10

Durante tres o cuatro días Marge se dejó ver muy poco salvo en la playa, y aun entonces daba muestras evidentes de frialdad hacia ambos. Sonreía y charlaba tanto, o quizá más, como siempre, pero en su tono se notaba cierta cortesía que lo hacía frío. Tom se dio cuenta de que Dickie estaba preocupado, pero no lo suficiente como para hablar con Marge a solas, ya que, desde que Tom estaba en su casa, Dickie no había estado solo con la muchacha. Tom había estado con él en todo momento desde su traslado.

Finalmente, para demostrar que no lo había pasado por alto, Tom comentó que Marge se estaba comportando de una forma extraña.

—Oh, es que tiene accesos de malhumor a veces —dijo Dickie—. Tal vez está enfrascada en su trabajo. En esos casos no le gusta ver a nadie.

Tom sacó la conclusión de que la relación entre Dickie y Marge era justo tal como él había sospechado de buen principio. Marge estaba mucho más encariñada con Dickie que éste con ella.

Tom, de todos modos, se las ingenió para distraer a Dickie. Disponía de un sinfín de anécdotas graciosas sobre gente que conocía en Nueva York, algunas eran ciertas, otras inventadas. Cada día daban un paseo en el bote de Dickie, y nunca mencionaron la fecha de la posible partida de Tom. Resultaba obvio que a Dickie le gustaba su compañía. Tom se mantenía apartado cuando a Dickie le daba por pintar, y siempre estaba dispuesto a dejar lo que hacía para salir a pasear con Dickie, ya en bote o a pie, o simplemente para sentarse y conversar. Asimismo, Dickie parecía estar complacido del interés que Tom ponía en aprender italiano. Cada día, Tom se pasaba un par de horas con su gramática y sus manuales de conversación.

Tom escribió al señor Greenleaf diciéndole que estaba en casa de Dickie y que éste había hablado da coger un avión y pasar una temporada con sus padres el próximo invierno. Añadió que probablemente lograría persuadirle de que pasase más tiempo con ellos. Aquella carta, estando en casa de Dickie, le pareció mejor que la primera, en la que decía que se encontraba hospedado en un hotel de Mongibello. Tom dijo también que cuando se le acabase el dinero tenía intención de buscar empleo, tal vez en uno de los hoteles de la localidad, y lo hizo como sin darle importancia, con una doble finalidad: recordarle al señor Greenleaf que los seiscientos dólares podían acabársele, y hacerle ver que estaba tratando con un joven muy bien dispuesto a ganarse la vida trabajando. Tom quiso causarle una impresión igualmente buena a Dickie, así que, una vez la hubo escrito, le enseñó la carta antes de meterla en el sobre.

Transcurrió otra semana, con un tiempo ideal que inducía a la pereza. De hecho, el mayor esfuerzo físico que Tom realizaba cada día era subir las escalinatas desde la playa por la tarde, y, en cuanto al mental, era charlar en italiano con Fausto, el chico de veintitrés años que Dickie había contratado en el pueblo para que tres veces a la semana diese a Tom lecciones de italiano.

Un día fueron a Capri en el velero de Dickie. Capri estaba lo bastante lejos como para no ser visible desde Mongibello. Tom se sentía lleno de ansia por llegar, pero Dickie daba muestras de preocupación y de sentirse poco inclinado a entusiasmarse por nada. Discutió con el encargado del embarcadero donde amarraron el Pipistrello, y ni tan sólo quiso dar un paseo por las maravillosas callejuelas que desde la plaza se extendían en todas direcciones. Se sentaron en un café de la plaza y bebieron un par de vasos de Fernet-Branca; después Dickie quiso emprender el regreso antes de que cayera la noche, aunque Tom hubiese pagado gustosamente la cuenta del hotel a cambio de quedarse en Capri hasta el día siguiente. Tom se dijo que ya tendría ocasión de volver a Capri, así que decidió tratar de olvidar el día que allí acababa de pasar.

Llegó una carta del señor Greenleaf que se había cruzado con la de Tom. En la carta, el señor Greenleaf reiteraba sus razones para que Dickie regresara a los Estados Unidos, deseaba buena suerte a Tom y le pedía que le contestase pronto, comunicándole los resultados de sus buenos oficios. Una vez más, Tom cogió la pluma y sumisamente se aplicó a contestar la carta, pensando que la del padre de Dickie tenía un desagradable aire de carta comercial, como si la hubiera escrito a un proveedor preguntando por la situación de algún envío de piezas de repuesto o algo parecido. Así pues, Tom no tuvo ninguna dificultad en contestar con el mismo tono. Estaba un poco mareado al escribirla, ya que lo hizo después de comer y a esa hora siempre estaban un poco mareados debido al vino. Era una sensación deliciosa que fácilmente podía borrarse con un par de espressos y un breve paseo, o bien, si así lo preferían, podían prolongarla tomándose otro vaso de vino, a sorbitos, mientras iban haciendo las cosas que llenaban el ocio de sus tardes. Para divertirse, Tom procuró que en la carta se reflejase un leve sentimiento de esperanza. Siguiendo el estilo del señor Greenleaf, escribió:

Si no me equivoco, Richard no está muy seguro de su decisión de permanecer aquí un invierno más. Tal como le prometí haré cuanto esté en mi mano para disuadirle de ello, y con el tiempo —si bien puede que no sea hasta la Navidad— quizá consiga que se quede en los Estados Unidos cuando vaya a verles a ustedes.

Tom no pudo ocultar una sonrisa mientras escribía, porque él y Dickie llevaban días hablando sobre hacer un crucero por el mar Egeo cuando llegase el invierno, sin contar con que Dickie ya había desechado la idea de irse a los Estados Unidos, siquiera por unos días, a no ser que su madre estuviera grave para entonces. También habían hablado de pasar en Mallorca los meses de enero y febrero, que eran los peores del año en Mongibello. Además, Tom estaba seguro de que Marge no iría con ellos, ya que él y Dickie la habían excluido de sus planes siempre que hablaban de ellos, aunque Dickie había cometido la equivocación de decirle a la muchacha que posiblemente harían un crucero de invierno. A veces Dickie hablaba demasiado y aquellos días, aunque Tom sabía que se mantenía firme en su decisión de no llevarla con ellos, Dickie se mostraba más atento que de costumbre con la muchacha, simplemente porque comprendía que iba a sentirse sola sin ellos en el pueblo y porque no se le escapaba que, en realidad, era una grosería no invitarla. Los dos trataron de disimular insistiendo en que querían viajar del modo más barato posible, utilizando barcos de ganado, durmiendo con los campesinos en cubierta y cosas por el estilo, es decir, viajando de un modo que no era nada apropiado para una señorita. Pero Marge no cejaba en su actitud de desaliento, ni Dickie dejaba de invitarla a menudo para hacerse perdonar. A veces, mientras paseaban, Dickie la cogía de la mano, aunque Marge no siempre se lo permitía. Otras veces, la muchacha retiraba su mano de un modo que a Tom le parecía estar implorando precisamente todo lo contrario, que Dickie la conservara en la suya.

Cuando la invitaron a acompañarles a Herculano, Marge dijo que no.

—Prefiero quedarme en casa. ¡Que os divirtáis! —dijo ella, haciendo un esfuerzo por sonreír alegremente.

—Pues si no quiere venir, que no venga —dijo Tom, entrando discretamente en la casa para que Marge y Dickie pudieran hablar a solas en la terraza si era eso lo que querían.

Tom entró en el estudio de Dickie y se sentó a contemplar el mar en el antepecho de la ventana, con sus tostados brazos cruzados sobre el pecho. Le encantaba contemplar el azul del Mediterráneo e imaginar que él y Dickie navegaban por donde les apetecía. Tánger, Sofía, El Cairo, Sebastopol… Pensaba que cuando se quedara sin dinero, Dickie le habría cobrado tanto afecto probablemente que le parecería lo más natural del mundo que siguieran viviendo juntos. Los dos podrían vivir sin apuros con los quinientos dólares mensuales que a Dickie le daban sus rentas.

Desde la terraza le llegaba la voz de Dickie, en la que se notaba un cierto tono de súplica, y los monosílabos con que le respondía Marge. Después oyó la verja que se cerraba secamente. Marge se había ido, pese a que pensaba quedarse a comer. Bajó del antepecho y fue a reunirse con Dickie.

—¿Es que se ha enfadado por algo? —preguntó Tom.

—No. Supongo que se siente abandonada o algo así.

—No puede negarse que tratamos de hacerla venir con nosotros.

—No es eso solamente.

Dickie paseaba lentamente de un extremo a otro de la terraza.

—Ahora me sale con que ni siquiera tiene ganas de venir conmigo a Cortina.

—Bueno, seguramente cambiará de parecer de aquí a diciembre.

—Lo dudo —dijo Dickie.

Tom supuso que era porque él también iría a Cortina, ya que Dickie le había invitado la semana anterior. Freddie Miles ya no estaba en el pueblo al regresar ellos de la excursión a Roma. Había tenido que trasladarse apresuradamente a Londres, según les contó Marge. Pero Dickie pensaba escribirle anunciándole que le acompañaría un amigo.

—¿Quieres que me vaya, Dickie? —sugirió Tom, convencido de que Dickie diría que no—. Tengo la sensación de ser un estorbo entre tú y Marge.

—¡Claro que no! ¿Estorbo para qué?

—Bueno, al menos desde su punto de vista.

—No. Es sólo que le debo algo. Y últimamente no he estado demasiado amable con ella. Mejor dicho, no hemos estado.

Tom comprendió a qué se refería: él y Marge se habían hecho compañía durante el largo y aburrido invierno, cuando ellos dos eran los únicos americanos que vivían en el pueblo, y que debido a eso Dickie se sentía obligado a no abandonarla ahora que tenía un nuevo compañero.

—¿Y si hablo con ella sobre el viaje a Cortina? —sugirió Tom.

—Entonces seguro que no irá —respondió concisamente Dickie, entrando luego en la casa.

Oyó que le decía a Ermelinda que no sirviera todavía el almuerzo porque él no tenía apetito aún. Pese a que hablaba en italiano, Tom pudo entender que Dickie hablaba con el tono propio del amo de la casa, recalcando que era él, Dickie, quien no estaba aún preparado para el almuerzo. Dickie volvió a salir a la terraza, protegiendo el encendedor con la mano para prender un pitillo. Dickie poseía un bello encendedor de plata, pero la más ligera brisa bastaba para apagarlo. Finalmente, Tom sacó su feo encendedor, tan feo y eficaz como el equipo de campaña de un soldado, y le encendió el cigarrillo. Estuvo a punto de proponer que tomasen una copa, pero se contuvo, ya que no estaba en su casa, aunque daba la casualidad de que las tres botellas de Gilbey’s que había en la cocina las había comprado él.

—Son más de las dos —dijo Tom—. ¿Damos un paseíto hasta correos?

A veces, Luigi abría la estafeta a las dos y media, otras veces no lo hacía hasta las cuatro, nunca se sabía.

Bajaron por la ladera sin hablar. Tom se preguntaba qué habría dicho Marge sobre él. De pronto, sintió que el sudor brotaba de su frente debido a un inesperado sentimiento de culpabilidad, amorfo pero muy intenso, como si Marge le hubiera dicho a Dickie que él, Tom, había robado algo o cometido algún acto vergonzoso. Estaba seguro de que Dickie no actuaría de aquel modo si Marge se hubiese limitado a comportarse fríamente con él. Dickie descendía la pendiente con el cuerpo inclinado hacia delante, de tal modo que sus huesudas rodillas parecían adelantarse al resto de su cuerpo; era un modo de andar que, inconscientemente, se había convertido en el de Tom también. Pero Tom advirtió que Dickie tenía la barbilla hundida en el pecho y las manos metidas hasta lo más hondo de los bolsillos de sus shorts. Dickie quebró su silencio solamente para saludar a Luigi y darle las gracias por la carta que le entregaba. No había correo para Tom. La carta de Dickie procedía de un banco napolitano y contenía un impreso en el que, escrita a máquina, Tom vio la cifra de 500 dólares. Dickie se la metió descuidadamente en el bolsillo y dejó caer el sobre en una papelera. Tom supuso que se trataba del aviso que cada mes recibía Dickie, comunicándole que su dinero había llegado a Nápoles. Dickie le había contado que su compañía fideicomisaria le mandaba el dinero a un banco de Nápoles. Siguieron caminando cuesta abajo, y Tom dio por sentado que luego subirían por la carretera principal hasta llegar a la curva que había al otro lado del pueblo, como habían hecho otras veces, pero Dickie se detuvo frente a los escalones que llevaban a la casa de Marge.

—Me parece que subiré a ver a Marge —dijo Dickie—. No tardaré, pero no hace falta que me esperes.

—De acuerdo —dijo Tom, sintiéndose repentinamente desolado. Se quedó mirando cómo Dickie subía por los escalones labrados en la piedra del muro, luego dio bruscamente la vuelta y emprendió el regreso a casa.

A mitad del camino se detuvo con el impulso repentino de bajar a tomarse una copa en el bar de Giorgio (aunque los martinis que allí servían eran horribles), sintiendo al mismo tiempo otro impulso que le inducía a presentarse en casa de Marge, con el pretexto de pedirle disculpas y, de aquel modo, desahogarse al sorprenderles y molestarles. De pronto tuvo la seguridad de que en aquel preciso momento Dickie la estaría abrazando o, cuando menos, tocando, y en parte sintió ganas de verlo y, al mismo tiempo, cierta aversión al pensar en ello. Dio la vuelta y se encaminó hacia la verja de Marge. La cerró tras de sí con cuidado, aunque la casa quedaba tan alejada de la entrada que resultaba imposible que le hubiesen oído, entonces apretó a correr escaleras arriba, subiendo los escalones de dos en dos. Al llegar al último tramo aflojó el paso mientras pensaba en lo que diría:

—Mira, Marge, lo siento si he sido yo la causa de la tirantez de estos días. Te invitamos a ir con nosotros hoy, y lo hicimos en serio, incluyéndome a mí.

Tom se detuvo al divisar la ventana de Marge: Dickie la tenía enlazada por el talle y la estaba besando, ligeramente, en la mejilla, sonriéndole. Se hallaban a unos cuatro o cinco metros de donde Tom estaba, aunque la habitación parecía oscura en comparación con la brillante luz del exterior, por lo que tuvo que forzar la vista para verles. Marge tenía el rostro vuelto hacia Dickie, como si estuviera en éxtasis, y lo que molestó a Tom fue el convencimiento de que Dickie no iba en serio, que recurría a aquello solamente para conservar la amistad de la muchacha. Y le molestó también observar el voluminoso trasero de la muchacha, que llevaba falda de campesina, sobresaliendo debajo del brazo con que Dickie la enlazaba por el talle. Tom nunca lo hubiera creído de Dickie.

Les dio la espalda y bajó corriendo los escalones, sintiendo deseos de gritar. Cerró la verja de un portazo y siguió corriendo hasta llegar a casa, jadeando, apoyándose en la baranda después de cruzar la verja. Permaneció un rato sentado en el diván del estudio de Dickie, aturdido y con la mente en blanco. Aquel beso… no le había parecido un primer beso. Se acercó al caballete de Dickie, evitando inconscientemente mirar el cuadro colocado en él, y, cogiendo la goma de borrar que había en la paleta, la arrojó violentamente por la ventana. Vio que la goma describía un arco y desaparecía en dirección al mar. Cogió más objetos del pupitre: gomas de borrar, plumillas, difuminos, carboncillos y pedazos de colores al pastel, y uno a uno los fue arrojando contra la pared o por la ventana. Sentía la curiosa sensación de que su cerebro actuaba con lógica y que su cuerpo se había desmandado. Salió corriendo a la terraza con la idea de subirse a la baranda de un salto o de hacer equilibrios cabeza abajo, pero se contuvo al ver el vacío que había al otro lado de la baranda.

Subió a la habitación de Dickie y estuvo paseándose por ella durante un rato, con las manos en los bolsillos, preguntándose cuándo volvería Dickie. Se dijo que tal vez se quedaría con Marge toda la tarde, que en realidad se acostaría con ella. Abrió el ropero de un tirón y miró dentro. Había un traje de franela gris, nuevo y bien planchado que nunca le había visto a Dickie. Tom lo sacó del armario. Se quitó sus propios pantalones, que solamente le cubrían hasta las rodillas, y se puso los pantalones del traje. Se calzó un par de zapatos de Dickie. Después abrió el último cajón de la cómoda y sacó una camisa limpia a rayas blancas y azules. Escogió una corbata azul oscuro de seda y se la anudó meticulosamente. El traje le sentaba bien. Se peinó de nuevo, esta vez con la raya un poco más hacia un lado, tal como la llevaba Dickie.

—Marge, tienes que comprender que no estoy enamorado de ti —dijo Tom frente al espejo e imitando la voz de Dickie, más aguda al hacer énfasis en una palabra, y con aquella especie de ruido gutural, al terminar las frases, que podía resultar agradable o molesto, íntimo o distanciado, según el humor de Dickie—. ¡Marge, ya basta!

Tom se volvió bruscamente y levantó las manos en el aire, como si agarrase la garganta de la muchacha. La zarandeó, apretándola mientras ella iba desplomándose lentamente, hasta quedar tendida en el suelo, como un saco vacío. Tom jadeaba. Se secó la frente tal como lo hacía Dickie, buscó su pañuelo, y, al no encontrarlo, sacó uno de Dickie del primer cajón de la cómoda, luego siguió con su actuación delante del espejo. Entreabrió la boca y observó que hasta sus labios se parecían a los de Dickie cuando éste se hallaba sin aliento después de nadar.

—Ya sabes por qué he tenido que hacerlo —dijo, sin dejar de jadear y dirigiéndose a Marge, pese a estar contemplándose a sí mismo en el espejo—. Te estabas interponiendo entre Tom y yo… ¡Te equivocas, no se trata de eso! Pero ¡sí hay un lazo entre nosotros!

Dio media vuelta y, sorteando el cadáver imaginario, se acercó sigilosamente a la ventana. Más allá de la curva de la carretera, podían verse los escalones que subían hasta el domicilio de Marge. Dickie no estaba allí ni en los tramos de carretera visibles desde la ventana.

«Tal vez estén durmiendo juntos», pensó Tom, sintiendo un nudo de asco en la garganta.

Se imaginó el acto, torpe, chapucero, dejando insatisfecho a Dickie y maravilloso para Marge. Se dijo que a la muchacha le agradaría hasta que Dickie la torturase. Se acercó rápidamente al ropero y sacó un sombrero de la estantería de arriba. Era un pequeño sombrero tirolés, adornado con una pluma verde y blanca. Se lo encasquetó airosamente, sorprendiéndose al comprobar lo mucho que se parecía a Dickie con la parte superior de la cabeza oculta bajo el sombrero. De hecho, lo único que les diferenciaba era que su pelo era más oscuro. Por lo demás, la nariz…, al menos su forma en general… la mandíbula enjuta, las cejas si les daba la expresión apropiada…

—¿Qué diablos estás haciendo?

Tom se volvió rápidamente. Dickie estaba en la puerta. Tom comprendió que debía de haber estado en la verja al asomarse él momentos antes, por eso no le había visto.

—Bueno… sólo trataba de divertirme —dijo Tom, con el tono grave de voz que en él era síntoma de embarazo—. Lo siento, Dickie.

La boca de Dickie se abrió levemente, luego se cerró otra vez, como si el enojo le impidiera pronunciar palabra, aunque, para Tom, el gesto fue tan desagradable como las propias palabras que pudiera haberle dicho. Dickie entró en la habitación.

—Dickie, lo siento si…

El portazo le cortó en seco. Dickie empezó a refunfuñar mientras se desabrochaba la camisa, como si Tom no estuviera allí, ya que estaba en su habitación, donde Tom no tenía por qué entrar. Tom se quedó de pie, petrificado por el miedo.

—¡A ver si te quitas mi ropa! —exclamó Dickie.

Tom empezó a desnudarse, con dedos torpes debido a la turbación que le embargaba, pensando que hasta entonces Dickie siempre le había dicho que podía ponerse cualquier prenda suya que le apeteciera. Eso nunca se lo volvería a decir.

Dickie bajó la vista hacia los pies de Tom.

—¿Los zapatos también? ¿Es que estás loco?

—No.

Tom hacía esfuerzos para recuperar su aplomo. Colgó el traje en el ropero y entonces dijo:

—¿Te reconciliaste con Marge?

—No pasa nada entre Marge y yo —contestó Dickie secamente, tan secamente que Tom abandonó aquel tema—. Otra cosa que quiero decirte, y decírtelo claramente —dijo Dickie, mirándole—, es que no soy invertido. No sé si se te ha metido esa idea en la cabeza o no.

—¿Invertido? —dijo Tom, haciendo un débil esfuerzo por sonreír—. Jamás me pasó por la cabeza que lo fueses.

Dickie iba a añadir algo, pero se calló. Se irguió y Tom advirtió que las costillas se marcaban bajo su piel morena.

—Pues Marge piensa que tú sí lo eres.

—¿Por qué?

Tom sintió que se quedaba sin sangre en las venas. Se quitó el segundo zapato agitando el pie débilmente, y lo dejó en el ropero junto a su pareja.

—¿Qué le hace pensar eso? ¿Qué he hecho para parecerlo, si es que he hecho algo?

Se sentía a punto de desmayarse. Nadie le había dicho aquello en la cara, no de aquel modo.

—Es sólo por la forma en que actúas —dijo Dickie con un gruñido, saliendo de la habitación.

Tom se puso los shorts a toda prisa. Pese a llevar puesta la ropa interior, había tratado de ocultarse de Dickie detrás de la puerta del ropero. Se dijo que sólo porque le caía bien a Dickie, Marge lanzaba sus sucias acusaciones contra él. Y Dickie no había tenido agallas suficientes para negarlo.

Al bajar se encontró a Dickie preparándose una copa en el bar de la terraza.

—Dickie, quiero que esto quede bien claro —empezó a decir Tom—. Tampoco yo soy invertido, y no quiero que nadie piense que lo soy.

—Muy bien —gruñó Dickie.

El tono de su voz le recordó las respuestas de Dickie a sus preguntas sobre si conocía a fulanito o menganito de Nueva York. Algunas de las personas sobre las que le había preguntado a Dickie eran homosexuales, era cierto, y a menudo le había parecido que Dickie las conocía en realidad, pero, a propósito, negaba saber quiénes eran. Era Dickie, al fin y al cabo, quien estaba sacando el tema a colación, dándole una importancia exagerada. Tom titubeó mientras por su mente pasaban tumultuosamente muchas cosas que hubiese podido decir, algunas amargas, conciliadoras las otras. Su pensamiento retrocedió hacia ciertos grupos con los que había tenido relación en Nueva York, y a los que había dejado de frecuentar pasado un tiempo, a todos sin excepción, aunque en aquel momento lamentaba incluso haberlos conocido. Le habían aceptado porque les resultaba gracioso, pero él nunca había tenido nada que ver con ninguno de sus componentes. Un par de veces se le habían insinuado, y él les había rechazado, si bien recordaba que luego solía intentar hacer las paces con ellos, yendo a buscar hielo para sus copas, acompañándoles en taxi aunque vivieran en lugares muy alejados de su casa. Lo había hecho porque temía que empezaran a odiarle. Se había comportado como un imbécil, ahora lo comprendía. Recordó la humillación de aquella vez en que Vic Simmons le dijo:

—¡Por el amor de Dios, Tommy, cierra el pico!

Sucedió al decirle a un grupo de personas, por tercera o cuarta vez en presencia de Vic:

—No acabo de estar seguro de si me gustan los hombres o las mujeres, así que estoy pensando en dejarlos a todos.

Por aquellos días, Tom solía fingir que acudía a la consulta de un psicoanalista, ya que todo el mundo lo hacía, y acostumbraba a inventar anécdotas disparatadas sobre las sesiones en la consulta, anécdotas que luego contaba en las fiestas, y la broma sobre su supuesta indecisión siempre hacía reír a cuantos le escuchaban, especialmente por su modo de contarla, hasta que Vic le dijo que cerrase el pico; a partir de entonces, Tom nunca volvió a soltar aquella broma, ni volvió a hablar de su supuesto psicoanalista. A decir verdad, Tom pensaba que había mucho de cierto en ello, porque, en comparación con el resto de la gente, él era una de las personas más inocentes y de pensamiento más limpio que jamás conociera. Ésa era la ironía de la situación que se le había planteado con respecto a Dickie.

—Tengo la impresión de… —empezó a decir Tom.

Pero Dickie ni siquiera le escuchaba. Le volvió la espalda con una expresión hosca en la boca y se fue con su ropa al otro extremo de la terraza. Tom se le acercó, un tanto temeroso, sin saber si Dickie iba a echarle por encima de la barandilla o si, simplemente, se volvería hacia él diciéndole que se largase de su casa. Con voz tranquila, Tom preguntó:

—¿Estás enamorado de Marge, Dickie?

—No, pero me da lástima. Siento afecto por ella, y ella se ha portado muy bien conmigo. Hemos pasado muy buenos ratos juntos. Parece que no seas capaz de comprender eso.

—Sí, lo comprendo. Eso fue lo que pensé cuando os vi por primera vez. Que se trataba de un asunto platónico en lo que a ti se refería, y que probablemente ella sí te amaba.

—Así es. Y uno siempre hace un gran esfuerzo por no herir a las personas que le quieren, ¿sabes?

—Claro.

Tom titubeó otra vez, tratando de escoger sus palabras. Seguía en un estado de temerosa agitación, aunque Dickie ya no estaba enfadado con él, y resultaba fácil ver que no iba a expulsarle de su casa. Con voz que denotaba mayor seguridad en sí mismo, Tom dijo:

—Me imagino que si estuvierais en Nueva York no os veríais tan a menudo, quizá nunca, pero aquí en el pueblo, con tan poca gente…

—Exactamente, ésa es la verdad. Nunca me he acostado con ella, ni tengo intención de hacerlo, pero sí quiero conservar su amistad.

—Bien, pues, ¿es que yo he hecho algo para impedírtelo? Ya te lo dije, Dickie, preferiría marcharme antes que hacer algo que rompiese tu amistad con Marge.

Dickie le miró de reojo.

—No, no has hecho nada… en concreto, pero resulta fácil observar que no te gusta que esté por aquí. Siempre que te esfuerzas en decirle algo amable, se nota el esfuerzo, ésa es la verdad.

—Lo siento —dijo Tom con cara contrita.

Lamentaba no haberse esforzado más, según dijo, y haber causado problemas cuando su verdadera intención era muy otra.

—Bueno dejémoslo ya. Marge y yo nos hemos reconciliado —dijo Dickie con voz desafiante.

Se volvió y se puso a contemplar el mar.

Tom entró en la cocina para prepararse un poco de café. No quiso utilizar la cafetera expresso porque a Dickie le molestaba que la usase alguien que no fuese él mismo. Tom decidió subir el café a su habitación y estudiar un poco antes de que llegara Fausto. Todavía no era el momento de hacer las paces con Dickie, ya que éste tenía su orgullo. Sabía que Dickie no se dejaría ver durante casi toda la tarde, luego, sobre las cinco, después de haber pintado un poco, bajaría y todo sería igual que antes, como si el episodio del traje y los zapatos nunca hubiese sucedido. De una cosa Tom estaba seguro: Dickie se alegraba de tenerle allí. Dickie estaba aburrido de vivir solo, y aburrido de Marge también. Tom tenía aún trescientos dólares del dinero que le había dado el señor Greenleaf, y pensaba gastarlo con Dickie corriéndose una juerga en París, sin Marge. Dickie se había quedado sorprendido al decirle Tom que lo único que conocía de París era lo que le había permitido entrever el ventanal de la estación del ferrocarril.

Mientras esperaba que el café estuviese listo, Tom se puso a guardar los alimentos que hubieran sido su almuerzo. Dos de los recipientes llenos de comida los colocó en unas cacerolas de mayor tamaño, medio llenas de agua, con el fin de que las hormigas no llegaran hasta los alimentos. Había también un paquetito con mantequilla recién hecha, un par de huevos, y cuatro panecillos, envueltos en un papel, que Ermelinda les había traído para el desayuno del día siguiente. Tenían que comprar la comida en pequeñas cantidades, diariamente, debido a no tener refrigerador. Dickie quería comprar uno con parte del dinero de su padre. Lo había dicho un par de veces. Tom tenía la esperanza de que cambiase de parecer, ya que el refrigerador se hubiera comido el dinero reservado para viajar, y, además, Dickie tenía un presupuesto muy estricto para los quinientos dólares que recibía cada mes. Dickie, en cierto modo, era muy prudente con el dinero, aunque abajo, en el pueblo, repartía propinas generosas a diestro y siniestro, y solía dar un billete de quinientas liras a cualquier pordiosero que se acercase.

Dickie ya estaba normal cuando dieron las cinco de la tarde. Tom supuso que la sesión de pintura no se le habría dado mal, ya que le había oído pasarse silbando la mayor parte del tiempo en el estudio.

Dickie salió a la terraza, donde Tom estaba dando un repaso a su gramática italiana, y le dio unos cuantos consejos sobre la pronunciación.

—No siempre dicen voglio tan claramente —apuntó Dickie—. A veces dicen io vo’presentare mia amica Marge, per esemplo.

Dickie agitaba sus manazas en el aire, gesticulando como siempre que hablaba en italiano, de una forma graciosa, como si estuviera dirigiendo una orquesta en pleno legato.

—Será mejor que escuches más a Fausto y leas menos tu gramática. Yo mismo, sin ir más lejos, aprendí el italiano en la calle.

Dickie sonrió y empezó a recorrer el sendero del jardín al ver que Fausto estaba ya en la verja.

Tom prestó mucha atención a las bromas que los dos se hacían en italiano, aguzando el oído para entender todas sus palabras.

Fausto apareció sonriente en la terraza, se dejó caer sobre una silla y colocó los desnudos pies sobre la barandilla. Su rostro sonreía o estaba ceñudo, una y otra vez, y era capaz de cambiar de expresión en menos de un segundo. Según decía Dickie, era uno de los pocos habitantes del pueblo que no hablaban en el dialecto del sur.

Fausto residía en Milán, y estaba en Mongibello de visita, pasando unos meses en casa de una tía suya. Acudía tres veces por semana, sin falta y puntualmente, entre las cinco y las cinco y media, y pasaban una hora charlando, sentados en la terraza y sorbiendo vino o café. Tom se esforzaba en aprenderse de memoria todo lo que decía Fausto sobre las rocas, el mar, la política (Fausto era comunista, de los de carnet, y, según decía Dickie, muy propenso a enseñar su carnet a cualquier americano, ya que le hacía gracia ver lo sorprendidos que se quedaban al verlo) y la frenética vida sexual, más propia de gatos que de personas, que llevaban algunos habitantes del pueblo. A veces, a Fausto le resultaba difícil encontrar algo que decir, y entonces se quedaba mirando fijamente a Tom hasta que prorrumpía en carcajadas. Pero Tom estaba haciendo grandes progresos. El italiano era la única cosa que había estudiado que no le aburría, sino que más bien le gustaba. Deseaba hablarlo tan bien como Dickie, y creía que lo conseguiría al cabo de otro mes, si seguía estudiando tanto como hasta entonces.