15

Visitó el Capitolio y Villa Borghese, exploró minuciosamente el Foro y tomó seis lecciones de italiano de un viejo del barrio a quien Tom dio un nombre falso. Después de la sexta lección, Tom decidió que su italiano ya era igual que el de Dickie. Recordaba palabra por palabra varias frases dichas por Dickie en un momento u otro y ahora comprendía que no eran correctas. Por ejemplo:

—Ho paura che non c’è arrivata, Giorgio.

Dickie la había dicho una tarde, mientras esperaban a Marge en el bar de Giorgio. Dickie debería haber dicho «sia arrivata», empleando el subjuntivo después de una expresión que denotaba temor. Dickie nunca utilizaba el subjuntivo con la frecuencia propia del italiano. Voluntariamente, Tom se abstuvo de aprender la forma correcta de utilizar el subjuntivo.

Compró unos metros de terciopelo rojo para las cortinas de la sala de estar, ya que las cortinas que iban incluidas en el alquiler del apartamento le resultaban ofensivas a la vista. Al preguntarle a la signora Buffi, la esposa del portero, si sabía de alguna costurera que pudiera confeccionárselas, ella se le había ofrecido para hacerlas, por sólo dos mil liras, poco más de tres dólares. Tom insistió para que aceptase cinco mil. Luego compró también unos cuantos objetos para embellecer el apartamento, aunque nunca recibía a nadie en casa, a excepción de un joven americano, simpático pero no muy inteligente, a quien había conocido en el Café Greco, cuando el otro le preguntó cómo se llegaba al hotel Excelsior desde allí. El Excelsior estaba cerca de su casa, de manera que Tom le invitó a subir y tomar una copa. Lo único que pretendía era impresionarle durante una hora y después decirle adiós, para siempre, y así lo hizo, tras pasarse una hora discurseando sobre los placeres de vivir en Roma y servirle un poco de su mejor coñac. El joven partía para Múnich al día siguiente.

Tom cuidaba mucho de no encontrarse con los miembros de la colonia americana en Roma, pues deseaba evitar que le invitasen a sus reuniones y que él correspondiera invitándoles a las suyas. De todos modos, le encantaba charlar con los americanos y las gentes del país en el Café Greco y en los restaurantes estudiantiles de la Via Margutta. La única persona a quien dijo su nombre era un pintor italiano llamado Carlino, con quien se había encontrado en una taberna de la Via Margutta. Le dijo también que se dedicaba a pintar y que estaba estudiando con un pintor llamado Di Massimo. Si alguna vez la policía investigaba las actividades de Dickie en Roma, tal vez cuando Tom ya llevase mucho tiempo viviendo bajo su propio nombre, el pintor le serviría para demostrar que Dickie Greenleaf había estado pintando en Roma durante el mes de enero. El nombre Di Massimo no le sonaba a Carlino, pero Tom le hizo una descripción tan detallada que probablemente Carlino nunca se olvidaría.

Se sentía solo, pero en modo alguno triste. Era una sensación muy parecida a la que había experimentado en París, la víspera de Navidad, la sensación de que toda la gente le estuviera observando, como si el mundo entero fuese su público, una sensación que le hacía estar constantemente en guardia, ya que una equivocación hubiera sido catastrófica. Y, con todo, estaba absolutamente seguro de que no cometería ninguna equivocación, y ello sumergía su existencia en una atmósfera peculiar y deliciosa de pureza, igual que la que probablemente sentiría un gran actor al salir al escenario a interpretar un papel importante con la convicción de que nadie podía interpretarlo mejor que él. Era él mismo y, sin embargo, no lo era. Se sentía inocente y libre, pese a que, de un modo consciente, planeaba cada uno de sus actos. Pero ya no sentía cansancio después de varias horas de fingir, como le había sucedido al principio. No tenía necesidad de relajarse cuando estaba a solas. Desde que se levantaba y entraba a cepillarse los dientes en el baño, él era Dickie, cepillándose los dientes con el brazo derecho doblado en ángulo recto, Dickie haciendo girar con la cucharilla los restos del huevo pasado por agua que tomaba para desayunar. Dickie, que, invariablemente, volvía a guardar en el armario la primera corbata que había sacado, poniéndose otra en su lugar. Incluso había pintado un cuadro al estilo de Dickie.

Al finalizar enero, Tom dio por sentado que Fausto habría pasado por Roma sin detenerse, aunque las cartas de Marge no decían nada al respecto. Marge le escribía una vez por semana, a la dirección de la American Express. Solía preguntarle si necesitaba calcetines o una bufanda, diciéndole que le sobraba mucho tiempo y podía confeccionárselos ella misma, sin dejar por ello de trabajar en su libro. Siempre le relataba alguna anécdota graciosa sobre algún conocido del pueblo, sólo para que Dickie no creyese que se estaba muriendo de pena por su causa, aunque resultaba evidente que así era, tan evidente como su propósito de no marcharse a América en febrero sin antes hacer otro intento desesperado para atraparle, y esta vez en persona. Tom se decía que por eso le escribía tan a menudo y tan extensamente, por eso los calcetines y la bufanda probablemente estaban ya en camino, aunque nunca contestaba a sus cartas. Las cartas de Marge le repelían. Le disgustaba incluso tocarlas y, después de mirarlas muy por encima, las hacía pedazos y las tiraba a la basura.

Finalmente, Tom escribió:

He desechado la idea del apartamento en Roma de momento. Di Massimo se va a pasar unos cuantos meses en Sicilia, y puede que vaya con él y desde allí a alguna otra parte. Mis planes son muy poco concretos, pero tienen la virtud de ofrecerme libertad y adaptarse a mi actual estado de ánimo.

No me mandes calcetines, Marge. A decir verdad, no necesito nada. Te deseo mucho éxito para tu libro.

Tom tenía ya el billete para ir a Mallorca: primero en tren hasta Nápoles, después en barco hasta Palma, la noche del treinta y uno de enero al uno de febrero. Se había comprado dos maletas nuevas en Gucci, la mejor tienda de artículos de piel que había en Roma. Una de las maletas era grande, de suave piel de antílope, la otra era de lona color canela, con correajes de cuero marrón. Ambas llevaban las iniciales de Dickie. Tom se deshizo de la más estropeada de sus propias maletas, y la otra la tenía guardada en un trastero del apartamento, llena de sus propias ropas por si se presentaba alguna emergencia. Pero no esperaba que así fuese. La embarcación hundida cerca de San Remo nunca había sido encontrada. Tom hojeaba los periódicos cada día para ver si decían algo al respecto.

Una mañana, mientras hacía las maletas, llamaron a la puerta. Supuso que sería alguien que se equivocaba o que iba pidiendo de puerta en puerta. Su nombre no constaba en la escalera, donde estaban los timbres, y le había dicho al portero que no deseaba que constase, pues quería evitar visitas inoportunas. El timbre sonó por segunda vez, y Tom no hizo caso, continuando con su tarea. Le gustaba hacer las maletas y se entretenía mucho con ello, uno o dos días enteros. Con gestos afectuosos, colocaba la ropa de Dickie en las maletas, probándose alguna que otra camisa de seda o chaqueta delante del espejo. Así estaba, abrochándose una camisa azul adornada con caballitos de mar de color blanco, cuando empezaron a golpear la puerta.

Se le ocurrió que tal vez era Fausto, que hubiese sido muy propio de Fausto buscarle por toda Roma para darle una sorpresa. Trató de tranquilizarse diciéndose que era una tontería, pero sus manos estaban bañadas en un sudor frío al dirigirse hacia la puerta. Se sentía débil, y lo absurdo de aquella sensación, unido al peligro de desmayarse y que le encontrasen tendido en el suelo, le hizo agarrarse al pomo de la puerta con ambas manos, aunque solamente la entreabrió unos centímetros.

—¡Hola! —dijo una voz con acento americano, desde la semipenumbra del rellano—. ¿Eres tú, Dickie? ¡Soy Freddie!

Tom dio un paso hacia atrás, abriendo la puerta del todo.

—Dickie está… Pero pasa, pasa. No está aquí en este momento. Volverá dentro de un rato, seguramente.

Freddie Miles entró con cara de curiosidad, mirando en todas direcciones. Tom se preguntó cómo diablos habría dado con la dirección. Rápidamente, se quitó los anillos de los dedos y los ocultó en el bolsillo. Luego miró a su alrededor, tratando de recordar si había algo más que ocultar.

—¿Te alojas en su casa? —preguntó Freddie, mirándole con su expresión estúpida y atemorizada.

—Oh, no. Sólo estaré aquí unas horas —dijo Tom, quitándose la camisa de los caballitos de mar, debajo de la cual llevaba otra—. Dickie se ha ido a almorzar, me parece que dijo al Otelo. Seguramente volverá sobre las tres, a lo sumo.

Tom supuso que el portero o su esposa le habían dicho cuál era el timbre de su piso, y que el signore Greenleaf estaba en su casa. Probablemente, Freddie habría dicho que era un viejo amigo de Dickie. Tom se dijo que iba a tener que sacarlo de la casa sin cruzarse con la signora Buffi en la planta baja, ya que ella siempre le saludaba diciéndole:

—Buongiorno, signore Greenleaf!

—Te vi en Mongibello, ¿no es verdad? —preguntó Freddie—. ¿No te llamas Tom? Creí que ibas a venir a Cortina.

—Me fue imposible, gracias. ¿Qué tal fue por allí?

—Oh, muy bien. ¿Qué le pasó a Dickie?

—¿Es que no te escribió? Pues verás…, decidió pasar el invierno en Roma. Me dijo que ya te había escrito.

—Ni una palabra…, a no ser que escribiese a Florencia. Pero yo estaba en Salzburgo y él sabía mi dirección.

Freddie se sentó a medias sobre la mesa, arrugando el tapete de seda verde. Sonrió.

—Marge me dijo que se había trasladado a Roma, pero ella solamente sabía la dirección de la American Express. Ha sido una verdadera casualidad que encontrase el lugar. Anoche me encontré con alguien en el Greco que sabía su dirección. ¿Qué pretende Dickie?

—¿Quién era? —preguntó Tom—. ¿Un americano?

—No, un italiano. Un simple crío.

Freddie miraba los zapatos de Tom.

—¿Sabes que tus zapatos son como los de Dickie y los míos? Duran como el hierro, ¿verdad? Los míos los compré en Londres hace ya ocho años.

Eran los zapatos de piel curtida, sin teñir, que habían pertenecido a Dickie.

—Estos los compré en América —dijo Tom—. ¿Te apetece una copa o prefieres ir al Otelo a ver si encuentras a Dickie? ¿Sabes dónde cae eso? No vale la pena que esperes, porque normalmente no acaba de almorzar hasta las tres. Y yo no tardaré en irme.

Freddie se había acercado al dormitorio y estaba de pie ante la puerta, mirando las maletas que había sobre la cama.

—¿Es que Dickie se va o es que acaba de regresar? —preguntó Freddie, volviéndose.

—Se marcha. ¿No te lo dijo Marge? Se va a Sicilia a pasar una temporada.

—¿Cuándo?

—Mañana. Quizá hoy a última hora, no estoy seguro.

—Oye, ¿qué le pasa a Dickie últimamente? —preguntó Freddie, frunciendo el ceño—. ¿Qué pretende recluyéndose así?

—Dice que ha trabajado mucho este invierno —contestó Tom con naturalidad—. Me parece que busca un poco de soledad, aunque, por lo que yo sé, sigue en buenas relaciones con todo el mundo, incluyendo a Marge.

Freddie sonrió otra vez y empezó a desabrocharse el abrigo.

—Pues no va a estarlo conmigo si vuelve a darme un plantón. ¿Estás seguro que él y Marge siguen siendo amigos? Cuando la vi me pareció que se habían peleado. Llegué a pensar que tal vez por eso no vinieron a Cortina.

Freddie se le quedó mirando a la expectativa.

—Pues no que yo sepa.

Tom se acercó al ropero para coger su chaqueta, para que Freddie comprendiese que quería marcharse, y entonces, justo a tiempo, comprendió que posiblemente Freddie reconocería la chaqueta de franela gris que hacía juego con los pantalones que llevaba puestos y que era de Dickie. Del extremo izquierdo del ropero descolgó una chaqueta y una gabardina que eran suyas. Los hombros de la gabardina daban la impresión de que la prenda había pasado varias semanas en el colgador, y así era. Al volverse, observó que Freddie tenía clavados los ojos en la pulsera de plata que llevaba en la muñeca izquierda. Era de Dickie. Tom no se la había visto nunca, pero la encontró en la caja donde guardaba las joyas. Freddie la estaba mirando como si la conociese. Tom se puso la gabardina sin perder la calma.

Freddie le estaba observando con una expresión distinta, algo sorprendida. Tom sabía lo que estaba pensando y, presintiendo el peligro, su cuerpo se tensó.

—¿Listo para irte? —preguntó Tom.

—Sí que vives aquí, ¿no es verdad?

—¡No! —protestó Tom, sonriendo.

El rostro feo y pecoso le estaba mirando fijamente bajo la mata de pelo rojo.

«¡Ojalá podamos salir de aquí sin tropezamos con la signora Buffi!», se dijo Tom.

—Vámonos.

—Por lo que veo, Dickie te ha cubierto de joyas, las suyas.

A Tom no se le ocurrió nada que decir, ninguna broma para despistar.

—Oh…, es sólo un préstamo —dijo Tom con voz grave—. Dickie se cansó de llevarla, de manera que me dijo que la llevara yo durante una temporada.

Tom se refería a la pulsera, pero recordó que también llevaba el sujetacorbatas de plata con una «G» bien visible. Él mismo lo había comprado. Se daba cuenta de que en Freddie Miles la animosidad hacia él aumentaba por segundos. Se notaba tan claramente como si de su corpachón estuviera saliendo una especie de vapor que inundase toda la habitación. Freddie pertenecía a la clase de tipos que eran capaces de dar una paliza a quien tomasen por un afeminado, especialmente si las circunstancias les eran tan propicias como en aquellos momentos. Su mirada infundía terror.

—Sí, estoy listo para irme —dijo Freddie con tono amenazador, levantándose.

Al llegar a la puerta se volvió.

—¿Es el Otelo que está cerca del Inghilterra?

—Sí —dijo Tom—. Suele llegar allí sobre la una.

Freddie movió la cabeza afirmativamente.

—Me alegra haber vuelto a verte —dijo con voz desagradable.

Se fue cerrando la puerta.

Tom lanzó una maldición en voz baja. Abrió ligeramente la puerta y escuchó los pasos de Freddie que se alejaban escaleras abajo. Necesitaba asegurarse de que Freddie salía a la calle sin cruzar palabra con alguno de los Buffi. Entonces oyó la voz de Freddie que decía:

—Buon giorno, signora!

Tom se asomó al hueco de la escalera. Tres pisos más abajo se veía parte de una de las mangas del abrigo que llevaba Freddie. Estaba hablando en italiano con la signora Buffi. La voz de la mujer le llegaba con mayor claridad.

—… sólo el signore Greenleaf —decía la mujer—. No, sólo uno… signore chi?… No, signore… No creo que haya salido en todo el día, ¡claro que puedo estar equivocada!

La mujer soltó una carcajada.

Tom apretaba la barandilla como si fuese el cuello de Freddie. Entonces oyó los pasos de Freddie que subían la escalera corriendo. Entró en el apartamento y cerró la puerta. Podía insistir en que no vivía allí, que Dickie estaba en el Otelo, o bien que no sabía dónde estaba, pero sabía que Freddie ya no iba a cejar hasta dar con Dickie. Además, cabía la posibilidad de que Freddie le arrastrara a la planta baja para preguntarle a la signora Buffi quién era él.

Freddie llamó a la puerta. Luego giró el pestillo, pero la llave estaba echada. Tom cogió un pesado cenicero de cristal. Tuvo que agarrarlo por un borde ya que era demasiado ancho para que la mano lo abarcase. Trató de pensar un poco más sobre si había alguna otra salida. Con la mano izquierda abrió la puerta; tenía la otra mano y el cenicero ocultos tras la espalda.

Freddie entró en la habitación.

—Escucha, ¿te importaría decirme…?

El borde del cenicero le dio en plena frente. Freddie se quedó atónito. Entonces se le doblaron las rodillas y cayó como un buey derribado por un mazazo entre los ojos. Tom cerró la puerta de un puntapié. Con el cenicero descargó un fuerte golpe en la nuca de Freddie. Luego otro, y otro, temiendo que Freddie estuviera simplemente fingiendo y que, de pronto, sus brazos le atenazasen las piernas y le derribasen. Descargó otro golpe, esta vez de refilón y sobre el cráneo, y la sangre empezó a manar. Tom se puso a maldecir. Corriendo, fue al cuarto de baño y regresó con una toalla que colocó debajo de la cabeza de Freddie. Luego le cogió la muñeca para tomarle el pulso. Advirtió que todavía le latía, débilmente, cada vez más débilmente, como si el contacto de sus dedos lo estuviera haciendo desaparecer del todo. Al cabo de un segundo, el pulso se esfumó. Tom aguzó el oído hacia la escalera, imaginándose a la signora Buffi ante la puerta, con la sonrisa que empleaba cuando tenía la impresión de estar entrometiéndose. Pero ni los golpes con el cenicero ni la caída de Freddie habían armado demasiado ruido, al menos así se lo parecía a Tom. Bajó la vista hacia la mole de Freddie y sintió una súbita sensación de asco e impotencia.

Era solamente la una menos veinte, y faltaban horas para que oscureciese. Se preguntó si a Freddie le estarían esperando en alguna parte, tal vez en un coche, abajo en la calle. Le registró los bolsillos: un billetero, el pasaporte americano en un bolsillo interior del abrigo, un poco de calderilla italiana y de otro país que no pudo reconocer, un estuche-llavero. Había dos llaves en una anilla que decía FIAT. Buscó el carnet de conducir en el billetero. Lo encontró. En él constaban todos los datos: FIAT 1400 nero —descapotable— 1955. Le sería fácil localizarlo si había venido en él. Registró todos los bolsillos, sin olvidar los del chaleco, tratando de encontrar el ticket de un garaje, pero no lo halló. Se acercó a la ventana de la calle y estuvo a punto de sonreír al mirar afuera: allí estaba el descapotable negro, aparcado junto a la acera de enfrente, casi delante mismo de la casa. No podía decirlo con certeza, pero le pareció que no había nadie en el coche.

De repente supo lo que iba a hacer. Se puso a arreglar la habitación, sacando las botellas de ginebra y vermut del aparador, y, pensándolo mejor, también la de Pernod, ya que su olor era mucho más fuerte. Dejó las botellas sobre la mesa y preparó un martini en un vaso alto, añadiéndole un par de cubitos de hielo. Bebió un poco para que el vaso quedase sucio, luego vertió un poco en otro vaso y se acercó con él al cuerpo de Freddie. Cogió la mano fláccida de Freddie y apretó los dedos en torno al vaso, que seguidamente volvió a llevar a la mesa. Echó una mirada a la herida y comprobó que ya no sangraba o que estaba dejando de hacerlo; la sangre no había traspasado la toalla manchando el suelo. Apoyó el cuerpo de Freddie en la pared y vertió un poco de ginebra sola en su garganta, directamente de la botella. La mayor parte del líquido se le derramó por la pechera de la camisa, aunque Tom supuso que la policía italiana no haría ningún análisis de sangre para comprobar si Freddie había estado muy borracho o sólo un poco. Tom dejó que sus ojos se posaran inquietos en el rostro de Freddie, y su estómago se contrajo de tal modo que apartó la mirada rápidamente. La cabeza le daba vueltas y se dijo que no debía volver a hacerlo.

«¡Lo que faltaba!», se dijo Tom acercándose a la ventana con pasos vacilantes. «¡Mira que si me desmayo ahora…!»

Abrió la ventana y respiró profundamente el aire fresco, mirando ceñudamente el coche negro aparcado al otro lado de la calle. Se dijo que no debía desmayarse, que sabía exactamente lo que haría: un Pernod para los dos en el último minuto. Otros dos vasos con sus huellas dactilares y las de Freddie, más restos de licor. Luego habría que llenar los ceniceros. Freddie fumaba Chesterfield. Luego la Via Appia, en uno de los rincones oscuros que había detrás de las tumbas. En la Via Appia había largos trechos sin ningún farol. El billetero de Freddie habría desaparecido. Motivo: robo.

Le quedaban bastantes horas, pero no se detuvo hasta haber dejado preparada la habitación: una docena de cigarrillos Chesterfield, y otra de Lucky Strike, quemados y aplastados en los ceniceros; un vaso de Pernod hecho añicos en el cuarto de baño, sin terminar de barrer los cristales, que seguían sobre las baldosas. Resultaba curioso que, mientras preparaba tan minuciosamente la escena, iba pensando que tendría horas de sobra para volverlo a dejar todo en orden —tal vez entre las nueve de aquella misma noche, hora en que quizá la policía creería interesante someterle a interrogatorio, ya que quizá alguien sabía que Freddie Miles pensaba visitar a Dickie Greenleaf aquel día— y Tom supo con certeza que así sería, que tendría el piso perfectamente arreglado para las ocho de la noche, ya que, según la historia que pensaba contar, Freddie habría salido de su casa a las siete (como, de hecho, iba a suceder), y Dickie Greenleaf era un joven pulcro y ordenado, incluso cuando llevaba unas cuantas copas en el cuerpo. Pero el motivo del desorden era que le servía de justificación de la historia ante sí mismo, que le obligaba a creérsela él también.

Además, pensaba emprender el viaje a Palma vía Napóles por la mañana, a las diez y media, a no ser que, por alguna razón, la policía le retuviera en Roma. Si el hallazgo del cuerpo salía en los periódicos de la mañana, y la policía no se ponía en contacto con él, lo natural sería que él se presentase voluntariamente para decirles que Freddie Miles había estado en su casa a última hora de la tarde, aunque, de repente, se le ocurrió que tal vez el forense averiguaría que Freddie llevaba muerto desde el mediodía. En aquellos momentos le era imposible sacar a Freddie, imposible a plena luz del día. No. Su única esperanza estribaba en que tardasen tantas horas en hallar el cadáver que el forense no pudiese establecer con certeza la hora exacta del fallecimiento. Además, tenía que sacarlo de la casa sin ser visto por nadie, absolutamente nadie —tanto si lograba bajarlo como si se tratase de un borracho, como si no lo lograba—, para que, si tenía que prestar declaración, pudiese decir que Freddie se había ido sobre las cuatro o las cinco de la tarde.

Temía tanto las cinco o seis horas que faltaban para el anochecer, que durante unos instantes temió también no ser capaz de esperar. Tom temblaba, pensando que no había tenido ninguna intención de matarle, que había sido una muerte estúpida, pero Freddie, con sus malditas sospechas, le había obligado a ello. Tom sentía deseos de salir a dar un paseo, pero no se atrevía a dejar el cadáver allí. Además, era necesario hacer ruido, si es que tenía que hacer ver que él y Freddie se habían pasado toda la tarde charlando y bebiendo. Puso la radio y buscó una emisora que transmitía música de baile. Decidió que, al menos, podía tomarse una copa. Formaba parte de la comedia. Se preparó otro par de martinis con hielo. Ni siquiera aquello le apetecía, pero se lo bebió.

La ginebra no logró más que hacer más intensas sus dudas y temores. Se quedó contemplando el largo y pesado cuerpo de Freddie, con el abrigo hecho una pelota debajo del mismo, sin que él, Tom, se atreviera o tuviera fuerzas suficientes para enderezarlo, aunque le molestaba verlo. Una y otra vez, pensaba en lo triste, estúpida, peligrosa e innecesaria que era aquella muerte, y cuán brutalmente injusta para el propio Freddie. Por supuesto, no resultaba imposible odiar a Freddie: un cochino y un egoísta que se había atrevido a despreciar a uno de sus mejores amigos (porque sin duda Dickie era uno de sus mejores amigos) solamente porque le sospechaba culpable de desviación sexual. Tom se echó a reír al pensar en aquellas palabras: desviación sexual.

«¿Dónde está el sexo?», se preguntó. «¿Y dónde está la desviación?»

Bajó la vista hacia Freddie y con voz baja y llena de resentimiento dijo:

—Freddie Miles, has sido víctima de tu propia mente retorcida.