Lo primero que le vino en mente al despertarse fue Marge. Cogió el teléfono y preguntó si la muchacha había llamado durante la noche. Le dijeron que no. Le asaltó la inquietante sospecha de que Marge ya se hallaba camino de Roma. Saltó disparado de la cama y luego, mientras se aseaba, la sospecha se esfumó y empezó a preguntarse por qué se preocupaba tanto por Marge, a la que siempre había sabido manejar. De todos modos, era imposible que llegase antes de las cinco o de las seis de la tarde, porque el primer autobús de Mongibello no partía hasta el mediodía y era muy poco probable que la muchacha alquilase un taxi para ir a Nápoles.
Pensó que quizá podría salir de Roma aquella misma mañana. A las diez llamaría a la policía para saberlo.
Encargó que le subieran caffe latte y bollos a la habitación, junto con los periódicos de la mañana. Resultaba raro, pero en ninguno de ellos se hablaba del caso Miles y de la lancha encontrada en San Remo y la ausencia de noticias le hizo sentir miedo, un miedo igual al de la noche anterior, cuando imaginó ver a Dickie en la habitación. Arrojó los periódicos lejos de sí.
Sonó el teléfono y, obedientemente, Tom se dirigió a contestarlo, convencido de que sería Marge o la policía.
—Pronto?
—Pronto. Hay dos signori de la policía que preguntan por usted, signore. Están en el vestíbulo.
—Muy bien. Haga el favor de decirles que suban.
Al cabo de un minuto oyó pasos sobre la alfombra del pasillo. Era el mismo oficial del día anterior, pero esta vez le acompañaba otro subordinado, también más joven que él.
—Buon’giorno —dijo el oficial, con su acostumbrada inclinación de cabeza.
—Buon’giorno —contestó Tom—. ¿Han averiguado algo nuevo?
—No —contestó el policía, con cierto tono de interrogación.
Aceptó la silla que le acercó Tom y abrió su cartera de cuero marrón.
—Ha surgido otro asunto. Usted es también amigo del americano llamado Thomas Ripley, ¿verdad?
—Sí —dijo Tom.
—¿Sabe dónde se encuentra?
—Creo que regresó a América hará cosa de un mes.
El oficial consultó su papel.
—Entiendo. Eso tendrá que confirmárnoslo el Departamento de Información de los Estados Unidos. Verá, es que estamos intentando localizar al tal Thomas Ripley. Sospechamos que puede haber muerto.
—¿Muerto? ¿Por qué?
El policía apretaba suavemente los labios, semiocultos bajo su espeso bigote, entre una frase y la siguiente, lo que le daba el aspecto de estar sonriendo. El gesto ya había desconcertado a Tom el día antes.
—Estuvo usted con él en San Remo, el pasado mes de noviembre, ¿no es así?
Comprendió que habían indagado en los hoteles.
—En efecto.
—¿Dónde le vio por última vez? ¿Fue en San Remo?
—No. Volví a verle en Roma.
Tom acababa de acordarse de que Marge sabía que él había regresado a Roma al irse de Mongibello definitivamente. El le había dicho que se iba a Roma para ayudar a Dickie a instalarse.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—No sé si podré darle la fecha exacta. Me parece que fue hace dos meses, más o menos. Creo que luego me mandó una postal desde Génova… sí, creo que fue desde Génova. Me decía que regresaba a los Estados Unidos.
—¿No está seguro?
—Sé que la recibí, sí —dijo Tom—. ¿Qué les hace sospechar que haya muerto?
El policía contempló su papel con cara de duda. Tom miró de reojo al más joven de los dos agentes, que estaba apoyado en el escritorio con los brazos cruzados mirándole de una manera fija e impersonal.
—Cuando estuvo en San Remo con Thomas Ripley, ¿alquilaron una lancha juntos?
—¿Una lancha? ¿Dónde?
—En el puerto. ¿Acaso fue para dar un paseo por el mismo puerto? —preguntó el policía con voz sosegada, mirando a Tom.
—Me parece que sí. Sí, ahora me acuerdo. ¿Por qué?
—Pues porque se ha encontrado una lancha hundida y con unas manchas que podrían ser de sangre. Se dio por perdida el veinticinco de noviembre. Es decir, no fue devuelta al embarcadero donde la alquilaron. El veinticinco de noviembre fue el día en que usted estuvo en San Remo con el signore Ripley.
Los ojos de los dos policías estaban clavados en él, sin apartarse, con una expresión que ofendió a Tom por su misma falta de malicia. Le pareció falsa. Pero hizo un tremendo esfuerzo para comportarse como debía. Se veía a sí mismo igual que si se tratara de otra persona que estuviese contemplando la escena. Rectificó incluso su postura, apoyando una mano en el poste de la cama para darle un aire más despreocupado.
—Pero si no sucedió nada en la lancha. No tuvimos ningún accidente.
—¿Y devolvieron la lancha?
—¡Por supuesto!
El policía seguía observándole atentamente.
—No hemos encontrado el nombre del signore Ripley inscrito en ningún hotel después del veinticinco de noviembre.
—¿De veras?… ¿Cuánto llevan buscándole?
—No lo bastante para haber investigado en todos los pueblos y pueblecitos del país, pero hemos hecho indagaciones en los hoteles de las principales ciudades. Sabemos que se inscribió usted en el Hassler del veintiocho al treinta de noviembre, y luego…
—Tom no vino conmigo a Roma… Me refiero al signore Ripley. Se fue a Mongibello por aquellas fechas y pasó allí un par de días.
—¿Dónde se alojó cuando vino a Roma?
—En algún hotel de segunda, pero no recuerdo exactamente en cuál. No fui a visitarle.
—Y usted ¿dónde estaba?
—¿Cuándo?
—Los días veintiséis y veintisiete de noviembre. Es decir, al abandonar San Remo.
—En Forte dei Marmi —contestó Tom—. Hice alto allí al regresar. Me alojé en una pensión.
—¿En cuál?
Tom movió la cabeza negativamente.
—No recuerdo el nombre. Era un establecimiento muy pequeño.
«Después de todo —pensó—, gracias a Marge podré demostrar que Tom estuvo en Mongibello, vivito y coleando, después de salir de San Remo. Así que, ¿por qué se empeñan en investigar en qué pensión se alojó Dickie Greenleaf el veintiséis y el veintisiete de noviembre?».
Tom se sentó en el borde de la cama.
—Todavía no acabo de comprender qué les induce a pensar que Tom Ripley ha muerto.
—Creemos que ha muerto alguien —contestó el oficial— en San Remo. Alguien murió en esa lancha, mejor dicho, fue asesinado. Por eso la hundieron… para borrar las manchas de sangre.
Tom frunció el entrecejo.
—¿Están seguros de que las manchas son de sangre?
El oficial encogió los hombros, y Tom hizo lo mismo.
—Me figuro que habría centenares de personas navegando en lanchas de alquiler en San Remo y en aquel mismo día.
—No tantas. Sólo unas treinta. Tiene mucha razón, pudo haber sido cualquiera de esas treinta personas… o cualquier pareja de las quince, lo que viene a ser igual —añadió el policía con una sonrisa—. Ni siquiera sabemos el nombre de cada una de ellas. Pero empezamos a creer que Thomas Ripley ha desaparecido.
El policía desvió la mirada hacia un rincón de la habitación y, a juzgar por su expresión, parecía estar pensando en cualquier otra cosa. Tom se dijo que tal vez estaba simplemente disfrutando del calorcillo que se desprendía del radiador junto al que estaba su silla.
Tom volvió a cruzar las piernas con gesto de impaciencia. Resultaba fácil de ver lo que estaba pasando por la cabeza del policía: Dickie Greenleaf había estado dos veces en la escena del crimen, o cuando menos bastante cerca. Thomas Ripley, el desaparecido, había dado un paseo en lancha con Dickie Greenleaf el veinticinco de noviembre. Ergo…
Tom enderezó el cuerpo con cara de enojo.
—¿Me está usted diciendo que no me cree cuando afirmo haber visto a Tom Ripley aquí, en Roma, alrededor del día uno de diciembre?
—¡Oh, no! Yo no he dicho nada de eso. ¡Claro que no!
El oficial gesticulaba tratando de aplacarle.
—Es que quería oír lo que usted podía decirnos sobre su… su viaje con el signare Ripley al marcharse de San Remo, puesto que no logramos dar con él.
El policía volvió a sonreír conciliadoramente, mostrando unos dientes amarillentos.
Tom se encogió de hombros con gesto de exasperación. Resultaba obvio que, de buenas a primeras, la policía italiana no quería acusar de asesinato a un ciudadano norteamericano.
—Lamento no poder decirles exactamente dónde se encuentra ahora. ¿Por qué no intentan localizarle en París? ¿O en Génova? Tom prefiere alojarse siempre en hoteles de segunda.
—¿Tiene usted la postal que le envió desde Génova?
—Pues no —dijo Tom.
Se pasó los dedos por el pelo, como solía hacer Dickie cuando estaba irritado. Se sintió mejor tras pasar unos segundos concentrándose en su papel de Dickie Greenleaf y dar un par de vueltas por la habitación.
—¿Conoce usted a algunas de las amistades de Thomas Ripley?
Tom dijo que no con un movimiento de cabeza.
—No, ni tan sólo le conozco bien a él, al menos no le conozco desde hace mucho tiempo. No sé si tiene muchas amistades en Europa. Me parece que una vez dijo que conocía a alguien en Faenza, y también en Florencia. Pero he olvidado sus nombres.
Tom pensó que si el policía sospechaba que estaba tratando de proteger de la policía a los amigos de Tom, tanto peor para él.
—Va bene, lo investigaremos —dijo el oficial.
Guardó los papeles en la cartera. Por lo menos había anotado una docena de cosas en ellos.
—Antes de que se marchen —dijo Tom, con el mismo tono de franqueza y nerviosismo—, quiero preguntarles cuándo puedo salir de la ciudad. Tenía pensado hacer un viaje a Sicilia. Me gustaría mucho irme hoy mismo, si puede ser. Tengo intención de hospedarme en el hotel Palma, en Palermo, y allí les será muy fácil encontrarme si me necesitan.
—Palermo —repitió el oficial—. Ebbene, puede que no haya ningún inconveniente. ¿Me permite usar su teléfono?
Tom encendió un cigarrillo y se puso a escuchar al oficial, que preguntó por el capitano Anlicino y luego, con voz impasible, manifestó que el signore Greenleaf no tenía idea de dónde estaba el signore Ripley, y que, según decía el signore Greenleaf, era probable que hubiese regresado a América, o que estuviese en Florencia o en Faenza.
—Faenza —repitió espaciando las sílabas—. Vicino Bologna.
Cuando el otro lo hubo comprendido, el oficial dijo que el signore Greenleaf deseaba irse a Palermo aquel mismo día.
—Va bene. Benone.
Luego se volvió sonriendo hacia Tom.
—Sí, puede usted irse a Palermo hoy.
—Benone. Grazie.
Tom los acompañó hasta la puerta.
—Si averiguan dónde se halla Tom Ripley, me gustaría que me lo comunicaran —dijo Tom con voz de sinceridad.
—¡No faltaría más! Le tendremos al corriente, signore. Buon’ giorno!
Una vez a solas, Tom se puso a silbar mientras volvía a meter en las maletas los escasos objetos que de ellas había sacado. Se sentía orgulloso de sí mismo por haber dicho Sicilia en lugar de Palma de Mallorca, ya que Sicilia seguía siendo Italia, cosa que no sucedía con Palma, y, naturalmente, la policía italiana siempre iba a mostrarse mejor dispuesta a dejarle partir si se quedaba dentro de su jurisdicción. Había tenido la idea al pensar que el pasaporte de Tom Ripley no mostraba ningún visado francés posterior a la excursión San Remo-Capri. Recordó haberle dicho a Marge que Tom Ripley, según sus propias palabras, pensaba viajar hasta París y desde allí volver a los Estados Unidos. Si alguna vez llegaban a interrogar a la muchacha sobre si Tom Ripley había estado en Mongibello después de visitar San Remo, era probable que ella les dijera también que más tarde Tom Ripley se había ido a París. Y si él mismo tenía que volver a ser Tom Ripley alguna vez, y la policía le pedía el pasaporte, se fijarían en que no había estado en Francia después de visitar Cannes. Lo único que podría decirles era que había cambiado de parecer después de decírselo a Dickie y que había decidido quedarse en Italia, aunque eso no tenía importancia en absoluto.
De pronto, Tom se irguió. Acababa de ocurrírsele que tal vez se trataba de un ardid, que le estaban dando un poco más de cuerda al permitirle el viaje de Sicilia, libre, al parecer, de toda sospecha. El oficial parecía un tipo bastante astuto, aunque no acababa de ver qué podían sacar con darle un poco más de cuerda. Les había dicho exactamente adonde se iba. No tenía la menor intención de escapar de nada. Lo único que deseaba era alejarse de Roma, lo deseaba desesperadamente. Metió los últimos objetos en la maleta y cerró la tapa de golpe, echando luego la llave.
El teléfono sonó una vez más. Tom lo descolgó bruscamente.
—Pronto?
—¡Oh, Dickie! —dijo una voz femenina, casi sin aliento.
Era Marge y estaba abajo, según se veía por el sonido del aparato. Tom se quedó confuso y con su propia voz dijo:
—¿Quién habla?
—¿Eres Tom?
—¡Marge! ¡Caramba, qué sorpresa! ¿Dónde estás?
—En el vestíbulo. ¿Está Dickie contigo? ¿Puedo subir?
—Puedes subir dentro de unos cinco minutos —dijo Tom, soltando una carcajada—. No estoy vestido del todo.
Los de recepción siempre indicaban a los visitantes que hablasen desde una de las cabinas de abajo, así que no era probable que les estuviesen escuchando.
—¿Está Dickie contigo?
—Pues, en este momento, no. Salió hace cosa de media hora, pero regresará en cualquier momento. Se dónde está, si es que quieres ir a su encuentro.
—¿Dónde?
—En la comisaria número ochenta y tres. No, perdona, en la ochenta y siete.
—¿Es que se ha metido en algún lío?
—No, es sólo que quieren hacerle algunas preguntas. Tenía que presentarse allí a las diez. ¿Quieres que te dé la dirección?
Tom deseó no haber empezado la conversación con su voz verdadera. Le hubiera resultado muy fácil fingirse un sirviente, algún amigo de Dickie, quien fuese, y decirle a Marge que éste no regresaría hasta muy tarde.
La muchacha empezaba a dar muestras de impaciencia.
—No, no. Le esperaré.
—¡Aquí está! —dijo Tom como si acabase de encontrarla—. Via Perugia número veintiuno. ¿Sabes dónde cae eso?
Tom no lo sabía, pero pensaba mandarla en dirección contraria a la American Express, donde quería ir a recoger la correspondencia antes de salir de Roma.
—No quiero ir ahí —dijo Marge—. Subiré y le esperaré contigo, si no te importa.
—Bueno, verás…
Tom soltó una de sus inconfundibles carcajadas que Marge conocía muy bien.
—Sucede que… estoy esperando una visita de un momento a otro. Es una entrevista para un empleo. Lo creas o no, el bala perdida de Ripley está buscando trabajo.
—Ah —dijo Marge sin demostrar el menor interés—. Bueno, oye, ¿cómo está Dickie? ¿Por qué tiene que hablar con la policía?
—Oh, es sólo porque tomó algunas copas con Freddie aquel día. Habrás visto los periódicos, ¿no? La prensa le está dando al asunto una importancia muy superior a la que realmente tiene, y lo hace sólo porque los muy cretinos no tienen ni la más insignificante pista.
—¿Hace mucho que Dickie vive aquí?
—¿Aquí? Pues sólo desde anoche. Yo acabo de volver del norte. Cuando me enteré de lo de Freddie vine corriendo a Roma para ver a Dickie. De no haber sido por la policía, ¡nunca hubiese dado con él!
—¡A mí me lo vas a decir! ¡Acudí a la policía por desesperación! He estado tan preocupada, Tom. Al menos hubiese podido telefonearme… al bar de Giorgio o donde sea…
—Me alegro mucho de que hayas venido, Marge. Dickie también estará contentísimo. Parece preocupado por lo que puedas pensar al ver lo que dicen los periódicos.
—Oh, ¿de veras? —dijo Marge con acento de incredulidad, aunque parecía contenta.
—¿Por qué no me esperas en el Angelo? Es ese bar que hay delante del hotel, yendo hacia la Piazza di Spagna. Veré si puedo escabullirme y tomar algo contigo dentro de unos cinco minutos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Pero hay un bar aquí mismo, en el hotel.
—No quiero que mi futuro jefe me vea en un bar.
—Ya. Muy bien, entonces en el Angelo.
—No hay pérdida posible. En esta misma calle, delante del hotel. Hasta luego.
Tom se puso a terminar de hacer las maletas. En realidad, ya casi estaban hechas y sólo faltaban los abrigos que había en el ropero. Cogió el teléfono y pidió que le preparasen la cuenta, y que le mandasen a alguien para ayudarle a bajar el equipaje. Luego colocó el equipaje en un sitio donde el botones pudiera verlo sin dificultad y bajó por la escalera. Quería comprobar si Marge seguía en el vestíbulo, esperándole, o tal vez llamando de nuevo por teléfono. Tom pensó que no era posible que ya estuviese allí mientras él hablaba con la policía. Entre la salida de los agentes y la llamada de Marge habían transcurrido unos cinco minutos. Tom llevaba puesto un sombrero para ocultar el tono más claro de su pelo, una gabardina que era nueva y, además, en su rostro se dibujaba la expresión tímida, algo atemorizada, propia de Tom Ripley.
La muchacha no estaba en el vestíbulo. Tom liquidó su cuenta. El empleado de recepción le entregó otro mensaje: Van Houston había estado allí. El mensaje estaba escrito de su propio puño y letra, unos diez minutos antes.
Te he estado esperando diez minutos. ¿Es que nunca sales a dar una vuelta? No me permiten subir a verte. Llámame al Hassler.
VAN
Tal vez Marge y Van se habían encontrado, suponiendo que se conociesen, y en aquellos instantes estaban en el Angelo, tomando algo juntos.
—Si pregunta alguien más por mí, haga el favor de decir que me he ido de la ciudad —dijo Tom en recepción.
—Va bene, signore.
Tom salió a la calle, donde ya le estaba esperando un taxi.
—¿Querrá detenerse un momento en la American Express, por favor? —preguntó al taxista.
El taxista no pasó por delante del Angelo, sino que enfiló otra calle. Tom se alegró al darse cuenta y se felicitó a sí mismo, sobre todo porque el día anterior, sintiéndose demasiado nervioso para quedarse en su apartamento, había decidido trasladarse a un hotel. En el apartamento le hubiera resultado totalmente imposible zafarse de Marge, que conocía la dirección gracias a los periódicos. De haber tratado de burlarla con la misma estratagema, ella hubiese insistido en subir para esperar a Dickie en el apartamento. ¡La suerte estaba de su parte!
Había algo para él en la American Express: tres cartas, una de ellas del señor Greenleaf.
—¿Qué tal van las cosas? —le preguntó la muchacha italiana que acababa de entregarle su correspondencia.
Tom supuso que la muchacha también leía la prensa. Observó su rostro invadido de ingenua curiosidad y le devolvió la sonrisa.
—Muy bien, gracias, ¿y a usted?
Al darse la vuelta para salir, le cruzó por la mente que jamás podría utilizar la American Express como dirección de Tom Ripley en Roma. Dos o tres empleados ya le conocían de vista. Para la correspondencia de Tom Ripley empleaba la American Express de Nápoles, aunque nunca había estado allí ni siquiera había escrito pidiéndoles que le reexpidieran alguna carta, ya que, de hecho, no esperaba nada importante a nombre de Tom Ripley, ni siquiera otra carta de mister Greenleaf. Cuando las cosas se calmasen un poco, iría a la American Express de Nápoles y, mostrando el pasaporte de Tom Ripley, recogería lo que tuvieran para él.
No podría utilizar la American Express de Roma para la correspondencia de Tom Ripley, cierto, pero tenía que conservar a Tom Ripley cerca de él, es decir, su pasaporte y las ropas, por si surgía algún imprevisto como la llamada de Marge aquella misma mañana. Marge había estado peligrosamente a punto de subir a la habitación. Mientras la inocencia de Dickie Greenleaf despertase algunas dudas en la mente de la policía, resultaría un suicidio intentar salir del país bajo la identidad de Dickie, ya que si súbitamente tenía que recuperar la personalidad de Tom Ripley, el pasaporte de éste no indicaría su salida de Italia. Si quería salir de Italia, para alejar a Dickie Greenleaf definitivamente de la policía, tendría que hacerlo bajo el nombre de Tom Ripley, y, más tarde, volver a entrar con el mismo nombre para, una vez finalizadas las investigaciones policiales, adoptar de nuevo la personalidad de Dickie. Cabía esa posibilidad.
La cosa parecía sencilla y sin riesgo alguno. Lo único que faltaba era capear las dificultades de los próximos días.