Al ponerse el sol, justo a la hora en que vecinos y forasteros, recién lavados y acicalados, se sentaban en las terrazas de los cafés para mirar a todo y a todos cuantos pasaban, Tom entró en el pueblo, vestido solamente con el bañador, las sandalias y la chaqueta de Dickie. Llevaba su chaqueta y sus pantalones, ligeramente manchados de sangre, bajo el brazo. Caminaba con pasos lánguidos, vacilantes, sintiéndose agotado, aunque mantenía la cabeza bien alta para impresionar a los centenares de personas que le miraban con curiosidad al pasar delante de los cafés, el único camino que conducía hasta su hotel. Se había dado fuerzas con cinco espressos muy azucarados y tres coñacs en un bar de las afueras de San Remo. Y en aquellos momentos estaba representando el papel de joven atlético que acaba de pasarse la tarde entrando y saliendo del agua porque así le apetecía, ya que era tan buen nadador y tan insensible al frío, que podía bañarse en el mar a la baja temperatura de aquel día. Llegó al hotel y, tras coger la llave en recepción, subió a su cuarto. Se dejó caer sobre la cama, decidido a descansar una hora, pero sin dormirse. Descansó, y al advertir que se estaba durmiendo se puso en pie para lavarse la cara en el baño. Volvió a echarse con una toalla húmeda en la mano, que pensaba ir estrujando para no dormirse.
Finalmente se levantó y se puso a trabajar para borrar el rastro de sangre que manchaba una de las perneras de sus pantalones de pana. Fregó la mancha una y otra vez, con jabón y un cepillo de uñas, hasta que se cansó y lo dejó durante un rato, que empleó en hacer la maleta. Colocó los objetos de Dickie como éste hacía siempre: el cepillo de dientes y el tubo de dentífrico en la bolsa de atrás. Luego reanudó la tarea con los pantalones. Su propia chaqueta estaba demasiado ensangrentada para volver a ponérsela, por lo que tendría que tirarla, pero pensaba ponerse la de Dickie, porque era del mismo color beige y casi de idéntica talla. El traje se lo habían hecho en Mongibello, copiándolo del de Dickie. Metió su chaqueta en la maleta, luego bajó con ella y pidió la cuenta.
El hombre del mostrador le preguntó dónde estaba su amigo, y Tom le respondió que habían quedado en reunirse en la estación. El empleado era amable y con una sonrisa le deseó buon viaggio.
Tom se detuvo en un restaurante, dos calles más allá del hotel, y se obligó a tomarse una minestrone para recuperar energías. Estaba alerta por si aparecía el encargado de las motoras. Lo principal era salir de San Remo aquella misma noche, cogiendo un taxi que le llevase a la población más cercana si no había ningún tren o autobús.
Había un tren a las diez y veinte que se dirigía al sur. En la estación le dijeron que llevaba coche-cama. Por la mañana se despertaría en Roma y transbordaría con destino a Nápoles. De pronto, le pareció absurdamente sencillo y, dejándose llevar por una ráfaga de seguridad en sí mismo, pensó en irse a París por unos días.
—Spetta un momento —dijo al taquillera que ya le entregaba el billete.
Dio una vuelta en torno a su maleta, pensando en lo de París. Se dijo que haría una breve estancia, sólo para ver la ciudad y que no tenía necesidad de avisar a Marge. Súbitamente, decidió no ir convencido de que allí no iba a poder descansar. Se sentía demasiado impaciente por regresar a Mongibello y encargarse de las pertenencias de Dickie.
Las sábanas blancas y tersas de la litera, ya en el tren, le parecieron el lujo más maravilloso que había conocido en toda su vida. Las acarició con las manos antes de apagar la luz. Y las pulcras mantas color gris azulado, la eficiencia que denotaba la negra redecilla colocada en la cabecera… Tom pasó unos momentos de éxtasis al pensar en todos los placeres que iba a poder permitirse con el dinero de Dickie: otras literas, mesas, mares, buques, maletas, camisas, años de libertad, de placer. Entonces apagó la luz, recostó la cabeza en la almohada y se quedó dormido casi inmediatamente, lleno de una felicidad y una confianza como nunca había sentido anteriormente.
Al llegar a Nápoles, entró en el lavabo de la estación; sacó el cepillo de dientes y el dentífrico de Dickie e hizo un hatillo con el impermeable y los ensangrentados pantalones del muerto, sin olvidar su propia chaqueta de pana. Salió a la calle y metió el bulto en una bolsa para la basura que encontró apoyada en la pared de un callejón, delante mismo de la estación. Tras desayunar un caffe latte y un bollo en un café de la plaza donde estaba la parada de los autobuses de Mongibello, cogió el viejo carricoche de las once de la mañana.
Se apeó del autobús casi enfrente de donde vivía Marge, que en aquel momento salía hacia la playa vestida con el bañador y una holgada chaqueta blanca.
—¿Dónde está Dickie? —preguntó ella.
—En Roma.
Tom sonrió, totalmente tranquilo.
—Quiere pasar unos días allí. Yo he venido a por algunas de sus cosas.
—¿Está en casa de alguien?
—No, en un hotel.
Tom le dedicó una sonrisa de despedida y echó a andar cuesta arriba con la maleta. Al cabo de un momento oyó las suelas de corcho de Marge que le seguían con paso rápido y se detuvo a esperarla.
—¿Qué tal han ido las cosas en nuestro dulce hogar? —preguntó Tom.
—Aburridas, como siempre —dijo Marge, con una sonrisa.
Se la veía incómoda con él, pero así y todo entró también en la casa. La verja estaba abierta y Tom encontró la llave de la puerta de la terraza en su escondrijo habitual, detrás de la planta medio muerta que había en una vieja tina de madera casi podrida. Salieron los dos a la terraza.
La mesa estaba un poco apartada de su sitio de siempre y sobre la hamaca había un libro. Tom supuso que Marge había ido por allí durante su ausencia. Había estado ausente tres días con sus noches solamente, pero le parecía haberlo estado durante un mes entero.
—¿Cómo está Skippy? —preguntó alegremente Tom mientras abría el refrigerador para sacar una cubeta de hielo.
Skippy era un perro vagabundo que Marge había recogido hacía poco, un animal feo, de raza indescifrable, que Marge, igual que una vieja solterona, mimaba y alimentaba.
—Se marchó, como esperaba.
—Ya.
—Tienes aspecto de haberte divertido mucho —dijo Marge, un tanto pensativa.
—En efecto, lo pasamos bien —dijo Tom, sonriendo—. ¿Te preparo una copa?
—No, gracias. ¿Crees que Dickie tardará mucho en volver aquí?
—Pues… —Tom titubeó—… en realidad no lo sé. Dijo que quería ver muchas exposiciones. Me parece que lo que desea es cambiar de ambiente por unos días.
Tom se sirvió un generoso trago de ginebra al que añadió soda y una rodaja de limón.
—Supongo que volverá dentro de una semana. ¡A propósito!
Tom alcanzó la maleta y sacó el frasco de colonia, al que le faltaba el envoltorio porque había quedado manchado de sangre.
—Su Stradivari. La compramos en San Remo.
—Oh, gracias… muchas gracias.
Marge cogió el frasco con expresión risueña y empezó a desenroscar el tapón cuidadosamente.
Tom se puso a pasear por la terraza con el vaso en la mano, sin decir nada a la muchacha, esperando que se marchase.
—Bueno… —dijo Marge finalmente, saliendo a la terraza—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—¿Dónde?
—Aquí.
—Sólo esta noche. Saldré para Roma mañana, probablemente después de comer —dijo Tom pensando que seguramente no recibiría el correo hasta después de las dos.
—Así pues, supongo que no volveré a verte a no ser que vayas mañana a la playa —dijo Marge, haciendo un esfuerzo por ser amable—. Bueno, que te diviertas. Y dile a Dickie que me mande una postal. ¿En qué hotel está?
—Pues… ¡Caramba! ¿Cómo se llamará? Es uno que está cerca de la Piazza di Spagna.
—¿El Inghilterra?
—¡Así es! Pero me parece que dijo que le escribieras a la American Express.
Tom pensó que Marge no trataría de hablar con Dickie por teléfono. Además, él estaría en el hotel por la mañana por si ella escribía alguna carta.
—Probablemente bajaré a la playa mañana por la mañana —dijo Tom.
—Muy bien. Bueno, gracias por la colonia.
—¡No hay de qué!
Marge cruzó el jardín y salió por la verja de hierro.
Tom recogió la maleta y subió corriendo al dormitorio de Dickie. Sacó el primer cajón de la cómoda: cartas, dos libretas de direcciones, un par de agendas, la cadena de un reloj, varias llaves sueltas, y una especie de póliza de seguros. Uno tras otro fue sacando los demás cajones. Camisas, shorts, jerséis cuidadosamente doblados, y calcetines en desorden. En un rincón de la habitación se amontonaban las carpetas y los blocs de dibujo. Había mucho por hacer. Tom se quitó toda la ropa, bajó desnudo al piso de abajo y se duchó apresuradamente con agua fría, luego se puso los viejos pantalones de dril de Dickie que encontró colgados en un clavo, dentro del ropero.
Empezó por el cajón de arriba, en primer lugar por si había alguna carta reciente que requiriese inmediatamente su atención, y también porque, si Marge volvía por la tarde, así no parecería que estuviese desmantelando toda la casa deprisa y corriendo. Por la tarde tendría tiempo de poner los mejores trajes de Dickie en las maletas más grandes.
Al dar la medianoche Tom seguía yendo de un lado para otro en plena tarea. Las maletas de Dickie ya estaban preparadas, y en aquel momento estaba calculando mentalmente el valor de lo que había en la casa, decidiendo lo que dejaría para Marge y cómo se desharía del resto. Marge podía quedarse con el maldito refrigerador. Así estaría contenta. La voluminosa cómoda del recibidor, donde Dickie guardaba la ropa blanca, valdría varios centenares de dólares, según calculó Tom. Al preguntarle si el mueble era antiguo, Dickie le había dicho que tenía cuatrocientos años. Tom decidió hablar con el signore Pucci, el subdirector del Miramare, y pedirle que hiciese de intermediario en la venta de la casa y el mobiliario. Y también del velero. Dickie le había contado que el signore Pucci se encargaba de esa clase de operaciones por cuenta de los forasteros residentes en el pueblo.
Tenía pensado llevarse todas las cosas de Dickie directamente a Roma, sin esperar más, pero pensando en lo que probablemente diría Marge al verle llevarse tantas cosas para un viaje que, en apariencia, debía ser muy breve, decidió esperar y más adelante fingir que Dickie había tomado la decisión de instalarse en Roma.
Así pues, sobre las tres de la tarde del día siguiente, Tom bajó a correos y recogió una carta, que parecía interesante, enviada por un amigo de Dickie desde América. Para él no había nada. Mientras regresaba sin prisas a casa, Tom imaginó estar leyendo una carta que acabase de mandarle Dickie. Imaginó las palabras exactas de la carta, por si tenía que citárselas a Marge, e incluso se obligó a sentirse sorprendido tal como lo hubiera estado al enterarse del cambio de parecer de Dickie.
Tan pronto como llegó a casa, se puso a empaquetar los mejores dibujos y telas de Dickie, metiéndolos en la espaciosa caja de cartón que le había dado Aldo, el dueño del colmado donde solían comprar. Trabajaba con calma, metódicamente, esperando que Marge se presentara en cualquier momento, aunque no lo hizo hasta pasadas las cuatro.
—¿Todavía aquí? —preguntó ella al entrar en la habitación de Dickie.
—Sí. He recibido carta de Dickie hoy. Ha decidido instalarse en Roma.
Tom se irguió y sonrió levemente, como si también él se sintiera sorprendido.
—Quiere que recoja todas sus cosas, todas las que pueda llevar.
—¿Instalarse en Roma? ¿Para cuánto tiempo?
—No lo sé. Supongo que durante lo que queda de invierno.
Tom siguió empaquetando las telas.
—¿No piensa volver en todo el invierno?
La voz de Marge denotaba ya su abatimiento.
—Así es. Dijo que incluso era posible que vendiera la casa, aunque todavía no lo había decidido.
—¡Caramba!… ¿Y eso por qué?
Tom se encogió de hombros.
—Se conoce que quiere pasar el invierno en Roma. Dijo que te escribiría. De hecho, pensé que ya lo habría hecho.
—Pues, no.
Se hizo un silencio. Tom siguió trabajando, pensando que todavía no había hecho sus propias maletas. Ni siquiera había entrado en su habitación.
—Todavía piensa ir a Cortina de todos modos, ¿verdad? —preguntó la muchacha.
—No, no irá. Dice que escribirá a Freddie para cancelar la cita, pero que eso no significa que tú no puedas ir.
Tom la observaba atentamente.
—A propósito, Dickie quiere que te quedes el refrigerador. Probablemente no te costará encontrar a alguien que te ayude a trasladarlo.
El regalo del refrigerador no surtió ningún efecto en el rostro atónito de Marge. Tom sabía que se estaba preguntando si él iba o no a vivir con Dickie, y que, probablemente, al verle tan animado, pensaba que sí. Casi podía ver la pregunta asomándole a los labios. Para él, Marge era tan transparente como un niño. Finalmente, la muchacha preguntó:
—¿Vas a quedarte con él en Roma?
—Puede que durante una temporada. Le ayudaré a instalarse. Luego quiero ir a París, antes de fin de mes, y después, supongo que, más o menos a mediados de diciembre, regresaré a los Estados Unidos.
Marge estaba alicaída, pensando sin duda en las semanas de soledad que la esperaban, aunque Dickie la visitase periódicamente en Mongibello; las vacías mañanas de domingo, las cenas sin compañía.
—¿Sabes qué planes tiene para las Navidades? ¿Las pasará aquí o en Roma?
Con voz ligeramente irritada, Tom dijo:
—Bueno, no creo que sea aquí. Tengo la impresión de que quiere estar solo.
Las palabras la redujeron al silencio, un silencio aturdido y dolido.
«Espera a que recibas la carta que voy a escribirte desde Roma», se dijo Tom.
Tenía intención de ser amable con ella, tan amable como el mismo Dickie, por supuesto, pero dejaría bien claro que Dickie no quería volver a verla.
Al cabo de unos minutos, Marge se levantó y se despidió distraídamente. De pronto, a Tom se le ocurrió que tal vez pensaba llamar a Dickie aquella misma noche, incluso ir a verle a Roma. Pero se dijo que qué más daba. Nada le impedía a Dickie cambiar de hotel, y en Roma los había en número suficiente para tener a Marge ocupada varios días tratando de localizarle. Al no encontrarle, ya fuese por teléfono o trasladándose ella a Roma, supondría que se había marchado a París o a cualquier otro sitio con Tom Ripley.
Tom dio un vistazo a los periódicos de Nápoles, buscando la noticia del posible hallazgo de una lancha hundida cerca de San Remo.
Barca affondata vicino San Remo, diría probablemente el titular.
Sin duda armarían un gran revuelo a causa de las manchas de sangre de la motora, suponiendo que siguieran allí. Era la clase de asunto que tanto gustaba a la prensa italiana, que en aquellas ocasiones daba a la noticia un aire muy melodramático:
Giorgio di Stefani, un joven pescador de San Remo, ayer a las tres de la tarde hizo un terrible descubrimiento a dos metros bajo la superficie del mar. Una pequeña motora, cubierta por dentro de horribles manchas de sangre…
Pero Tom no encontró nada en el periódico. Ni tampoco en el del día anterior. Pensó que podían pasar meses antes de que encontrasen la lancha. Tal vez ni siquiera la encontrarían, aunque si daban con ella, ¿cómo iban a saber que Dickie Greenleaf y Tom Ripley habían navegado juntos en ella? No habían dicho sus nombres al barquero de San Remo, que se había limitado a darles un resguardo de papel color naranja. Tom lo había hecho desaparecer más tarde, al encontrárselo en el bolsillo.
Tom se fue de Mongibello en taxi sobre las seis de la tarde, después de tomarse un espresso en el bar de Giorgio, aprovechando para despedirse de éste, de Fausto y de varios otros conocidos del pueblo, suyos y de Dickie. A todos les contó la misma historia: que el signore Greenleaf pasaría el invierno en Roma, y que les mandaba sus saludos hasta que volviera a verles. Tom les dijo que sin duda Dickie iría a visitarles dentro de poco tiempo.
Hizo embalar las pinturas por la American Express aquella misma tarde, encargando que mandasen las cajas a Roma junto con el baúl de Dickie y dos maletas muy pesadas. Indicó que Dickie pasaría a recogerlas en Roma. Tom se llevó consigo sus dos maletas y otra de Dickie. Por la mañana había hablado con el signore Pucci del Miramare, diciéndole que posiblemente el signore Greenleaf desearía vender su casa y sus muebles. El signore Pucci le había dicho que gustosamente se encargaría de la venta. Después le había dicho a Pietro, el encargado del embarcadero, que estuviera al tanto por si aparecía algún posible comprador para el Pipistrello ya que era muy posible que el signore Greenleaf decidiera desprenderse de él aquel invierno. Añadió que el signore Greenleaf estaba dispuesto a venderlo por quinientas mil liras, apenas ochocientos dólares, lo que era toda una ganga tratándose de una embarcación con dos literas. Pietro le había contestado que a su juicio lo vendería en cuestión de pocas semanas.
En el tren, camino de Roma, Tom redactó mentalmente la carta para Marge, tan cuidadosamente que acabó aprendiéndosela de memoria y, al llegar al hotel Hassler, la escribió sin pérdida de tiempo.
Roma
28 de noviembre, 19…
Querida Marge:
He decidido alquilar un apartamento en Roma para todo el invierno, simplemente para cambiar de ambiente y pasar una temporada lejos de Mongibello. Siento unos terribles deseos de estar solo. Siento que todo haya sido tan repentino y que no me quedase tiempo para decirte adiós. De hecho, no estoy lejos del todo y espero verte de vez en cuando. No tuve ganas de hacer el equipaje, así que le colgué el muerto a Tom.
En cuanto a ti y a mí, no creo que pase nada malo, muy al contrario, si no nos vemos durante un tiempo. Tuve la horrible sospecha de que te estabas aburriendo, aunque no puedo decir que tú me aburrieses a mí, y, por favor, no pienses que trato de huir de algo. De hecho, espero que Roma me lleve más cerca de la realidad. Por supuesto, Mongibello no lo logró. Parte de mi desazón fue por tu causa. Naturalmente, que me vaya no va a resolver nada, pero me ayudará a ver claramente cuáles son mis sentimientos hacia ti. Por ese motivo prefiero no verte durante una temporada y espero que sepas comprenderme. Si no… bueno, ¿qué le vamos a hacer? Es un riesgo que debo correr. Puede que me vaya a París con Tom, a pasar un par de semanas allí. Él se muere de ganas de ver la ciudad. Eso suponiendo que no me ponga a pintar enseguida. He conocido a un pintor llamado Di Massimo, cuyos cuadros me gustan mucho. Se trata de un viejo escaso de dinero al que parece agradarle mucho tenerme como alumno si le pago las clases. Voy a pintar con él, en su estudio.
La ciudad tiene un aspecto magnífico con las fuentes funcionando toda la noche y las calles concurridísimas a todas horas, en contraste con Mongibello. Estabas equivocada con respecto a Tom. Pronto regresará a los Estados Unidos, y a mí no me importa, aunque no es mal chico, en realidad, y no le tengo antipatía. No tiene nada que ver con nosotros, de todos modos, y confío que así lo comprendas.
Mándame tus cartas a la American Express, en Roma, hasta que me instale definitivamente. Ya te avisaré cuando encuentre un apartamento. Mientras tanto, procura que no se apague la chimenea ni el refrigerador, sin contar tu máquina de escribir. Siento mucho estropearte las Navidades, querida, pero me parece que será demasiado pronto para verte, así que puedes odiarme o no por eso.
Con todo mi cariño,
DICKIE
Tom no se había quitado la gorra al entrar en el hotel, y en lugar del suyo, había entregado el pasaporte de Dickie en recepción, aunque los hoteles nunca se preocupaban por la foto de pasaporte y se limitaban a copiar el número impreso en la tapa. Había firmado el registro con la firma de Dickie. Al salir para echar la carta al correo, entró en una tienda cercana al hotel para comprar unos cuantos artículos de maquillaje que pudieran hacerle falta. Se divirtió con la dependienta, a la que hizo creer que los compraba para su esposa, que había perdido el estuche de maquillaje y en aquellos momentos se hallaba en el hotel, indispuesta del estómago como de costumbre.
Pasó la velada practicando la firma de Dickie para poder firmar los cheques bancarios. La remesa mensual de Dickie llegaría de América en menos de diez días.