24

Tom llamó a mister Greenleaf desde la casa de Peter Smith-Kingsley, sobre las siete de la tarde. La voz de mister Greenleaf sonaba más amistosa de lo que Tom había esperado y daba lástima oír la avidez con que escuchaba lo poco que Tom le dijo sobre Dickie. Peter, Marge y los Franchetti —unos hermanos de Trieste a los que Tom había conocido poco tiempo antes— se hallaban en la habitación de al lado y podían oír casi todas sus palabras, así que Tom procuró esmerarse para hacerlo mejor que si hubiese estado solo.

—Le he contado a Marge todo cuanto sé —dijo—, así que ella podrá decirle lo que se me haya olvidado ahora. Lo que más lamento es no poder dar a la policía ninguna pista realmente importante.

—¡Estos policías! —dijo mister Greenleaf con voz malhumorada—. Empiezo a sospechar que Richard ha muerto. Pero por alguna razón que se me escapa, los italianos no quieren reconocer esa posibilidad. Actúan como unos aficionados…, o como unas viejas solteronas jugando a detectives.

Tom se quedó de una pieza al oír la brusquedad con que mister Greenleaf hablaba de la posible muerte de Dickie.

—¿Cree usted en la posibilidad de un suicidio, mister Greenleaf? —preguntó con voz tranquila.

Mister Greenleaf suspiró.

—No lo sé. Creo que es posible, sí. Nunca tuve una gran opinión de la estabilidad de mi hijo, Tom.

—Me temo que pienso como usted —dijo Tom—, Marge está en la habitación contigua, ¿quiere hablar con ella?

—No, no, gracias. ¿Cuándo piensa volver?

—Me parece que mañana. Si le apetece venir a Venecia, aunque sea para tomarse un breve descanso, mister Greenleaf, me honrará alojándose en mi casa.

Pero mister Greenleaf declinó la invitación. Tom reflexionó y se dijo que se estaba buscando problemas a propósito, como si no pudiera evitarlo. Mister Greenleaf le dio las gracias por haberle llamado y se despidió muy cortésmente.

Tom regresó a la otra habitación y, dirigiéndose al grupo, dijo:

—No hay novedades de Roma.

Peter soltó una exclamación que expresaba su desengaño ante la falta de noticias.

—Aquí tienes, por la llamada —dijo Tom, colocando mil doscientas liras sobre el piano—. Muchas gracias.

—Se me ocurre una idea —empezó a decir Pietro Franchetti, hablando en inglés con acento británico—. Dickie habrá cambiado su pasaporte por el de un pescador napolitano, tal vez por alguno de esos vendedores ambulantes que venden cigarrillos en Roma, pensando que así podría llevar la vida tranquila que tanto ansiaba. Pero sucede que la persona que ahora tiene el pasaporte de Dickie Greenleaf no sabe hacer falsificaciones tan bien como creía, de manera que tuvo que desaparecer precipitadamente. A la policía no debería costarle mucho trabajo dar con un hombre que no pueda presentar su verdadero carné d’identità, averiguar entonces de quién se trata, y luego buscar a quien esté viviendo bajo su nombre, ¡que no será otro que Dickie Greenleaf!

Todos se echaron a reír, y Tom con mayor fuerza que los demás.

—Lo malo de esa idea —dijo Tom— es que muchas personas que le conocían vieron a Dickie en enero y febrero…

—¿Quiénes? —preguntó Pietro interrumpiéndole.

En su voz se advertía un tono beligerante muy propio de los italianos al conversar, que resultaba doblemente irritante al hablar en inglés.

—Pues yo mismo, sin ir más lejos. De todas formas, como iba a decir, las falsificaciones datan de diciembre, según dice el banco.

—No deja de ser una idea —apuntó Marge.

Marge hablaba con un tono algo eufórico, debido, sin duda, a que se estaba bebiendo la tercera copa de la velada, repantigada en el cómodo diván de Peter.

—La idea sería muy propia de Dickie y probablemente la habría puesto en práctica justo al regresar de Palermo, cuando el asunto de las falsificaciones de cheques le cayó encima por si no tenía bastante. No creo nada de esas falsificaciones. Dickie ha cambiado tanto que no es de extrañar que también haya cambiado su letra.

—También yo lo creo así —dijo Tom—. Los del banco no están todos de acuerdo en que los cheques sean falsos. En América también hay disparidad de opiniones al respecto, y lo mismo sucede en Nápoles. En Nápoles jamás hubieran caído en la cuenta de no haberles avisado el banco de los Estados Unidos.

—Me pregunto qué traerá hoy la prensa —dijo Peter animadamente, poniéndose el zapato que se había quitado, probablemente porque le apretaba—. ¿Qué os parece si salgo a buscarla?

Pero uno de los Franchetti se ofreció para ir él y salió corriendo de la habitación. Lorenzo Franchetti llevaba un chaleco rosa con bordados, all’inglese, un traje cortado en Inglaterra y zapatos de gruesa suela, ingleses también; su hermano vestía de un modo muy parecido. Peter, por el contrario, iba vestido con prendas italianas de la cabeza a los pies. Tom ya se había fijado, en las reuniones y al ir al teatro, que si un hombre iba vestido con prendas inglesas se trataba forzosamente de un italiano, y viceversa.

Llegaron unas cuantas personas más —dos italianos y dos americanos— en el mismo momento en que Lorenzo volvía con los periódicos, que pasaron de mano en mano. Hubo más comentarios, nuevos intercambios de conjeturas estúpidas, más excitación ante las noticias del día: la casa de Dickie en Mongibello había sido vendida a un americano por el doble de lo que él había pedido al principio. El dinero iba a quedar depositado en un banco de Nápoles hasta que Greenleaf lo reclamase.

En el mismo periódico había una caricatura en la que se veía a un hombre arrodillado y buscando algo debajo de su escritorio. Su esposa le preguntaba:

—¿Un botón del cuello?

Y el hombre respondía:

—No, estoy buscando a Dickie Greenleaf. Tom tenía noticia de que en los teatrillos de variedades se representaban también parodias de la búsqueda de Dickie.

Uno de los americanos que acababan de llegar, un tal Rudy, invitó a Tom y a Marge a un cóctel que daría en su hotel el día siguiente. Tom estuvo a punto de decirle que no, pero Marge se le adelantó diciendo que iría encantada. Tom se quedó sorprendido al ver que ella seguiría en Venecia el día siguiente, ya que le había parecido oírle decir que se iría por la mañana. La fiesta iba a resultar pesadísima. Rudy era un tipo que hablaba por los codos, vestía de un modo chillón y, según él mismo dijo, se dedicaba al negocio de las antigüedades. Tom se las arregló para sacar a Marge de allí antes de que aceptase nuevas invitaciones que la hiciesen quedarse más tiempo.

Durante la larga cena de cinco platos, Marge estuvo de un humor atolondrado que irritaba a Tom, aunque hizo un esfuerzo supremo y le siguió la corriente, y cuando ella dejaba caer la pelota, Tom la recogía y la driblaba durante un rato, soltando majaderías como:

—Puede que Dickie, de pronto, se haya encontrado a sí mismo como pintor y, al igual que Gauguin, se haya retirado a alguna isla de los mares del Sur.

Le ponía enfermo oírse decir eso. Entonces Marge empezaba a fantasear sobre Dickie en los mares del Sur, acompañándose con lánguidos movimientos de las manos. Pero Tom no ignoraba que aún faltaba lo peor: el paseo en góndola. Si la muchacha metía las manos en el agua, Tom deseó que un tiburón se las arrancase de una dentellada. Encargó un postre que apenas iba a caberle en el estómago, pero Marge se lo comió.

Como era de esperar, Marge quiso alquilar una góndola para ellos dos, en vez de coger una de las que hacían el servicio regular de pasajeros de diez en diez, desde San Marco hasta la escalinata de Santa Maria della Salute. Así pues, alquilaron una góndola para ellos solos. Era la una y media de la madrugada y Tom tenía un sabor amargo en la boca a causa de haberse bebido demasiados espressos, el corazón parecía querer saltarle del pecho y daba por seguro que no lograría pegar ojo hasta el amanecer. Sintiéndose agotado, se recostó en la góndola, tan lánguidamente como la misma Marge, procurando que su muslo no tocase el de ella. Marge seguía de un humor efervescente y en aquel momento se entretenía recitando un monólogo sobre el amanecer veneciano, amanecer que, según los indicios, había tenido ocasión de ver en una visita anterior. El suave balanceo de la góndola y los movimientos rítmicos del remo hicieron que Tom se sintiese algo mareado. La extensión de agua que mediaba entre el embarcadero de San Marco y la escalinata se le estaba haciendo interminable.

Los escalones estaban sumergidos, salvo los dos de arriba y el agua lamía la superficie del tercero, agitando el musgo de un modo muy desagradable. Tom pagó al gondolero mecánicamente, y estaba ya delante de la puerta de casa cuando advirtió que se había olvidado las llaves. Echó una mirada a su alrededor, tratando de encontrar algún punto por donde pudiera trepar, pero desde los escalones no se alcanzaba ni la repisa de las ventanas. Antes de que pudiera decir algo, Marge estalló en carcajadas.

—¡Te has dejado la llave! ¡Rodeados por las aguas embravecidas y… sin llave!

Tom procuró sonreír, preguntándose por qué diablos tenía la obligación de no olvidarse un par de llaves que median casi treinta centímetros y pesaban tanto como un par de revólveres. Se volvió y empezó a chillarle al gondolero para que regresase.

—Ahí —dijo el hombre, riendo entre dientes—. Mi displace, signare! Deb’ritornare a San Marco! Ho un appuntamento!

El hombre siguió remando.

—¡No tenemos llave! —le dijo Tom en italiano y a grito pelado.

—Mi dispiace, signore —le contestó el gondolero—. Mandará un altro gondolierel

Marge se rió otra vez.

—Oh, nos recogerá otro gondolero. ¡Qué emocionante!

La noche estaba muy lejos de ser agradable. Hacía frío y empezaba a caer una llovizna muy molesta. Tom pensó que podía atraer a la góndola del servicio público, pero no se la veía por ninguna parte. Sólo se veía al motoscafo acercándose al muelle de San Marco. Resultaba muy improbable que el motoscafo se molestase en ir a recogerles, pero, pese a ello, Tom lo llamó a pleno pulmón. El motoscafo, lleno de luces y de gente, pasó ante ellos sin detenerse y puso proa hacia el embarcadero de madera, al otro lado del canal. Marge estaba sentada en el último escalón, con los brazos en torno a las rodillas y sin hacer nada. Al fin, una motora, que a juzgar por sus trazas sería de pesca, aminoró la marcha y desde ella alguien les preguntó en italiano:

—¿Se han quedado bloqueados?

—¡Nos olvidamos las llaves! —explicó alegremente Marge.

Pero no quiso subir a la embarcación, diciendo que esperaría hasta que Tom entrase por detrás y le abriese la puerta. Tom le dijo que probablemente tardaría quince minutos o más y que iba a pillar un resfriado si se quedaba en los escalones, así que, finalmente, ella accedió a subir a bordo. El italiano les llevó hasta el desembarcadero más cercano, el de la iglesia de Santa Maria della Salute. No quiso aceptar dinero por la molestia, pero sí el paquete de cigarrillos americanos, ya casi vacío, que Tom le dio. Tom no sabía exactamente por qué, pero aquella noche, al atravesar la Viale San Spiridone, sintió más miedo que de haberlo hecho a solas. Marge, por supuesto, no dio muestras de que la calle la cohibiese y la recorrió charlando por los codos.