12

Marge dijo que no tenía ganas de ir con ellos a San Remo. Estaba en plena «racha» y no quería interrumpir el libro. Marge trabajaba de un modo desordenado, sin método, pero siempre alegremente, aunque a Tom le parecía que la mayor parte del tiempo lo pasaba metida en un atolladero, como decía ella, soltando una risita. Tom sospechaba que el libro sería malísimo. Había conocido a varios escritores y sabía que un libro no se escribía de aquella manera, a la ligera, pasándose la mitad del día tumbada al sol en la playa, preguntándose qué habría para cenar. De todos modos, se alegró de que la «racha» de Marge le impidiera ir a San Remo.

—Te agradecería que me buscases aquella colonia, Dickie —dijo ella—. Ya sabes, la Stradivari que no pude encontrar en Nápoles. Por fuerza la tendrán en San Remo, hay tantas tiendas con productos franceses…

Tom ya se veía empleando un día entero en la búsqueda de la dichosa colonia, igual que se habían pasado gran parte de un sábado buscándola en Nápoles.

Se llevaron una sola maleta entre los dos, ya que pensaban estar fuera sólo tres noches y cuatro días. El humor de Dickie parecía levemente mejor, pero no había desaparecido la desagradable impresión de que aquél iba a ser el último viaje que harían juntos. A los ojos de Tom, la cortés animación que Dickie mostró durante el viaje en tren le recordaba la del anfitrión que odia a su huésped y, al mismo tiempo, teme que éste se dé cuenta, y que trata de arreglar las cosas en el último minuto. Nunca en la vida había sentido la impresión de ser un huésped pesado y mal recibido. En el tren, Dickie le habló de San Remo y de la semana que allí había pasado con Freddie Miles a poco de llegar a Italia. Le contó que San Remo era una población muy pequeña que, sin embargo, gozaba de una reputación internacional por la abundancia de comercios que en ella había; la gente cruzaba la frontera con Francia para hacer sus compras en San Remo. Le pasó por la mente que Dickie estaba tratando de encandilarle para que se quedase solo en San Remo en lugar de regresar con él a Mongibello. Empezó a sentir aversión por el sitio antes de llegar a él.

Entonces, cuando el tren ya entraba en la estación de San Remo, Dickie le dijo:

—A propósito, Tom… Detesto tener que decirte esto si va a molestarte, pero me gustaría ir a Cortina d’Ampezzo a solas con Marge. Creo que ella lo preferiría así, y después de todo, estoy en deuda con ella; al menos le debo unas breves vacaciones. Además, no me parece que estés muy entusiasmado con la idea de esquiar.

Tom se quedó rígido y frío, pero trató de no mover un solo músculo pese a estar maldiciendo mentalmente a Marge.

—De acuerdo —dijo—. Claro.

Con gesto nervioso consultó el mapa que llevaba en la mano, buscando algún lugar cercano a San Remo al que pudiera marcharse, aunque Dickie ya estaba bajando la maleta de la red portaequipajes.

—No estamos muy lejos de Niza, ¿verdad? —preguntó Tom.

—En efecto.

—Ni de Cannes. Me gustaría ver Cannes ya que hemos llegado hasta aquí. Al menos Cannes está en Francia —añadió con voz de reproche.

—Pues supongo que podríamos ir. Habrás traído tu pasaporte, ¿no?

Tom lo llevaba consigo. Cogieron otro tren, con destino a Cannes, y llegaron allí sobre las once de aquella misma noche.

A Tom le pareció un lugar hermoso… La curva de la bahía, moteada de brillantes lucecitas, se extendía ante sus ojos hasta terminar en unas delgadas lenguas de tierra que penetraban en el mar; el bulevar principal, elegante y tropical a la vez, siguiendo la orilla con sus hileras de palmeras y de lujosos hoteles.

«¡Francia!», pensó Tom.

Resultaba más sedante que Italia, y más elegante, se daba cuenta de ello incluso en la oscuridad. Entraron en un hotel del Gray d’Albion; era un establecimiento elegante pero que no iba a costarles hasta la camisa, según dijo Dickie, aunque Tom hubiese pagado cualquier precio por alojarse en el mejor hotel de los que se alzaban frente al mar. Dejaron el equipaje en el hotel y se dirigieron al bar del hotel Carlton, que según Dickie era el bar más elegante del lugar. Como esperaba, no había mucha gente en el bar, ya que tampoco la había en Cannes en esa época del año. Tom propuso otra ronda, pero Dickie no quiso.

Por la mañana tomaron el desayuno en un café, luego bajaron paseando hasta la playa. Llevaban los trajes de baño puestos bajo los pantalones. El día era fresco, pero no hasta el punto de no hacer apetecible nadar un poco. En días más fríos habían nadado en Mongibello. La playa estaba prácticamente vacía, concurrida solamente por unas cuantas parejas aisladas y un grupo de hombres que jugaban a algo en lo alto del terraplén. Las olas se ensortijaban e iban a romper con violencia invernal sobre la arena. Tom pudo ver que el grupo de hombres se entretenía haciendo ejercicios acrobáticos.

—Seguramente son profesionales —dijo Tom—. Todos llevan la camiseta amarilla.

Observó interesado cómo una pirámide humana comenzaba a elevarse; pies que buscaban apoyo en los robustos muslos de los que estaban debajo, manos que se aferraban al antebrazo del compañero… Hasta él llegaban las voces:

—Allez!… Un… deux!

—¡Mira! —exclamó Tom—. ¡Ahí va la cúspide!

Vio al más pequeño de todos, un chico de unos diecisiete años, subir hasta los hombros del acróbata situado en el centro de los tres que formaban la cúspide. El chico se quedó en perfecto equilibrio, con los brazos abiertos como si estuviese recibiendo una ovación.

—¡Bravo! —gritó Tom.

El chico le sonrió antes de bajar de un salto, ágil como un tigre. Tom miró a Dickie y vio que estaba observando a un par de hombres sentados en la arena, cerca de ellos.

—«Diez mil vi de una mirada, moviendo la cabeza en su danza animada» —dijo Dickie con acento hosco.

Tom se sobresaltó, luego sintió una aguda punzada de vergüenza, como en Mongibello al decirle Dickie:

—Marge cree que eres…

«¡De acuerdo! —pensó Tom—, los acróbatas son unas hadas,[2] ¿y qué? Tal vez Cannes esté lleno de hadas…».

Tom apretó con fuerza los puños dentro de los bolsillos de los pantalones. Recordó el reproche de la tía Dottie:

—¡Mariquita! ¡Es un mariquita de la cabeza a los pies! ¡Igual que su padre!

Dickie tenía los brazos cruzados y miraba hacia el mar. Premeditadamente, Tom evitó mirar, siquiera a hurtadillas, hacia los acróbatas, aunque sin duda resultaban más divertidos que contemplar el mar.

—¿Vas a bañarte? —preguntó Tom, desabrochándose la camisa pese al frío aspecto del agua.

—Me parece que no —dijo Dickie—. ¿Por qué no te quedas a contemplar a los acróbatas? Yo me vuelvo.

Giró sobre sus talones y emprendió el regreso sin esperar la respuesta de Tom. Tom se abrochó apresuradamente, sin quitar los ojos de Dickie, que caminaba en diagonal, alejándose más y más de los acróbatas, aunque los escalones que subían hasta el paseo estaban el doble de lejos que el tramo próximo a los acróbatas.

Tom, furioso, se preguntaba por qué Dickie se comportaría siempre con semejantes aires de superioridad. Diríase que nunca había visto a un invertido. Aunque no era difícil adivinar qué le pasaba a Dickie y Tom se dijo que por una vez bien podía Dickie mostrarse un poco condescendiente, o acaso iba a perder algo importantísimo si lo hacía. Mientras corría tras él le vinieron a la mente varios improperios; entonces Dickie le miró por encima del hombro, con expresión fría y adusta, y el primer insulto se apagó antes de salir de sus labios.

Partieron hacia San Remo por la tarde, poco antes de las tres, para no tener que pagar otro día en el hotel. Dickie había propuesto marcharse antes de las tres, aunque fue Tom quien abonó la cuenta de tres mil cuatrocientos treinta francos… diez dólares y ocho centavos por una sola noche. También fue Tom quien compró los billetes para San Remo, aunque Dickie iba forrado de francos. Dickie se había traído consigo el cheque mensual con la intención de hacerlo efectivo en Francia; pensaba que saldría ganando si luego cambiaba los francos por liras, debido a la reciente revalorización del franco.

Dickie permaneció totalmente callado durante todo el viaje. Fingiendo tener sueño, cruzó los brazos y cerró los ojos. Tom, sentado ante él, se puso a observar su rostro huesudo y arrogante, bien parecido, las manos adornadas con los dos anillos, el de la piedra verde y el de oro. Se le ocurrió robar el primero cuando se fuese. Resultaría tan fácil: Dickie se lo quitaba para nadar; a veces incluso lo hacía para ducharse en casa. Tom decidió hacerlo en el último momento. Clavó su mirada en los párpados de Dickie, sintiendo que en su interior hervía una mezcla de odio, afecto, impaciencia y frustración, impidiéndole respirar libremente. Sintió deseos de matar a Dickie. No era la primera vez que pensaba en ello. Antes, una o dos veces, lo había pensado impulsivamente, dejándose llevar por la ira o por algún chasco, pero luego, a los pocos instantes, el impulso desaparecía dejándole avergonzado. Pero ahora pensó en ello durante todo un minuto, dos minutos, ya que, de todas formas, iba a alejarse de Dickie y no tenía por qué seguir avergonzándose. Había fracasado con Dickie, en todos los sentidos. Odiaba a Dickie, y le odiaba porque, como quiera que mirase lo sucedido, el fracaso no era culpa suya, ni se debía a ninguno de sus actos, sino a la inhumana terquedad de Dickie, a su escandalosa grosería. A Dickie le había ofrecido amistad, compañía y respeto, todo lo que podía ofrecer, y Dickie se lo había pagado con ingratitud primero, ahora con hostilidad. Dickie, sencillamente, le estaba echando a empujones. Tom se dijo que si le mataba durante aquel viaje, le bastaría con decir que había sido víctima de un accidente.

De pronto, se le ocurrió una idea brillante: hacerse pasar por Dickie Greenleaf. Era capaz de hacer todo cuanto hacía Dickie. Podía, en primer lugar, regresar a Mongibello a recoger las cosas de Dickie, contarle a Marge cualquier historia, montar un apartamento en Roma o en París, donde cada mes recibiría el cheque de Dickie. Le bastaría con falsificar su firma. No tenía más que meterse en la piel de Dickie. No le resultaría difícil mover a mister Greenleaf a su antojo. Lo peligroso del plan, incluso lo que tenía inevitablemente de efímero y que comprendía vagamente, no hacía más que acrecentar su entusiasmo. Empezó a pensar en cómo ponerlo en práctica.

«El mar. Pero Dickie era tan buen nadador…», se dijo Tom. «El acantilado. Sería fácil precipitar a Dickie desde algún acantilado aprovechando uno de sus paseos por los alrededores.»

Pero se imaginaba a Dickie aferrándose a él y arrastrándole en su caída y sintió que su cuerpo se tensaba hasta que le dolieron los muslos y las uñas se le clavaron en las palmas de las manos. Pensó que tendría que hacerse con el otro anillo, y teñirse el pelo de un color un poco más claro. Aunque no viviría en un sitio donde viviesen también personas que conocían a Dickie. Lo único que tenía que hacer era tratar de parecerse a él lo suficiente para poder utilizar su pasaporte.

Dickie abrió los ojos, mirándole directamente, y Tom relajó el cuerpo, hundiéndose en el asiento con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, con un gesto tan rápido que pareció que se hubiese desmayado.

—¿Te encuentras bien, Tom? —preguntó Dickie, zarandeándole una rodilla.

—Sí —respondió Tom, con una débil sonrisa.

Vio que Dickie volvía a acomodarse en su asiento, con cara de irritado, y no le costó comprender por qué: Dickie odiaba el haber tenido que prestarle atención, siquiera por unos segundos. Tom sonrió. Encontraba divertida la rapidez de sus reflejos al fingir un desmayo, la única forma de evitar que Dickie se percatase de la extraña expresión que se había dibujado en su rostro.

San Remo. Flores. Un nuevo paseo por la playa, tiendas y almacenes, y turistas franceses, ingleses e italianos. Otro hotel, con flores en los balcones.

«¿Dónde?», se preguntó Tom. «¿En una de las callejuelas aquella misma noche?»

Se dijo que la población estaría tranquila, a oscuras, a la una de la madrugada, suponiendo que pudiese mantener despierto a Dickie hasta esa hora. Estaba nublado, pero no hacía frío. Tom se estrujaba el cerebro. Resultaría fácil hacerlo en la misma habitación del hotel, pero ¿cómo se desembarazaría del cadáver? El cadáver tenía que desaparecer del todo. Eso le dejaba una sola posibilidad: el mar, y el mar era el elemento de Dickie. Abajo en la playa había barcas, de remos unas, a motor las otras, que podían alquilarse. Tom advirtió que en cada una de las motoras había un peso de cemento, atado al extremo de un cable, que servía para anclar la lancha.

—¿Qué te parece si alquilamos una embarcación, Dickie? —preguntó Tom, procurando que la ansiedad no se le notase en la voz.

Pero se le notó, y Dickie le miró atentamente porque era la primera vez, desde su llegada a San Remo, que mostraba interés por algo.

Las motoras eran pequeñas, pintadas de blanco y azul o verde, unas diez en total, amarradas en fila junto al embarcadero de madera, y el italiano que las cuidaba esperaba ansiosamente que se las alquilasen, porque la mañana era fría y bastante desapacible. Dickie dirigió la vista hacia el mar, sobre el que flotaba una tenue neblina aunque sin presagiar lluvia. Era un día gris, y lo sería hasta la noche. Seguramente el sol no brillaría en todo el día. Eran cerca de las diez y media…, esa hora perezosa después del desayuno en que la inacabable mañana italiana apenas acababa de empezar.

—Pues muy bien. Pero sólo por una hora, sin salir del puerto —dijo Dickie, saltando a la motora casi inmediatamente.

Por su modo de sonreír, Tom comprendió que ya lo había hecho otras veces, y que gustaba rememorar, sentimentalmente, otras mañanas pasadas allí, tal vez con Freddie, o con Marge. La botella de colonia encargada por Marge abultaba en el bolsillo de la chaqueta de pana que llevaba Dickie. Acababan de comprarla momentos antes, en una tienda del paseo principal que se parecía mucho a un drugstore americano.

El barquero puso el motor en marcha dando un violento tirón a un cable, mientras le preguntaba a Dickie si sabría llevar la lancha. Dickie le respondió que sí. En el fondo de la lancha había un remo, un solo remo. Dickie tomó el timón y zarparon alejándose directamente de la población. Dickie chillaba y sonreía, con el pelo alborotado por el viento.

Tom miró a derecha y a izquierda. A un lado había un acantilado vertical, muy parecido al de Mongibello, y al otro una extensión de terreno bastante llano que se perdía de vista en la neblina que flotaba sobre el mar. Sin detenerse a pensarlo, le resultaba imposible decidirse por una u otra dirección.

—¿Conoces la costa por estos alrededores? —gritó Tom para hacerse oír sobre el ruido del motor.

—¡No! —contestó alegremente Dickie.

Evidentemente, estaba gozando con el paseo.

—¿Es difícil de llevar el timón?

—¡Qué va! ¿Quieres probar?

Tom vaciló. Dickie seguía manteniendo el rumbo directamente hacia mar abierto.

—No, gracias.

Volvió a mirar a ambos lados. A babor se divisaba un velero.

—¿Adonde vamos? —gritó Tom.

—¿Qué más da? —respondió Dickie, sonriendo.

En efecto, ¿que más daba?

Con una brusca maniobra, Dickie viró a estribor, tan bruscamente que los dos tuvieron que echarse a un lado para que la embarcación no volcase. Un muro de espuma blanca se alzó a la izquierda de Tom, luego, poco a poco, cayó dejando ver el horizonte. Seguían navegando a toda velocidad, hacia la nada. Dickie probaba la velocidad del motor, con los ojos azules sonriendo a la vacía inmensidad del mar.

—¡En las lanchas pequeñas siempre se tiene la sensación de correr más! —dijo Dickie a gritos.

Tom movió la cabeza asintiendo, dejando que su sonrisa hablase por él. En realidad, estaba aterrorizado. Sólo Dios sabía la profundidad del mar por aquellos parajes. Si algo le sucedía a la lancha de repente, no habría forma humana de regresar al puerto, al menos no para él. Aunque tampoco había ninguna posibilidad de que alguien les viese allí. Dickie volvía a virar la lancha ligeramente hacia estribor, poniendo proa hacia la alargada lengua de tierra gris, pero hubiese podido golpear a Dickie, saltar sobre él, incluso besarle, o lanzarlo por la borda, sin que nadie se diese cuenta a causa de la distancia. Tom sudaba, sentía arder su cuerpo bajo las ropas, pero tenía la frente helada. Estaba atemorizado, pero no por el mar, sino por Dickie. Sabía que iba a hacerlo, que ya nada podía detenerle, ni siquiera él mismo, y que tal vez no lo lograría.

—¿Me desafías a un chapuzón? —chilló Tom, desabrochándose la chaqueta.

Dickie se limitó a sonreír ante la idea, abriendo mucho la boca, sin apartar los ojos del horizonte. Tom siguió desnudándose. Ya se había quitado los zapatos y los calcetines, y debajo de los pantalones llevaba el bañador, igual que Dickie.

—¡Me tiraré si tú también lo haces! —dijo Tom gritando—. ¿A que no?

Quería que Dickie aflojase la marcha.

—¿Que no? ¡Ya verás!

Dickie aminoró la velocidad súbitamente. Soltó el timón y se quitó la chaqueta. La embarcación empezó a subir y a bajar, perdiendo el impulso.

—¡Venga! —dijo Dickie, señalando con la cabeza los pantalones que Tom todavía llevaba puestos.

Tom miró hacia la orilla. San Remo se divisaba como una borrosa mancha blanca y rosácea. Levantó el remo, como si se dispusiera a jugar con él y, en el momento en que Dickie se agachaba para quitarse los pantalones, se lo descargó sobre la cabeza.

Dickie soltó un grito y estuvo a punto de caer al suelo. Le miró con las cejas arqueadas por la sorpresa.

Tom se irguió y descargó un nuevo golpe, con violencia, concentrando en él toda su fuerza.

—¡Por el amor de Dios! —musitó Dickie, mirándole amenazadoramente.

Pero sus ojos empezaron a parpadear casi al instante y en unos segundos cayó al suelo sin conocimiento.

Sujetando el remo con la izquierda, Tom descargó un tercer golpe sobre el lado de la cabeza de Dickie. El borde del remo cortó la piel y la herida se llenó enseguida de sangre. Dickie quedó tumbado en el fondo de la lancha, retorciéndose. De sus labios salió un gruñido de protesta, tan fuerte que Tom se asustó al oírlo. Tom le golpeó en el cuello, tres veces, con el canto del remo, como si éste fuese un hacha y el cuello de Dickie un árbol. La lancha se bamboleaba y el agua le estaba salpicando el pie que tenía apoyado en la borda. Hizo un corte en la frente de Dickie y la sangre empezó a manar por donde el remo había pasado. Tom experimentó una fugaz sensación de fatiga mientras seguía golpeando con el remo, y las manos de Dickie no cesaban de tenderse hacia él desde el fondo de la embarcación, y con sus largas piernas trataba de derribarle. Tom agarró el remo como si se tratase de una bayoneta y se lo hundió en un costado. Entonces, el cuerpo postrado se relajó y quedó quieto y fláccido. Tom se irguió, tratando de recobrar el aliento. Echó una ojeada a su alrededor. No había más embarcaciones, nada salvo lejos, muy lejos, una motora que navegaba raudamente hacia la orilla.

Se agachó para arrancar el anillo de Dickie y se lo guardó en el bolsillo. El otro anillo resultó más difícil de sacar, pero finalmente consiguió arrancárselo junto con un poco de piel. Buscó en los bolsillos de los pantalones. Había unas cuantas monedas francesas e italianas que dejó allí y se guardó un llavero con tres llaves que estaba junto a las monedas. Entonces cogió la chaqueta de Dickie y del bolsillo sacó el frasco de colonia de Marge, un paquete de cigarrillos, el encendedor de plata, un lápiz, el billetero de piel de cocodrilo y varias tarjetas. Se lo metió todo en los bolsillos de su propia chaqueta de pana. Luego cogió la cuerda tirada sobre el peso de cemento, con un cabo atado a la argolla de proa. Trató de deshacer el nudo, pero era muy difícil por estar completamente empapado, como si llevase años allí. Furioso, descargó varios puñetazos sobre el nudo, pensando que necesitaría un cuchillo.

Echó un vistazo al cuerpo, preguntándose si estaría muerto, y se puso en cuclillas para observar mejor si daba señales de vida. Tenía miedo de tocarlo, miedo de ponerle la mano en el pecho o en la muñeca y sentir sus latidos. Dio media vuelta y, con gestos frenéticos, se puso a tirar de la cuerda, hasta que se dio cuenta de que no hacía más que apretar el nudo.

De pronto se acordó de su propio encendedor. Lo buscó en los bolsillos de sus pantalones, en el fondo de la lancha. Lo encendió y acercó la llama a una parte de la cuerda que estaba seca. La cuerda medía unos cuatro centímetros de grueso, por lo que el procedimiento resultaba lento, muy lento. Los minutos iban pasando y Tom los aprovechó para otear en torno a sí. Se preguntó si el italiano encargado de las lanchas podría verle desde tan lejos. La cuerda se resistía a encenderse, limitándose a soltar volutas de humo mientras poco a poco, hebra por hebra, iba deshaciéndose. Tom dio un nuevo tirón y se le apagó el encendedor. Lo encendió otra vez sin dejar de tirar de la cuerda. Finalmente, cuando se partió, la ató a los tobillos de Dickie, dándole cuatro vueltas rápidamente, antes de que le entrase miedo de tocar el cuerpo; hizo un nudo enorme y chapucero, exagerándolo para tener la seguridad de que no se desharía, ya que no era muy diestro haciendo nudos. Calculó que la cuerda mediría unos diez o doce metros de largo. Empezaba a sentirse más calmado, más metódico en sus movimientos. Pensó que el peso de cemento bastaría para que el cuerpo no subiera a la superficie. Tal vez flotaría a la deriva bajo el agua, pero no emergería a la superficie.

Echó el peso por la borda. Oyó el ruido que hacía al chocar con el agua y empezar a hundirse dejando una estela de burbujas; el peso se hundía más y más en el agua cristalina hasta perderse de vista y hacer que la cuerda se tensara alrededor de los tobillos de Dickie. Tom los había apoyado sobre la borda y en aquel momento se esforzaba por levantar la parte más pesada del cuerpo, tirando de uno de los brazos hacia arriba. La mano del cadáver estaba caliente y fláccida. Los hombros no se movían del fondo de la embarcación y a cada tirón el brazo parecía estirarse como si fuera de caucho, sin que el cuerpo se levantara un solo milímetro. Tom se agachó sobre una rodilla y trató de alzarlo a pulso. Estuvo a punto de volcar la lancha. Se había olvidado de que estaba en el mar. Era lo único que le daba miedo. Iba a tener que arrojar el cuerpo por la popa, ya que ésta era más baja que la proa. Empezó a arrastrarlo hacia popa, haciendo que la cuerda se deslizase a lo largo de la borda. Por los movimientos de la cuerda, sabía que el peso no había tocado el fondo y flotaba entre dos aguas. Probó suerte con la cabeza y los brazos primero, volviendo el cuerpo boca abajo y empujándolo poco a poco. La cabeza del muerto ya estaba sumergida y las manos se hallaban a la altura de la borda, pero ahora eran las piernas las que pesaban terriblemente y se resistían a los esfuerzos de Tom, como poco antes había sucedido con los hombros. Parecían clavadas en el fondo de la lancha. Tom respiró hondo e hizo un último intento. El cuerpo cayó al mar, pero Tom perdió el equilibrio y fue a caer sobre la caña del timón. El motor lanzó un inesperado rugido.

Tom se abalanzó hacia la palanca de mando, pero en aquel momento la lancha viró alocadamente y se ladeó. Tom tuvo una breve visión del agua por debajo de él, y de su propia mano que se alargaba hacia la superficie, ya que había tratado de aferrarse a la borda y ésta ya no estaba donde antes.

Se encontró en el mar.

Dio un respingo, contrayendo el cuerpo para dar un salto hacia arriba y asirse al costado de la lancha. Falló. La lancha había vuelto a girar. Tom saltó otra vez, luego se hundió hasta que el agua le cubrió la cabeza de nuevo, con una lentitud fatal que, sin embargo, a él le pareció demasiado rápida para poder respirar sin tragar agua por la nariz. La lancha se alejaba cada vez más. Ya había visto lanchas girando de aquella manera y sabía que la única solución era subir a bordo y parar el motor. Medio sumergido en el agua, empezó a experimentar por adelantado la sensación de morir, hundiéndose una y otra vez bajo la superficie, sin poder oír el ruido del motor debido al agua que le entraba por las orejas, escuchando solamente los ruidos que él mismo hacía por dentro al respirar, al tratar de subir a por aire. De nuevo alcanzó la superficie y empezó a nadar desesperadamente hacia la lancha, porque era la única cosa que flotaba, aunque seguía girando sobre sí misma y resultaba imposible agarrarse a ella. La afilada proa pasó varias veces a pocos centímetros de su cabeza.

Gritó pidiendo ayuda, sin lograr más que unas cuantas bocanadas de agua salada. Por debajo del agua, su mano tocó la motora y el impulso casi animal de la proa le apartó bruscamente. Buscó desesperadamente la popa, sin prestar atención a las palas de la hélice. Sus dedos palparon el timón. Agachó la cabeza pero era demasiado tarde. La quilla pasó rozándole el cuero cabelludo. La popa volvía a estar cerca de él y trató de sujetarse a ella. Los dedos le resbalaban por el timón y con la otra mano se aferraba a la borda, con el brazo bien alargado para hurtar el cuerpo a la hélice. Con una energía insospechada, se lanzó hacia una esquina de la popa y consiguió pasar un brazo por encima de la borda. Entonces estiró la mano y pudo coger la palanca.

El motor empezó a pararse.

Tom se asió a la borda con ambas manos y sintió que el cerebro se le nublaba a causa del alivio, de la incredulidad, hasta que, de pronto, advirtió el dolor que le atenazaba la garganta y la punzada que sentía en el pecho cada vez que tomaba aire. Descansó durante varios minutos, sin saber exactamente cuántos, concentrando su pensamiento en recobrar suficientes fuerzas para izarse a bordo y, finalmente, tras coger impulso en el agua y lanzarse hacia delante, se encontró tendido boca abajo en cubierta, con los pies colgándole por la borda. Permaneció así, casi sin darse cuenta de las manchas de sangre que había debajo de su cuerpo y que se mezclaban con el agua que fluía de su nariz y boca. Empezó a pensar antes de poder moverse, en la lancha ensangrentada que no podía devolver, en el motor que iba a tener que poner en marcha en cuestión de un momento, en el rumbo.

Pensó en los anillos de Dickie y los buscó a tientas en el bolsillo de la chaqueta. Seguían allí, como era de esperar. Le dio un acceso de tos y las lágrimas le empañaron la vista al esforzarse por ver si se acercaba alguna embarcación. Se frotó los ojos. No había más embarcación que la pequeña motora que había visto antes, a lo lejos, y que seguía describiendo círculos a gran velocidad, sin prestarle atención. Echó un vistazo al fondo de la lancha, preguntándose si podría limpiar todas las manchas de sangre, aunque siempre había oído decir que la sangre era muy difícil de borrar. Al principio su intención era devolver la lancha y, si le preguntaban, decir que su acompañante había desembarcado en otra parte. Pero eso ya no era posible.

Movió la palanca cautelosamente. El motor se puso en marcha ruidosamente, y Tom sintió miedo incluso del ruido, aunque el motor le parecía más humano y manejable que el mar y, por tanto, menos peligroso. Puso proa hacia la costa, en línea oblicua, más hacia el norte. Se dijo que tal vez hallaría algún lugar, alguna caleta solitaria donde podría dejar embarrancada la motora. Aunque existía el riesgo de que diesen con ella. El problema le parecía inmenso y trató de razonar consigo mismo para recuperar la calma. Su cerebro parecía incapaz de pensar el modo de librarse de la embarcación.

Empezaban a divisarse algunos pinos y un trecho de playa al parecer desierta y, un poco más lejos, la pincelada verdosa, difuminada, de un campo de olivos. Lentamente, Tom llevó la embarcación de un lado a otro, comprobando que la playa estuviera desocupada. No había nadie. Puso rumbo hacia ella, sujetando temerosamente los mandos, pues no estaba seguro de poder dominarlos. Entonces advirtió que la quilla rozaba el fondo y giró la palanca hasta las letras que decían ferma, accionando otra palanca para desconectar el motor. Metió cautelosamente los pies en el agua, que por allí tendría unos veinticinco centímetros de hondo, y arrastró la lancha todo lo que pudo; entonces sacó las dos chaquetas, sus sandalias y la colonia de Marge y lo dejó todo sobre la arena. La pequeña caleta donde se hallaba —tendría escasamente cinco metros de ancho— le daba sensación de estar a salvo. No había rastro alguno de que alguien hubiese estado allí jamás. Decidió barrenar la lancha.

Se puso a recoger piedras, casi todas grandes como una cabeza de persona ya que sus fuerzas no daban para más, y a dejarlas caer una a una dentro de la embarcación, pero al cabo de un rato tuvo que hacerlo con piedras más pequeñas, pues no había más de las otras cerca de allí. Trabajaba sin parar, temiendo caer rendido si se permitía un descanso, por breve que fuese, y quedarse allí tendido hasta que alguien le encontrase. Cuando las piedras llegaron a la altura de la borda, empujó la lancha hacia dentro, balanceándola al mismo tiempo, más y más, hasta que el agua empezó a entrar por los lados. En el momento en que la lancha empezaba a hundirse, le dio otro empujón mar adentro, y otro, caminando a su lado hasta que el agua le llegó a la cintura y la lancha se hundió del todo. Entonces regresó trabajosamente a la orilla y se tumbó durante un rato, boca abajo sobre la arena. Empezó a trazar planes para el regreso al hotel, a inventarse una historia y a preparar lo que debía hacer a continuación: marcharse de San Remo antes de que anocheciera y regresar a Mongibello. Y allí contar su historia.