Finalmente, esperó hasta que dieron las ocho, ya que sobre las siete las entradas y salidas de la casa eran más numerosas que durante el resto del día. A las ocho menos diez bajó a la planta baja para asegurarse de que la signora Buffi no estuviese trajinando por allí y tuviese cerrada la puerta; además, quería estar completamente seguro de que no hubiese nadie en el coche de Freddie, aunque, horas antes, ya había bajado a comprobar que efectivamente el coche fuera el de Freddie. Arrojó el abrigo del muerto sobre el asiento de atrás. Volvió a subir al apartamento y, arrodillándose, colocó uno de los brazos del cadáver alrededor de su cuello, apretó los dientes, y tiró hacia arriba. Dio varios traspiés al intentar apoyarse mejor en la espalda el cuerpo inerte de Freddie. También horas antes había ensayado la operación del traslado, sin apenas lograr dar un paso debido al peso del cadáver, y en aquellos momentos el cadáver pesaba exactamente lo mismo que antes, pero había una diferencia: ahora tenía que sacarlo. Dejó que los pies de Freddie se arrastrasen, y de este modo consiguió aligerar un poco el peso, y se las arregló para cerrar la puerta con el codo. Luego empezó a bajar las escaleras. A mitad del primer tramo, se detuvo al oír que alguien salía de un apartamento del segundo piso. Se quedó esperando a que quien fuese hubiera salido a la calle, y entonces reanudó su lento y vacilante descenso. Había encasquetado uno de los sombreros de Dickie en la cabeza del muerto, para ocultar el pelo sucio de sangre. Durante la última hora, había estado bebiendo una mezcla de ginebra y Pernod con el fin de alcanzar un estado de ebriedad perfectamente calculada y que le permitiera convencerse a sí mismo de que era capaz de moverse con cierto aire de indiferencia y, al mismo tiempo, conservar el valor, incluso la temeridad, suficiente para arriesgarse sin pestañear. El primer riesgo, lo peor que podía pasarle, era que el peso de Freddie le hiciese caer antes de llegar al coche y meter el cadáver dentro. Tom cumplió lo que se había jurado a sí mismo: no detenerse a descansar mientras bajaba las escaleras. Tampoco salió nadie más de alguno de los pisos, ni entró ningún vecino procedente de la calle. Durante las horas pasadas en el piso, Tom se había estado imaginando los posibles contratiempos que se encontraría al salir: la signora Buffi o su esposo saliendo de su vivienda en el preciso instante en que él llegaba al final de las escaleras; un desmayo que haría que le encontrasen tumbado en el suelo junto al cadáver; la posibilidad de que, habiendo dejado el cuerpo en el suelo para descansar, luego no pudiera volver a alzarlo. Se lo había imaginado todo con tal intensidad, que ahora el simple hecho de haber llegado abajo sin que se confirmara uno solo de sus temores le daba la sensación de estar protegido por alguna fuerza mágica que le hacía olvidarse del enorme peso que transportaba en el hombro.
Echó una ojeada a través de las cristaleras de la puerta. La calle parecía normal. Un hombre pasaba por la acera de enfrente, aunque siempre pasaba alguien por una de las aceras. Abrió la primera puerta con el pie y la cruzó arrastrando a Freddie. Antes de cruzar la otra puerta, cambió el peso de hombro, agachando la cabeza bajo el cadáver, y sintiéndose orgulloso de su propia fuerza, hasta que el dolor del brazo que había quedado libre le hizo volver a la realidad. Tenía el brazo demasiado cansado siquiera para rodear la cintura de Freddie. Apretó más los dientes y dando tumbos bajó los cuatro peldaños que daban a la acera, no sin golpearse una cadera contra la columna de piedra del final de la balaustrada.
Un hombre que venía por la acera aflojó el paso como si fuera a detenerse, pero prosiguió su camino sin hacerlo.
Tom decidió que si alguien se le acercaba, le arrojaría tal vaharada de Pernod al rostro que no necesitarían preguntarle qué le pasaba. Mentalmente, Tom iba soltando maldiciones contra los transeúntes que cruzaban por su lado. Pasaron cuatro personas, pero sólo dos le miraron. Se detuvo un momento para que pasara un coche, luego, dando unos pasos rápidos y empujando, metió la cabeza de Freddie por la ventanilla del coche y empujó lo bastante para que le bastara apoyar el cuerpo en el cadáver a fin de que no cayera mientras tomaba un respiro. Miró alrededor, bajo la luz del farol al otro lado de la calle, hacia las sombras que había frente a su casa.
En aquel instante, el más pequeño de los hijos del portero salió corriendo a la acera y echó calle abajo sin mirar hacia Tom. Entonces, un hombre que cruzaba la calle, pasó cerca del coche sin apenas una mirada de sorpresa hacia el cuerpo doblado, con la cabeza metida dentro del vehículo, que casi parecía estar en una pose natural. Tom pensó que, en realidad, era como si Freddie estuviese hablando con alguien que estaba dentro del coche, aunque él, Tom, sabía perfectamente que la pose no era exactamente natural. Pero ésa era la ventaja de hallarse en Europa, donde nadie ayudaba a nadie, ni nadie se entrometía. De haber estado en América…
—¿Necesita ayuda? —le dijo una voz en italiano.
—Oh, no, no, grazie —contestó Tom, con una voz alegre de borracho—. Ya sé dónde vive éste —añadió en inglés, mascullando las palabras.
El hombre movió la cabeza comprensivamente, sonrió y siguió su camino. Era un hombre alto y delgado, vestido con una gabardina ligera, sin sombrero, y llevaba bigote. Tom confió en que no se acordase de él ni del coche.
Tom dio la vuelta al coche y tiró de Freddie para colocarlo en el asiento al lado del conductor. Entonces se puso los guantes de piel que llevaba en el bolsillo de su gabardina y metió la llave de Freddie en el contacto. El coche arrancó obedientemente. Bajaron hasta la Via Veneto, pasaron por delante de la Biblioteca Americana, por la Piazza Venecia, desde uno de cuyos balcones Mussolini solía soltar sus discursos; dejaron atrás el gigantesco monumento a Vittorio Emmanuele y cruzaron el Foro, pasando luego por delante del Coliseo. Fue, en resumen, una gira muy completa por Roma, aunque a Freddie le era totalmente imposible gozarla. Parecía haberse dormido en el asiento de al lado, como a veces le sucedía a la gente cuando uno deseaba mostrarles el paisaje.
La Via Appia Antica se abría ante él, gris y antigua bajo la tenue luz de los escasos faroles. A ambos lados de la calzada, recortadas sobre el cielo aún no del todo oscurecido, se advertían las ruinas de las tumbas. La oscuridad iba avanzando, ganándole terreno a la luz. No se veía más que un coche, que se acercaba de frente, en dirección a Roma. Eran pocas las personas que se sentían inclinadas a viajar por aquella carretera llena de baches y mal iluminada, especialmente en el mes de enero, con la posible excepción de las parejas de enamorados. El coche pasó por su lado. Tom empezó a mirar a su alrededor, buscando un lugar propicio. Se dijo que Freddie se merecía yacer detrás de una tumba presentable. Observó un grupo de árboles que crecían junto a la carretera y detrás de los cuales sin duda habría una tumba o los restos de una. Tom se desvió de la calzada al llegar junto a los árboles y apagó los faros. Aguardó un momento, mirando hacia ambos extremos de la vacía y recta carretera.
El cuerpo de Freddie seguía tan fláccido como una muñeca de caucho. Tom se preguntó dónde estaría el rigor mortis consabido. Arrastró el cuerpo, ahora sin demasiadas contemplaciones, dejando que la cara rozase el polvo del camino, hasta el último árbol del grupo, y luego lo ocultó detrás de las ruinas de una tumba. Se trataba de un arco que debía de haber sido la tumba de un patricio, pese a que apenas quedaba un metro de pared en pie. Tom se dijo que bastaba para el cerdo de Freddie. Se puso a maldecir el pesado cuerpo y, de pronto, descargó un puntapié en la barbilla del cadáver. Se sentía cansado, cansado hasta el punto de llorar, asqueado de ver el cuerpo de Freddie Miles, y le parecía que nunca iba a llegar el momento en que podría volverle la espalda definitivamente. Todavía quedaba el abrigo, y Tom regresó al coche en su busca. Al volver con la prenda, advirtió que el terreno era seco y duro, por lo que seguramente no quedarían huellas de sus pasos. Arrojó el abrigo junto al cadáver y, girando vivamente sobre sus talones, emprendió el regreso hacia el coche, sin apenas sentir sus propias piernas a causa del agotamiento.
Mientras conducía hacia Roma, frotó la parte exterior de la portezuela con su mano enguantada, para borrar las huellas dactilares. Aquél era el único sitio del coche donde había puesto las manos antes de enfundarse los guantes. Al llegar a la calle a cuyo extremo se hallaba la American Express, dejó el coche aparcado delante del Florida, un club nocturno, y salió de él dejando la llave de contacto puesta. Conservaba en su bolsillo el billetero de Freddie, aunque ya había trasladado al suyo propio el dinero italiano que llevaba encima Freddie. Las otras divisas, francos suizos y schillings austríacos, las había quemado antes, en el apartamento. Se sacó el billetero del bolsillo y, al pasar junto a una cloaca, se agachó levemente y lo arrojó dentro.
Mientras regresaba andando a casa, Tom pensó que sólo había dos cosas que estaban mal: los ladrones, en buena lógica, se hubieran llevado el abrigo, ya que la prenda era de calidad, y, además, el pasaporte, que seguía en un bolsillo del abrigo. Pero se dijo que no todos los ladrones actuaban de acuerdo con la lógica, especialmente si eran italianos. Y tampoco todos los asesinos actuaban con lógica. Su mente retrocedió a la conversación sostenida con Freddie:
—… No, un italiano. Un simple crío.
Así que alguien le había seguido hasta casa alguna vez, ya que él no le había dicho a nadie, absolutamente a nadie, su dirección. Se sentía avergonzado, pensando que quizá dos o tres mozos de reparto sabían dónde vivía, aunque los mozos de reparto no solían frecuentar el Greco. Le avergonzaba y al mismo tiempo le hacía encogerse dentro de la gabardina. Se imaginaba una cara morena y jadeante siguiéndole hasta su casa, observando atentamente la fachada para ver qué luz se encendía después de entrar él en la escalera. Tom se encorvó aún más y apretó el paso, como si estuviera huyendo de un perseguidor maniático y apasionado.