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Pasaron cinco días, tranquilos y solitarios pero muy agradables, Tom se dedicó a callejear, deteniéndose aquí y allí para pasarse una hora en un café o en un restaurante, leyendo sus guías de viaje y los periódicos. Un día muy desapacible alquiló una carrozza y se trasladó a Monte Pelligrino para visitar la fantástica tumba de santa Rosalía, la patrona de Palermo. Había una famosa estatua de la santa —de la que, en Roma, Tom había visto algunas reproducciones— en pleno éxtasis, aunque seguramente un psiquiatra lo hubiese llamado de otro modo. La tumba le hizo una gracia tremenda, sin poder apenas contener la risa al ver la estatua: el cuerpo recostado, exuberante y femenino, las manos en actitud de buscar algo a tientas, los ojos en blanco, la boca entreabierta. Sólo faltaban los efectos sonoros que imitasen un jadeo. Pensó en Marge. Visitó un palacio bizantino, la biblioteca de Palermo, con sus pinturas y sus antiquísimos manuscritos conservados en vitrinas, y después estudió la formación del puerto, que su guía de viaje mostraba mediante un meticuloso diagrama. Trazó un boceto de una pintura de Guido Reni, sin ningún propósito concreto, y se aprendió de memoria una larga cita de Tasso que aparecía en la fachada de un edificio público. Escribió a Bob Delancey y a Cleo, en Nueva York, a ésta una larga carta describiéndole sus viajes, sus diversiones y sus variopintos conocidos con el mismo ardor de un Marco Polo describiendo sus viajes por China.

Pero se sentía solo. No era la sensación de estar solo sin sentirse tal cosa, como en París. Se había imaginado que iba a hacerse con un amplio círculo de nuevos amigos, con los que empezaría una nueva vida, llena de costumbres, pensamientos y sensaciones distintas a las de antes, y, por supuesto, mejores. Pero empezaba a comprender que eso no era posible, que siempre tendría que mantenerse alejado de la gente. Tal vez las costumbres y las sensaciones nuevas las conseguiría, pero jamás lograría forjarse un nuevo círculo de amistades… a no ser que se marchase a Estambul o a Ceilán, aunque no se sentía muy atraído por la clase de gente que en tales ciudades podía frecuentar. Estaba solo y jugando a algo para lo que la soledad era necesaria. Precisamente, el peligro, la mayor parte del peligro, lo constituían las personas con quienes podía entablar amistad. Si se veía obligado a vagar por el mundo completamente solo, tanto mejor, ya que menores serían las posibilidades de ser descubierto. Eso no dejaba de ser una forma optimista de enfocar el asunto, de modo que se sintió mejor por haberlo pensado.

Modificó ligeramente su modo de comportarse, para que estuviese más en consonancia con alguien que observaba la vida desde cierta distancia. Todavía se mostraba cortés y sonreía a todo el mundo, a la gente que le pedía prestado el periódico en el restaurante, a los empleados del hotel…, pero adoptaba una actitud un tanto más altanera, y cuando hablaba no lo hacía con la locuacidad de antaño. El cambio le gustaba porque le permitía hacerse la idea de que era un joven que acababa de sufrir un serio desengaño sentimental o cualquier otra clase de desastre emocional y que trataba de reponerse como correspondía a una persona civilizada: visitando uno de los parajes más bellos de la Tierra.

Eso le hizo pensar en Capri. El tiempo seguía siendo atroz, pero Capri era Italia y lo poco que de él había visto, en compañía de Dickie, no había servido sino para estimularle el apetito. Se preguntó si debía esperar hasta el verano y mientras mantener a la policía lejos de sí. Pero más que Grecia con su Acrópolis, lo que le hacía falta era pasar unas buenas vacaciones en Capri y, por una vez, mandar la cultura a paseo. Recordaba haber leído algo sobre el invierno en Capri: viento, lluvia y soledad. Pero seguía siendo Capri pese a todo, el mismo Capri donde había residido Tiberio. La plaza seguía siendo la misma, sin gente, pero sin que hubiese cambiado uno solo de los guijarros del empedrado. Se le ocurrió que podía ir allí aquel mismo día y apretó el paso en dirección al hotel. La ausencia de turistas no menguaba las posibilidades de la Costa Azul y probablemente habría servicio aéreo con Capri. Había oído decir que había una línea de hidroaviones entre Nápoles y Capri, y se dijo que, si el servicio no funcionaba en febrero, fletaría uno para él solo. Al fin y al cabo, el dinero de algo servía.

—Buon’giornol Come sta? —dijo al empleado del mostrador, sonriéndole.

—Hay carta para usted, signore. Urgentissimo —dijo el empleado, devolviéndole la sonrisa.

Era del banco de Dickie en Nápoles. Dentro del sobre había otro, más pequeño, remitido por la compañía fideicomisaria de Nueva York. Tom leyó primero la carta del banco napolitano:

10 de febrero de 19…

Muy señor nuestro:

Nos llama la atención la Wendell Trust Company de Nueva York sobre ciertas dudas con respecto a su firma en el recibo de la remesa de quinientos dólares correspondiente al pasado mes de enero. Según parece, las dudas son acerca de la autenticidad de dicha firma. Nos apresuramos a ponerlo en su conocimiento con el fin de poder dar los pasos necesarios en este sentido.

Nos ha parecido conveniente informar del hecho a la policía, pero esperamos que usted se sirva confirmarnos la opinión de nuestro Inspector de Firmas y del Inspector de Firmas de la Wendell Trust Company de Nueva York. Le estaremos muy agradecidos por cuanta información pueda facilitarnos y le rogamos que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible.

Suyo respestuosa y obedientemente,

EMILIO DI BRAGANZI

Segretario Generale della banca di Napoli

P. D. En caso de que su firma sea auténtica, le rogamos que, pese a ello, se presente en nuestras oficinas de Nápoles cuanto antes para firmar otra vez en nuestra ficha. Le adjuntamos una carta que por mediación nuestra le ha enviado la Wendell Trust Company.

Tom rasgó el sobre de la compañía de Nueva York.

5 de febrero de 19…

Apreciado mister Greenleaf

Nuestro Departamento de Firmas nos comunica que, a su juicio, la firma que aparece en el recibo de la remesa mensual, núm. 8747, correspondiente al pasado mes de enero, no es válida. En la creencia de que por algún motivo este hecho ha escapado a su atención, nos apresuramos a comunicárselo, con el fin de que pueda usted confirmarnos el haber firmado el cheque en cuestión o, por el contrario, corrobore nuestra opinión en el sentido de que dicho recibo ha sido falsificado. Hemos llamado la atención del banco de Nápoles sobre este particular.

Le adjuntamos una ficha de nuestro archivo permanente de firmas rogándole se sirva firmarla y devolvérnosla.

Le agradeceremos sus noticias a la mayor brevedad posible.

Atentamente,

EDWARD T. CAVANACH

Secretario

Tom se humedeció los labios. Escribiría a los dos bancos diciéndoles que no echaba a faltar ninguna cantidad. Pero dudaba que eso les dejase satisfechos durante mucho tiempo. Ya había firmado tres recibos, empezando por el de diciembre. Se preguntó si examinarían los recibos anteriores para comprobar la firma. Era probable que un experto se diese cuenta de que las tres firmas eran falsas.

Subió a su habitación y, sin perder un segundo, se sentó ante la máquina de escribir. Tras colocar en ella una hoja de papel con el membrete del hotel, se quedó mirándola fijamente durante unos instantes, pensando que no conseguiría tranquilizar a los bancos con lo que iba a escribir. Si disponían de un grupo de expertos que examinaran las firmas con lupa y toda clase de medios, lo más probable era que descubriesen que las tres firmas eran falsas. De todos modos, sabía muy bien que las falsificaciones eran excelentes; tal vez la de enero la había hecho demasiado deprisa, pero aun así era una buena falsificación pues, de no serlo, no la hubiera enviado al banco. Les hubiese dicho que había perdido el recibo y que hicieran el favor de mandarle uno nuevo. En la mayoría de los casos de falsificación, transcurrían meses antes de que alguien se diese cuenta. Era extraño que en su propio caso lo hubiesen hecho tan pronto, en cuestión de cuatro semanas. Probablemente le tenían bien vigilado, sin omitir ninguna de las facetas de su vida, a raíz del asesinato de Freddie Miles y del hallazgo de la motora hundida cerca de San Remo. Lo cierto era que querían verle personalmente en el banco de Nápoles. Quizá algún empleado conocía a Dickie de vista. Tom sintió que el pánico se apoderaba de él y le dejaba momentáneamente paralizado. Se veía ante una docena de policías, italianos y americanos, que le preguntaban sobre el paradero de Dickie Greenleaf, sin que él pudiera decirles dónde estaba ni demostrarles que existía. Se imaginó a sí mismo tratando de firmar con el nombre de H. Richard Greenleaf ante la mirada de una docena de grafólogos, desmoronándose de golpe sin poder pergeñar una sola letra. Hizo un esfuerzo y empezó a golpear el teclado de la máquina. Dirigió la carta a la Wendell Trust Company de Nueva York.

12 de febrero de 19…

Muy señores míos:

En contestación a su carta referente a la remesa del mes de enero, debo comunicarles que yo mismo firmé el cheque al recibir la cantidad, de la que no faltaba un solo céntimo. En caso de haber extraviado el cheque, como es natural les hubiese avisado inmediatamente.

Les adjunto la ficha debidamente firmada tal como me piden.

Atentamente,

H. RICHARD GREENLEAF

Probó la firma de Dickie varias veces, en el sobre de la compañía fideicomisaria, antes de firmar en la ficha y en la carta. Luego escribió una carta parecida al banco de Nápoles, prometiéndoles personarse en sus oficinas al cabo de breves días para volver a registrar su firma. Escribió la palabra «Urgentissimo» en ambos sobres y bajó al vestíbulo. El conserje le vendió unos sellos y Tom echó las cartas al correo.

A continuación salió a dar una vuelta. De su deseo de visitar Capri ya no quedaba ni rastro. Eran las cuatro y cuarto de la tarde. Tom anduvo sin rumbo fijo durante mucho rato. Finalmente, se detuvo ante el escaparate de un anticuario y pasó varios minutos con los ojos clavados en un tétrico cuadro al óleo en el que se veían dos santos barbudos que bajaban por la ladera de una colina a la luz de la luna. Entró en la tienda y compró el cuadro sin regatear. Ni siquiera estaba enmarcado, así que se lo llevó al hotel enrollado bajo el brazo.