran encontrarme a mí por aquellas fechas. Esto fue debido a que yo me hallaba viajando por el país, así que preguntaron a Dickie dónde estaba yo. ¡Sospecho que de momento Dickie creyó que le consideraban posible culpable de mi asesinato!

Tom se rió.

—¡Cielo santo!

—Eso lo sé porque hace unas pocas semanas me interrogó un inspector de policía aquí, en Venecia. Según me dijo, antes le había hecho a Dickie algunas preguntas sobre eso. Lo raro es que yo no tenía ni idea de que me andaban buscando…, no con gran ahínco, pero buscándome al fin y al cabo… hasta que vi la noticia en el periódico, ya en Venecia. Entonces me presenté en la comisaría.

Tom seguía sonriendo. Desde hacía días tenía pensado contarle todo esto a mister Greenleaf, si llegaba a verle, tanto si estaba enterado del asunto de la lancha como si no lo estaba. Era mejor que dejarle que se enterase por la policía y que le dijesen que él, Tom, estaba en Roma con Dickie en un momento en que por fuerza debería haberse enterado de que la policía andaba buscándole. Además, la historia encajaba con lo que acababa de decir sobre la depresión de Dickie en aquellos días.

—No entiendo del todo este asunto —dijo mister Greenleaf, que estaba sentado en el sofá y escuchaba atentamente a Tom.

—Bueno, eso ha pasado al olvido, ya que tanto Dickie como yo estamos vivos. El motivo de que lo saque a colación es simplemente porque Dickie sabía que la policía me buscaba, ya que le preguntaron dónde me hallaba yo. Es probable que, la primera vez que le interrogaron, no supiese con exactitud cuál era mi paradero, pero, cuando menos, sabía que todavía me encontraba en Italia. Pero incluso cuando estuve en Roma y nos vimos, no se lo comunicó a la policía. No estaba de humor para colaborar con ellos. Lo sé porque en el mismo momento en que Marge estaba hablando conmigo en el hotel, en Roma, Dickie había salido a entrevistarse con la policía. Su actitud podría resumirse en que la policía se las apañase para dar conmigo, que él no pensaba decirles dónde estaba yo.

Mister Greenleaf meneó la cabeza con un gesto entre paternal e impaciente que parecía querer decir que no le sorprendía saber aquello de Dickie.

—Me parece que fue esa noche cuando dijo lo de «si le sucedía alguna otra cosa…». Eso me ocasionó ciertas complicaciones cuando llegué a Venecia. Probablemente la policía me tomó por un imbécil por no haberme enterado antes de que me estaban buscando. Aunque lo cierto es que así fue.

—¡Hum! —exclamó mister Greenleaf con tono de indiferencia.

Tom se levantó para ir a buscar el coñac.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted en lo del suicidio de Richard —dijo mister Greenleaf.

—Bueno, tampoco lo está Marge. Lo único que dije es que había una posibilidad. Ni siquiera creo que sea lo más probable.

—¿Ah, no? Entonces ¿qué le parece más probable?

—Que esté escondido —dijo Tom—. ¿Puedo ofrecerle un poco de coñac, señor? Me imagino que, viniendo de América, esta casa le parecerá un poco fría.

—Así es, francamente.

Mister Greenleaf aceptó la copa.

—Mire, podría ser que Dickie estuviera en algún otro país en vez de aquí —dijo Tom—. A lo mejor se marchó a Grecia… a Francia o a cualquier otro sitio al regresar de Nápoles, ya que nadie se puso a buscarle hasta unos días más tarde.

—Lo sé, lo sé —dijo mister Greenleaf con voz de cansancio.