Al día siguiente se mudó al hotel Europa, un establecimiento de mediana categoría cercano a la Via Veneto, ya que el Hassler le parecía demasiado lujoso, la clase de hotel que frecuentaban los artista de cine de paso por la ciudad, y temía que Freddie Miles, o cualquier otra persona que conociera a Dickie, se alojase en él cuando estaba en Roma.
En la habitación del hotel, Tom se entretuvo imaginando que conversaba con Marge, con Fausto y con Freddie. Marge, a juicio de Tom, era la que mayores probabilidades de presentarse en Roma ofrecía. Tom le hablaba como si fuese Dickie, se imaginaba una conversación por teléfono, y con su propia voz cuando imaginaba una entrevista cara a cara. Podía suceder, por ejemplo, que se dejase caer inopinadamente en Roma y, tras localizar su hotel, insistiera en subir a su habitación, en cuyo caso se vería obligado a quitarse los anillos de Dickie y a cambiarse de ropa.
—No lo sé —le diría con su propia voz—. Ya sabes cómo es… le gusta creer que se está alejando de todo el mundo. Me dijo que podía ocupar su habitación durante unos días, ya que da la casualidad de que en la mía la calefacción funciona muy mal… Oh, regresará dentro de un par de días, si no recibiré una postal diciéndome que se encuentra bien. Se ha ido a una ciudad de provincias, no recuerdo cuál, con Di Massimo, para ver las pinturas que hay en una iglesia de allí.
—Pero ¿no sabes si se fue hacia el norte o hacia el sur?
—Francamente, no. Supongo que hacia el sur. Pero ¿de qué nos sirve saberlo?
—¡Qué mala suerte la mía! Al menos podía haber dicho adonde iba, ¿no crees?
—Sí. También yo se lo pregunté. He buscado algún mapa o cualquier otra cosa por la habitación, para ver si había alguna pista sobre adonde pensaba ir. Lo único que hizo fue llamarme hace tres días para decirme que podía utilizar su habitación si lo deseaba.
Resultaba una buena idea practicar aquellos cambios de personalidad, ya que podía llegar un momento en que tuviese que adoptar nuevamente la suya en cuestión de segundos, y era extraño constatar cuán fácilmente se olvidaba el timbre exacto de la voz de Tom Ripley. Siguió conversando con Marge hasta que el sonido de su propia voz fue exactamente el mismo que recordaban sus oídos.
Pero durante la mayor parte del tiempo, él era Dickie, discurseando en voz baja con Freddie y Marge, y a larga distancia, por teléfono, con la madre de Dickie, con Fausto; cambiando impresiones con un compañero de mesa al que desconocía, conversando en inglés y en italiano, con la radio portátil de Dickie encendida por si algún empleado del hotel pasaba por delante de su habitación y, sabiendo que estaba solo, le oía hablar, tomándole por un chiflado. A veces, si en la radio se oía alguna canción de su gusto, Tom se ponía a bailar a solas, pero lo hacía como si fuese Dickie bailando con una chica, dando pasos largos, pero con cierta rigidez de movimientos. Una vez había visto bailar a Dickie en la terraza del bar de Giorgio, con Marge, y también en el Giardino degli Orangi, en Nápoles. No era precisamente un buen bailarín. Tom disfrutaba de cada momento, a solas en la habitación o callejeando por Roma, alternando el turismo con la búsqueda de un apartamento. Le resultaba imposible sentirse solo o aburrido mientras fuese Dickie Greenleaf.
Al ir a por su correspondencia a la American Express, los empleados se dirigieron a él llamándole signore Greenleaf. La primera carta de Marge decía:
Dickie:
Bueno, quedé bastante sorprendida. Me pregunto qué te pasaría en Roma, en Nápoles o donde fuese. Tom estuvo muy misterioso y lo único que me dijo fue que pasaría una temporada contigo. No me creeré lo de que se vuelve a América hasta que lo vea. A riesgo de meter la pata, chico, te diré que no me gusta ese tipo. Desde mi punto de vista, o el de cualquier otra persona, te está utilizando en provecho propio. Si es verdad que necesitas un cambio de ambiente, ¿por qué no te alejas de él? De acuerdo, puede que no sea un invertido, pero es un don nadie, lo cual es peor. No es lo bastante normal para hacer vida sexual, de la clase que sea, ¿me entiendes? De todos modos, no es Tom quien me interesa, sino tú. Sí, soy capaz de soportar unas cuantas semanas sin verte, cariño, e incluso pasar sola las Navidades, aunque prefiero no pensar en eso. Prefiero no pensar en ti y, como tú dices, dejar que los sentimientos hablen o se queden callados. Pero resulta imposible no pensar en ti aquí porque cada centímetro del pueblo, en lo que a mí respecta, está embrujado por tu presencia, y en esta casa, en todos los sitios donde pongo los pies, hay algún rastro de ti, el seto que plantamos juntos, la valla que empezamos a reparar sin llegar a terminarla, los libros que me prestaste y que nunca te devolví. Y tu silla ante la mesa, eso es lo peor.
Seguiré metiendo la pata: no pretendo decir que Tom vaya a causarte algún daño físico, pero sé que, de un modo sutil, ejerce una mala influencia sobre ti. Te comportas con cierto aire de sentirte avergonzado de estar con él cuando efectivamente estás con él, ¿no habías caído en ello? ¿Alguna vez procuraste analizarlo? Pensé que empezabas a darte cuenta durante las últimas semanas, pero ahora vuelves a estar con él y, francamente, chico, no sé cómo interpretarlo. Si es verdad que no te importa que se marche pronto, entonces, por el amor de Dios, ¡mándale a paseo! Nunca te ayudará a ti, o a quien sea, a que pongas algo en claro.
De hecho, a él le interesa que sigas confundido y manejarte, al igual que a tu padre, como a él le convenga.
Un millón de gracias por la colonia, cariño. Me la guardaré —o al menos procuraré que me quede un poco— para cuando vuelva a verte. Todavía no me he hecho traer el refrigerador a casa. Puedes pedírmelo, por supuesto, cuando quieras.
Tal vez Tom te haya dicho que Skippy se escapó. Me pregunto si debo atrapar una lagartija y tenerla atada por el cuello. Tengo que ponerme a reparar la pared de la casa sin perder más tiempo, antes de que ceda y caiga sobre mí. ¡Ojalá estuvieras aquí cariño…, por supuesto!
Un millón de besos y, por favor, ¡escríbeme!
MARGE
A la atención de American Express
Roma
12 de diciembre de 19…
Queridos papá y mamá:
Estoy en Roma buscando piso, aunque todavía no he encontrado exactamente lo que deseo. Aquí los pisos son demasiado grandes o demasiado pequeños, y en el primer caso en invierno hay que tener cerradas todas las habitaciones menos una para no morirse de frío, así que de poco sirve que el piso sea grande. Lo que estoy buscando es un sitio ni demasiado grande ni demasiado pequeño, cuyo precio sea razonable y que pueda mantenerse caliente sin tener que gastarse una fortuna en ello.
Lamento que últimamente haya descuidado la correspondencia. Espero que esto mejore cuando lleve una vida más tranquila. Sentía necesidad de un cambio de aires, de marcharme de Mongibello —como los dos llevabais tiempo diciéndome—, de modo que lié el petate y me vine para aquí. Incluso es posible que venda la casa y el velero. He trabado amistad con un pintor maravilloso que se llama Di Massimo y que me da clases en su estudio. Voy a pasar unos cuantos meses trabajando como un negro a ver qué pasa. Será una especie de período de prueba. Comprendo que esto no te interesará, papá, pero como siempre me estás preguntando en qué empleo el tiempo, te lo digo. Llevaré una vida muy tranquila y estudiosa hasta el próximo verano.
A propósito, me gustaría que mandases los últimos prospectos de Burke-Greenleaf. Me gusta estar al día de lo que hacéis, y ya hace mucho tiempo que no he visto nada.
Mamá, espero que no te hayas tomado demasiadas molestias por mí con vistas a las Navidades. En realidad no me hace falta ninguna cosa que yo sepa ¿Cómo te encuentras? ¿Puedes salir de casa muy a menudo? Ya sabes, al cine, al teatro… ¿Cómo está el tío Edward? Dadle mis recuerdos y no dejéis de escribirme.
Con cariño,
DICKIE
Tom la leyó de cabo a rabo, se dijo que había probablemente un exceso de comas y, haciendo acopio de paciencia, la volvió a escribir y luego la firmó. En una ocasión había visto una carta de Dickie a sus padres, puesta en la máquina de escribir y sin terminar, y tenía una idea bastante exacta del estilo de Dickie. Sabía que Dickie nunca había empleado más de diez minutos en escribir. Tom pensó que si la de ahora era distinta lo sería sólo por ser un tanto más personal y entusiástica que de costumbre. Al leerla por segunda vez, se sintió bastante contento. El tío Edward era hermano de mistress Greenleaf, y ésta, en una de sus últimas cartas, decía que estaba en Chicago, en el hospital, aquejado de cáncer.
Al cabo de unos días cogió el avión para París. Antes de partir de Roma llamó al Inghilterra: no había cartas ni llamadas telefónicas para Richard Greenleaf. Aterrizó en Orly a las cinco de la tarde. Le sellaron el pasaporte sin que el funcionario se fijase apenas en él, pese a que Tom había tomado la precaución de aclararse un poco el pelo y ondulárselo y, para pasar la inspección, había adoptado la expresión seria, un tanto malhumorada, que Dickie tenía en la foto del pasaporte. Se instaló en el Hotel du Quai Voltaire, que unos americanos le habían recomendado al trabar amistad con ellos en un café de Roma, diciéndole que estaba en un lugar bastante céntrico y en él no se alojaban demasiados americanos. Luego salió a pasear bajo la tarde fría y brumosa de diciembre. Caminaba con la cabeza bien alta y una sonrisa en los labios. El ambiente de la ciudad era lo que más le gustaba, el mismo ambiente del que tantas veces había oído hablar, con las calles llenas de animación, las casas de fachada gris rematadas por una claraboya, el estruendo de los bocinazos, y, por todas partes, urinarios públicos y columnas cubiertas por los anuncios multicolores de los teatros. Deseaba empaparse lentamente de aquel ambiente, tal vez durante varios días, antes de visitar el Louvre, subir a la torre Eiffel o hacer algo parecido. Compró Le Fígaro y se instaló en una mesa del Dome. Pidió un fine a l’eau, recordando que Dickie le había dicho que era lo que solía beber en Francia. El francés de Tom era más bien escaso, pero también lo era el de Dickie. Algunas personas de aspecto interesante le miraron fijamente a través de los ventanales del café, pero nadie entró para hablar con él. Tom estaba preparado por si, de un momento a otro, alguien se levantaba de su mesa y se le acercaba diciendo:
—¡Dickie Greenleaf! ¿Eres tú realmente?
No había cambiado su aspecto de un modo muy sensible, pero estaba convencido de que su expresión era igual a la de Dickie. Su sonrisa era peligrosamente acogedora para los desconocidos, una sonrisa más apropiada para saludar a un antiguo amigo o a una amante. Era la mejor sonrisa y la más típica de Dickie cuando estaba de buen humor. Tom estaba de buen humor, y se encontraba en París. Resultaba maravilloso sentarse en un famoso café y pensar en que seguiría siendo Dickie Greenleaf durante muchos días, usando sus gemelos, sus camisas blancas de seda, incluso las prendas un poco usadas ya: el cinturón de cuero marrón y hebilla de latón, del tipo que, según los anuncios de la revista Punch, duraba toda una vida, el viejo jersey color mostaza de bolsillos deformados, ahora eran todas suyas, y ello le hacía feliz. Y la estilográfica negra con iniciales de oro. Y el billetero de piel de cocodrilo comprado en Gucci. Y además disponía de suficiente dinero para llenarlo.
Antes del mediodía siguiente, ya le habían invitado a una fiesta en la Avenue Kléber. Había entablado conversación con una joven pareja, ella francesa, él americano, en un café-restaurante del boulevard Saint-Ger-main. En la fiesta había unas treinta o cuarenta personas, la mayoría de mediana edad, que permanecían de pie, con pose algo rígida, en un espacioso apartamento amueblado convencionalmente y bastante frío. Tom empezaba a comprender que, en Europa, lo elegante era que la calefacción no funcionase en invierno, del mismo modo que el martini sin hielo lo era en verano. Al cabo de unos días de estar en Roma, se había trasladado a un hotel más caro, sólo por no pasar frío, encontrándose que el hotel más caro resultaba también más frío. Tom se dijo que la casa era elegante, de un modo lúgubre y chapado a la antigua. Un mayordomo y una doncella atendían a los invitados, había una larga mesa con patés en croûte, pavo cortado en rodajas, y petits fours, así como grandes cantidades de champán aunque las cortinas y el tapizado del sofá estaban raídos, a punto de caer en pedazos de puro viejos. Además, al salir del ascensor, se había fijado que en el vestíbulo había unos cuantos agujeros que indicaban muy a las claras que por allí había ratones. Cuando menos media docena de los invitados que le presentaron resultaron ser condes y condesas. Uno de los invitados, americano también, le indicó que el joven y la chica que le habían invitado estaban a punto de casarse, y que los padres de ella no estaban muy entusiasmados por el enlace. En la sala flotaba un aire de tensión, y Tom se esforzó en mostrarse tan amable como pudo con todo el mundo, incluyendo a los franceses de aspecto severo, pese a no poder decirles más que:
—C’est tres agréable, n’est-ce-pas?
Hizo cuanto pudo y al menos se granjeó una sonrisa de la joven que le había invitado. Se consideraba afortunado por estar allí, preguntándose cuántos americanos podrían decir que les habían invitado a una fiesta particular al cabo de una semana escasa de llegar a París. Siempre le habían dicho que los franceses eran muy remisos en invitar a los desconocidos. Ni uno solo de los americanos parecía conocer su nombre. Tom se sentía completamente a gusto, como no recordaba haberse sentido jamás en ninguna fiesta. Se dijo que aquello era el borrón y cuenta nueva que había decidido hacer durante el viaje por mar, al venir de América. Era una verdadera aniquilación de su pasado y de él mismo, Tom Ripley, que ya pertenecía al pasado y renacía con una personalidad enteramente nueva. Una señora francesa y un par de americanos le invitaron a sus respectivas fiestas, pero Tom rechazó todas las invitaciones con la misma respuesta:
—Muchas gracias, pero me voy de París mañana.
Pensó que no debía mostrarse demasiado asequible con ninguna de aquellas personas. Cabía la posibilidad de que alguna de ellas conociese a alguien que a su vez conociese muy bien a Dickie, y Tom temía encontrarse a ese alguien en alguna de las otras fiestas.
A las once y cuarto, al despedirse de la anfitriona y de los padres de ésta, los tres pusieron cara de lamentar mucho que se fuese. Pero Tom quería llegar a Notre-Dame antes de la medianoche. Era Nochebuena.
La madre le preguntó cómo se llamaba. Tom se lo repitió.
—Monsieur Greenleaf —repitió la muchacha, pronunciando muy mal el nombre—. Dickie Greenleaf. ¿Es así?
—En efecto —dijo Tom, sonriendo.
Al llegar al vestíbulo de abajo, recordó de pronto que Freddie Miles habría dado su fiesta en Cortina el día dos de aquel mes. Ya habían pasado casi treinta días. Había pensado escribir a Freddie diciéndole que no asistiría a la fiesta. Se preguntó si Marge habría ido. Freddie se extrañaría mucho de que no le hubiese avisado, y confió que al menos Marge se hubiese encargado de avisarle. Tenía que escribir a Freddie enseguida. En la libreta de direcciones de Dickie estaba la de Freddie, en Florencia. Tom se dijo que había cometido un desliz, aunque de poca importancia, y debía procurar que no volviese a sucederle.
Salió a la calle y encaminó sus pasos hacia el Arc de Triomphe, que estaba iluminado por los reflectores. Resultaba extraño sentirse tan solo y, al mismo tiempo, sentirse parte de todo cuanto le rodeaba, como acababa de sucederle en la fiesta. Volvió a experimentar la misma sensación entre la multitud que abarrotaba la plaza de Notre-Dame. Había tal gentío, que resultaba imposible entrar en la catedral, aunque los amplificadores se encargaban de que la música llegase a todos los rincones de la plaza. Hubo villancicos franceses cuyo título le era desconocido; luego Noche de paz, sencillo y solemne a la vez, seguido de otro muy bullanguero, cantado en francés. Unas voces masculinas entonaron una salmodia, y Tom observó que cerca de él los hombres se quitaban el sombrero. Se quitó el suyo también. Se quedó en posición de firmes, con el rostro serio, dispuesto a sonreír si alguien le dirigía la palabra. Su estado de ánimo era el mismo que había experimentado en el buque, sólo que ahora era más intenso: lleno de buena voluntad, caballeroso, sin nada en el pasado que pudiese manchar su carácter. Era Dickie, el bueno e ingenuo Dickie, con su sonrisa para todo el mundo y mil francos listos para pasar a manos de quien se los pidiese. De hecho, un viejo le pidió dinero cuando se alejaba de la catedral, y Tom le dio un billete de mil francos, azul y crujiente. El rostro del viejo se iluminó con una amplia sonrisa, al mismo tiempo que su mano se tocaba el sombrero a guisa de saludo.
Tom tenía un poco de hambre, aunque le hacía gracia acostarse sin cenar aquella noche. Decidió pasar una hora con el manual de conversación en italiano y acostarse después. Entonces recordó que había hecho el propósito de engordar un poco, ya que las ropas de Dickie le venían un poco holgadas y, además, Dickie tenía el rostro más grueso que él. Entonces entró en un bar y pidió un emparedado de jamón y un vaso de leche caliente al ver que su vecino de mostrador lo estaba tomando. La leche apenas tenía sabor, era algo puro y a la vez purificador, tal como Tom imaginaba que debía de ser una oblea al tomarla en la iglesia.
Regresó sin prisas a Roma, haciendo escala en Lyon y también en Arles para admirar los lugares pintados por Van Gogh. Se las arregló para no perder su alegre ecuanimidad pese a lo atroz del tiempo. En Arles, la lluvia, impulsada por la violencia del mistral, le caló hasta los huesos mientras trataba de dar con los mismísimos sitios donde Van Gogh había colocado su caballete. Llevaba consigo un bello libro con reproducciones de Van Gogh, comprado en París, pero no podía sacarlo bajo la lluvia, viéndose forzado a ir y venir del hotel para cerciorarse del punto de vista del pintor. Hizo una visita a Marsella y la ciudad le pareció aburrida, a excepción de la Cannebiére. Después prosiguió su viaje en tren, rumbo al este, deteniéndose en St. Tropez, Cannes, Niza, Montecarlo, los sitios sobre los que tanto había oído, y por los que sentía afinidad al verlos, aunque en invierno el cielo aparecía cubierto por grises nubarrones y no había ni rastro de gente bulliciosa por las calles, ni siquiera en Mentón durante la Nochevieja. Tom hizo que su imaginación se encargase de poblar aquellos lugares con hombres y mujeres vestidos de etiqueta que descendían la amplia escalinata del Gran Casino de Montecarlo, de gentes ataviadas con alegres bañadores, como en una acuarela de Dufy, que paseaban bajo las palmeras del paseo de los Ingleses, en Niza. Gentes…, americanos, ingleses, franceses, alemanes, suecos, italianos. Amores, desengaños, peleas, reconciliaciones, asesinatos. La Costa Azul le excitaba como ningún otro lugar del mundo le había excitado al verlo. Y, de hecho, era tan exigua: una simple curva en la costa mediterránea cuajada de nombres maravillosos, engarzados como cuentas en un collar… Toulon, Fréjus, St. Rafael, Cannes, Niza, Mentón y, finalmente, San Remo.
Encontró dos cartas de Marge al regresar al hotel el cuatro de enero. La muchacha decía que pensaba irse a su casa el primero de marzo. No había terminado del todo el primer borrador de su libro, pero iba a mandar las tres cuartas partes que tenía hechas, junto con todas las fotografías, al editor americano que estaba interesado por él. La carta decía:
¿Cuándo voy a verte? Detesto perderme un verano en Europa después de soportar otro invierno terrible, pero me parece que volveré a casa a primeros de marzo. Sí, siento nostalgia, de veras, ¡al cabo de tanto tiempo! Cariño, ¡sería tan maravilloso que pudiéramos regresar juntos en el mismo buque! ¿Hay alguna posibilidad? Me temo que no. ¿No piensas ir a los Estados Unidos, aunque sea para una breve visita, este invierno?
Estaba pensando en mandar mi equipaje (¡Dos baúles, tres cajones llenos de libros, y varias cosas más!) en un buque de carga desde Nápoles, y pasar por Roma para, si estás de buen humor, hacer juntos un viaje por la costa y visitar Forte dei Marmi, Viareggio y los otros lugares que nos gustan… ¡una última visita! No estoy de humor para preocuparme por el tiempo, que sé que será horrible. No me atrevería a pedirte que me acompañases hasta Marsella, donde debo embarcarme, pero ¿y a Genova? ¿Qué te parece?…
El tono de la otra carta era más reservado y Tom sabía por qué: porque no le había mandado ni una postal en todo un mes. La carta decía:
He cambiado de parecer sobre lo de ir a la Riviera. Tal este tiempo tan húmedo me haya quitado las ganas, o tal vez haya sido el libro. Sea como fuere, me voy antes de lo que pensaba, desde Nápoles: el 28 de febrero, en el Constitution. ¡Figúrate… estaré en América en el instante de pisar la cubierta! Comida americana, pasajeros americanos, dólares para pagar en el bar… Cariño, siento no poder verte, ya que por tu silencio comprendo que todavía no quieres que nos veamos, así que no te preocupes más. Considérame fuera de tu vida.
Claro que tengo la esperanza de volver a verte alguna vez, en los Estados Unidos o en alguna otra parte. En el caso de que se te ocurra venir a Mongibello antes del 28, ya sabes dónde serás bien recibido.
Tuya,
MARGE
PD. Ni siquiera estoy segura de que sigas en Roma.
Tom la veía llorando mientras escribía la carta y sintió el impulso de escribirle una carta muy amable, diciéndole que acababa de regresar de Grecia y preguntándole si había recibido sus postales. Pero le pareció mejor, más seguro, dejarla partir sin saber dónde estaba él.
Lo único que le intranquilizaba, aunque no mucho, era la posibilidad de que Marge se presentase en Roma antes de que estuviera instalado en su apartamento. Si le buscaba en los hoteles lograría dar con él, pero nunca lo conseguiría si él ya estaba en un apartamento. Los americanos acomodados no tenían que comunicar sus lugares de residencia a la policía, aunque, según lo estipulado en el permesso di soggiorno, era obligatorio informar a la policía de todos los cambios de residencia. Tom había hablado con un americano residente en Roma, y éste le había dicho que no le diese importancia, que a él nunca le habían molestado. Por si Marge se presentaba inesperadamente en Roma, Tom tenía muchas de sus propias prendas dispuestas en el ropero, aparte de que el único cambio que había efectuado en su físico era el del color del pelo, siempre atribuible a los efectos del sol. No se sentía realmente preocupado. Al principio, se había divertido un poco retocándose las cejas con lápiz y aplicándose un poco de cosmético en la punta de la nariz, con el fin de que pareciese más larga y puntiaguda, como la de Dickie, pero lo dejó al darse cuenta de que con ello lo único que iba a lograr era llamar más la atención. Lo principal al hacerse pasar por otra persona era adoptar el temperamento y el carácter del otro, asumiendo las expresiones faciales que correspondieran a esas cualidades. Lo demás venía por sí solo.
El día diez de enero escribió a Marge para comunicarle que acababa de llegar a Roma después de pasar tres semanas en París, a solas, pues Tom se había marchado de Roma un mes antes, al parecer con destino a París y desde allí regresar a los Estados Unidos. No se habían visto en París ni había encontrado un apartamento en Roma aún, si bien seguía buscándolo y pensaba comunicarle la dirección tan pronto la conociera. Luego le agradecería efusivamente el paquete que le había mandado por Navidad y en el que había un suéter blanco con rayas rojas, tejido por la propia Marge, así como un libro sobre la pintura del Quattrocento y un estuche de piel para los utensilios de afeitar con sus iniciales en la tapa: H. R. G. El paquete no había llegado hasta el seis de enero, y precisamente por eso le escribía, para evitar que Marge creyese que no lo había ido a buscar, que imaginase que se había desvanecido en el aire y empezase a buscarle. Le preguntó si había recibido su paquete, enviado desde París. Probablemente lo recibiría con retraso, por lo cual pedía disculpas. Luego escribió:
Vuelvo a pintar con Di Massimo y estoy bastante satisfecho con el resultado. Te echo de menos, pero, si puedes seguir aguantando mi experimento, desearía dejar pasar unas cuantas semanas antes de verte (a no ser que, efectivamente, te marches a casa en febrero, cosa que no creo) y es posible que para entonces ya no tengas ganas de verme. Da recuerdos de mi parte a Giorgio y a su mujer, y a Fausto si es que sigue en Mongibello, y a Pietro, el del embarcadero…
La carta estaba escrita con el tono distraído y levemente lúgubre con que Dickie escribía todas sus cartas. Era imposible decir con certeza si estaba escrita con cariño o sin él, ya que, en esencia, no decía nada.
De hecho, Tom ya había encontrado un apartamento en una casa de pisos de la Via Imperiale, cerca del Arco de Pincio, y tenía firmado el contrato de arrendamiento para un año, aunque no pensaba pasar en Roma la mayor parte del tiempo, y mucho menos en invierno. Sólo quería un hogar, tener una base en algún sitio, después de tantos años de no tenerla. Y Roma era elegante, parte de su nueva vida. Necesitaba poder decir en Mallorca, en Atenas, en El Cairo o donde fuese:
—Sí, vivo en Roma. Tengo un apartamento allí.
Y decirlo como sin darle importancia, igual que hacía la gente que se pasaba la vida viajando de un lado a otro. Se tenía un apartamento en Europa del mismo modo que otros tenían un garaje en el Bronx. Además, Tom quería que su apartamento fuese elegante, aunque no tenía intención de recibir muchas visitas y detestaba la idea de hacerse instalar teléfono, aunque no constase en la guía. De todos modos, decidió que el teléfono era antes una medida de seguridad que una amenaza. Así que se lo hizo instalar. El apartamento tenía una espaciosa sala de estar, un dormitorio, una especie de salón, cocina y baño. La decoración era un poco recargada, pero estaba en consonancia con la respetabilidad del barrio y de la vida que en él pensaba llevar Tom. El alquiler equivalía a ciento setenta y cinco dólares mensuales en invierno, calefacción incluida, y ciento veinticinco en verano.
Marge contestó con una carta que parecía escrita en pleno éxtasis. Decía que acababa de recibir el paquete con la maravillosa blusa de seda comprada en París, añadiendo que no la había esperado y que le sentaba perfectamente. Según decía, Fausto y los Cecchi habían cenado en su casa la víspera de Navidad, y el pavo le había salido divino, y lo mismo las castañas confitadas y la salsa y el pudding y bla, bla, bla y todo había resultado perfecto sólo que él no estaba allí. Y ¿en qué pensaba y qué hacía? ¿Y era más feliz? Y Fausto iría a visitarle de paso para Milán si él le mandaba la dirección enseguida, y si no lo hacía, que dejase una nota para Fausto en la American Express, diciendo dónde podría encontrarle.
Tom supuso que el buen humor de Marge se debía a que pensaba que Tom se había marchado a América desde París. Junto con la carta de Marge recibió otra del signore Pucci anunciando que había vendido tres muebles en Nápoles, por ciento cincuenta mil liras, y que tenía un posible comprador para el velero, un tal Anastasio Marrino, de Mongibello, que le había prometido hacerle el primer pago dentro de una semana, pero que probablemente no podría vender la casa hasta el verano, cuando los americanos empezaban a llegar de nuevo a Mongibello. Quitando el quince por ciento de comisión para el signore Pucci, la venta de los muebles ascendía a doscientos diez dólares, y Tom decidió celebrarlo yéndose a un club nocturno de Roma y encargando una cena principesca que tomó en elegante aislamiento, instalado en una mesa para dos, con velas y todo. Le era absolutamente indiferente cenar e ir al teatro solo. Así tenía ocasión de concentrarse en su papel de Dickie Greenleaf. Partía el pan exactamente como lo hacía Dickie, se llevaba el tenedor a la boca con la izquierda, igual que Dickie, y observaba las mesas colindantes y las parejas que bailaban en la pista con tal aire de estar inmerso en un profundo y benévolo trance que el camarero, en un par de ocasiones, tuvo que hablarle dos veces para hacerse oír. Los ocupantes de otra mesa le saludaron con la mano, y Tom advirtió que se trataba de una de las parejas americanas que había conocido en la fiesta de Nochebuena, en París. Les devolvió el gesto de saludo. Recordaba incluso cómo se llamaban.
Eran los Souder. No volvió a dirigir la mirada hacia ellos en toda la noche, pero la pareja abandonó el local antes que él y se detuvo ante su mesa para saludarle.
—¿Solito? —preguntó el hombre, que parecía un poco achispado.
—Sí. Cada año tengo una cita conmigo mismo aquí —contestó Tom—. Celebro cierto aniversario.
El americano asintió con la cabeza, con cara de no saber qué más decir, y Tom comprendió que era incapaz de decir nada que fuese inteligente, que se sentía tan violento como cualquier americano de provincias que se encontrase cara a cara con la elegancia y la sobriedad, el dinero y los trajes de buen paño, aunque debajo de ese paño estuviese otro americano.
—Ya nos dijo que vivía en Roma, ¿verdad? —preguntó la mujer—. Me temo que hemos olvidado su nombre, pero lo recordamos muy bien de la fiesta de Nochebuena.
—Greenleaf —contestó Tom—. Richard Greenleaf.
—¡Oh, claro! —dijo la mujer, con tono de alivio—. ¿Tiene un apartamento aquí?
Se la veía dispuesta a tomar mentalmente nota de la dirección.
—De momento estoy en un hotel, pero tengo intención de mudarme a un apartamento cualquier día de éstos, tan pronto como la decoración esté terminada. Estoy en el Elisio. ¿Por qué no me llaman algún día?
—Nos gustaría, pero nos vamos a Mallorca dentro de tres días, aunque eso es mucho tiempo.
—¡Me encantaría verles! —dijo Tom—. Buonasera!
Nuevamente solo, Tom reanudó sus propios sueños. Decidió abrir una cuenta bancaria a nombre de Tom Ripley, y de vez en cuando meter en ella unos cien dólares o alguna cantidad parecida. Dickie Greenleaf tenía dos bancos, uno en Nápoles y otro en Nueva York, con unos cinco mil dólares en cada cuenta. La cuenta de Ripley podría abrirla con un par de miles, añadiéndoles las ciento cincuenta mil liras procedentes de la venta de los muebles de Mongibello. Al fin y al cabo, tenía que mantener a dos personas.