El buque se acercaba al puerto de Palermo lentamente, metiendo suavemente su blanca proa entre los desperdicios que flotaban en el mar, como si tantease el camino que debía seguir. A Tom le pareció ver en ello cierta similitud con su propia forma de llegar a Palermo. Acababa de pasar dos días en Nápoles sin que la prensa hubiera dicho nada de interés sobre el caso Miles, aparte de guardar un absoluto silencio acerca de la lancha hallada en San Remo. Que él supiese, tampoco la policía había tratado de ponerse en contacto con él, aunque no descartaba la posibilidad de que le estuvieran esperando en el hotel de Palermo, creyendo que no había necesidad de molestarse en buscarle en Nápoles.
De todos modos, en el puerto no le estaba esperando ningún agente de policía, según pudo comprobar. Compró un par de periódicos y seguidamente cogió un taxi hasta el hotel Palma. Tampoco había policías en el vestíbulo del hotel. El vestíbulo era viejo y su decoración muy recargada, con enormes columnas de mármol y gran profusión de macetas de respetable tamaño donde crecían palmas. Un empleado le indicó el número de su habitación, entregando las llaves a un botones para que le acompañase. Tom experimentó tal alivio que se acercó al mostrador de la correspondencia y atrevidamente preguntó si había algo para el signore Richard Greenleaf. El empleado le dijo que no.
Entonces se sintió aún más tranquilo. Aquello significaba que ni tan sólo Marge había preguntado por él. No había duda de que la muchacha habría visitado a la policía para averiguar el paradero de Dickie. Durante el viaje, Tom se había imaginado cosas horribles: que Marge cogía el avión y llegaba a Palermo antes que él; que encontraría un recado suyo en el hotel Palma, anunciándole que llegaría en el siguiente buque. Incluso había buscado a Marge entre los pasajeros al subir a bordo en Nápoles.
Empezaba a pensar en la posibilidad de que Marge hubiese desistido de ver a Dickie después del último episodio. Tal vez se había metido en la cabeza que Dickie la rehuía y que lo único que deseaba era estar con Tom, a solas. Era posible que la idea incluso hubiese logrado penetrar en su dura mollera. Tom estudió la posibilidad de escribirle en aquel sentido mientras se bañaba en el hotel aquella misma tarde. Decidió que la carta tenía que escribirla Tom Ripley. Pensaba decirle que hasta el momento había procurado actuar con mucho tacto, que no había querido decírselo por teléfono en Roma, pero que le parecía que Marge ya se había hecho cargo de la situación. El y Dickie eran muy felices juntos y sanseacabó. Tom rompió a reír alegremente, sin poderse controlar, y finalmente se sumergió por completo en la bañera, tapándose la nariz con los dedos.
«Querida Marge —diría—, te escribo esta carta porque sospecho que Dickie nunca lo hará, aunque se lo he pedido muchas veces. Tú eres una buena persona y no te mereces ser engañada de este modo durante tanto tiempo…».
Volvió a acometerle el ataque de risa y, para serenarse, concentró su atención en el pequeño problema que estaba todavía por resolver: probablemente Marge habría dicho a la policía italiana que había hablado con Tom Ripley en el Inghilterra. La policía forzosamente empezaría a hacerse preguntas sobre su paradero, hasta era posible que ya le estuviesen buscando en Roma. Sin duda, la policía buscaría a Tom Ripley allí donde estuviese Dickie Greenleaf, lo cual representaba un nuevo peligro si, por ejemplo, ateniéndose a la descripción de Marge, le tomaban por Tom Ripley y descubrían en su poder los dos pasaportes, el suyo y el de Dickie. Pero, como él decía siempre, el riesgo era lo que daba interés al asunto. Se puso a cantar despreocupadamente:
Papa non vuole, Mama ne meno,
come faremofar l’amor?
Siguió cantando a grito pelado mientras se secaba, con voz de barítono, tal y como, pese a no habérsela oído nunca, suponía que debió de ser la de Dickie. Se dijo que a Dickie le hubiese gustado el tono de su voz.
Se vistió uno de sus trajes que no se arrugaban, y que usaba siempre cuando viajaba, y salió a la calle, sumergiéndose en el crepúsculo de Palermo. Allí, al otro lado de la plaza, se alzaba la gran catedral en la que se advertía la influencia normanda, ya que, según decía la guía de viaje, la había erigido el arzobispo inglés Walter-of-the-Mill. Luego, hacia el sur, se hallaba Siracusa, escenario de la terrible batalla naval entre los latinos y los griegos. Y Taormina. Y el Etna. La isla era grande y nueva para él. ¡Sicilia! ¡Baluarte de Giuliano! ¡Colonizada por los antiguos griegos, invadida por normandos y sarracenos! Tom se propuso empezar su visita turística al día siguiente, pero antes quería disfrutar de aquellos momentos, deteniéndose a admirar la alta catedral que se alzaba ante él. Resultaba maravilloso contemplar los arcos cubiertos de polvo de la fachada, pensando que al día siguiente entraría en el templo, en cuyo interior imaginaba que se respiraría un olor dulzón, mezcla de incienso y de la cera de los innumerables cirios que en la catedral habían ardido desde hacía siglos y siglos. Se le ocurrió que las cosas siempre le eran más gratas al experimentarlas de antemano que al convertirse en realidad, y se preguntó si siempre iba a ser de aquella manera, si, cuando pasaba a solas una velada, acariciando los objetos que habían sido de Dickie o mirando simplemente los anillos que llevaba en la mano, lo que hacía en realidad era experimentar o gozar por anticipado.
Más allá de Sicilia estaba Grecia. Estaba completamente decidido a ver Grecia, a verla con los ojos de Dickie Greenleaf, con el dinero de Dickie, con sus ropas y el modo de comportarse Dickie ante los desconocidos. Temió no poder realizar su sueño, que una cosa tras otra viniera a impedírselo… el asesinato, la sospecha, la gente. No había sido su intención asesinar, sino que las necesidades del momento le habían forzado a ello. La idea de ir a Grecia y saltar de ruina en ruina en la Acrópolis, bajo su verdadera personalidad, la de Tom Ripley, un turista americano, no le seducía en absoluto. Antes prefería no ir. Al alzar la mirada hacia el campanario de la catedral, se le llenaron los ojos de lágrimas, entonces giró bruscamente sobre sus talones y echó a andar por otra calle.
Por la mañana recibió un sobre voluminoso, con una carta de Marge. Tom sonrió al palparla con los dedos. Estaba seguro de que diría lo que él ya esperaba, pues de lo contrario no hubiese abultado tanto. La leyó mientras desayunaba, saboreando cada una de las líneas del mismo modo que saboreaba los bollos recién hechos y el café sazonado con canela. La carta decía todo lo que cabía esperar, y más.
Si realmente no supiste que estuve en tu hotel, la única explicación será porque Tom no te lo dijo, lo cual no permite sacar más que una sola conclusión. Se ve claramente que huyes de mí, que no te atreves a enfrentarte conmigo. ¿Por qué no reconoces que te es imposible vivir sin tu compañerito? Lo siento, chico, no puedo decirte más. Siento que no tuvieras suficiente valor para decírmelo antes y sin ambages. ¿Por quién me has tomado, por una tonta provinciana que ignora que existen semejantes cosas? Pues ¡tú eres el único que actúa como tal! No importa, espero que el hecho de decirte yo lo que tú no tuviste valor de confesarme te alivie un poquito la conciencia y te permita ir por ahí con la cabeza alta No hay nada como sentirse orgulloso de la persona a quien se ama, ¿verdad? Me parece que una vez hablamos de esto, ¿no?
La mayor hazaña de mis vacaciones en Roma ha sido informar a la policía de que Tom Ripley está contigo. Andaban locos tras sus pasos. (Me pregunto por qué. ¿Qué habrá hecho ahora?) Asimismo, con mi mejor italiano, les puse al corriente de que tú y Tom sois inseparables y les dije que no podía comprender cómo habían podido dar contigo sin dar con Tom.
He cambiado mis planes y embarcaré rumbo a los Estados Unidos hacia fines de marzo, después de una breve visita a Kate en Múnich. Supongo que, después, nuestros pasos nunca volverán a cruzarse. No te guardo rencor, Dickie. Sólo que te había creído más valiente.
Gracias por todos los buenos recuerdos. Ya han pasado a ser piezas de museo, algo irreales, tal como siempre te habrá parecido tu relación conmigo. Mis mejores votos para el futuro.
MARGE
Tom lanzó un bufido al leer el final de la carta, luego la dobló y se la guardó en un bolsillo de la chaqueta. Con un gesto automático, miró hacia la entrada del hotel, buscando a la policía. Si la policía pensaba que Dickie Greenleaf y Tom Ripley estaban viajando juntos, lo lógico era que ya hubiesen indagado en los hoteles de Palermo para localizar a Tom Ripley. Pero no había señales de que le estuviesen vigilando, aunque bien podía ser que, sabiendo que Tom Ripley seguía con vida, hubieran dado carpetazo al asunto de la lancha. Era lo más natural que podían hacer. Además, quizá ya se habían disipado las sospechas en torno a Dickie por lo de San Remo y el caso Miles. Era posible.
Subió a su habitación y con la Hermes portátil de Dickie empezó una carta para mister Greenleaf. La empezó con una explicación sobria y lógica del asunto Miles, pensando que probablemente mister Greenleaf se sentía bastante alarmado ya. Le dijo que los interrogatorios de la policía ya habían concluido y que lo único que seguramente le pedirían era que identificase a los posibles sospechosos, ya que podía ser que se sospechase de algún conocido que él y Freddie tuvieran en común.
Sonó el teléfono mientras estaba escribiendo. Una voz de hombre le dijo que era el tenente Fulano de Tal de la policía de Palermo.
—Estamos buscando a Thomas Phelps Ripley. ¿Por casualidad está en el mismo hotel que usted? —preguntó cortésmente.
—Pues, no —contestó Tom.
—¿Sabe dónde se halla?
—Me parece que en Roma. Hace sólo dos o tres días que le vi en Roma.
—No ha sido localizado en Roma. ¿No sabe adonde puede haber ido al marcharse de Roma?
—Lo siento, pero no tengo ni la más ligera idea —dijo Tom.
—Peccato —dijo la voz, soltando un suspiro de desaliento—. Grazie tante, signore.
—Di niente.
Tom colgó y regresó a la máquina de escribir.
La aburrida prosa de Dickie le estaba saliendo con mayor soltura de lo que jamás le había salido la suya propia. La mayor parte de la carta la dirigió a la madre de Dickie, a la que puso al corriente del estado de su guardarropa, que era bueno, y de su salud, que era igualmente buena, preguntándole, además, si había recibido el tríptico pintado al esmalte que para ella había comprado en una tienda de antigüedades romana hacía un par de semanas. Mientras escribía iba pensando en lo que tenía que hacer con respecto a Thomas Ripley. Se dijo que no debía correr riesgos. Aunque lo guardase bien envuelto en papeles que habían sido de Dickie, era una imprudencia tener el pasaporte de Tom en la maleta, aunque tal como estaba no era probable que algún inspector de aduanas diese con él. El forro de la maleta nueva, de piel de antílope, le ofrecía un escondrijo más seguro. Allí no podrían verlo aunque le vaciasen la maleta, y seguiría estando a su alcance en caso de apuro. Algún día podía necesitarlo. Podía venir un día en que fuese más peligroso ser Dickie Greenleaf que Tom Ripley.
Empleó media mañana en escribir la carta a los Greenleaf. Una corazonada le dijo que mister Greenleaf se estaba impacientando con Dickie, no con la misma impaciencia que Tom había presenciado en Nueva York, sino que se trataba de algo mucho más serio. Mister Greenleaf sospechaba que el traslado desde Mongibello a Roma era un simple capricho. De nada habían servido sus esfuerzos por convencerle de que realmente quería estudiar y pintar en Roma. Mister Greenleaf los había descartado con un simple comentario, diciéndole algo en el sentido de que era una tontería que siguiera atormentándose a sí mismo con lo de querer pintar, ya que para aquellas alturas ya debiera saber que para ser pintor hacía falta algo más que un bello paisaje o un cambio de aires. Mister Greenleaf tampoco había dado grandes muestras de entusiasmo ante el interés de Tom por el catálogo de la Burke-Greenleaf. Las cosas distaban mucho de ser como Tom esperaba que fuesen, es decir, mister Greenleaf no parecía dispuesto a dejarse llevar a su antojo ni a pasar por alto el descuido en que Dickie había tenido a sus padres en el pasado. Tal como estaba todo, Tom no se atrevía a pedirle más dinero como tenía pensado hacer.
«Cuídate mucho, mamá —escribió—. Cuidado con los resfriados (mistress Greenleaf le había dicho que ya se había resfriado cuatro veces en lo que llevaban de invierno, y que había tenido que pasar las Navidades en cama, abrigada con el chal que él le había regalado). Si te hubieses puesto un par de esos calcetines de lana que me mandaste, no te habrías resfriado. Yo no he pillado ninguno este invierno, lo cual es una verdadera proeza si se piensa en cómo es el invierno en Europa… ¿Quieres que te mande alguna cosa desde aquí? Me gusta comprarte cosas…».