Tom cruzó la terraza con paso enérgico y se metió en el estudio de Dickie.
—¿Quieres ir a París en un féretro? —preguntó.
—¿Qué?
Sorprendido, Dickie levantó la mirada de la acuarela en que estaba trabajando.
—He estado charlando con un italiano en el bar de Giorgio. Partiríamos de Trieste, viajando en féretros en el vagón portaequipajes, escoltados por un francés, y nos ganaríamos cien mil liras por cabeza. Sospecho que se trata de un asunto de drogas.
—¿Drogas en los féretros? ¿No es un truco muy gastado ya?
—Bueno, estuvimos hablando en italiano, así que no lo entendí todo, pero dijo que serían tres ataúdes, y es probable que en el tercero vaya un cadáver de verdad y que hayan escondido la droga en el cadáver. Sea como sea, nos ganaríamos el viaje y una buena experiencia.
Se vació los bolsillos, hasta entonces llenos de paquetes de Lucky Strike escamoteados de algún buque. Acababa de comprárselos a un vendedor ambulante, para Dickie.
—¿Qué me dices?
—Me parece una idea maravillosa. ¡A París en un ataúd!
Tom observó una extraña sonrisa en el rostro de Dickie, como si estuviese tomándole el pelo fingiendo seguirle la corriente, cuando en realidad su intención era muy distinta.
—Lo digo en serio —protestó Tom—. El tipo estaba buscando a alguien, a un par de jóvenes dispuestos a encargarse del trabajo. No me cabe la menor duda. Simularán que en los ataúdes viajan los cadáveres de unos soldados franceses caídos en Indochina. El francés del que te hablé se hará pasar por pariente de uno de ellos, o tal vez de los tres.
No era exactamente lo que le había dicho el italiano del bar, pero se aproximaba bastante. Además, doscientas mil liras eran más de trescientos dólares, al fin y al cabo, suficientes para una buena juerga en París. Dickie seguía mostrando cierta reticencia cuando le hablaba de París.
Dickie le miró con ojos inquisitivos y, apagando la colilla del Nazionale que estaba fumando, abrió uno de los paquetes de Lucky Strike.
—¿Estás seguro de que el tipo con quien hablaste no estaba bajo la influencia de la droga él mismo?
—¡Estás de un prudente que asusta últimamente! —dijo Tom, soltando una carcajada—. ¿Dónde está tu espíritu de aventura? ¡Casi diría que ni siquiera me crees! Ven conmigo y te presentaré al hombre. Sigue en el pueblo, esperándome. Se llama Cario.
Dickie no daba muestras de moverse.
—Mira, cualquier tipo con una proposición semejante no iría por ahí contándosela a cualquiera con todo lujo de pormenores. Lo que hacen es contratar a un par de gorilas para que hagan el viaje desde Trieste a París, tal vez, pero ni eso me parece verosímil.
—¿Me harás el favor de venir conmigo a hablar con el tipo? Si no me crees, lo menos que puedes hacer es echarle un vistazo.
—Claro —dijo Dickie, levantándose de pronto—. Por cien mil liras, puede que hasta fuese capaz de hacerlo.
Antes de salir con Tom, Dickie cerró un libro de poemas que estaba abierto boca abajo sobre el diván del estudio. Marge tenía muchos libros de poesía, y últimamente Dickie se los pedía prestados.
El hombre seguía sentado a una mesa apartada, en el bar de Giorgio, cuando llegaron allí. Tom le sonrió moviendo la cabeza afirmativamente.
—Hola, Cario —dijo Tom—. Posso sedermi?
—Si si —respondió el otro, señalando las sillas que quedaban desocupadas junto a la mesa.
—Éste es mi amigo —dijo Tom, hablando cuidadosamente en italiano—. Quiere saber si lo del viaje en tren va en serio.
Tom se quedó a la expectativa, mientras el individuo examinaba a Dickie de pies a cabeza, sopesándolo, y se maravilló de que los ojos de Cario, negros y despiadados, no dejasen ver más que un interés lleno de cortesía, que en una fracción de segundo fuese capaz de valorar la expresión sonriente y suspicaz de Dickie, su piel bronceada de un modo que sólo era posible pasando meses y meses sin hacer otra cosa que tumbarse al sol, sus raídas ropas, hechas en Italia, y los anillos americanos que adornaban sus dedos.
Lentamente, en los pálidos labios de Cario empezó a dibujarse una sonrisa; entonces desvió la mirada hacia Tom.
—Allora? —le acució éste, lleno de impaciencia.
El hombre alzó su copa de martini dulce y bebió un trago.
—Lo del trabajo es cierto, pero no creo que tu amigo sea el hombre indicado para él.
Tom miró a Dickie. Estaba contemplando al hombre con mirada alerta, sin perder su ambigua sonrisa que, de pronto, a Tom le pareció cargada de desprecio.
—¡Bueno, al menos habrás visto que iba en serio! —dijo Tom.
—¡Hum! —exclamó Dickie, sin dejar de mirar fijamente a Cario, como si se tratase de alguna especie de animal que le resultase interesante y al que pudiera matar si le venía en gana.
A Dickie no le habría costado nada ponerse a hablar en italiano con el hombre, pero no dijo ni una palabra. Tom se dijo que tres semanas antes, Dickie hubiera aceptado la oferta sin titubear. Y se preguntó qué necesidad tenía de quedarse allí con cara de soplón o de inspector de policía esperando refuerzos para detener al hombre.
—Y bien —dijo Tom finalmente—, ahora me crees, ¿no?
Dickie le miró.
—¿Sobre lo del trabajo? ¡Y yo qué sé!
Tom miró interrogativamente a Cario, y éste se encogió de hombros, preguntando en italiano:
—No hace falta hablar de ello, ¿verdad?
—No —dijo Tom.
Sintió que la sangre le hervía furiosamente, haciéndole temblar. Estaba furioso con Dickie, que estaba examinando al hombre, tomando nota mentalmente de sus sucias uñas, de la suciedad del cuello de la camisa, de su rostro moreno y feo, recién afeitado pero no recién lavado, de tal modo que por donde había pasado la navaja la piel se veía más clara que en el resto de su cara. Pero los ojos del italiano seguían siendo fríos y amigables, y más fuertes que los de Dickie. Tom sentía que se ahogaba, y se daba cuenta de que no podía expresarse en italiano. Quería hablar con ambos, con Dickie y el italiano.
—Niente, grazie, Berto —dijo Tom, sin perder la calma, al camarero que se les había acercado para preguntarles qué querían tomar.
Dickie miró a Tom.
—¿Nos vamos ya?
Tom se levantó bruscamente, tan bruscamente que derribó la silla. La levantó y se despidió de Cario con una inclinación de cabeza. Tenía la impresión de deberle una disculpa y, con todo, no fue capaz ni de abrir la boca para pronunciar una despedida convencional. El italiano le devolvió la inclinación y sonrió. Tom echó a andar tras las largas piernas de Dickie, que ya se dirigía hacia la puerta del bar. Al salir a la acera, Tom dijo:
—Sólo quería demostrarte que hablaba en serio. Espero que te hayas dado cuenta.
—Muy bien, hablabas en serio —dijo Dickie, sonriendo—. ¿Qué es lo que te pasa?
—¡Eso digo yo! ¿Qué diablos te pasa? —preguntó Tom con tono airado.
—Ese tipo es un bribón. ¿Es eso lo que quieres que reconozca? Pues ¡ya está!
—¿A qué vienen esos aires de superioridad? ¿Es que a ti te ha hecho algo?
—¿Acaso esperas que me arrodille ante él implorando su perdón? No es la primera vez que veo a un bribón. A este pueblo vienen muchos.
Dickie frunció sus rubias cejas.
—Pero, vamos a ver, ¿se puede saber qué diablos te ocurre? ¿Es que quieres aceptar su proposición? Pues ¡adelante!
—Ya no podría aunque quisiera. Después de haberte comportado de esa forma…
Dickie se paró en mitad de la calzada, mirándole. Discutían en voz tan alta que varias personas les estaban observando con curiosidad.
—Nos hubiéramos divertido, probablemente —dijo Tom—, pero no si te lo tomas así. Hace un mes, cuando fuimos a Roma, lo hubieses encontrado divertido.
—¡Oh, no! —dijo Dickie, negando con la cabeza—. Lo dudo.
Tom sintió que la frustración le estaba haciendo pasar por un verdadero calvario, sin contar el hecho de que la gente les estaba mirando. Se obligó a seguir caminando, primero lentamente, a pasitos, hasta que estuvo seguro de que Dickie iba con él. En el rostro de Dickie había aún una expresión de perplejidad, de suspicacia, y Tom comprendió que obedecía a su forma de reaccionar. Tom quería explicárselo, hacérselo comprender para que viese las cosas tal y como él las veía, como el mismo Dickie las hubiese visto un mes antes.
—Es la forma en que te comportaste —dijo Tom—. No tenías por qué hacerlo. El tipo no te estaba causando ningún daño.
—¡Tenía cara de ser un cochino delincuente! —contestó secamente Dickie—. Por el amor de Dios, vuelve si tanto te gusta. ¡No estás obligado a hacer lo mismo que yo!
Tom se paró. Sentía el impulso de desandar sus pasos, aunque no necesariamente para reunirse con el italiano del bar, simplemente para alejarse de Dickie. Entonces, de repente, notó que su tensión desaparecía. Sus hombros se relajaron, sin dejar de dolerle, y empezó a respirar aceleradamente, por la boca. Necesitaba decir: «Como quieras, Dickie», y hacer las paces, tratar que Dickie olvidase el asunto. Pero se le trababa la lengua. Miró a Dickie fijamente, a sus ojos azules y enojados todavía, sus cejas rubias, casi blancas a causa del sol, y pensó que aquellos ojos no eran más que unos pedacitos de gelatina azul, brillantes y vacíos, con una mancha negra en el centro, sin ningún sentido ni relación que a él se refiriese. Decían que los ojos eran el espejo del alma, que a través de ellos se veía el amor, que eran el único punto por donde podía contemplarse a una persona y ver lo que realmente ocurría en su interior, pero en los ojos de Dickie no pudo ver más de lo que hubiera visto de estar contemplando la superficie dura e inanimada de un espejo. Tom sintió una punzada de dolor en el pecho y se cubrió el rostro con las manos. Era como si, de pronto, le hubiesen arrebatado a Dickie. Ya no eran amigos. Ni siquiera se conocían. Era como una verdad, una horrible verdad, que le golpeaba como un mazazo y que no quedaba allí, sino que se extendía hacia toda la gente que había conocido en su vida y la que conocería: todos habían pasado y pasarían ante él y, una y otra vez, él sabría que no lograría llegar a conocerles jamás y lo peor de todo era que siempre, invariablemente, experimentaría una breve ilusión de que sí les conocía, de que él y ellos se hallaban en completa armonía, que eran iguales. Durante unos instantes, la conmoción que sentía al darse cuenta de aquello le pareció más de lo que podía soportar. Le parecía estar sufriendo un ataque, a punto de caer desplomado al suelo. Era demasiado: el hallarse rodeado de personas extranjeras, personas que hablaban un idioma que no era el suyo, su fracaso, el hecho de que Dickie le odiara. Se sintió rodeado por un ambiente extraño y hostil. Notó que Dickie le apartaba violentamente las manos del rostro.
—¿Qué te pasa? —preguntó Dickie—. ¿Es que este tipo te ha hecho tomar alguna droga?
—No.
—¿Estás seguro? Tal vez te la echó en el vaso…
Las primeras gotas de lluvia vespertina cayeron sobre su cabeza.
—No.
A lo lejos se oía tronar. Tom pensó que en lo alto también había hostilidad hacia él.
—Quiero morir —dijo casi sin voz.
Dickie le tiró del brazo, haciéndole tropezar al entrar en un local. Era el pequeño bar que había enfrente de la estafeta. Tom le oyó pedir un coñac, especificando que fuese italiano. Supuso que no era lo bastante bueno como para merecerse un coñac francés. Se lo bebió de un trago; el licor tenía un sabor ligeramente dulzón, casi medicinal. Se tomó otros dos, como si se tratase de una medicina mágica que tuviera la virtud de devolverle a lo que solía denominarse realidad: el olor del Nazionale que Dickie tenía en la mano, el tacto rugoso del mostrador del bar, el peso que sentía sobre el estómago, igual que si alguien se lo estuviese apretando con el puño, la imagen vivida del largo camino cuesta arriba que tendrían que recorrer para llegar a casa, el leve dolor que sentiría en los muslos a causa de la subida.
—Estoy bien —dijo Tom con voz tranquila y grave—. No sé qué habrá sido. Seguramente el calor me ha hecho desvariar.
Se rió, pensando que ésa era la realidad, riéndose para quitarle importancia a algo que, de hecho, era lo más importante que le había sucedido en las cinco semanas transcurridas desde que conoció a Dickie, tal vez en toda su vida.
Dickie no dijo nada, limitándose a ponerse el cigarrillo en la boca y a sacar un par de billetes de cien liras del billetero negro, de piel de cocodrilo, y dejarlos sobre el mostrador. Tom se sintió herido por su silencio, herido como un niño que se hubiese sentido mal, probablemente causando molestias por ello, pero que esperase cuando menos una palabra amable. Pero Dickie se mostraba indiferente. Le había pagado los coñacs con la misma indiferencia con que hubiese podido pagárselos a un perfecto desconocido, enfermo y sin dinero. De pronto, Tom pensó: «Dickie no quiere que vaya a Cortina con ellos».
No era la primera vez que la idea le pasaba por la mente. Marge había decidido ir. Ella y Dickie habían comprado un termo gigantesco durante su última visita a Nápoles, y pensaban llevárselo a Cortina. No le habían preguntado si a él le gustaba el termo. De una forma paulatina y callada, iban dejándole al margen de los preparativos. Tom tenía la impresión de que Dickie esperaba que se marchase antes del viaje a Cortina. Un par de semanas antes, Dickie le había dicho que deseaba enseñarle algunas de las pistas de esquí que tenía señaladas en un mapa. Unos días después, Dickie había consultado el mapa en su presencia, sin decirle nada a él.
—¿Listo? —dijo Dickie.
Tom salió del bar tras él, sumiso como un perro. Al llegar a la calle, Dickie le dijo:
—Si te sientes con fuerzas para ir solo, yo me quedaré en el pueblo. Quisiera ver a Marge.
—Me encuentro bien —contestó Tom.
—Estupendo.
Luego, al alejarse, volvió la cabeza y por encima del hombro añadió:
—¿Querrás recoger el correo? Podría olvidárseme.
Tom asintió con la cabeza, Entró en la estafeta. Había un par de cartas, una para él, del padre de Dickie, y otra para Dickie, de alguien de Nueva York a quien Tom no conocía. Se quedó ante la puerta y abrió la de mister Greenleaf, desdoblando respetuosamente la hoja mecanografiada y con el aparatoso membrete, incluyendo el dibujo de un tritón, de la Burke-Greenleaf Watercraft Inc.
10 de noviembre de 19…
Apreciado Tom:
En vista de que ya lleva más de un mes con Dickie y él no da signos de querer volver a casa, me veo obligado a sacar la conclusión de que no ha tenido usted éxito. Comprendo que con la mejor intención me dijese usted que mi hijo estaba pensando en el regreso, pero, francamente, esa intención no aparece por ningún lado en la carta que él me escribió el 26 de octubre. A decir verdad, parece más resuelto que nunca a quedarse donde está.
Quiero que sepa usted que tanto yo como mi esposa apreciamos cuantos esfuerzos haya hecho por nosotros y por él. No hace falta que siga sintiéndose obligado conmigo en modo alguno. Confío en que los esfuerzos del pasado mes no le hayan causado demasiadas molestias, y, a pesar de no haber logrado el principal objetivo del viaje, espero sinceramente que el mismo le haya resultado grato.
Reciba los saludos y el agradecimiento de mi esposa y míos:
Atentamente,
H. R. GREENLEAF
Era el tiro de gracia. Con su tono frío —más frío si cabe que el habitual estilo comercial con que escribía sus cartas, ya que ésta era de despido y había en ella una cortés nota de agradecimiento—, el señor Greenleaf acababa de librarse de él, sencillamente.
«Confío en que los esfuerzos del pasado mes no le hayan causado demasiadas molestias…», repitió mentalmente Tom. «¡Vaya sarcasmo!»
Mister Greenleaf ni siquiera decía que le gustaría volver a verle cuando regresara a los Estados Unidos. Tom echó a andar mecánicamente cuesta arriba. Se imaginaba a Dickie en casa de Marge, contándole a la muchacha el encuentro en el bar con Cario, y el extraño comportamiento de Tom en la calle, al salir del bar. Tom sabía lo que iba a decir Marge:
—¿Por qué no te libras de él, Dickie?
Se preguntó si debía volver sobre sus pasos y darles una explicación, obligándoles a escucharle. Dio media vuelta y miró la inescrutable fachada de la casa de Marge, allí arriba, con su ventana vacía y tenebrosa. La lluvia le estaba empapando la chaqueta. Se subió el cuello y empezó a subir la cuesta con paso rápido, hacia la casa de Dickie.
«Al menos —pensó orgullosamente—, no había probado a sacarle más dinero al señor Greenleaf, y hubiese podido hacerlo. Incluso con la ayuda de Dickie, de haber aprovechado los días en que éste se hallaba de buen talante para con él. Cualquier otro lo hubiese hecho, cualquier otro, pero él no, y eso contaba algo».
Se quedó de pie en un ángulo de la terraza, contemplando absorto la línea borrosa y vacía del horizonte y sin pensar en nada, sin sentir nada salvo una extraña y débil sensación de soledad, de estar perdido. Incluso Dickie y Marge le parecían muy lejanos, hablando de algo que para él no tenía ninguna importancia. Estaba solo. Eso era la única cosa importante. Empezó a experimentar un cosquilleo de temor en el extremo del espinazo.
Se volvió al oír abrirse la verja. Dickie subía por el sendero, con cara sonriente, aunque a Tom le pareció que era una sonrisa forzada, de cortesía.
—¿Qué haces ahí de pie bajo la lluvia? —le preguntó Dickie, buscando refugio en el umbral.
—Es muy refrescante —contestó Tom con voz amable—. Aquí tienes una carta.
Le entregó la carta a Dickie y se metió la suya en el bolsillo. Tom colgó la chaqueta en el ropero del vestíbulo y cuando Dickie hubo terminado de leer su carta —que le había hecho soltar varias carcajadas a medida que la iba leyendo—, dijo:
—¿Crees que a Marge le haría gracia venir con nosotros a París cuando vayamos?
Dickie puso cara de sorpresa.
—Pues, creo que sí.
—Pregúntaselo —dijo alegremente Tom.
—No acabo de decidirme sobre ir a París —dijo Dickie—. No me importaría cambiar de aires durante unos días, pero París…
Hizo una pausa para encender un cigarrillo.
—Casi preferiría ir a San Remo, incluso a Génova. ¡Menuda ciudad ésa!
—Pero París…, Génova no se le puede comparar, ¿no crees?
—Oh, por supuesto, pero está mucho más cerca.
—Pero, entonces, ¿cuándo iremos a París?
—Pues no lo sé. Cualquier día. París seguirá en su sitio.
Tom escuchó el eco de las palabras en su oído, tratando de ver cuál era el tono con que Dickie las había pronunciado. Un par de días antes, Dickie había recibido carta de su padre, y le había leído unas cuantas frases en voz alta, y los dos se habían reído, pero no le había leído toda la carta como en dos veces anteriores. Tom no albergaba la menor duda de que mister Greenleaf le decía a Dickie que ya estaba harto de Tom Ripley, y probablemente que sospechaba que Tom estaba utilizando su dinero para divertirse. Un mes antes, Dickie se hubiera reído de cualquier acusación como aquélla, pero ahora no.
—Me parece que mientras me queda algo de dinero deberíamos hacer el viaje a París —insistió Tom.
—Ve tú. Yo no estoy de humor. Además, necesito reservar mis energías para Cortina.
—Bueno… Entonces será mejor que nos vayamos a San Remo —dijo Tom, esforzándose por dar a su voz un tono conciliador, aunque de hecho poco le hubiese costado echarse a llorar.
—Muy bien.
Tom salió apresuradamente del vestíbulo y entró en la cocina. La mole blanca del refrigerador pareció saltar sobre él desde un rincón. Quería tomarse una copa, con unos cubitos de hielo, pero no quiso ni tocar el mueble. Se había pasado un día entero en Nápoles, con Dickie y Marge, mirando refrigeradores, examinando las cubetas para el hielo, contando los distintos chismes de cada modelo, hasta que llegó un momento en que era incapaz de distinguir uno de otro; pero Dickie y la muchacha siguieron con ello, con el entusiasmo de unos recién casados. Más tarde se habían pasado varias horas en un café comentando los méritos respectivos de los refrigeradores que acababan de ver, hasta decidirse por uno de ellos. Desde entonces, Marge entraba y salía de la casa con mayor frecuencia que antes, ya que utilizaba el aparato para guardar sus alimentos, y porque con frecuencia les pedía un poco de hielo. De repente, Tom comprendió por qué odiaba tanto al refrigerador; porque era el culpable de que Dickie no se moviese; porque había echado por la borda sus esperanzas de hacer un crucero hasta Grecia cuando llegase el invierno; y eso no era todo, sino que, además, era probable que Dickie nunca se mudase a vivir a Roma o a París, como había comentado con Tom durante las primeras semanas de su estancia allí. Pero no iba a ser así, no con un refrigerador en casa que tenía el honor de ser uno de los tres o cuatro que había en el pueblo, un refrigerador con seis cubetas para hielo y con tantas estanterías en la puerta que, cada vez que alguien la abría, parecía un supermercado ambulante.
Tom se preparó una copa sin hielo. Le temblaban las manos. Sin ir más lejos, el día anterior Dickie le había dicho:
—¿Piensas irte a casa para las Navidades?
Se lo había preguntado como sin darle importancia, en mitad de la conversación, pero lo cierto era que Dickie sabía perfectamente que no pensaba irse a casa para las Navidades. Es más, Tom no tenía casa, y eso Dickie lo sabía muy bien. Tom le había hablado de la tía Dottie, la de Boston. En realidad, Dickie le había lanzado una indirecta, sin más. Marge tenía muchos planes para las fiestas navideñas. Guardaba una lata de pudding hecho en Inglaterra y pensaba encargar un pavo en el pueblo. Tom se la imaginaba vertiendo a raudales su empalagoso sentimentalismo. Casi podía ver la escena: el árbol navideño, probablemente recortado de un trozo de cartón, Noche de Paz, golosinas, regalos para Dickie… Marge hacía calceta y a menudo se llevaba los calcetines de Dickie para remendárselos en casa. Y ambos, paulatinamente, sin perder las buenas costumbres, le dejarían en la calle. Todas las palabras amables que le dijesen serían a costa de un penoso esfuerzo. Tom no podía soportarlo por más tiempo. Decidió que sí, se iría. Cualquier cosa antes que aguantar unas Navidades en su compañía.