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83 Stazione Polizia

Roma

14 de febrero de 19…

Distinguido signore Greenleaf:

Le rogamos que se presente en Roma con toda urgencia con el fin de responder a algunas preguntas importantísimas referentes a Thomas Ripley. Le agradeceríamos mucho su presencia y nos será de gran utilidad para acelerar nuestras investigaciones.

En caso de no presentarse antes de una semana, nos veremos obligados a tomar ciertas medidas con las consiguientes molestias para nosotros y para usted.

Respetuosamente,

Cap. ENRICO FARRARA

Tom comprendió que seguían buscando a Thomas Ripley, si bien podría tratarse de algo nuevo relacionado con el caso Miles. Los italianos no solían emplazar a un americano con términos semejantes a aquéllos. El último párrafo era una amenaza apenas disimulada. Además, ya estaban enterados del asunto del cheque falsificado.

Se quedó con la carta en la mano, mirando a su alrededor sin ver nada, hasta que reparó en su propia imagen reflejada en el espejo. Las comisuras de la boca mostraban un rictus de preocupación y en sus ojos se advertía la ansiedad y el miedo. Daba la impresión de querer expresar las sensaciones que le invadían mediante el gesto y la expresión del rostro y, al advertir que ambos eran auténticos, sintió que, de pronto, sus temores se hacían más intensos aún. Dobló la carta y se la guardó en el bolsillo, luego la volvió a sacar y la rompió en pedazos.

La pregunta no se respondió por sí sola, pero, de pronto, supo lo que tenía que hacer, lo que iba a hacer cuando regresara al continente. No iría a Roma ni a ningún lugar cercano a ella, sino que podía ir hasta Milán o Turín, o quizá hasta algún sitio próximo a Venecia; allí compraría un coche de segunda mano, que hubiese hecho muchos kilómetros, y diría que se había pasado los últimos dos o tres meses viajando por Italia, sin enterarse de que estaban buscando a Thomas Ripley.

Siguió haciendo las maletas, decidido a que aquél fuese el fin de Dickie Greenleaf. Odiaba tener que convertirse de nuevo en Thomas Ripley, un don nadie, odiaba volver a sus viejos hábitos, a experimentar otra vez la sensación de que la gente le despreciaba y le encontraba aburrido a menos que hiciera algo especial para divertir a los demás, como un payaso, sintiéndose incompetente e incapaz de hacer algo que no fuese divertir a la gente durante unos minutos. Odiaba volver a su auténtica personalidad del mismo modo que hubiese odiado tener que ponerse un traje viejo, manchado y sin planchar, un traje que ni cuando era nuevo valía nada. Sus lágrimas cayeron sobre la camisa de Dickie, a rayas azules y blancas, colocada encima de las demás prendas que había en la maleta, limpia y almidonada y con aspecto de ser tan nueva como al sacarla de la cómoda de Dickie en Mongibello. Pero, sobre el bolsillo del pecho, estaban las iniciales de Dickie, bordadas con diminutas letras rojas. Mientras hacía la maleta iba pasando lista a las cosas de Dickie que le sería posible conservar porque no llevaban sus iniciales, o porque nadie recordaría que pertenecían a Dickie, no a él. Sólo quizá Marge recordara algunas de ellas, como la libreta de direcciones con tapas de cuero azul y que Dickie había utilizado un par de veces solamente. Probablemente se la había regalado Marge. De todas formas, no tenía intención de ver a Marge otra vez.

Pagó la cuenta del hotel, pero tuvo que esperar hasta el día siguiente para tomar un buque que le llevase al continente. Hizo la reserva del pasaje a nombre de Greenleaf, pensando que era la última vez que reservaba un pasaje a nombre de Greenleaf, aunque no estaba del todo seguro. No lograba deshacerse de la idea de que todo se olvidaría con el paso del tiempo y que, por esa razón, no había que desanimarse. A decir verdad, tampoco había que desanimarse por volver a ser Tom Ripley. Tom nunca se había sentido verdaderamente descorazonado, aunque a veces lo pareciese. Además, algo había aprendido durante los últimos meses. Si uno deseaba ser alegre, melancólico, pensativo, cortés, bastaba con actuar como tal en todo momento.

Un pensamiento muy alegre acudió a su mente en el momento de despertarse por última vez en Palermo: dejar las ropas de Dickie en la consigna de la American Express de Venecia, bajo un nombre diferente, y reclamarlas en el futuro, si las quería o las necesitaba, o simplemente no reclamarlas jamás. Se sintió mucho mejor al pensar que las camisas de Dickie, junto con los gemelos, la pulsera con su nombre y el reloj, quedarían guardadas a buen recaudo en alguna parte en vez de terminar en el fondo del mar Tirreno o en algún cubo de basura de Sicilia.

Así pues, borró las iniciales de las maletas rascándolas y, bien cerradas, las facturó desde Nápoles a la American Express Company, en Venecia, junto con las dos telas que había empezado a pintar en Palermo. Las mandó a nombre de Robert Fanshaw, diciendo que pasarían a buscarlas. Los únicos objetos comprometedores que conservó consigo fueron los anillos de Dickie, que guardó en el fondo de un estuche de piel, feo y pequeño, perteneciente a Thomas Ripley y que, por alguna razón ya olvidada, llevaba consigo en todos sus viajes desde hacía muchos años. Normalmente guardaba en él los gemelos para la camisa, algunos botones sueltos, un par de plumines de estilográfica y un carrete de hilo blanco con una aguja de coser clavada en él.

Salió de Nápoles en un tren que pasó por Roma, Florencia, Bolonia y Verona, donde se apeó y cogió un autobús hasta Trento, a unos sesenta kilómetros. No quiso comprar un coche en una ciudad de la importancia de Verona, ya que había la posibilidad de que su nombre llamase la atención de la policía al pedir la matrícula. En Trento adquirió un Lancia de segunda mano que le costó en liras el equivalente de unos ochocientos dólares. Hizo la operación con su propio nombre, Thomas Ripley, tal como constaba en el pasaporte. Luego se instaló en un hotel y se dispuso a esperar las veinticuatro horas que tardaría en serle concedida la matrícula. Pasaron seis horas sin ninguna novedad. Al principio, Tom había temido que su nombre fuese conocido incluso en aquel pequeño hotel y que también en el departamento encargado de matricular los automóviles supieran quién era él. Pero llegó el mediodía del día siguiente y el coche ya estaba matriculado, sin que hubiese tenido ningún percance. Tampoco los periódicos hablaban de la búsqueda de Thomas Ripley, del caso Miles ni de la lancha de San Remo. La ausencia de noticias le producía una extraña sensación de felicidad y seguridad, una sensación en la que había algo de irreal. Empezó a sentirse a gusto en su papel de Thomas Ripley y a exagerar la vieja reticencia de Tom Ripley para con los desconocidos, la vieja actitud de inferioridad que se manifestaba cada vez que agachaba la cabeza o lanzaba una de sus miradas tristonas y furtivas. Se preguntaba si, después de todo, habría alguien capaz de creer que un tipo como él hubiese cometido un asesinato. Además, el único asesinato del que podían creerle sospechoso era el de Dickie, en San Remo, y no había indicios de que estuvieran adelantando mucho en aquel sentido. El hecho de ser Tom Ripley tenía una compensación, al menos: le libraba del sentimiento de culpabilidad producido por la estúpida e innecesaria muerte de Freddie Miles.

Deseaba irse directamente a Venecia, pero pensó que era mejor quedarse una noche y hacer lo que pensaba decirle a la policía que había estado haciendo durante meses: dormir en el coche, en un camino vecinal. Pasó una incómoda noche en el asiento posterior del Lancia, en algún paraje cercano a Brescia. Al amanecer se acomodó en el asiento del conductor, entumecido hasta el punto de apenas poder volver la cabeza para conducir. Pero de aquel modo podría dar un aire de autenticidad a su coartada. Compró una guía del norte de Italia y la llenó de fechas y señales, doblando el ángulo de algunas páginas y pisoteándola con el fin de romper el lomo del librito y lograr que quedase abierto por las páginas correspondientes a Pisa.

La noche siguiente la pasó en Venecia. En un arrebato infantil, había evitado ir a Venecia solamente por el temor de llevarse una desilusión al verla, pensando que sólo los sentimentales y los turistas americanos eran capaces de entusiasmarse con Venecia, y que, en el mejor de los casos, la ciudad era poco más que un lugar para parejas en luna de miel, a las que atraía la incomodidad de no poder ir a ninguna parte como no fuera en góndola, moviéndose muy lentamente por los canales. Se encontró con una ciudad mucho mayor de lo que suponía, llena de italianos parecidos a los que había en las demás ciudades. Comprobó que podía recorrerse la ciudad de cabo a rabo por una serie de callejuelas y puentes, sin poner el pie en una góndola, y que en los canales principales había un servicio de transporte a cargo de motoras que era igual de rápido y eficiente que el metro, advirtió también que los canales no olían mal. Había multitud de hoteles entre los que podía elegir, desde el Gritti y el Danieli, que conocía de oídas, hasta sórdidos hoteles y pensiones en las callejuelas poco concurridas, tan distintas del mundo de los policías y los turistas americanos, que a Tom no le costaba imaginarse a sí mismo viviendo en uno de ellos durante meses y más meses sin que nadie se fijase en él. Se decidió por un hotel llamado Costanza, cerca del puente Rialto; el hotel era de una categoría intermedia entre los famosos establecimientos de lujo y las pequeñas pensiones de mala muerte. Era limpio, barato y cercano a los lugares de interés. Era justo el hotel que le hacía falta a Tom Ripley.

Pasó un par de horas deshaciendo lentamente su equipaje y asomándose a la ventana para contemplar con ojos de ensueño el crepúsculo que iba descubriendo el Gran Canal. Se imaginaba la conversación que sostendría con la policía antes de que pasase mucho tiempo:

—Pues no tengo la menor idea. Le vi en Roma. Si no me creen pueden preguntárselo a miss Marjorie Sherwood… Pues ¡claro que soy Tom Ripley! —aquí soltaría una carcajada—. No acabo de ver a qué viene todo esto… ¿San Remo? Sí, me acuerdo. Devolvimos la lancha al cabo de una hora… Sí, regresé a Roma después de ir a Mongibello, pero me quedé sólo un par de noches. He estado recorriendo el norte de Italia… Me temo que no tengo ninguna idea de dónde está, aunque le vi hará cosa de tres semanas…

Tom se apartó de la ventana con una sonrisa en los labios, se cambió de camisa y corbata y salió en busca de un restaurante tranquilo para cenar. Tenía que ser un buen restaurante, pues Tom Ripley podía darse el gusto de cenar en un sitio caro por una vez. Llevaba el billetero tan lleno de billetes de diez mil y veinte mil liras que resultaba imposible doblarlo. Había hecho efectivos mil dólares en cheques de viaje, a nombre de Dickie, antes de salir de Palermo.

Compró dos periódicos de la tarde, que se puso bajo el brazo, y siguió andando. Cruzó un puente pequeño y arqueado y se metió en una calle muy larga y estrecha llena de tiendas de artículos de cuero y camiserías. Vio escaparates relucientes de joyería que parecía salida de los libros de cuentos leídos en sus años infantiles. La gustaba que en Venecia no hubiese automóviles. Eso daba a la ciudad un aire más humano. Las calles eran sus venas y la gente que iba y venía constantemente era la sangre. Emprendió la vuelta por otra calle y cruzó el amplio cuadrilátero de San Marco por segunda vez. Había palomas por doquier, en el aire, en los espacios iluminados por la luz de los escaparates, caminando entre los pies de los viandantes, como si ellas mismas fuesen turistas en su propia ciudad. Las mesas y sillas de los cafés salían de los soportales e irrumpían en plena plaza, forzando a transeúntes y palomas a abrirse paso por los pocos espacios que quedaban libres. A cada extremo de la plaza, los altavoces atronaban el aire con sus sones. Tom trató de imaginarse cómo sería la plaza en verano, llena de sol y de gente echando puñados de grano a las palomas, que bajaban a picotearlo en el suelo. Entró en otro túnel iluminado que hacía las veces de calle y que estaba lleno de restaurantes. Optó por un establecimiento de aspecto respetable, con manteles blancos y paredes recubiertas de madera. Tom sabía por experiencia que en esa clase de restaurantes daban más importancia a la gastronomía que a hacerse una clientela de turistas de paso. Se instaló en una mesa y abrió uno de los periódicos.

Y ahí lo tenía, en una pequeña noticia de la segunda página:

LA POLICÍA BUSCA A UN AMERICANO DESAPARECIDO

Se trata de Dickie Greenleaf amigo del asesinado Freddie Miles, y desaparecido tras unas vacaciones en Sicilia.

Tom acercó más la vista al periódico, olvidándose de todo cuanto le rodeaba, pero, al mismo tiempo, consciente de la desazón que iba apoderándose de él a medida que leía; desazón que iba dirigida hacia la policía por ser tan estúpidos e incompetentes, y a los periódicos por malgastar espacio con semejantes noticias. El texto decía que Richard, llamado Dickie Greenleaf, amigo íntimo del finado Freddie Miles, el americano asesinado en Roma tres semanas antes, había desaparecido tras, según se creía, embarcar en Palermo con destino a Nápoles. Tanto la policía de Sicilia como la de Roma había sido puesta en estado de alerta y le buscaba. En el último párrafo se decía que, precisamente, la policía romana acababa de pedirle a Greenleaf que respondiese a ciertas preguntas referentes a la desaparición de Thomas Ripley, que también era amigo íntimo de Greenleaf. Según el periódico, nada se sabía de Ripley desde hacía tres meses aproximadamente.

Tom dejó el periódico e inconscientemente puso la cara de sorpresa propia de alguien que acaba de leer en la prensa la noticia de su propia desaparición. Fingió tan bien sentirse atónito que no se dio cuenta de que el camarero había acudido a su mesa hasta que el hombre tuvo que ponerle el menú en la mano. Tom se dijo que había llegado el momento de presentarse a la policía. Si no tenían nada en su contra, como era lo más probable, no investigarían la fecha de compra del automóvil. La noticia del periódico fue un alivio para él, ya que era un claro indicio de que su nombre no había llegado a la policía a través de la oficina de matrículas de Trento.

Cenó pausadamente, saboreando la comida, y después pidió un espresso y se fumó dos cigarrillos mientras hojeaba la guía del norte de Italia. Al terminar, pensaba de otro modo:

No había razón alguna por la que debiera haber leído la noticia en el periódico, y más tratándose de una noticia tan breve. Además, estaba en un solo periódico. No, no había necesidad de presentarse a la policía hasta haber leído dos o tres noticias parecidas, o una sola pero lo bastante destacada como para llamarle la atención. Probablemente no tardarían en publicar algo más importante. En cuanto pasaran unos días más y Dickie Greenleaf siguiera sin dar muestras de vida, empezarían a sospechar que se ocultaba en alguna parte porque había asesinado a su amigo Freddie Miles, y, posiblemente, a Tom Ripley también. Tal vez Marge había hablado con la policía sobre la conversación sostenida con Tom Ripley en Roma dos semanas antes. De todos modos, la policía no le había visto en persona todavía…

Siguió hojeando distraídamente la guía mientras su cerebro iba pensando.

Se figuró que Marge estaría en Mongibello, ultimando los preparativos para regresar a América. La muchacha leería en la prensa la noticia de la desaparición de Dickie, de la que seguramente culparía a Tom, y escribiría al padre de Dickie diciéndole que Tom Ripley ejercía una pésima influencia sobre su hijo, eso en el mejor de los casos. Cabía la posibilidad de que mister Greenleaf decidiera trasladarse a Europa.

«¡La lástima es no poder presentarse ante ellos, primero como Tom y luego como Dickie, para dejar los dos asuntos bien aclarados!»

Decidió poner un poco más de realismo en la interpretación de su propio papel, encorvándose un poco más, mostrándose más tímido que nunca, e incluso comprándose unas gafas con montura de concha y dando a su boca un rictus más triste que contrastase con la de Dickie. Era posible que tuviera que hablar con algún policía que hubiese visto su caracterización de Dickie.

«¿Cómo se llamaba aquel que me vio en Roma? ¿Rovassini?»

Finalmente decidió teñirse otra vez el pelo dándole un tono más oscuro que el de su color natural.

Dio un tercer vistazo a los periódicos buscando algo sobre el caso Miles. No había nada.