22

Por la mañana, el periódico más importante traía un largo informe sobre el caso. Sólo en un breve párrafo se hablaba de la desaparición de Thomas Ripley, pero, en cambio, el artículo decía claramente que Richard Greenleaf «se exponía a ser considerado sospechoso de participación» en el asesinato de Miles, y que, a menos que se presentase para aclarar toda sospecha, era evidente que trataba de rehuir el «problema». También se hablaba de los cheques falsificados, diciendo que lo último que se sabía de Richard Greenleaf era la carta dirigida al banco de Nápoles manifestando que no había sido víctima de ninguna falsificación. Pero dos de los tres expertos que se encargaban del asunto afirmaban su creencia de que los cheques correspondientes a enero y febrero eran falsos, coincidiendo con la opinión del banco del signore Greenleaf en América, que había mandado a Nápoles fotocopias de las firmas. El periódico terminaba en un tono algo jocoso:

«¿Es posible que alguien cometa una falsificación en contra de uno mismo? ¿O es que el acaudalado americano protege a algún amigo suyo?».

Tom pensó que podían irse todos al diablo. La letra de Dickie era muy variable y él mismo había tenido ocasión de verlo en una póliza de seguros que Dickie guardaba entre sus papeles. Si empezaban a comprobar todo lo que había firmado durante los últimos tres meses, se iban a armar un buen lío. Al parecer, no habían caído en la cuenta de que también la firma de la carta enviada desde Palermo era falsa.

Lo único que verdaderamente le interesaba era averiguar si la policía tenía alguna prueba que, sin ningún género de duda, incriminase a Dickie en la muerte de Freddie Miles. Y, desde el punto de vista personal, eso le afectaría poco. Compró un ejemplar de Oggi y otro de Epoca en la plaza de San Marco. Las dos revistas llevaban profusión de fotografías y se ocupaban de todo lo espectacular y sensacional que ocurría en el mundo, desde un asesinato hasta los campeonatos de permanencia en el mástil de una bandera. No había nada en ellas sobre Dickie Greenleaf. Tal vez lo habría la semana siguiente. Aunque, de todas formas, no podrían publicar ninguna foto de él, Tom. En Mongibello, Marge había fotografiado a Dickie varias veces, pero nunca a él.

En su deambular por la ciudad aquella mañana, Tom compró unas gafas de gruesa montura en una tienda donde vendían juguetes y artículos para gastar bromas pesadas. Los cristales eran de vidrio normal y corriente. Luego visitó la catedral de San Marco y la recorrió toda por dentro sin ver nada, aunque no por culpa de las gafas. Iba pensando en que debía identificarse sin perder más tiempo, ya que cuanto más lo aplazase, peor sería para él. Al abandonar el templo se acercó a un policía y le preguntó dónde estaba la comisaría más próxima. Se sentía triste. No tenía miedo, pero presentía que el acto de identificarse como Thomas Ripley iba a ser una de las cosas más tristes que había hecho en toda su vida.

—¿Que usted es Thomas Ripley? —preguntó el capitán de la policía, sin mostrar mayor interés que el que Tom le hubiera inspirado de haber sido un perro perdido y finalmente encontrado—. ¿Me permite ver su pasaporte?

Tom se lo entregó.

—No sé exactamente qué sucede, pero al ver en la prensa que se me da por desaparecido…

Los agentes le contemplaban con rostro inexpresivo, haciéndole pensar que la cosa resultaba tan desagradable como había previsto.

—¿Qué sucede? —preguntó Tom.

—Llamaré a Roma —le respondió el capitán mientras descolgaba el teléfono.

La comunicación tardó unos minutos y luego, con voz impersonal, el policía informó a alguien en Roma que el americano, Thomas Ripley, se hallaba en Venecia; luego hizo unos comentarios sin importancia y finalmente se dirigió a Tom.

—Quisieran verle en Roma. ¿Puede ir allí hoy mismo?

Tom arrugó la frente y dijo:

—No tenía ninguna intención de ir a Roma.

—Veré qué puedo hacer —dijo amablemente el capitán, cogiendo de nuevo el aparato.

Tom le oyó pedir que mandasen algún miembro de la policía de Roma para entrevistarse con él en Venecia, y se dijo que, al parecer, el hecho de ser ciudadano americano todavía daba ciertos privilegios.

—¿En qué hotel se aloja usted? —preguntó el policía.

—En el Costanza.

El policía transmitió la información a la sede de Roma, Luego colgó y, cortésmente, informó a Tom que aquella misma tarde, después de las ocho se personaría en Venecia un representante de la policía de Roma para hablar con él.

—Gracias —dijo Tom.

Salió dejando tras de sí al capitán que, con aire sombrío, rellenaba un formulario. Tom pensó que la escena había sido corta y aburrida.

Pasó el resto del día en su habitación, reflexionando, leyendo y dando los últimos toques a su nueva caracterización. Le parecía muy probable que mandasen al mismo individuo con quien había hablado en Roma, el tenente Rovassini o como se llamase. Se retocó las cejas para que quedasen algo más oscuras. Sin quitarse el traje de tweed marrón, pasó toda la tarde tumbado, e incluso se arrancó un botón de la chaqueta. Dickie siempre había sido pulcro y ordenado, así que Tom Ripley iba a ser todo lo contrario, para aumentar el contraste. No comió nada para almorzar, aunque en realidad no tenía apetito, pero lo hizo para no dejar de perder los kilos que deliberadamente había engordado para el papel de Dickie Greenleaf. Estaba dispuesto a ser más delgado de lo que jamás había sido. En su pasaporte constaba con un peso de setenta kilos, mientras que Dickie pesaba unos setenta y seis. Ambos, sin embargo, tenían la misma estatura: cerca de un metro ochenta.

A las ocho y media de la tarde sonó el teléfono y la telefonista le anunció que el tenente Roverini le esperaba abajo.

—¿Quiere decirle que suba, por favor? —dijo Tom.

Se acercó a la silla donde tenía pensado sentarse y la arrastró aún más lejos del círculo de luz proyectado por la lámpara de pie. La habitación estaba arreglada de modo que se notase que había estado leyendo y matando el tiempo durante las últimas horas: la lámpara de pie estaba encendida, al igual que la pequeña lámpara para leer, el cubrecamas estaba algo arrugado y sobre él había un par de libros abiertos y dejados boca abajo; incluso había empezado a escribir una carta a la tía Dottie.

El tenente llamó a la puerta. Tom le abrió sin darse prisa.

—Buona sera.

—Buona sera. Tenente Roverini della Polizia Romana.

En el rostro sonriente del tenente no se advertía ningún signo de sorpresa o suspicacia. Detrás de él entró otro policía, alto, más joven y silencioso.

Tom le reconoció: era el mismo que había acompañado a Roverini al interrogarle en el apartamento de Roma. El teniente se sentó en la silla que Tom le ofrecía.

—¿Es usted amigo del signore Richard Greenleaf? —preguntó.

—Sí.

Tom estaba sentado en la otra silla, un sillón, para ser exactos, lo cual le permitía adoptar una postura negligente.

—¿Cuándo y dónde le vio usted por última vez?

—Le vi brevemente en Roma, justo antes de que se marchase a Sicilia.

—¿Tuvo noticias suyas desde Sicilia?

El teniente iba tomando nota de sus respuestas en la libreta que había extraído de la cartera marrón.

—Pues no. No supe nada de él.

—¡Ajá! —exclamó el teniente.

Parecía dedicar más atención a sus papeles que al propio Tom. Al fin, levantó la mirada con expresión amistosa e interesada.

—Durante su estancia en Roma, ¿no se enteró usted de que la policía le andaba buscando?

—No. No sabía nada de eso. Ni acabo de comprender por qué se dice que he desaparecido.

Tom se ajustó las gafas y miró al policía con ojos inquisitivos.

—Se lo explicaré más tarde. Siguiendo con Roma, ¿no le dijo el signore Greenleaf que la policía deseaba hablar con usted?

—No.

—Es raro —comentó el teniente en voz baja, haciendo otra anotación en la libreta—. El signore Greenleaf sabía que queríamos entrevistarnos con usted. El signore Greenleaf no se muestra demasiado dispuesto a colaborar, que digamos.

Sonrió a Tom, y éste no cambio su expresión seria y atenta.

Signore Ripley, ¿dónde ha estado usted desde fines de noviembre?

—Viajando. Principalmente por el norte de Italia.

Premeditadamente, Tom deslizó alguna que otra falta en su italiano, procurando que las palabras fluyeran con un ritmo muy distinto del de Dickie.

—¿Por dónde? —preguntó el teniente, empuñando de nuevo la pluma.

—Milán, Turín, Faenza…, Pisa…

—Hemos hecho indagaciones en los hoteles de Milán y Faenza, sin ir más lejos, ¿acaso se alojó siempre con amigos suyos?

—No… es que casi siempre dormía en mi coche.

Tom pensó que resultaba claro ver que no disponía de mucho dinero, y también que él era un joven de los que preferían dormir de cualquier forma en vez de hospedarse en un lujoso hotel.

—Lamento no haber renovado mi permiso di soggiorno —dijo Tom, poniendo cara contrita—. No sabía que se tratase de un asunto muy importante.

Lo cierto era que no ignoraba que los turistas casi nunca se tomaban las molestias de renovar el permiso de estancia y que se quedaban allí meses y meses pese a haber declarado al entrar que su visita duraría solamente unas semanas.

—Se dice permesso de soggiorno no permiso —le corrigió el teniente con aire paternal.

—Grazie.

—¿Me permite ver su pasaporte?

Tom lo sacó del bolsillo interior de la americana. El teniente se puso a estudiar atentamente la fotografía, mientras Tom asumía la expresión vagamente ansiosa que tenía en la foto. En ella no usaba gafas, pero llevaba el pelo con la raya en el mismo lado, y la corbata anudada del mismo modo, con un nudo triangular. El teniente echó una ojeada a los diversos visados de entrada que llenaban parcialmente las primeras dos páginas del pasaporte.

—Salvo la breve excursión a Francia con el signore Greenleaf, lleva usted en Italia desde el dos de octubre, ¿verdad?

—En efecto.

El teniente sonrió y echó el cuerpo hacia delante.

Ebbene, con esto se aclara un asunto importante… el misterio de la lancha de San Remo.

Tom arrugó el entrecejo.

—¿Y eso qué es?

—Se encontró una lancha hundida cerca de San Remo, y en ella había unas manchas que se creyeron de sangre. Naturalmente, eso fue cuando le dábamos por desaparecido; inmediatamente después de eso…

El policía abrió las manos y soltó una carcajada.

—… creímos oportuno interrogar al signore Greenleaf para saber qué le había sucedido a usted. Así lo hicimos. ¡La embarcación se dio por perdida el mismo día de la visita de ustedes dos a San Remo!

Se rió otra vez.

Tom fingió no darse por enterado de la coincidencia.

—Pero el signore Greenleaf, ¿es que no les dijo que yo me fui a Mongibello al partir de San Remo? Fui a hacer algunos —hizo una pausa para buscar la palabra exacta—… recados por cuenta suya.

—Benone! —exclamó el teniente Roverini, sonriendo.

Se aflojó los botones de la guerrera para estar más cómodo y se acarició el bigote con un dedo.

—¿Conocía usted también a Freddie Miles? —preguntó.

Tom soltó un suspiro involuntario, comprendiendo que el asunto de la lancha quedaba definitivamente archivado.

—No. Sólo le vi una vez, cuando se apeaba del autobús en Mongibello. Nunca volví a verle.

—¡Ajá! —exclamó el teniente, tomando nota de ello.

Permaneció callado durante un minuto, como si se le hubiesen terminado las preguntas, luego sonrió.

—¡Ah, Mongibello! ¡Bonito pueblo! ¿No cree? Mi esposa es de allí.

—¿De veras? —preguntó amablemente Tom.

—Sí. Mi esposa y yo pasamos allí nuestra luna de miel.

—En efecto, es un pueblo muy hermoso —dijo Tom—, grazie —aceptó el Nazionale que le ofrecía el teniente, pensando que tal vez se trataba de una pausa cortés, a la italiana, una especie de descanso entre dos asaltos. Estaba seguro de que la vida privada de Dickie iba a salir en la conversación, incluyendo el asunto de los cheques falsificados, y todo lo demás. Con voz seria y empleando su vacilante italiano, Tom dijo:

—Según he leído en un periódico, la policía sospecha que el signore Greenleaf fue el autor del asesinato de Freddie Miles, a menos que él mismo se presente a las autoridades. ¿Es cierto que le creen culpable?

—¡Ah, no, no, no! —protestó el teniente—. Pero ¡es imprescindible que se presente! ¿Por qué se estará escondiendo de nosotros?

—No lo sé. Como dice usted…, no parece muy dispuesto a colaborar —comentó Tom solemnemente—. Ni siquiera se molestó en avisarme de que la policía me estaba buscando para hablar conmigo, en Roma. Pero, pese a todo…, me cuesta creerle culpable de asesinar a Freddie Miles.

—¡Pero!… Verá, un hombre declaró en Roma que había visto a dos hombres junto al coche del signore Miles, delante de donde vivía el signore Greenleaf, y que ambos estaban bebidos o… —hizo una pausa para que sus palabras tuvieran mayor efecto— quizá uno de ellos estaba muerto, ya que el otro le sostenía junto al coche. Por supuesto, nos es imposible afirmar que el hombre que no se tenía en pie fuese el signore Miles o el signore Greenleaf, pero si pudiéramos encontrar a este último, podríamos preguntarle si estaba tan borracho que el signore Miles se vio obligado a sostenerle en pie.

El teniente se rió.

—Se trata de un asunto muy serio.

—Sí, me doy cuenta.

—Así que, ¿no tiene ni la más mínima idea de dónde puede estar el signore Greenleaf a estas horas?

—No, absolutamente ninguna.

El teniente reflexionó.

—Que usted sepa, ¿se pelearon el signore Greenleaf y el signore Miles?

—No, pero…

—Pero ¿qué?

Lentamente, sabiendo perfectamente lo que tenía que decir, Tom prosiguió:

—Sé que Dickie no fue a esquiar con Freddie Miles, que le había invitado. Recuerdo que me sorprendió que no fuese, aunque él no me dijo por qué.

—Estoy enterado de eso. Era en Cortina d’Ampezzo. ¿Está seguro de que no había ninguna mujer de por medio?

Tom advirtió que su sentido del humor le instaba a aprovechar aquella observación del teniente, pero prefirió fingir que meditaba cuidadosamente la pregunta.

—No lo creo.

—¿Qué me dice de la muchacha, de Marjorie Sherwood?

—Supongo que sería posible —dijo Tom—, pero no creo que sea probable. Tal vez no sea la persona más indicada para contestar a esas preguntas sobre la vida del signore Greenleaf.

—El signore Greenleaf ¿nunca le hablaba de sus asuntos sentimentales? —preguntó el teniente presa de un asombro latino.

Tom reflexionó que estaba en su mano seguir el asunto indefinidamente y que Marge confirmaría sus palabras, simplemente por el modo en que reaccionaría ante las preguntas sobre Dickie. La policía italiana nunca lograría llegar al fondo de la vida amorosa del signore Greenleaf. Ni el mismo Tom lo había logrado.

—No —dijo Tom—. No puedo decir que me hablase de sus cosas más personales. Lo que sé es que sentía mucho afecto por Marjorie. Por cierto, ella también conocía a Freddie Miles.

—¿Le conocía muy bien?

—Pues…

Tom procuraba dar a entender que sabía más de lo que decía. El teniente se inclinó hacia él.

—Puesto que durante un tiempo vivió usted con el signore Greenleaf, en Mongibello, a lo mejor puede contarnos algo sobre los afectos del signore Greenleaf en general. Es algo que para nosotros tiene muchísima importancia.

—¿Por qué no habla con la signorina Sherwood? —sugirió Tom.

—Ya hemos hablado con ella en Roma… antes de que el signore Greenleaf se esfumara. He tomado medidas para volver a hablar con ella cuando llegue a Génova para embarcarse hacia su país. Actualmente está en Múnich.

Tom guardó silencio, consciente de que el teniente estaba esperando que añadiera algo más a su declaración. Tom se sentía tranquilo. Las cosas estaban saliendo tal y como había esperado en sus momentos de mayor optimismo: la policía no tenía nada en su contra, nada en absoluto, ni albergaban ninguna sospecha sobre él. De pronto, se sintió inocente y fuerte, tan libre de culpa como su vieja maleta, de la que había tenido la precaución de arrancar la etiqueta de la consigna de equipajes de Palermo. Con su modo de hablar prudente, sincero, a lo Tom Ripley, dijo:

—Recuerdo que en Mongibello, Marge se pasó unos días diciendo que no iría a Cortina, pero luego cambió de parecer. De todos modos, no sé a qué fue debido. Si eso le sirve de algo…

—Pero nunca llegó a ir a Cortina.

—En efecto, pero eso se debió solamente a que tampoco fue el signore Greenleaf, supongo. Al menos, la signorina Sherwood siente tanto cariño por él como para no ir sola a donde pensaba ir con él.

—¿Cree usted que se pelearon, el signore Miles y el signore Greenleaf, a causa de la signorina Sherwood?

—No puedo decirle. Es posible. Sé que el signore Miles sentía mucho afecto por ella también.

—¡Ajá!

El teniente frunció el entrecejo tratando de poner en orden sus ideas sobre todo aquello. Levantó la vista hacia su joven compañero, que a todas luces estaba atento a la conversación, aunque, a juzgar por su rostro impasible, no tenía ningún comentario que hacer.

Tom se dijo que acababa de dejar a Dickie retratado como el típico enamorado celoso, negándose a que Marge fuese a Cortina y se divirtiese un poco, sólo porque, a su modo de ver, a la muchacha le gustaba demasiado Freddie Miles. Resultaba gracioso pensar que alguien, especialmente Marge, sintiese mayor atracción por Freddie, aquella especie de buey con ojos de besugo, que por Dickie. Tom sonrió, luego transformó su sonrisa en una expresión de no entender nada.

—¿Cree realmente que Dickie huye de algo, o bien cree que es pura casualidad que no puedan dar con él?

—¡Oh, no! Esto es demasiado. Primero el asunto de los cheques, del que tal vez se haya enterado usted por los periódicos.

—No acabo de entender este asunto de los cheques.

El policía se lo explicó. Estaba al corriente de las fechas de los cheques y de cuántas eran las personas convencidas de que se trataba de una falsificación. Añadió que el signore Greenleaf había negado que hubiese tal falsificación.

—Pero cuando el banco desea volver a entrevistarle en relación con la falsificación de que ha sido víctima, y cuando la policía de Roma quiere volver a interrogarle en relación con el asesinato de su amigo, y él desaparece tan repentinamente…

El teniente hizo un gesto muy expresivo con las manos.

—… la única explicación posible es que huye de nosotros.

—¿Y no se le ocurre pensar que tal vez alguien le haya asesinado? —preguntó Tom suavemente.

El teniente se encogió de hombros y no los volvió a bajar hasta haber transcurrido casi un cuarto de minuto.

—No lo creo. Los hechos no lo hacen suponer. No del todo. Ebbene… hemos mandado radiogramas a todos los buques que tomaron pasaje en Italia, sin reparar en su calado. O bien se ha ido en una embarcación de pesca, o sigue en Italia, escondido en alguna parte. Sin descartar, claro está, la posibilidad de que se haya ocultado en algún otro país europeo, ya que no tenemos por norma anotar los nombres de las personas que salen de nuestro país, y el signore Greenleaf dispuso de varios días para hacerlo. Sea como sea, está escondido, y obra como si fuese culpable. Eso quiere decir que algo hay.

Tom le miró fijamente, con expresión grave.

—¿Vio usted alguna vez cómo firmaba los cheques, especialmente los correspondientes a enero y febrero?

—Le vi firmar uno de ellos —dijo Tom—. Pero me temo que eso fue en diciembre. No estaba con él en enero y febrero. ¿Es en serio que sospecha de él por el asesinato del signore Miles? —volvió a preguntar Tom con voz de incredulidad.

—Lo cierto es que no tiene una buena coartada —contestó el policía—. Según él, estuvo paseando cuando se hubo marchado el signore Miles, pero nadie le vio pasear.

Inesperadamente, el policía señaló a Tom con el dedo.

—Y además…, a través del amigo del signore Miles, el signore Van Houston, hemos sabido que al signore Miles le costó mucho trabajo encontrar al signore Greenleaf en Roma… casi parecía que quisiera darle esquinazo. Puede ser que el signore Greenleaf estuviera enojado con el signore Miles, aunque, según el signore Van Houston, ¡el signore Miles no estaba enojado en absoluto con el signore Greenleaf!

—Entiendo —dijo Tom.

—Ecco —dijo el teniente con tono concluyente, mirando fijamente las manos de Tom.

Aunque tal vez eran figuraciones de Tom. Volvía a llevar su propio anillo, pero quizás el teniente había advertido cierto parecido con el otro. Haciendo un alarde de osadía, Tom adelantó la mano hacia el cenicero para apagar su cigarrillo.

—Ebbene —dijo el teniente, levantándose—. Muchísimas gracias por su ayuda, signore Ripley. Es usted una de las pocas personas de las que podemos sacar algo sobre la vida del signore Greenleaf. En Mongibello, las personas que le conocían son muy calladas. ¡Un rasgo muy italiano, por desgracia! Ya sabe, el miedo a la policía.

Se rió entre dientes.

—Espero que podamos encontrarle más fácilmente la próxima vez que necesitemos preguntarle algo. Quédese un poco más en las ciudades y un poco menos en el campo. A no ser, claro, que le apasionen nuestros paisajes.

—¡Me apasionan, sí! —exclamó Tom calurosamente—. A mí me parece que Italia es el país más hermoso de Europa. Pero si usted quiere, me mantendré en contacto con usted para que en todo momento sepa dónde estoy. Tengo tanto interés como ustedes en encontrar a mi amigo.

Lo dijo como si su mente inocente ya hubiese olvidado la posibilidad de que Dickie fuese un asesino.

El teniente le entregó una tarjeta con su nombre y con la dirección de su despacho en la jefatura de Roma. Luego inclinó la cabeza cortésmente.

—Grazie tanto, signore Ripley. Buona sera!

—Buona sera —dijo Tom.

El otro policía le saludó militarmente al salir y Tom le correspondió con una inclinación de cabeza. Luego cerró la puerta.

Le hubiese gustado salir volando por la ventana. ¡Los muy idiotas! Habían estado tan cerca de la verdad sin llegar a adivinarla… Ni por un momento se les había ocurrido que Dickie estaba huyendo de las preguntas sobre las falsificaciones porque, en primer lugar, no era el verdadero Dickie Greenleaf. La única cosa en la que habían dado en el clavo era la posibilidad de que Dickie Greenleaf fuera el asesino de Freddie Miles. Pero Dickie Greenleaf estaba muerto, más muerto que una piedra y él, Tom Ripley, estaba a salvo. Descolgó el teléfono.

—¿Quiere ponerme con el Grand Hotel, por favor? —dijo en italiano, con su propia voz—. II ristorante, perpiacere… Quisiera reservar mesa para una persona, a las nueve y media. Gracias. A nombre de Ripley. R-i-p-l-e-y.

Aquella noche iba a cenar espléndidamente. Y contemplaría la luna reflejándose en el Gran Canal, con sus góndolas perezosas transportando a los recién casados y la silueta de los gondoleros y los remos recortándose sobre las aguas bañadas por la luz de la luna. De pronto, le entró un apetito voraz y se dijo que pediría algo exquisito y caro para cenar…, lo que fuese la especialidad del Grand Hotel, pechuga de faisán opetto di pollo y, para empezar, tal vez canelloni con una cremosa salsa por encima de la pasta y un buen valpolicella para ir bebiendo a sorbitos, pausadamente, mientras soñaba en el porvenir y trazaba planes sobre lo que haría en el futuro.

Tuvo una idea brillante mientras se cambiaba de ropa: escribiría un testamento, firmado por Dickie, legándole a él todo su dinero y sus rentas y lo guardaría en un sobre con la indicación de que no se abriera hasta pasados unos meses. Era una idea excelente.