Tom salió a por los periódicos antes de las ocho de la mañana siguiente. No traían nada. Supuso que tal vez no encontrarían el cuerpo hasta pasados varios días. Al fin y al cabo, la tumba donde lo había ocultado no era muy importante, sino más bien todo lo contrario, y era poco probable que a alguien se le ocurriese acercarse a ella para admirarla. Tom se sentía seguro, a salvo, pero físicamente se encontraba fatal. Tenía una fuerte resaca que le hacía detenerse en mitad de todo lo que empezaba. Incluso, al cepillarse los dientes, se detuvo un momento para comprobar si su tren salía efectivamente a las diez y media o bien a las diez cuarenta y cinco. Salía a las diez y media.
A las nueve ya estaba preparado, incluso había hablado con la signora Buffi para avisarla de que iba a permanecer ausente unas tres semanas, posiblemente más. No advirtió ningún cambio en el comportamiento de la signora Buffi, que, además, no hizo ningún comentario sobre el visitante americano del día anterior. Tom trató de pensar en algo que pudiera preguntarle a la portera, algo que pareciese normal a la vista de las preguntas que el día antes había hecho Freddie, y que, al mismo tiempo, le indicase qué pensaba realmente la signora Buffi, pero no se le ocurrió nada, y decidió no menear el asunto. Tom trataba de tranquilizarse diciéndose que todo iba bien, que no tenía motivos para preocuparse y que la resaca que le aquejaba no tenía razón de ser, ya que, después de todo, solamente se había tomado tres martinis y tres Pernods a lo sumo. Sabía que era cosa de sugestión mental, y que tenía una resaca porque había decidido, el día antes, fingir que él y Freddie habían estado bebiendo mucho. Y en aquel momento, cuando ya no le hacía ninguna falta, seguía fingiendo, sin poder remediarlo.
Sonó el teléfono. Tom lo descolgó y con voz taciturna dijo:
—Pronto?
—¿El signore Greenleaf? —preguntó la voz, en italiano.
—Sí.
—Qui parla la stazione polizia numero ottantatré. Lei é un amico di un americano chi se chiama Frederick Miller?
—¿Se refiere a Frederick Miles? Pues sí.
La voz, con tono rápido y tenso, le informó que el cadáver de Frederick Miller había sido hallado aquella misma mañana en la Via Appia Antica, y que el signore Miller le había visitado a él el día anterior, ¿o acaso no era así?
—En efecto, así fue.
—¿A qué hora exactamente?
—Sería cerca del mediodía cuando llegó y se fue… quizá a las cinco o a las seis de la tarde, no estoy del todo seguro.
—¿Tendría usted la amabilidad de respondernos a unas cuantas preguntas?… No, no hace falta que se moleste en venir a la comisaria. El investigador irá a verle. ¿Le parece bien esta mañana a las once?
—Tendré mucho gusto en ayudarles si me es posible —dijo Tom, dando a su voz el tono de excitación apropiado a las circunstancias—. Pero ¿no podría ser ahora mismo? Debo salir de casa antes de las diez.
La voz soltó una especie de quejido y dijo que lo dudaba, pero que procurarían complacerle. Si no les era posible ir antes de las diez, era muy importante que él permaneciese en su casa hasta que llegasen.
—Va bene —contestó sumisamente Tom, y colgó el aparato.
«¡Malditos sean!», se dijo, pensando que iba a perder el tren y, además, por si fuera poco, el barco. Lo único que deseaba era salir, marcharse de Roma, y del apartamento. Empezó a repasar lo que tenía que decir a la policía. Resultaba tan sencillo que casi le aburría. No era ni más ni menos que la verdad absoluta. Habían estado bebiendo unas copas, Freddie le había contado cosas de Cortina, habían charlado mucho y finalmente Freddie se había ido, tal vez algo achispado pero de muy buen humor. «No, no tenía idea de adonde podía haber ido Freddie, aunque suponía que tenía alguna cita para la noche.»
Tom entró en el dormitorio y colocó en el caballete una tela que había comenzado unos días antes. La pintura seguía húmeda en la paleta, ya que la había dejado en un recipiente lleno de agua en la cocina. Mezcló un poco de azul y blanco y empezó a añadir pinceladas al cielo gris azulado. En el cuadro predominaban los tonos rojizos y blancos empleados por Dickie y que Tom utilizaba para pintar los tejados y las paredes que se divisaban desde su ventana. El cielo era lo único que se apartaba del estilo de Dickie, ya que el cielo invernal de Roma era tan lúgubre que Tom suponía que el mismo Dickie lo hubiese pintado de gris azulado en lugar de azul. Tom pintaba con el ceño fruncido, igual que hacía Dickie al pintar.
El teléfono volvió a sonar.
—¡Maldita sea! —farfulló Tom, descolgando el aparato—. Pronto!
—Pronto! ¡Fausto! —dijo la voz al otro lado—. Contesta?
Tom oyó la conocida risa juvenil y burbujeante de Fausto.
—¡Ah, Fausto! Bene, grave! Un momento —dijo Tom en italiano, imitando la voz distraída de Dickie—. He estado tratando de pintar…, sólo tratando…
Sus palabras estaban calculadas para que pareciesen dichas por Dickie después de haber perdido a un amigo como Freddie, pero dichas en una mañana normal de trabajo absorbente.
—¿Puedes venir a almorzar? —preguntó Fausto—. Mi tren sale para Milán a las cuatro y cuarto.
Tom lanzó un gruñido, igual que Dickie.
—Pues estoy a punto de salir para Nápoles. Sí, inmediatamente, ¡dentro de veinte minutos!
Pensó que si lograba librarse de Fausto entonces, no habría necesidad de decirle que la policía le había llamado. Las noticias sobre la muerte de Freddie no saldrían hasta la tarde, en la prensa vespertina.
—Pero ¡si estoy aquí, en Roma! ¿Dónde está tu casa? Te hablo desde la estación —dijo alegremente Fausto, entre carcajadas.
—¿De dónde has sacado mi número de teléfono? —preguntó Tom.
—¡Ah! Allora, llamando a información. Me dijeron que querías que tu número permaneciese en secreto, pero le conté a la chica un cuento larguísimo sobre un sorteo de la lotería que habías ganado en Mongibello. No sé si me creyó, pero hice que pareciese algo muy importante… ¡una casa, una vaca, un pozo e incluso un refrigerador! Tuve que llamar tres veces, pero finalmente la chica me dio el número. Allora, Dickie, ¿dónde estás?
—No es eso, es simplemente que tengo que tomar ese tren, de lo contrario me gustaría almorzar contigo, pero…
—¡Va bene, te ayudaré a llevar el equipaje! Dime dónde estás y pasaré a buscarte en un taxi.
—No hay tiempo. ¿Por qué no nos vemos en la estación dentro de media hora? Mi tren sale a las diez y media, para Nápoles.
—Muy bien.
—¿Cómo está Marge?
—Ah…! Inamorata di te —dijo Fausto, soltando una carcajada—. ¿Vas a verla en Nápoles?
—Me parece que no. Bueno, Fausto hasta dentro de unos minutos. Tengo que darme prisa. Arrivederci.
—’Rivederci, Dickie. Addio! —Fausto colgó.
Cuando Fausto viese los periódicos de la tarde comprendería por qué no se había presentado en la estación, de lo contrario Fausto seguiría creyendo que él no le había encontrado debido a la gente que había en la estación. Pero Tom se dijo que lo más probable era que Fausto viese los periódicos, ya que la prensa iba a dar mucha importancia a la noticia…, nada menos que el asesinato de un americano en la Via Appia. Decidió que, una vez se hubiese entrevistado con la policía, cogería otro tren con destino a Nápoles, a ser posible después de las cuatro por si Fausto seguía en la estación. En Nápoles esperaría el siguiente buque para Mallorca.
Deseó que Fausto no lograse arrancarle su dirección a la telefonista también. Temía que se presentase allí antes de las cuatro, especialmente cuando la policía estuviese en el apartamento.
Tom metió dos de las maletas debajo de la cama y escondió la otra en el ropero, cerrándolo con llave. Quería evitar que la policía sospechase que estaba a punto de marcharse de la ciudad. De todos modos, no había motivo para ponerse nervioso. Probablemente, la policía no tenía ninguna pista, y la llamada se redujese a que algún amigo de Freddie estaba enterado de su intención de visitarle el día anterior. Tom cogió un pincel y lo mojó en el recipiente de trementina. Quería que la policía viese que la noticia de la muerte de Freddie no le había trastornado hasta el punto de impedirle pintar mientras les esperaba, aunque estaba vestido para salir, ya que así se lo había comunicado a la policía. Iba a representar el papel de amigo de Freddie, pero no el de amigo íntimo.
A las diez y media, la signora Buffi abrió la puerta de la calle a la policía. Tom se asomó al hueco de la escalera y les vio subir directamente, sin detenerse a interrogar a la portera. Tom volvió a entrar en el apartamento, donde flotaba el olor picante de la trementina.
Eran dos, uno de cierta edad, con uniforme de oficial, y otro, más joven, vestido con un uniforme de simple agente. El oficial le saludó cortésmente y pidió ver su pasaporte. Tom se lo entregó y el policía miró atentamente la foto de Dickie, luego el rostro de Tom, que se dispuso a ver puesta en duda su verdadera identidad, pero sus temores no llegaron a confirmarse. El policía hizo una leve inclinación de cabeza, sonrió y le devolvió el documento. Era un hombre bajito, de mediana edad, parecido a muchos miles de italianos de su misma edad; tenía las cejas negras, un tanto grisáceas y espesas, y usaba bigote, también grisáceo y espeso. No parecía una persona notablemente inteligente ni estúpida.
—¿Cómo le mataron? —preguntó Tom.
—Le golpearon en la cabeza y en el cuello con un objeto contundente —contestó el oficial—, y le robaron. Sospechamos que estaba bebido. ¿Lo estaba cuando salió de aquí ayer por la tarde?
—Pues… un poco. Los dos estuvimos bebiendo… martinis y Pernod.
El oficial lo anotó en su bloc, junto con la hora de llegada y salida que le dijo Tom: alrededor de las doce y de las seis, respectivamente.
El más joven de los dos policías, bien parecido e inexpresivo, paseaba por el apartamento, con las manos en la espalda. Se inclinó ante el caballete con el aire de estar contemplando un cuadro en algún museo.
—¿Sabe adonde fue al marcharse de aquí? —preguntó el oficial.
—No.
—Pero le pareció que estaba en condiciones de conducir, ¿no es así?
—Sí. De haber estado demasiado bebido para llevar el coche, yo le hubiera acompañado.
El oficial le hizo otra pregunta que Tom fingió no acabar de comprender. El policía se la hizo por segunda vez, escogiendo palabras distintas y cambiando una sonrisa con su compañero. Tom les miró a los dos, con cierto resentimiento. El policía quería saber cuál era su relación con Freddie.
—Eramos amigos —dijo Tom—. Aunque no muy íntimos. Llevaba casi dos meses sin verle ni tener noticias suyas. Me llevé un gran disgusto esta mañana, al enterarme del suceso.
Tom dejó que su expresión de ansiedad compensase las deficiencias de su elemental vocabulario italiano. Le pareció que lo conseguía. Al parecer, se trataba de un interrogatorio puramente rutinario y supuso que los agentes se irían al cabo de un par de minutos más.
—¿A qué hora le mataron, exactamente? —preguntó Tom.
El oficial seguía escribiendo y al oírle alzó sus espesas cejas.
—Evidentemente, justo después de que el signore saliera de su casa, ya que el forense dijo que llevaba como mínimo doce horas muerto, tal vez más.
—¿A qué hora le encontraron?
—Al amanecer. Fueron unos obreros que pasaban por la carretera.
—Dio mió! —murmuró Tom.
—¿Le dijo algo sobre si pensaba ir a la Via Appia ayer, al salir de aquí?
—No —contestó Tom.
—¿Qué hizo usted cuando se hubo marchado el signore Miles?
—Me quedé en casa —dijo Tom, abriendo los brazos como hubiese hecho Dickie—, luego dormí un poco y sobre las ocho o las ocho y media salí a dar una vuelta.
Al regresar sobre las nueve y cuarto Tom se había cruzado con un vecino cuyo nombre ignoraba, aunque se habían saludado.
—¿Dio la vuelta usted solo?
—Sí.
—¿Y el signore Miles salió de aquí solo? ¿No iba a reunirse con nadie, que usted sepa?
—No. No dijo nada al respecto.
Tom se preguntó si Freddie se habría alojado con algún amigo en el hotel. Tenía la esperanza de que la policía no le sometiese a un careo con alguno de los amigos de Freddie, ya que posiblemente lo eran también de Dickie. Comprendió que su nombre —Richard Greenleaf— ya estaría en todos los periódicos, junto con su dirección, así que iba a tener que poner tierra por medio. Soltó una maldición en voz baja. El policía se percató de ello, pero debió de pensar que iba dirigida al triste destino que había caído sobre Freddie. Al menos, eso pensó Tom.
—Y bien… —dijo el oficial, sonriendo y guardándose el bloc.
—¿Creen ustedes que fue…?
Tom trató de dar con la palabra equivalente a «maleante», pero no pudo y en su lugar dijo:
—… ¿algún muchacho violento? ¿Tienen alguna pista?
—Estamos examinando el coche para ver si hay huellas dactilares. Es posible que el asesino sea alguien a quien recogiera en la carretera, algún autoestopista. El coche fue hallado esta mañana en los alrededores de la Piazza di Spagna. Si todo va bien, tendremos alguna pista antes de esta noche. Muchísimas gracias por todo, signore Greenleaf.
—Di niente! Si les puedo ayudar en algo más…
El policía se volvió al llegar a la puerta.
—¿Estará usted aquí durante los próximos días? Es por si tenemos que hacerle más preguntas.
Tom titubeó.
—Pensaba irme a Mallorca mañana.
—Verá, es que la pregunta puede ser sobre quién es tal o cual persona, comprenda, algún sospechoso —le explicó el policía—. Puede que usted pueda identificarla y decirnos cuál era su relación con el finado.
—De acuerdo, aunque no crean que conocía al signore Miles tanto como eso. Probablemente tenía amigos más íntimos en la ciudad.
—¿Quiénes?
El policía cerró la puerta y volvió a sacar su bloc.
—No lo sé —dijo Tom—. Lo único que sé es que debe de haber tenido varios amigos aquí, gente que le conocía mejor que yo.
—Lo siento, pero debo pedirle que siga usted disponible durante unos dos días más —repitió el policía con voz tranquila, como indicando que no había forma de oponerse a ello, aunque Tom fuese americano—. Ya le avisaremos tan pronto como pueda marcharse. Lamento que tuviese pensado salir de viaje. Tal vez aún esté a tiempo de cancelarlo. Buenos días, signore Greenleaf.
—Buenos días.
Tom se quedó inmóvil cuando los dos policías salieron cerrando la puerta. Pensó que, si avisaba antes a la policía, podía mudarse a un hotel. No quería que empezasen a visitarle los amigos de Freddie, o los de Dickie, ahora que los periódicos habían dado su dirección. Trató de hacerse una idea de su comportamiento observado desde el punto de vista a la polizia. Ninguna de sus afirmaciones había sido puesta en duda, ni había dado muestras de estar horrorizado ante la noticia de la muerte de Freddie, por eso concordaba con lo que había dicho acerca de que no le unía al muerto una amistad muy íntima. Finalmente, sacó la conclusión de que las cosas no le habían ido mal, pese a tener que quedarse unos días más en la ciudad.
Sonó el teléfono sin que Tom le hiciera caso. Presentía que era Fausto llamándole desde la estación. Eran las once y cinco y el tren de Nápoles ya debía de haber salido. Cuando el aparato enmudeció, Tom llamó al Inghilterra y reservó una habitación, diciendo que llegaría en media hora aproximadamente. Luego llamó a la comisaria —recordaba que era la número 83— y perdió casi diez minutos tratando de hablar con alguien que supiese o quisiera saber quién era Richard Greenleaf. Al fin consiguió dejar recado de que el signore Richard Greenleaf estaría disponible en el Albergo Inghilterra, en caso de que la policía deseara hablar con él.
Llegó al Inghilterra antes de que transcurriera una hora. Llevaba tres maletas, dos de Dickie y una suya, y al verlas y pensar cuán distinta había sido su intención al prepararlas se sintió deprimido.
Al mediodía salió a buscar la prensa. Ningún periódico dejaba de publicar la noticia:
AMERICANO ASESINADO EN LA VIA APPIA ANTICA…
HORRIBLE ASESINATO DEL RICCISSIMO AMERICANO FREDERICK MILES ANOCHE EN LA VIA APPIA…
EL ASESINATO DEL AMERICANO EN LA VIA APPIA SIN NINGUNA PISTA…
Tom lo leyó sin perderse ni una palabra. Era cierto que no había ninguna pista, al menos todavía, ni huellas dactilares, ni sospechosos. Pero en todos los periódicos salía el nombre de Herbert Richard Greenleaf y se decía que en su casa, cuya dirección también se detallaba, era donde Freddie había sido visto vivo por última vez. Ninguno de los periódicos daba a entender, sin embargo, que Herbert Richard Greenleaf fuese sospechoso. Los periódicos decían que Miles, al parecer, se había tomado una cuantas copas y, siguiendo el típico estilo periodístico italiano, el contenido de las copas aparecía cuidadosamente enumerado e iba desde americanos hasta el scotch, pasando por el coñac, champán, incluso grappa. Solamente la ginebra y el Pernod quedaban fuera de la lista.
Tom se quedó en su habitación a la hora del almuerzo, paseando de un lado a otro, sintiéndose deprimido y atrapado. Llamó a la agencia de viajes donde había comprado el pasaje para Palma y trató de anularlo. Le dijeron que recuperaría un veinte por ciento del importe. No había otro buque con destino a Palma hasta pasados cinco días.
Sobre las dos del mediodía el teléfono empezó a sonar con insistencia.
—Diga —dijo Tom imitando la voz nerviosa e irritable de Dickie.
—Hola, Dick. Aquí Van Houston.
—¡Oh! —exclamó Tom, como si supiese quién era, aunque procurando que el tono de su voz no denotase un exceso de sorpresa o de alegría.
—¿Qué tal estás? ¡Cuánto tiempo!, ¿verdad? —le dijo la voz de tono áspero y forzado.
—En efecto, mucho. ¿Dónde estás?
—En el Hassler. He estado repasando el equipaje de Freddie junto con la policía. Óyeme, necesito verte. ¿Qué pasó con Freddie ayer? Me pasé la tarde intentando localizarte, ¿sabes?, porque Freddie tenía que regresar al hotel antes de las seis. No tenía tu dirección. ¿Qué pasó ayer?
—¡Ojalá lo supiera! Freddie se fue de mi casa alrededor de las seis. Los dos nos habíamos bebido unos cuantos martinis, bastantes, pero parecía capaz de conducir, ya que, de lo contrario, no le hubiese dejado salir, naturalmente. Dijo que tenía el coche abajo. No me imagino lo que pudo pasarle… como no fuera que recogió a alguien por el camino y le amenazaron con una pistola o algo por el estilo.
—Pero si no le mataron de un tiro. Estoy de acuerdo contigo en que alguien debió de obligarle a ir hasta allí, si no quería que le hiciesen daño, ya que tuvo que atravesar toda la ciudad para llegar a la Via Appia. El Hassler está sólo a unas cuantas travesías de tu casa. Tal vez perdió la noción de lo que estaba haciendo.
—¿Le había sucedido alguna vez? Quiero decir si había perdido el conocimiento mientras estaba al volante.
—Escucha, Dickie, ¿puedo verte? Estoy libre en este momento, aunque no debo salir del hotel en lo que queda de día.
—Yo tampoco.
—Oh, vamos. Deja un recado y vente para aquí.
—No puedo, Van. La policía va a venir dentro de una hora y debo estar presente. ¿Por qué no me llamas más tarde? Tal vez pueda verte esta noche.
—De acuerdo. ¿A qué hora?
—Llámame sobre las seis.
—De acuerdo. ¡Arriba ese ánimo, Dickie!
—Lo mismo digo.
—Hasta luego —dijo débilmente la voz.
Tom colgó pensando que Van, a juzgar por su voz, estaba a punto de echarse a llorar.
—Pronto? —dijo Tom dando unos golpecitos a la horquilla para atraer la atención de la telefonista del hotel.
Dejó el recado de que no estaba para nadie a excepción de la policía, y que no debían permitir que nadie subiese a verle. Nadie en absoluto.
Después de eso, el teléfono no sonó en toda la tarde. Alrededor de las ocho, ya de noche, Tom bajó a comprar la prensa vespertina. Echó un vistazo al reducido vestíbulo del hotel (y también al bar, cuya puerta daba al vestíbulo). Buscaba a alguien que pudiera ser Van. Estaba preparado para cualquier cosa, incluso para encontrarse a Marge sentada allí, esperándole, pero no vio a nadie que siquiera pareciese ser agente de policía. Compró los periódicos de la tarde y se sentó en un pequeño restaurante unas calles más allá. Todavía no había ninguna pista. Se enteró de que Van Houston era amigo íntimo de Freddie, que tenía veintiocho años y que se hallaba en Roma de paso, procedente de Austria y, al menos antes, con la intención de proseguir viaje hasta Florencia, donde él y Miles residían. La policía había interrogado a tres mozalbetes italianos, dos de dieciocho años y el otro de dieciséis, sospechosos de haber cometido el «horrible acto», pero más tarde los había puesto en libertad. Tom se sintió aliviado al leer que no se habían encontrado huellas dactilares recientes ni aprovechables en el «bellissimo» Fiat 1400 descapotable de Miles.
Tom se comió su costoletta di vitello lentamente, bebiendo sorbitos de vino y repasando todas las páginas de los periódicos, columna tras columna, buscando las noticias de última hora que la prensa italiana incluía a veces justo antes de pasar a la imprenta. No encontró nada más sobre el caso Miles, pero en la última página del último periódico leyó:
Barca affondata con macchie di sangue trovata nell acqua poco fondo vicino San Remo.
Leyó la noticia ávidamente con el corazón más aterrado que al llevar el cuerpo de Freddie sobre el hombro, o al ser interrogado por la policía. Le parecía estar leyendo su sentencia, igual que una pesadilla convertida en realidad, incluso en la forma de estar redactado el titular. Había una descripción detallada de la lancha y, al leerla, Tom revivió la escena: Dickie sentado con la caña del timón entre las manos; Dickie sonriéndole; el cuerpo de Dickie hundiéndose en el agua dejando una estela de burbujas tras de sí. El texto de la noticia decía que, según se creía, las manchas eran de sangre, sin afirmar a ciencia cierta que lo fuesen. No decía lo que la policía o quien fuese pensaba hacer en relación con ellas. Pero Tom supuso que la policía haría algo. Probablemente el barquero podría informar a la policía del día exacto en que se había perdido la lancha. Entonces la policía podría hacer indagaciones en los hoteles. Incluso era posible que el barquero recordase que la lancha se la habían alquilado dos americanos que luego no habían regresado. Si la policía se tomaba la molestia de comprobar el registro de los hoteles correspondiente a aquellas fechas, el nombre de Richard Greenleaf iba a destacarse como una bandera roja. En tal caso, por supuesto, el desaparecido sería Tom Ripley, probablemente asesinado aquel mismo día. La imaginación de Tom se lanzó por distintos senderos:
«¿Y si se ponen a buscar el cuerpo de Dickie y lo encuentran? Darían por sentado que se trataba del cuerpo de Tom Ripley. Sospecharían que Dickie es el asesino. Ergo, Dickie sería sospechoso del asesinato de Freddie Miles también. De la noche a la mañana, Dickie pasaría a ser “un tipo peligroso, un asesino”. Por el contrario, puede que el barquero no recuerde qué día dejaron de devolverle una de sus lanchas. Incluso, suponiendo que si lo recuerde, tal vez no indaguen en los hoteles. Tal vez a la policía italiana no le interesase tanto el caso. Tal vez, tal vez, tal vez no».
Tom dobló los periódicos, pagó la cuenta y salió.
Al llegar al hotel, preguntó si había algún recado para él.
—Si, signore. Questo e questo e questo…
El recepcionista los fue colocando sobre el mostrador con el aire triunfal de un jugador de póquer mostrando una escalera.
Había dos de Van, uno de Robert Gilberston (a Tom le parecía haber visto ese nombre en la libreta de direcciones de Dickie. Decidió comprobarlo luego). Uno de Marge. Tom lo recogió y leyó cuidadosamente el mensaje escrito en italiano:
«La signorina Sherwood llamó a las tres y cinco y volverá a llamar. Era una conferencia desde Mongibello».
Tom asintió con la cabeza y recogió las notas.
—Muchas gracias.
No le gustó la forma en que le miraba el recepcionista y se dijo que los italianos eran un hatajo de fisgones.
Ya en su habitación, se sentó en un sillón con el cuerpo echado hacia delante, fumando y pensando. Trataba de imaginar lo que lógicamente iba a suceder si no hacía nada, y lo que podía suceder si él lo provocaba con sus actos. Era muy probable que Marge viniese hasta Roma. Era obvio que había llamado a la policía de Roma para preguntarles su dirección. Si venía, tendría que recibirla sin hacerse pasar por Dickie, tratando de convencerla de que éste se había ausentado unos momentos, como había tenido que hacer con Freddie. Y si no lo lograba… Tom se frotó las manos nerviosamente. Decidió que no había otra salida que no ver a Marge. Especialmente cuando el asunto de la lancha empezaba a fraguarse. Todo se desbarataría si llegaba a verla. Sería el fin de todo. Pero si se quedaba sentado sin hacer nada, nada sucedería. Trató de tranquilizarse diciéndose que era la coincidencia del asunto de la lancha con el asesinato, todavía por resolver, de Freddie Miles lo que hacía que las cosas se pusieran difíciles. Pero que nada, absolutamente nada, iba a pasarle a él, si era capaz de seguir diciendo lo que debía decir y comportándose como debía comportarse. Después, las cosas volverían a ir como una seda. Se iría a un lugar lejano, muy lejano… Grecia, o la India, tal vez Ceilán, donde ningún antiguo conocido pudiera llamar a su puerta. ¡Qué imbécil había sido al pensar que podría quedarse en Roma!
Llamó a la Stazione Termini para preguntar sobre los trenes que salían hacia Nápoles al día siguiente. Había cuatro o cinco. Tomó nota de la hora en que salía cada uno de ellos. El buque de Mallorca no saldría hasta cinco días más tarde, y Tom se dijo que lo esperaría en Nápoles. Todo lo que le hacía falta era el permiso de la policía, y si todo iba bien, se lo darían al día siguiente. No podían retenerle para siempre, sin ni siquiera tener motivos para sospechar, sólo por si se les ocurría hacerle alguna que otra pregunta. Empezó a dar por seguro que le dejarían en libertad de acción al día siguiente, que sería absolutamente lógico que así fuese.
Volvió a descolgar el teléfono para decirle al recepcionista que, si miss Marjorie Sherwood llamaba otra vez, le pasase la llamada. Tom pensó que si Marge volvía a telefonear, en dos minutos la convencería de que todo iba bien, que el asesinato de Freddie no le incumbía en lo más mínimo y que, si estaba en un hotel, era para evitar llamadas anónimas y, al mismo tiempo, estar a disposición de la policía por si le necesitaban para la identificación de algún posible sospechoso. Le diría que salía en avión con destino a Grecia el día siguiente, por lo que no hacía falta que ella se desplazara a Roma. Entonces se le ocurrió que, de hecho, podía coger el avión de Palma en la misma Roma. No había caído en la cuenta antes.
Se tumbó en la cama, cansado pero sin querer acostarse aún, ya que tenía el presentimiento de que algo iba a suceder aquella misma noche. Procuró concentrar sus pensamientos en Marge, a la que se imaginaba en el bar de Giorgio en aquel preciso momento, quizá tomándose un Tom Collins en el bar del Miramare, con parsimonia, dudando entre si debía volver a llamarle o no. Tom podía imaginársela con la preocupación asomándole al rostro, pensando en lo que estaba sucediendo en Roma. Estaría sola en una mesa, sin hablar con nadie. La vio levantarse y regresar a casa, donde prepararía la maleta para coger el autobús a la mañana siguiente. El estaba allí también, de pie en la calzada ante la estafeta de correos, pidiéndole a gritos que no fuese, tratando de detener el autobús, sin conseguirlo…
La imagen se disolvió en un torbellino de grises y amarillos, el color que tenía la arena de Mongibello. Tom vio a Dickie, vestido con el traje de pana que llevaba en San Remo y sonriéndole. El traje estaba empapado y la corbata no era más que un colgajo que chorreaba agua. Dickie se inclinaba hacia él y le zarandeaba.
—¡Me salvé! —decía—. ¡Despiértate, Tom! ¡Me salvé nadando! ¡Estoy vivo!
Tom trató de zafarse del contacto de sus manos y oyó que Dickie se reía de él, con su risa profunda y alegre.
—¡Tom!
El timbre de su voz era más profundo y más melodioso, mejor en suma que el conseguido por Tom al imitar a Dickie. Tom intentó ponerse en pie. El cuerpo le pesaba como si fuera de plomo y sus movimientos eran lentos, como los de una persona que tratase de salir a la superficie desde lo más profundo del mar.
—¡Me salvé! —gritaba la voz de Dickie, resonándole una y otra vez en los oídos, como si le llegase a través de un túnel larguísimo.
Tom miró a su alrededor, buscando a Dickie bajo la luz amarillenta de la lámpara, en las sombras de la habitación, junto al armario. Sintió que los ojos se le abrían desmesuradamente, aterrorizados, y aun sabiendo que su miedo era infundado, siguió buscando a Dickie por todos lados, debajo de la persiana semicerrada, en el suelo al otro lado de la cama. Finalmente, logró levantarse y, andando con paso vacilante, llegó hasta la ventana y la abrió. Después abrió la otra. Se sentía bajo los efectos de alguna droga. De pronto, pensó que alguien le había echado algo en el vino. Se arrodilló junto a la ventana, aspirando ansiosamente el aire frío, luchando contra la sensación de mareo como si se tratase de algo que, si cedía unos segundos, acabaría dominándole del todo. Al cabo de un rato, entró en el baño y se mojó la cara en el lavabo. El mareo empezaba a desaparecer. Sabía que no le habían drogado. Sólo se había dejado llevar por la imaginación, perdiendo el control de sí mismo.
Se irguió y con gestos pausados se quitó la corbata. Moviéndose como lo hubiera hecho Dickie, se desnudó para bañarse, y luego se puso el pijama y se tendió en el lecho. Trató de imaginarse en qué hubiese pensado Dickie y se dijo que probablemente en su madre. Recordó que en su última carta, mistress Greenleaf había incluido unas fotos de ella y su marido tomando café en la sala de estar, igual que lo habían hecho con Tom después de cenar. Ella le decía en la carta que las fotos eran obra de Herbert, su marido. Tom empezó a redactar mentalmente la siguiente carta que les escribiría. Los esposos Greenleaf estaban contentos de que últimamente les hubiese escrito más a menudo. Tom decidió que era necesario que les tranquilizase sobre el asunto de Freddie, ya que ambos conocían a éste. En una de sus cartas, mistress Greenleaf le había preguntado por Freddie Miles. Pero mientras se esforzaba en redactar la carta, Tom tenía el oído atento por si sonaba el teléfono y le resultó imposible concentrarse.