Venecia
28 de febrero de 19…
Apreciado mister Greenleaf:
He creído que en estas circunstancias no se tomaría usted a mal que le escriba para darle cuanta información personal tengo sobre Richard, ya que yo, según parece, soy una de las últimas personas que le vieron.
Fue en Roma, sobre el dos de febrero y en el hotel Inghilterra. Como usted sabe, eso fue solamente dos o tres días después de la muerte de Freddie Miles. Encontré a Dickie muy trastornado y nervioso. Dijo que pensaba irse a Palermo tan pronto como la policía dejara de interrogarle sobre la muerte de Freddie, y parecía ansioso por marcharse, lo cual es muy comprensible. Pero quería decirle a usted que debajo de todo se advertían síntomas de depresión, síntomas que me causaron una preocupación mucho más fuerte que el nerviosismo que visiblemente se había adueñado de él. Me dio la impresión de que iba a hacer algo violento… tal vez contra sí mismo. Supe también que no quería volver a ver a su amiga Marjorie Sherwood, y me dijo que trataría de evitar encontrársela si ella iba a verle desde Mongibello al enterarse del asunto Miles. Procuré convencerle de que la viese. Ignoro si lo hizo. Marge posee la virtud de calmar a la gente, como tal vez usted ya sabe.
Bueno, lo que estoy tratando de decirle es que sospecho que Richard se haya suicidado. En el momento de escribirle la presente, no ha sido encontrado y, naturalmente, confío en que lo sea antes de que lea usted esto. Huelga decir que no me cabe ninguna duda de que Richard no tuvo nada que ver, directa o indirectamente, con la muerte de Freddie, pero temo que el shock que le produjo la noticia y los subsiguientes interrogatorios le trastornaron profundamente. Sé que esta carta va a entristecerle y, créame, lamento tener que escribírsela. Puede que no fuese necesario y que Dickie esté simplemente oculto esperando que las cosas se calmen, cosa que, conociendo su temperamento, resulta comprensible también. Pero a medida que va pasando el tiempo, siento que aumenta mi preocupación. Pensé que era mi deber escribirle para hacerle saber…
Múnich
3 de marzo de 19…
Apreciado Tom:
Gracias por tu carta. Fue muy amable de tu parte. He contestado a la policía por escrito y uno de ellos vino a verme. No pasaré por Venecia, pero, de todos modos, te agradezco la invitación. Salgo para Roma pasado mañana, a fin de reunirme con el padre de Dickie, que llegará por vía aérea. Sí, estoy de acuerdo contigo en que hiciste bien en escribirle.
Me siento tan abrumada por todo esto que me parece que me ha dado algo parecido a la fiebre de Malta o, si lo prefieres, lo que los alemanes llaman Foehn, pero con un virus de más para acabar de arreglarlo. Me ha sido literalmente imposible levantarme durante cuatro días, de lo contrario hubiese ido a Roma antes. Te ruego, pues, que disculpes la incoherencia de estas líneas, que no son más que una pobre respuesta a tu amable carta. Pero necesitaba decirte que no estoy conforme en lo del posible suicidio de Dickie. Simplemente, no sería propio de él, aunque sé que vas a decirme que nunca se notan las intenciones del futuro suicida, etcétera. No, cualquier cosa menos ésta, en el caso de Dickie. Puede que le asesinaran en alguna calleja de Nápoles… incluso de Roma, porque quién sabe si llegó a Roma o no al salir de Sicilia. También creo en la posibilidad de que se metiera en algún lío y ahora esté simplemente escondido. Creo que ésta es la verdad.
Me alegra que pienses que lo de las falsificaciones es una equivocación (por parte del banco, entiéndeme). Soy del mismo parecer. Dickie ha cambiado tanto desde noviembre que nada me extrañaría que se notase hasta en su letra. Esperemos que se sepa algo de aquí a que recibas mi carta. He recibido un telegrama de mister Greenleaf citándome en Roma… así que será mejor que reserve mis energías para ese mal trago.
Me alegra saber cuál es tu dirección por fin. Gracias otra vez por tu carta, tus consejos y tu invitación.
MARGE
PD. Me olvidaba de la buena noticia. ¡Hay un editor interesado por Mongibello! Dice que antes de hablar de un contrato quiere examinar el libro, pero ¡es un buen indicio! ¡Ahora sólo me falta terminarlo!
M.
La carta indicaba bastante a las claras que Marge estaba decidida a mantenerse en buenas relaciones con Tom y que, probablemente, su actitud hacia él también había cambiado en lo que se refería a la policía.
La prensa italiana estaba levantando un gran revuelo en torno a la desaparición de Dickie. De algún modo, tal vez a través de Marge, se las habían arreglado para conseguir algunas fotos. En Epoca las había de Dickie navegando en su velero, y en las de Oggi Dickie aparecía tomando el sol en la playa y el aperitivo en el bar de Giorgio; en otra foto Freddie estaba con Marge (que, según la revista, mantenía relaciones sentimentales con ambos, il sparito Dickie y il assassinato Freddie), sonrientes y en actitud cariñosa los dos; incluso habían publicado una foto del padre de Dickie en la que mister Greenleaf salía con la expresión circunspecta de un hombre de negocios. La dirección de Marge en Múnich la había encontrado Tom en un periódico. Oggi llevaba dos semanas publicando una especie de biografía novelada de Dickie según la cual el muchacho había destacado por su carácter «rebelde» durante sus años de estudiante. Su vida social en los Estados Unidos y su huida a Europa en pos del arte aparecían tan adornadas que daba la impresión de que estuvieran refiriéndose a una combinación de Errol Flynn y Paul Gauguin. Los semanarios ilustrados daban siempre los últimos informes facilitados por la policía, informes que prácticamente no decían nada, hinchados por la imaginación del periodista de turno. Una de las hipótesis favoritas era la de que se había escapado con otra muchacha, posible autora de las falsificaciones, y que se lo estaba pasando en grande, de incógnito, en Tahití, en México o en algún país sudamericano. La policía seguía rastreando en Roma, Nápoles y París. No había ninguna pista sobre el asesino de Freddie Miles, ni se decía nada sobre el hecho de que se hubiese visto a Dickie Greenleaf transportando el cuerpo de Freddie Miles, o viceversa, en las cercanías de donde vivía el primero. A Tom le intrigó que se ocultase aquello a la prensa, y supuso que lo hacían para evitar una denuncia por difamación por parte de Dickie. Le agradó que se refiriesen a él, Tom, con las palabras «un leal amigo» del desaparecido Dickie Greenleaf, que gustosamente había declarado cuanto sabía sobre el carácter y los hábitos de Dickie, y que estaba tan perplejo por su desaparición como lo estaba todo el mundo.
«El signore Ripley, uno de los jóvenes americanos de buena posición que visitan Italia —decía Oggi—, vive actualmente en un palazzo veneciano con vistas a San Marco».
Eso fue lo que más agradó a Tom, hasta el punto de recortarlo de la revista.
Nunca se le había ocurrido que estaba viviendo en un «palacio», aunque, por supuesto, se trataba de lo que los italianos denominaban «palazzo», es decir, una casa de dos pisos, dotada de cierto empaque y con más de dos siglos de antigüedad, con una entrada principal sobre el Gran Canal, a la que sólo podía llegarse en góndola, de la que una amplia escalinata descendía hasta el agua, y con unos portalones de hierro que tenían que abrirse utilizando una llave de veinte centímetros de largo, sin contar las puertas normales, situadas detrás de la de hierro, que también requerían una enorme llave. Por lo general, Tom se servía de la puerta de atrás, mucho menos impresionante, para sus entradas y salidas, salvo cuando deseaba impresionar a sus invitados llevándoles hasta su domicilio en góndola. La puerta de atrás, que al igual que la pared de la casa medía sus buenos cuatro metros de alto, daba a un jardín bastante mal cuidado, aunque de abundante vegetación; en el jardín había un par de olivos retorcidos y un baño para los pájaros que consistía en la estatua de un muchacho desnudo sosteniendo una taza ancha y poco profunda. El jardín parecía hecho a la medida de un palacio veneciano: un tanto ruinoso, necesitado de unas reparaciones que nunca iban a efectuarse, pero bello pese a todo, porque su belleza había nacido dos siglos antes. El interior de la casa estaba a tono con la idea que Tom tenía sobre lo que debía ser el hogar de un joven soltero y civilizado, al menos en Venecia: en la planta baja el suelo era de mármol blanco y negro, parecido a un tablero de ajedrez, y desde la entrada conducía hasta cada una de las habitaciones; en el piso de arriba, el mármol era blanco y rosado, los muebles más que tales daban la impresión de ser la encarnación de la música del Cinquecento interpretada por un conjunto de oboes, flautas dulces y violas da gamba. Tenía servicio, Anna y Ugo, un joven matrimonio italiano que ya antes habían servido en casa de un americano, en la misma Venecia, por lo que conocían la diferencia entre un Bloody Mary y una crème de menthe frappé, aparte de sacar brillo al mobiliario de madera tallada, hasta hacer que pareciese dotado de vida propia por los cambiantes reflejos que se advertían al pasar junto a él. Lo único con cierto aspecto de modernidad, aunque relativa, era el cuarto de baño. En el dormitorio de Tom había una cama gigantesca, más ancha que larga. Tom decoró la alcoba con una serie de vistas panorámicas de Nápoles desde 1540 hasta los alrededores de 1880, que había encontrado en un anticuario. Durante una semana no se había ocupado de otra cosa que de decorar la casa. Era consciente de una firmeza en sus gustos que antes, en Roma, no había sentido ni se había reflejado en la decoración de su apartamento. Se sentía más seguro de sí mismo en todos los sentidos.
Esa confianza en sí mismo le llevó incluso a escribir a la tía Dottie, empleando un tono afectuoso e indulgente que nunca había querido, o tal vez podido, emplear antes. En la carta se interesaba por su salud y le preguntaba por el pequeño círculo de viejas chismosas que la tía Dottie frecuentaba en Boston; también le explicaba por qué le gustaba Europa y por qué pensaba vivir en ella durante una temporada, se lo explicaba con tanta elocuencia que copió ese pasaje de su carta y lo guardó en el escritorio. Escribió la inspirada carta una mañana después del desayuno, tranquilamente sentado en su dormitorio, enfundado en una bata de seda recién estrenada y que le habían hecho a medida en Venecia, deteniéndose de vez en cuando para contemplar el Gran Canal y la Torre del Reloj de la Piazza San Marco. Después de escribirla, se preparó un poco más de café y con la Hermes de Dickie se puso a escribir el testamento de éste, legándose a sí mismo todo el dinero que tenía Dickie en diversos bancos así como su renta mensual. Lo firmó con el nombre de Herbert Richard Greenleaf, Jr. Juzgó más prudente no añadir la firma de un testigo, ya que, si los bancos o mister Greenleaf ponían el testamento en duda, cabía la posibilidad de que quisieran saber quién era el testigo. Al principio había pensado en inventarse un nombre italiano para el supuesto testigo, que hubiese sido alguien a quien Dickie habría hecho firmar el testamento en Roma. Pero descartó la idea pensando que era mejor arriesgarse con un testamento no testificado y, por otra parte, la máquina de Dickie estaba tan estropeada que resultaba facilísimo identificar sus rasgos, casi tanto como los de su escritura. Además, tenía entendido que los testamentos ológrafos no requerían testigos. Pero la firma era perfecta, exactamente igual a la que había en el pasaporte de Dickie. Tom se pasó media hora practicándola antes de firmar el testamento, luego descansó unos segundos, firmó en un pedazo de papel y, sin esperar más, firmó el documento. Se dijo que nadie iba a ser capaz de demostrar que no era auténtico. Colocó un sobre en la máquina y lo dirigió «a quien pueda interesar», anotando asimismo que no debía abrirse hasta el mes de junio de aquel mismo año. Lo guardó en un compartimento de la maleta, como si lo hubiese estado llevando allí durante cierto tiempo y sin saberlo. Luego bajó con la máquina y su estuche y los arrojó al pequeño brazo del canal, demasiado estrecho para permitir el paso de una embarcación, que iba desde una de las esquinas delanteras de la casa hasta el muro del jardín. Se alegró de haberse librado de la máquina de escribir, aunque hasta entonces no había sentido deseos de desprenderse de ella. Pensó que en su subconsciente habría pensado utilizarla para escribir el testamento o alguna otra cosa de gran importancia, y que por eso la había conservado.
Tom iba siguiendo las noticias sobre los casos Greenleaf y Miles en la prensa italiana y en la edición parisiense del Herald Tribune, con la preocupación propia de quien era amigo de ambos. A fines de marzo, los periódicos apuntaban la posibilidad de que Dickie hubiera sido asesinado por el mismo individuo o individuos que habían estado aprovechándose de la falsificación de su firma. Un periódico de Roma dijo que en Nápoles había un individuo que afirmaba que la firma de la carta recibida desde Palermo, declarando no haber sido víctima de ninguna falsificación, era igualmente falsa. Otros, sin embargo, discrepaban. Alguien de la policía, aunque no se trataba de Roverini, opinaba que el culpable o culpables era alguien íntimamente relacionado con Greenleaf, alguien que había dado con la carta del banco y que, con toda la desfachatez, había optado por contestarla personalmente. Según la prensa, el policía había dicho:
«El misterio estriba no sólo en quién falsificó la carta, sino en cómo la misma fue a caer en sus manos, ya que el portero del hotel de Palermo recuerda que se la entregó personalmente a Greenleaf y que la carta era certificada. Además, el portero recuerda que Greenleaf iba siempre solo durante su estancia en Palermo…».
Tom se estremeció al leer la noticia, aunque ésta no hacía más que confirmar que la policía seguía dando palos de ciego en torno a la verdad de lo sucedido, sin llegar nunca a dar en el blanco. Pero ya sólo bastaba que diesen un paso, y parecía probable que alguien lo diese sin tardar. Tom se preguntó si sabrían ya la respuesta, pero la ocultaban con el fin de cogerle desprevenido. El teniente Roverini, por ejemplo, le ponía al corriente de las investigaciones con cierta frecuencia. Tom temía que, cuando menos lo esperas, cayesen sobre él con todas las pruebas que habían logrado reunir.
Empezó a creer que le vigilaban, especialmente cuando caminaba por la calle estrecha y larga que conducía a la puerta de atrás. La Viale San Spiridone era una simple hendidura entre los muros de las casas, abierta para permitir el paso de la gente; en ella no había ninguna tienda y la luz era apenas suficiente para que Tom pudiera ver adonde iban sus pasos; no había nada excepto una sucesión ininterrumpida de fachadas con sus correspondientes puertas, firmemente cerradas con llave, a ras con la misma fachada. En caso de ser atacado, no había adonde huir, ni ningún portal en el que esconderse. Tom no pensaba específicamente en la policía al imaginar un ataque contra su persona, sino que sus atacantes eran cosas o seres sin nombre, sin forma, rondando constantemente su cerebro como las furias. Solamente se sentía tranquilo al transitar por la Viale San Spiridone cuando llevaba unas cuantas copas de más; entonces recorría la calle con paso arrogante y silbando.
A menudo le invitaban a reuniones y fiestas, aunque sólo asistió a dos de ellas durante las primeras dos semanas después de instalarse en su nuevo domicilio. Contaba también con un círculo de amistades bastante amplio gracias a un pequeño incidente que le ocurrió al empezar a buscar casa. Un corredor de fincas le llevó a visitar cierta casa de la parroquia de San Stefano. Al llegar se encontraron con que, no sólo no estaba deshabitada como creían, sino que, además, sus ocupantes estaban celebrando una reunión. La anfitriona les rogó que se quedasen a tomar una copa para compensarles la molestia de haberse desplazado hasta allí inútilmente, y también para que le perdonasen su descuido, ya que, un mes antes, había decidido alquilar la casa, cambiando de parecer algo más tarde sin acordarse de avisar al corredor de fincas. Tom aceptó la invitación y se quedó, comportándose con su habitual reserva y cortesía. Le fueron presentando a cada uno de los invitados, que él supuso miembros de la colonia de gentes acomodadas que pasaban el invierno en Venecia. A juzgar por la calurosa acogida que le dispensaron, anhelaban ver caras nuevas, e incluso se brindaron para ayudarle a buscar casa. Naturalmente, su nombre no les era desconocido y el hecho de conocer a Dickie Greenleaf hizo que su cotización social subiera hasta extremos que a él mismo le sorprendieron. Resultaba obvio que empezarían a lloverle invitaciones de todas partes y que, para aliviar un poco el aburrimiento en que transcurrían sus vidas, tratarían de sonsacarle cuanto pudieran sobre el suceso. Tom adoptó una actitud reservada y amistosa a la vez, como era de rigor en un joven de su posición, sensible, y nada acostumbrado a verse envuelto en asuntos desagradables y que, con respecto a Dickie, su principal emoción era la ansiedad que su posible suerte le inspiraba.
Al abandonar la primera fiesta, llevaba en el bolsillo las direcciones de tres casas más (en una de las cuales se instaló) y varias invitaciones para asistir a otras fiestas. Asistió a la que daba la condesa Roberta (Titi) della Latta-Cacciaguerra. Tom no estaba de humor para fiestas. Le parecía ver a la gente a través de una espesa niebla y la conversación le resultaba difícil. A menudo tenía que hacerse repetir lo que acababan de decirle y se aburría mortalmente. Pero creyó que aquellas personas le servirían para practicar. Las ingenuas preguntas que le hacían (si Dickie bebía; si estaba enamorado de Marge; si él tenía alguna idea de su paradero) eran un buen entrenamiento para las preguntas, más concretas, que le haría mister Greenleaf cuando le viera, suponiendo que llegase a verle. Transcurrieron diez días desde la llegada de la carta de Marge, y Tom empezó a sentirse inquieto al ver que mister Greenleaf no le escribía ni telefoneaba desde Roma. A veces, dejándose llevar por el miedo, Tom se imaginaba que la policía le había dicho a mister Greenleaf que estaban jugando con Tom Ripley y que hiciera el favor de no hablar con él.
Cada día examinaba ansiosamente el buzón para ver si había carta de Marge o de mister Greenleaf. Tenía la casa preparada para su llegada y las respuestas a sus preguntas se hallaban dispuestas en su cabeza. Era igual que esperar a que se alzase el telón y diese comienzo el espectáculo, y la espera se le hacía interminable. De todas formas, también era posible que mister Greenleaf estuviera enojado con él (por no decir que sospechaba de él) y que pensase prescindir de él por completo, alentado a ello por Marge. Lo cierto era que no podía emprender ninguna cosa en tanto no sucediera algo, fuese lo que fuese. Tom tenía deseos de irse de viaje, de hacer su famoso viaje a Grecia. Se había comprado una guía de Grecia y ya tenía trazado el itinerario por las islas.
Entonces, el día cuatro de abril por la mañana, recibió una llamada telefónica de Marge. Estaba en Venecia y le llamaba desde la estación.
—¡Iré a recogerte! —le dijo alegremente Tom—. Mister Greenleaf ¿está contigo?
—No, se ha quedado en Roma. Vengo sola. No te molestes en venir a buscarme. Sólo traigo lo justo para una noche.
—¡Tonterías! —dijo Tom, muriéndose de ganas de hacer algo—. Tú sola nunca encontrarás la casa.
—Claro que la encontraré. Está al lado della Salute, ¿verdad? Cogeré el motoscafo hasta San Marco, y luego alquilaré una góndola.
—Si insistes…
A Tom acababa de ocurrírsele que era mejor dar un buen repaso a la casa antes de que ella llegase.
—¿Has almorzado?
—No.
—¡Excelente! Almorzaremos juntos por ahí. ¡Ten cuidado en el motoscafo!
Una vez hubieron colgado, Tom recorrió la casa lentamente, examinando minuciosamente las habitaciones de arriba y de abajo. No había nada que perteneciese a Dickie. Esperaba que la casa no tuviese un aire excesivamente fastuoso. En la sala de estar había una cajita de plata para cigarrillos, con sus iniciales grabadas en la tapa. Tom la cogió y la guardó en el último cajón de la cómoda.
Anna estaba en la cocina, preparando el almuerzo.
—Anna, habrá uno más para el almuerzo —dijo Tom—, una joven.
El rostro de Anna se iluminó ante la perspectiva de tener un huésped.
—¿Una joven americana?
—Sí. Es una vieja amiga. Cuando el almuerzo esté preparado, usted y Ugo pueden hacer fiesta el resto del día. Ya nos serviremos nosotros mismos.
—Va bene —dijo Anna.
De ordinario, Anna y Ugo llegaban a las diez y se marchaban a las dos, pero Tom no quería que estuvieran presentes mientras hablaba con Marge. Los dos comprendían el inglés, aunque no lo suficiente para seguir una conversación sin perder palabra. Pero Tom estaba convencido de que ambos aguzarían el oído en cuanto oyesen el nombre de Dickie, y eso le irritaba.
Tom preparó unos martinis y los colocó en una bandeja, junto con un plato de canapés. Cuando llamaron a la puerta, la abrió de un tirón.
—¡Marge! ¡Qué alegría verte! ¡Pasa!
Cogió la maleta que llevaba la muchacha.
—¿Cómo estás, Tom? ¡Caramba!… ¿todo esto es tuyo?
Marge miró a su alrededor y levantó la vista hacia el alto y artesonado techo.
—Lo alquilé… por una miseria —dijo Tom modestamente—. Ven a tomar una copa y cuéntame qué hay de nuevo. ¿Has hablado con la policía en Roma?
Dejó sobre una silla el abrigo y el impermeable de plástico de la muchacha.
—Sí, y también con mister Greenleaf. Está muy trastornado… naturalmente.
Marge se sentó en el sofá, y Tom se instaló en una silla enfrente de ella.
—¿Han averiguado algo nuevo? Uno de ellos me ha tenido al corriente por correo, pero sin decirme nada que importase realmente.
—Verás, averiguaron que, antes de salir de Palermo, Dickie hizo efectivos más de mil dólares en cheques de viaje. Justo antes de salir. Así que debe de haberlos utilizado para irse a alguna parte… a Grecia o África, por ejemplo. De todos modos, no es de esperar que sacase mil dólares para suicidarse.
—En efecto —asintió Tom—. Bueno, eso parece esperanzador. No recuerdo haberlo leído en la prensa.
—Supongo que no lo publicaron.
—Claro, estaban demasiado ocupados en publicar tonterías… lo que Dickie tomaba para desayunar en Mongibello… —dijo Tom, sirviendo los martinis.
—¡Es increíble! Parece que la situación ha mejorado un poco, pero al llegar mister Greenleaf los periódicos estaban en el momento más insoportable. ¡Oh, gracias!
Aceptó el martini, agradecida.
—¿Cómo está él?
Marge meneó la cabeza.
—Me da tanta lástima. Se pasa el día diciendo que la policía americana lo haría mucho mejor y todo eso, y, por si fuera poco, no sabe ni jota de italiano, lo cual hace que las cosas sean doblemente malas.
—¿Qué estás haciendo en Roma?
—Esperar. ¿Qué otra cosa podemos hacer todos? He vuelto a aplazar mi viaje de retorno… Mister Greenleaf y yo fuimos a Mongibello, y tuve que interrogar a casi todo el mundo, casi siempre a instancias de mister Greenleaf, por supuesto, pero nadie pudo decirnos nada. Dickie no ha vuelto por allí desde noviembre.
Tom bebió unos sorbos con rostro pensativo. Resultaba fácil ver que Marge se sentía optimista. Incluso en aquellos momentos se la veía llena de energía, como la típica exploradora que a Tom le recordaba la muchacha, con sus movimientos bruscos, su cuerpo robusto y rebosando salud, su aspecto vagamente desaliñado. De pronto, se dio cuenta de que Marge le irritaba intensamente, pero aun así representó su comedia a la perfección, levantándose para darle unos golpecitos en la espalda y un pellizco afectuoso en la mejilla.
—A lo mejor se está dando la gran vida en Tánger o en cualquier otra parte, esperando que las cosas se calmen.
—Pues ¡menudo rostro tiene si eso fuera cierto! —exclamó Marge, echándose a reír.
—Puedes creer que no fue mi intención alarmar a nadie cuando dije que estaba deprimido. Me pareció que tenía el deber de contárselo a mister Greenleaf y a ti.
—Lo comprendo. Creo que hiciste bien en contárnoslo. Es sólo que no creo que sea cierto.
Sonrió y en sus ojos brilló un optimismo que a Tom le pareció completamente demencial.
Empezó a hacerle preguntas sobre lo que opinaba la policía de Roma, las pistas que tenían (ninguna que valiese la pena mencionar) y lo que ella había oído decir acerca del caso Miles. Tampoco había novedades en ese caso, aunque Marge estaba al corriente de que Freddie y Dickie habían sido vistos cerca de donde vivía Dickie, alrededor de las ocho de la noche. Dijo que a ella le parecía que estaban exagerando el asunto.
—Puede que Freddie estuviera simplemente borracho, o que Dickie le hubiese rodeado los hombros con el brazo en señal de afecto. ¿Cómo pueden estar seguros si era de noche? ¡No me digas que Dickie le asesinó!
—Pero dime, ¿tienen algún indicio concreto que les haga creer que Dickie le mató?
—¡Claro que no!
—Entonces, ¿por qué ésos… no tratan de averiguar de una vez por todas quién le mató en realidad? Y también dónde está Dickie.
—Ecco! —exclamó Marge con énfasis—. De todos modos, la policía ya está segura de que Dickie, cuando menos, fue de Palermo a Nápoles. Uno de los camareros del buque recuerda que llevó su equipaje desde el camarote hasta el muelle de Nápoles.
—¿De veras? —dijo Tom, recordando al camarero, un idiota a quien se le había caído su maleta al intentar llevarla bajo el brazo—. ¿Es que a Freddie no le mataron hasta horas después de salir de casa de Dickie? —preguntó Tom súbitamente.
—No. Los médicos no pueden precisar la hora con exactitud. Y parece ser que Dickie no tenía coartada, por supuesto, ya que no hay duda de que estaba solo.
—Pero no creerán realmente que Dickie le matara, ¿verdad?
—No han dicho nada de eso, claro. Pero la sospecha está en el aire. Naturalmente, no se pondrán a lanzar acusaciones a diestro y siniestro tratándose de un ciudadano americano, pero en tanto no haya otros sospechosos y Dickie siga sin dar señales de vida… Luego, la portera de donde vivía Dickie dijo también algo sobre Freddie… que había bajado para preguntarle quién vivía en el apartamento de Dickie o algo parecido. Dijo que Freddie parecía furioso, como si hubiese estado discutiendo, y que le preguntó si Dickie vivía solo.
Tom frunció el entrecejo.
—¿Y eso por qué?
—No tengo ni idea. Freddie no hablaba el italiano demasiado bien que digamos, y puede que la portera no le entendiese. Aunque, sea como sea, el simple hecho de que Freddie estuviera furioso por algo no augura nada bueno para Dickie.
Tom enarcó las cejas.
—Yo diría que en todo caso el mal augurio era para Freddie. Puede que Dickie no estuviera furioso en absoluto.
Tom se sentía perfectamente tranquilo, ya que veía claramente que Marge no sospechaba nada.
—Yo no me preocuparía por eso a no ser que haya algo concreto. Y a mí me parece que no lo hay.
Tom volvió a llenar la copa de la muchacha.
—Hablando de África, ¿han hecho indagaciones en Tánger? Dickie solía hablar de ir allí.
—Me parece que han puesto sobre aviso a la policía de todas partes. Y creo que deberían llamar a la policía francesa en su ayuda. Los franceses se las pintan solos en asuntos de esta clase. Pero, por supuesto, no pueden hacerlo. Esto es Italia —dijo ella con voz en la que, por vez primera, se advertía un cierto temblor de nerviosismo.
—¿Quieres que almorcemos aquí? —preguntó Tom—. La doncella ya lo ha preparado y vale la pena que lo aprovechemos.
En aquel momento apareció Anna para anunciar que el almuerzo ya estaba preparado.
—¡Estupendo! —exclamó Marge—. En cualquier caso, está lloviendo.
—Pronta la collazione, signore —anunció Anna, sonriendo y mirando fijamente a Marge.
Tom comprendió que la había reconocido por los periódicos.
—Usted y Ugo ya pueden irse si lo desean, Anna, Gracias.
Anna regresó a la cocina, en la que se hallaba la puerta del servicio, pero Tom la oyó hacer ruido con la cafetera, esperando sin duda otra oportunidad de fisgonear.
—¿Ugo también? —dijo Marge—. ¿Dos sirvientes, nada menos?
—Es que aquí van siempre por parejas. Puede que no me creas, pero este lugar me cuesta sólo cincuenta dólares al mes, sin contar la calefacción.
—¡Claro que no te creo! Pero ¡si eso es prácticamente lo mismo que se paga en Mongibello!
—Pues es cierto. La calefacción es algo fantástico, ni que decir tiene, pero no pienso utilizarla en ninguna habitación salvo mi dormitorio.
—Pues aquí se está muy bien.
—Oh, es que he abierto toda la espita porque venías tú —dijo Tom con una sonrisa.
—¿Qué sucedió? ¿Es que ha muerto alguna de tus tías dejándote una fortuna? —preguntó Marge, fingiendo estar deslumbrada.
—No. Es que he tomado una decisión: disfrutar de lo que tengo hasta que se me termine. Ya te dije que aquel empleo que buscaba en Roma no me salió bien, así que me encontré sin trabajo y con sólo dos mil dólares. Entonces decidí darme la gran vida y luego, cuando esté sin blanca, volveré a casa para empezar de nuevo.
Tom le había contado por carta que el empleo resultó ser para vender aparatos para sordos por cuenta de una compañía americana, y que ni él se había sentido con ánimos para aceptarlo ni el entrevistador le había creído el hombre adecuado para ello. Según Tom, el entrevistador había aparecido un minuto después de haberse marchado ella, impidiéndole acudir a la cita en el Angelo.
—Dos mil dólares no te durarán a este paso.
Tom comprendió que Marge trataba de averiguar si Dickie le había dado algo.
—Durarán hasta el verano —dijo Tom, como sin darle importancia—. Y, de todas formas, creo que me lo merezco. Me pasé casi todo el invierno vagabundeando por Italia como un gitano, casi sin dinero, y ya tengo bastante de eso.
—¿Dónde estuviste este invierno?
—Pues no con Tom, quiero decir, no con Dickie —dijo Tom, riendo y sintiéndose confundido al percatarse de su equivocación—. Sé que probablemente eso es lo que pensabas. Pero lo cierto es que a Dickie le vi tanto como le viste tú.
—¡Oh, vamos, vamos! —dijo Marge, arrastrando las palabras.
Parecía como si la bebida empezase a surtir efecto en ella. Tom preparó dos o tres martinis más en la mezcladora.
—A excepción del viaje a Cannes y los dos días que estuvimos en Roma, en febrero, no he visto a Dickie.
No era del todo cierto, ya que le había dicho por carta que Tom había estado con Dickie en Roma durante varios días después del viaje a Cannes, pero en aquel momento, delante de Marge, sintió vergüenza de que ella supiese, o sospechase, que había pasado mucho tiempo con Dickie, y que les creyese culpables de lo que había motivado la cuestión lanzada por ella contra Dickie, en una de sus cartas. Tom se mordió la lengua mientras servía las copas odiándose a sí mismo por cobarde.
Durante el almuerzo (Tom lamentó que el primer plato fuese un rosbif frío, ya que eso resultaba desorbitadamente caro en Italia) Marge se puso a interrogarle sobre el estado mental de Dickie durante su estancia en Roma. La muchacha daba muestras de mayor sagacidad que cualquier policía. Logró hacerle confesar que había pasado diez días en Roma, con Dickie, después del viaje a Cannes. Le hizo preguntas sobre todo: desde Di Massimo, el pintor con quien Dickie solía trabajar, hasta el apetito de Dickie y la hora a que se levantaba por la mañana.
—¿Qué crees que sentía por mí? Dímelo honradamente, sabré soportar lo que sea.
—Creo que estaba preocupado por ti —dijo Tom con vehemencia—. Creo… bueno, era una de esas situaciones tan frecuentes, un hombre que tiene miedo al matrimonio…
—Pero ¡si nunca le pedí que se casase conmigo! —protestó Marge.
—Ya lo sé, pero…
Tom hizo un esfuerzo por continuar, aunque el tema le escocía como si fuese vinagre en la boca.
—Digamos que no se vio capaz de afrontar la responsabilidad de que tú le tuvieses tanto cariño. Creo que lo que deseaba era tener contigo una relación más superficial.
Con eso se lo decía todo y no le decía nada.
Marge le dirigió una de sus miradas de niña desvalida, pero fue sólo un momento; luego se repuso valientemente y dijo:
—Bueno, todo eso es agua pasada. Lo único que me interesa es lo que pueda haberle pasado a Dickie.
Tom pensó que la furia de Marge contra él, por haber pasado todo el invierno con Dickie, era agua pasada también, porque, desde el principio, ella se había resistido a creerlo y ahora ya no tenía necesidad de hacerlo. Con mucho cuidado le preguntó:
—¿Por casualidad no te escribiría desde Palermo?
Marge movió la cabeza negativamente.
—No. ¿Por qué?
—Quería saber qué opinabas tú sobre su estado de ánimo de aquellos días. ¿Le escribiste tú?
Ella vaciló.
—Sí… de hecho, lo hice.
—¿En qué tono? Te lo pregunto sólo porque pienso que una carta poco amistosa pudo haberle sentado muy mal entonces.
—Verás…, resulta difícil decirlo. Le escribí en un tono bastante amistoso, diciéndole que regresaba a los Estados Unidos.
Marge le miró con los ojos muy abiertos. Tom disfrutaba viendo su rostro, viendo cómo otra persona titubeaba al mentir. Aquélla era la carta malintencionada que ella había escrito diciéndole que le había contado a la policía que él y Dickie estaban siempre juntos.
—Entonces no creo que tenga importancia —dijo Tom con voz suave.
Transcurrieron unos instantes en silencio, entonces Tom le preguntó por su libro, por el nombre del editor y por sus planes para el futuro. Marge le contestó dando muestras de entusiasmo y a Tom le dio la impresión que si Dickie volvía junto a ella y le publicaban el libro antes del siguiente invierno, la muchacha estallaría de felicidad, explotaría como una bomba y nunca más se sabría de ella.
—¿Crees que debo hablar con mister Greenleaf? —preguntó Tom—. Gustosamente iría a Roma.
Mentalmente se dijo que no iría tan gustosamente, ya que en Roma había demasiada gente que le había visto interpretar el papel de Dickie Greenleaf.
—¿O acaso él preferiría venir aquí? Podría darle alojamiento en casa. ¿Dónde se aloja en Roma?
—Con unos amigos americanos que viven en un piso muy grande. Se llaman Northup y viven en la Via Quattro Novembre. Me parece que quedarías muy bien si lo hicieses. Te anotaré la dirección.
—Buena idea. No le caigo simpático, ¿verdad?
—Pues, para serte franca, no. Bien mirado, creo que es un poco duro contigo. Probablemente cree que estuviste viviendo a costa de Dickie.
—Pues no es verdad. Lamento que no diera resultado lo de hacer que Dickie regresara a casa, pero eso ya se lo expliqué. Le escribí cuando me enteré de la desaparición de Dickie, esforzándome por ser amable, por tranquilizarle. ¿Es que no sirvió de nada?
—Creo que sí, pero… ¡Oh, cuánto lo siento, Tom! ¡Con lo bonito que es este mantel!
Marge acababa de verter su copa sobre la mesa y se puso a limpiarla torpemente, con la servilleta. Tom regresó corriendo de la cocina con un trapo mojado.
—No tiene ninguna importancia —dijo; mirando cómo la madera iba perdiendo color pese a sus esfuerzos.
No era el mantel lo que le importaba, sino la hermosa mesa que había debajo.
—Lo siento muchísimo —seguía diciendo Marge.
Tom la odiaba. Inesperadamente, se acordó de los sujetadores de la muchacha colgados en el antepecho de la ventana, en Mongibello, y pensó que aquella noche, si la invitaba a quedarse, colocaría toda su ropa interior sobre una de sus sillas. La idea le repelía. Deliberadamente, le lanzó una sonrisa desde el otro lado de la mesa.
—Confio en que me harás el honor de aceptar una cama para esta noche —dijo Tom—. No la mía —añadió soltando una carcajada—, pero tengo dos habitaciones arriba y puedes escoger la que más te guste.
—Muchas gracias. Lo haré —dijo ella, sonriéndole alegremente.
Tom la instaló en su propia habitación, ya que la cama que había en la otra no era más que un diván muy grande y no era tan cómodo como su propia cama de matrimonio. Marge cerró la puerta para echar una siestecita después de comer.
Tom se puso a pasear inquieto por el resto de la casa, preguntándose si en su habitación habría algo de Dickie que fuese necesario sacar. El pasaporte de Dickie había estado escondido en el forro de una maleta que estaba en el armario, recordó, pero ahora se hallaba con el resto de las posesiones de Dickie en Venecia. No se le ocurría que hubiera nada en la habitación que pudiera incriminarle, y trató de tranquilizarse.
Más tarde, enseñó toda la casa a la muchacha, mostrándole la librería llena de volúmenes encuadernados en piel que había en la habitación contigua a la suya. Le dijo que los libros ya estaban en la casa, pero lo cierto era que los había comprado él mismo, en Roma, Palermo y Venecia. Advirtió que diez de ellos ya los tenía en Roma, y que los jóvenes agentes que acompañaban a Roverini los habían mirado de cerca, en apariencia para examinar los títulos. Pero no había por qué preocuparse, aunque volviesen los mismos agentes a su casa. Le enseñó a Marge la entrada principal de la casa, con su amplia escalinata de piedra. La marea estaba baja y dejaba al descubierto cuatro escalones, los dos más bajos cubiertos de musgo, espeso y mojado. El musgo era resbaladizo, de largos filamentos, y colgaba sobre el borde de los escalones como una mata de pelo verde oscuro. A Tom le repelían aquellos escalones, pero Marge dijo que eran muy románticos, y se inclinó para contemplar fijamente las profundas aguas del canal. Tom sintió el impulso de arrojarla al agua de un empujón.
—¿Podremos coger una góndola y regresar por este lado esta noche? —preguntó ella.
—Claro.
Aquella noche iban a cenar fuera y Tom aborrecía la larga velada que le esperaba, ya que no cenarían hasta las diez y luego probablemente Marge le pediría que se sentasen en la plaza de San Marco, para tomarse un espresso, hasta las dos de la madrugada.
Tom alzó los ojos hacia el cielo brumoso de Venecia, y vio una gaviota que planeaba hasta posarse en la escalinata de una de las casas al otro lado del canal. Trataba de decidir a cuál de sus nuevas amistades podía llamar para presentarse con Marge en su casa sobre las cinco de la tarde, para tomar una copa. Naturalmente, a todas les encantaría recibirla. Finalmente eligió a un inglés llamado Peter Smith-Kingsley. Peter era dueño de un cubrecama de punto, un piano y un bar muy bien surtido. Tom se dijo que Peter era el más conveniente, ya que siempre insistía para que sus invitados se quedasen un rato más. Allí permanecerían hasta que llegase la hora de irse a cenar.