9

Transcurrieron tres días sin que Tom hiciese nada. Entonces, en la mañana del cuarto día, bajó a la playa sobre el mediodía y se encontró con Dickie, que estaba en el mismo lugar, a solas, contemplando las rocas grises que cruzaban la arena desde tierra.

—¡Hola! —exclamó Tom—. ¿Dónde está Marge?

—Buenos días. Probablemente estará trabajando. Bajará más tarde.

—¿Trabajando?

—Es escritora.

—¡Oh!

Dickie dio una chupada al cigarrillo italiano que colgaba de sus labios.

—¿Dónde te habías metido? Creí que te habías marchado.

—Estaba enfermo —dijo Tom sin darle importancia y dejando caer la toalla en la arena, pero sin hacerlo demasiado cerca de la de Dickie.

—Entiendo. ¿El estómago, como de costumbre?

—Sí, he estado luchando entre la vida y el cuarto de baño —dijo Tom con una sonrisa—. Pero ya estoy bien ahora.

Era cierto que había estado demasiado débil incluso para salir del hotel, pero había tomado el sol en su habitación, arrastrándose por el suelo conforme se movían los rayos que entraban por la ventana, para no estar tan blanco al volver a bajar a la playa. Y el resto de sus precarias fuerzas lo había empleado en estudiar un manual de conversación en italiano adquirido en el vestíbulo del hotel.

Tom se acercó al mar, se metió tranquilamente hasta que el agua le llegó a la cintura y allí se quedó, echándose agua por los hombros. Se agachó hasta que el agua le llegó a la barbilla y, tras pasar un rato flotando a la deriva, salió sin darse prisa.

—¿Puedo invitarte a una copa en el hotel antes de que te marches a casa, Dickie? —preguntó Tom—. Y a Marge también, si es que viene. Quería darte el albornoz y los calcetines, ¿recuerdas?

—Oh, sí. Muchas gracias, me vendría bien una copa —dijo Dickie, enfrascándose de nuevo en su periódico italiano.

Tom extendió su toalla. Oyó que el reloj del pueblo daba la una.

—No creo que Marge venga ya —dijo Dickie—. Me parece que empezaré a moverme.

Tom se levantó y los dos se encaminaron hacia el Miramare, prácticamente sin decir nada, salvo la invitación a comer que hizo Tom y Dickie rechazó porque, según dijo, la doncella ya le habría preparado el almuerzo en casa. Subieron a la habitación de Tom y Dickie se probó el albornoz y, sin ponérselos, echó una ojeada a los calcetines. Tanto el albornoz como los calcetines resultaron ser de la talla adecuada, y, como Tom esperaba, a Dickie le gustó muchísimo el albornoz.

—Y esto —dijo Tom, sacando del cajón del escritorio un paquete cuadrado envuelto con el papel de una farmacia—. Tu madre te manda también gotas para la nariz.

Dickie sonrió.

—Ya no las necesito. Se acabó la sinusitis. Pero te libraré de ellas.

Tom pensó que ahora Dickie lo tenía todo, todo lo que él podía ofrecerle, y supuso que también rechazaría la invitación a tomar una copa. Le siguió hasta la puerta.

—¿Sabes que tu padre está muy preocupado por que vuelvas a casa? Me pidió que te echase un buen sermón, cosa que, por supuesto, no pienso hacer, aunque, de todos modos, algo tendré que decirle. Prometí que le escribiría.

Dickie se volvió con la mano ya en el pomo de la puerta.

—No sé qué pensará mi padre que estoy haciendo aquí… si emborrachándome día y noche o qué. Es probable que en invierno me vaya a casa a pasar unos días, pero no tengo intención de quedarme. Aquí soy más feliz. Si regresara allí para quedarme, mi padre no me dejaría en paz tratando de hacerme trabajar en Burke-Greenleaf. Me sería completamente imposible pintar, y sucede que a mí me gusta pintar, y creo que es asunto mío el modo como empleo mi vida.

—Lo comprendo. Pero me dijo que no trataría de hacerte trabajar en su negocio si regresabas, a no ser que quisieras hacerlo en el departamento de diseños, y me dijo que eso te gustaba.

—Bueno…, ya hemos hablado de eso varias veces. Gracias, de todos modos, Tom, por entregarme las ropas y el recado. Ha sido muy amable por tu parte.

Dickie le tendió la mano.

A Tom le era imposible estrechársela. Estaba a sólo un paso del fracaso, tanto en lo que se refería a mister Greenleaf como al mismo Dickie.

—Creo que hay algo más que debería decirte —dijo Tom con una sonrisa—. Tu padre me envió aquí especialmente para que te hiciese volver a casa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Dickie, frunciendo el ceño—. ¿Que te pagó el viaje?

—En efecto.

Era su última oportunidad de congraciarse con Dickie, o de ponerle definitivamente en su contra, de hacerle estallar en carcajadas o de inducirle a salir dando un portazo de indignación. Pero la sonrisa ya empezaba a dibujársele en la comisura de los labios, tal y como Tom la recordaba.

—¡Te pagó el viaje! ¡Vaya por Dios! Ya no puede aguantar más, ¿eh?

Dickie cerró la puerta de nuevo.

—Me abordó en un bar de Nueva York —dijo Tom—. Le dije que no tenía una amistad demasiado íntima contigo, pero insistió en que tal vez podía serle útil si venía aquí, así que le dije que lo intentaría.

—¿Cómo se las arregló para dar contigo?

—Por mediación de los Schriever. Yo apenas les conozco, pero ¡le salió bien! Le dijeron que yo era amigo tuyo y que podía hacerte mucho bien.

Se rieron.

—No me gustaría que sospechases que intenté aprovecharme de tu padre —dijo Tom—. Espero encontrar pronto un empleo en algún lugar de Europa y, con el tiempo, podré devolverle el dinero del pasaje. Me dio un pasaje de ida y vuelta.

—¡Oh, no te preocupes! Eso irá a parar a la cuenta de gastos de Burke-Greenleaf. ¡Ya me imagino a mi padre abordándote en un bar! ¿En cuál fue?

—En el Raoul’s. De hecho, me estuvo siguiendo desde el Green Cage.

Tom observó el rostro de Dickie, esperando ver algún indicio de que conocía el Green Cage, establecimiento muy popular, pero no fue así.

Tomaron una copa en el bar del hotel. Bebieron a la salud de Herbert Richard Greenleaf.

—Ahora que me doy cuenta, hoy es domingo —dijo Dickie—. Marge se fue a la iglesia. Será mejor que vengas a comer con nosotros. Siempre hay pollo los domingos. Ya sabes que es una vieja costumbre norteamericana, pollo los domingos.

Dickie quiso acercarse a casa de Marge para ver si ella seguía allí. Subieron una escalera que partía de la calle principal y se encaramaba pegada a un muro de piedra, cruzaron un jardín particular, y subieron más escalones. La casa de Marge era un edificio bastante destartalado, de una sola planta y con un jardín mal cuidado enfrente. Un par de cubos y una manguera de jardinero se hallaban tirados sobre el sendero que llevaba hasta la puerta, y el toque femenino se veía representado por el bañador color tomate y unos sujetadores, colgado todo ello en el antepecho de una ventana. Por una ventana, abierta ésta, Tom pudo ver una mesa muy desordenada en la que había una máquina de escribir.

—¡Hola! —exclamó ella al abrirles la puerta—. ¡Hola, Tom! ¿Dónde te has escondido todos estos días?

Les ofreció una copa, pero descubrió que quedaban solamente un par de dedos de ginebra en la botella de Gilbey’s.

—No importa, iremos a mi casa —dijo Dickie.

Se movía por la alcoba de Marge, que hacía las veces de cuarto de estar, con gran familiaridad, como si él mismo viviera allí la mayor parte del tiempo. Se inclinó ante una maceta en la que crecía una diminuta planta de difícil clasificación y acarició sus hojas con el dedo índice.

—Tom tiene algo gracioso que contarte —dijo Dickie—. ¡Cuéntaselo, Tom!

Tom respiró hondo y empezó. Hizo que el relato fuese divertido y Marge se rió como alguien que llevase años sin tener nada gracioso de que reírse.

—Cuando vi que entraba en el Raoul’s a por mí, ¡estuve a punto de escapar por una ventana!

Su lengua seguía parloteando casi independientemente de su cerebro, que en aquellos momentos estaba ocupado en calcular los progresos que estaría haciendo para ganarse el aprecio de Dickie y Marge. En sus rostros se veía que ganaba terreno rápidamente.

La subida hasta la casa de Dickie no le pareció tan larga como en la ocasión anterior. A la terraza llegaba el delicioso aroma del pollo en el asador. Dickie preparó unos martinis. Tom se duchó y luego lo hizo Dickie, que, al salir, se sirvió una copa, igual que la primera vez, pero el ambiente había cambiado radicalmente.

Dickie se sentó en un sillón de mimbre, con las piernas colgándole por encima de uno de los brazos.

—¡Cuéntame más cosas! —dijo sonriendo—. ¿A qué clase de trabajo te dedicas? Dijiste que tal vez buscarías un empleo.

—¿Por qué lo dices? ¿Es que tienes algo para mí?

—Me temo que no.

—Pues, puedo hacer varias cosas…, de mayordomo, cuidar niños, llevar una contabilidad… Por desgracia tengo aptitud para los números. Por borracho que esté, siempre me doy cuenta cuando el camarero intenta estafarme. Sé falsificar firmas, pilotar un helicóptero, defenderme con los dados en la mano, hacerme pasar prácticamente por cualquier otra persona, cocinar…, y montar un espectáculo para mí solo en un club nocturno cuando el animador de la casa está enfermo. ¿Hace falta que siga?

Tom tenía el cuerpo inclinado hacia delante e iba contando sus habilidades con los dedos. No le hubiera resultado difícil seguir nombrándolas.

—¿A qué clase de espectáculo te refieres? —preguntó Dickie.

—Pues…

Tom se puso en pie de un salto.

—… a éste, por ejemplo.

Hizo una pose con un pie adelantado y una mano en la cadera.

—Vean a Lady Assburden[1] probando las delicias de viajar en metro en Nueva York. Ni siquiera ha viajado en el metro de Londres, pero no quiere regresar a su país sin llevar consigo alguna experiencia de los Estados Unidos.

Tom lo hizo todo con gestos, fingiendo buscar una moneda, comprobando que no entraba en la ranura, comprando una ficha, mostrando perplejidad ante las diversas escalinatas que bajaban hasta los andenes, poniendo cara de alarma a causa del estruendo del metro, volviendo a mostrar perplejidad al tratar de salir al exterior…

En aquel momento Marge salió a la terraza y Dickie le dijo que se trataba de una inglesa en el metro, pero Marge no le entendió.

Tom siguió representando su pantomima, simulando entrar por una puerta que, a juzgar por su expresión de horror y dignidad ofendida ante el espectáculo, no podía ser otra cosa que la entrada de los urinarios para hombres. La expresión de horror fue en aumento hasta culminar en desmayo. Tom se desmayó grácilmente sobre el suelo de la terraza.

—¡Magnífico! —chilló Dickie, dando palmadas.

Marge no se reía. Seguía allí de pie, con cara de no comprender nada. Ninguno de los dos se molestó en explicarle la farsa. Tom pensó que, de todas formas, no parecía tener sentido del humor para apreciar aquella clase de parodia.

Tom bebió un sorbo de martini, inmensamente satisfecho consigo mismo.

—Algún día representaré otra para ti, Marge —dijo Tom, aunque en realidad lo que quería era darle a entender a Dickie que su repertorio no terminaba allí.

—¿La comida está lista? —preguntó Dickie a la muchacha—. Me estoy muriendo de hambre.

—Estoy esperando que las malditas alcachofas estén en su punto. Ya sabes cómo es el fogón. Apenas sirve para hacer hervir el agua.

Marge sonrió a Tom.

—Para según qué cosas, Dickie es muy chapado a la antigua, Tom, sobre todo si son cosas que él no tiene que hacer. Aquí no sigue habiendo más que un fogón de leña y, además, se niega a comprar una nevera, aunque sea de las más sencillas.

—Aquí tienes uno de los motivos por los que hui de los Estados Unidos —dijo Dickie—. Esas cosas no son más que un modo de tirar el dinero en un país donde hay tantos sirvientes. ¿Qué haría Ermelinda si pudiera preparar la comida en media hora?

Dickie se levantó y añadió:

—Ven conmigo, Tom. Te enseñaré algunos de mis cuadros.

Dickie le condujo hasta la espaciosa habitación a la que Tom ya se había asomado un par de veces al dirigirse a la ducha, la habitación del largo diván debajo de las dos ventanas y el enorme caballete en medio de ella.

—Ahora estoy trabajando en este retrato de Marge —dijo Dickie, señalando el cuadro colocado en el caballete.

—¡Oh! —dijo Tom con interés.

A su modo de ver, probablemente también al de otras personas, el cuadro no era bueno. El entusiasmo de la sonrisa del retrato resultaba un tanto artificial, y la piel era tan rojiza como la de un comanche. De no haber sido porque Marge era la única rubia en varios kilómetros a la redonda, no hubiese advertido ni el más mínimo parecido.

—Y estos de aquí… paisajes, muchos paisajes —dijo Dickie, soltando una carcajada de mofa, aunque era evidente que esperaba que Tom hiciese algún cumplido acerca de los cuadros, ya que no era difícil ver que se sentía orgulloso de ellos. Todos se parecían entre sí, y estaban pintados a toda prisa, de cualquier modo. La combinación de terracota y azul eléctrico salía en casi todos, tejados color terracota, igual que las montañas, y mar de un agresivo azul eléctrico. El mismo azul con que estaban pintados los ojos de Marge en el retrato—. He aquí mis pinitos surrealistas —dijo Dickie, apoyando otra tela en sus rodillas.

Tom dio un respingo, avergonzado de un modo casi personal. Se trataba de Marge otra vez, sin duda, aunque ahora aparecía con una larga melena que semejaba estar formada por una familia de serpientes, y lo peor de todo eran sus ojos, en los que se reflejaba un paisaje en miniatura con las casas y montañas de Mongibello en uno y un nutrido grupo de seres humanos, diminutos y de color rojo, en el otro.

—Sí, me gusta —dijo Tom, pensando que el señor Greenleaf tenía razón.

Supuso que, pese a todo, los cuadros entretenían a Dickie, impidiéndole meterse en líos, justamente como sucedía con miles y miles de pintores aficionados que pintaban sus abominables cuadros en todo el territorio de los Estados Unidos. Pero lamentaba que Dickie perteneciese a esa categoría, hubiese deseado que como pintor valiese mucho más.

—Ya sé que como pintor nunca causaré sensación —dijo Dickie—, pero la pintura me produce un gran placer.

—Sí.

Tom tenía ganas de olvidarse por completo de los cuadros, incluso de que Dickie pintaba.

—¿Puedo ver el resto de la casa?

—¡No faltaría más! No has visto el salón, ¿verdad?

Dickie abrió una puerta del vestíbulo que daba a una habitación muy grande, donde había una chimenea, varios sofás, anaqueles cargados de libros y tres salidas: una a la terraza, otra al terreno situado al otro lado de la casa, y una tercera al jardín de delante. Dickie le dijo que durante el verano no usaba aquella habitación, que prefería guardársela para el invierno, ya que así podía cambiar de escenario. A Tom le pareció que la habitación parecía más la guarida de una rata de biblioteca que una sala de estar. Se sintió sorprendido. No se había figurado a Dickie como un joven con inclinaciones especialmente intelectuales, sino más bien dedicado principalmente a los deportes. Tal vez se había equivocado. Pero no creía estar equivocado al presentir que Dickie se aburría y necesitaba de alguien que le enseñara a divertirse.

—¿Qué hay arriba? —preguntó Tom.

El piso de arriba resultó decepcionante. El dormitorio de Dickie, en una esquina de la casa que daba a la terraza, era austero y vacío —una cama, una cómoda y una mecedora constituían todo el mobiliario—. Los muebles parecían fuera de lugar debido a lo espacioso del dormitorio y, además, la cama era estrecha, apenas más ancha que una cama individual. Las tres habitaciones del segundo piso ni siquiera estaban amuebladas, o al menos no lo estaban del todo. En una no había más que leña y un montón de telas inservibles. No había ningún indicio de Marge por parte alguna, y mucho menos en la alcoba de Dickie.

—¿Qué te parece si un día de éstos nos vamos los dos a Nápoles? —sugirió Tom—. No tuve ocasión de visitar la ciudad al venir hacia aquí.

—Muy bien —respondió Dickie—, Marge y yo iremos el sábado por la tarde. Casi todos los sábados cenamos allí, y luego nos damos el lujo de regresar en taxi o en carrozza. Vente con nosotros.

—Oh, me refería a ir algún día laborable, por la mañana. Así podría ver un poco más de la ciudad —dijo Tom, con la esperanza de que Marge no se uniera a la excursión—. ¿Es que pintas todo el día?

—No. Hay un autobús a las doce cada lunes, miércoles y viernes. Supongo que podríamos ir mañana mismo, si tienes ganas.

—Estupendo —dijo Tom, aunque seguía sin saber si Marge iría con ellos—. Marge ¿es católica? —preguntó mientras bajaban las escaleras.

—¡Por venganza! Se convirtió hace seis meses más o menos a causa de un italiano por el que estaba loca. ¡Cómo hablaba el tío! Pasó unos cuantos meses aquí, reponiéndose de un accidente de esquí. Marge se consuela de la pérdida de Eduardo abrazando su religión.

—Me figuraba que estaba enamorada de ti.

—¿De mí? ¡No digas tonterías!

La comida ya estaba preparada al salir a la terraza. Había incluso galletas con mantequilla, acabadas de preparar por Marge.

—¿Conoces a Vic Simmons de Nueva York, Dickie? —preguntó Tom.

Vic tenía un salón donde se reunían muchos pintores, escritores y gente de ballet en Nueva York, pero Dickie no había oído hablar de él. Tom le preguntó sobre otras dos o tres personas, también sin éxito.

Tom confiaba que Marge se marchase después del café, pero se quedó. Aprovechando un momento en que no estaba en la terraza, Tom dijo:

—Me gustaría invitarte a cenar en el hotel esta noche.

—Gracias, ¿a qué hora?

—A las siete y media, ¿te parece bien? Así nos quedará tiempo para tomar unos cócteles… Después de todo, el dinero es de tu padre —añadió con una sonrisa.

Dickie se echó a reír.

—Muy bien. ¡Cócteles y una buena botella de vino!

Marge regresaba en aquel mismo momento.

—¡Marge! ¡Esta noche cenamos en el Miramare, por cortesía de Greenleaf père!

Tom comprendió que Marge también iría, y que él no podía hacer nada por evitarlo. Al fin y al cabo, el dinero era del padre de Dickie.

La cena no fue del todo mal, pero la presencia de Marge le impidió hablar de cosas que le hubiera gustado comentar, ni siquiera tenía ganas de hacer alardes de ingenio ante la muchacha. Marge conocía a varias de las personas que se hallaban en el comedor, y, después de cenar, pidió permiso y se trasladó a otra mesa con su taza de café.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí? —preguntó Dickie.

—Al menos una semana —contestó Tom.

—Es que…

Las mejillas de Dickie estaban algo encarnadas. El chianti le había puesto de buen humor.

—… es que si piensas quedarte un poco más aquí, podrías alojarte en casa. ¿No crees? No vale la pena que te quedes en el hotel, a no ser que lo prefieras.

—Muchas gracias, Dickie —dijo Tom.

—Hay una cama en la habitación de la doncella. Ermelinda no duerme en casa. Y estoy seguro de que nos las arreglaremos con los muebles que hay esparcidos por la casa, si es que decides mudarte, claro.

—Claro que me gustaría. A propósito, tu padre me dio seiscientos dólares para mis gastos, y todavía me quedan quinientos. Me parece que los dos deberíamos divertirnos un poco con ellos, ¿no crees?

—¡Quinientos! —exclamó Dickie, como si en toda su vida nunca hubiese visto tanto dinero junto—. ¡Con eso podríamos alquilar un pequeño turismo!

Tom no dijo nada en favor de aquella idea, que no era la que él tenía sobre cómo divertirse. Lo que quería era coger un avión para ir a París. Marge regresó a la mesa.

Al día siguiente, por la mañana, se mudó.

En una de las habitaciones de arriba, Dickie y Ermelinda habían instalado un armario junto con un par de sillas y, en las paredes, Dickie había clavado con chinchetas unas cuantas reproducciones de los mosaicos bizantinos de la catedral de San Marcos. Entre los dos subieron la estrecha cama de hierro de la habitación de la doncella. Terminaron antes de las doce, un tanto achispados a causa del frascati que habían estado bebiendo mientras trabajaban.

—¿Sigue en pie lo de ir a Nápoles? —preguntó Tom.

—Claro que sí —dijo Dickie, consultando su reloj—. Son sólo las doce menos cuarto. Podemos coger el autobús de las doce.

Se llevaron sólo las chaquetas y el talonario de cheques de viaje que tenía Tom. El autobús llegaba en el momento en que alcanzaron la estafeta. Tom y Dickie se colocaron junto a la portezuela, esperando que la gente terminara de apearse; entonces Dickie subió al vehículo y se encontró ante las mismas narices de un joven pelirrojo que llevaba una chillona chaqueta deportiva, un norteamericano.

—¡Dickie!

—¡Freddie! —chilló Dickie—. ¿Qué haces aquí?

—¡He venido a verte! Y también a los Cecchi. Pasaré unos días en su casa.

Ch’elegante! Me voy a Nápoles con un amigo. ¡Tom!

Llamó a Tom y les presentó.

El norteamericano se llamaba Freddie Miles. A Tom le pareció horrible. No soportaba el pelo rojo, y el de Freddie era color rojo zanahoria. Además, tenía el cutis blanco y pecoso. Sus ojos eran grandes y color castaño rojizo; daban la impresión de moverse constantemente de un lado para otro, como los de un bizco, aunque tal vez se trataba simplemente de una de aquellas personas que jamás miran directamente a su interlocutor. Por si fuera poco, también estaba demasiado gordo. Tom le volvió la espalda, esperando que Dickie acabase la conversación que, según advirtió Tom, estaba retrasando la salida del autobús. Dickie y Freddie hablaban de esquí y se citaron para diciembre en una ciudad de la que Tom nunca había oído hablar.

—Seremos unos quince en Cortina —dijo Freddie—. ¡Será una verdadera juerga, como la del año pasado! Tres semanas, ¡si el dinero nos dura tanto!

—¡O si duramos nosotros! —dijo Dickie—. ¡Te veré esta noche, Fred!

Tom subió al autobús después de Dickie. No había asientos libres y quedaron encajonados entre un hombre flaco y sudoroso que olía mal, y un par de viejas campesinas que olían peor. Justo en el momento que salían de la población, Dickie recordó que Marge iría a comer con ellos como de costumbre, ya que el día anterior, al invitar a Tom a trasladarse a casa, había creído que el viaje a Nápoles quedaba cancelado. Dickie gritó para que el autobús se detuviera, cosa que hizo el vehículo con gran chirriar de frenos y una sacudida que hizo perder el equilibrio a todos cuantos viajaban de pie. Dickie sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

—¡Gino! ¡Gino!

Un mocoso se acercó corriendo para coger el billete de cien liras que Dickie le ofrecía. Dickie le dijo algo en italiano y el mocoso le contestó:

—Súbito, signore!

Tras lo cual se alejó corriendo carretera arriba, Dickie le dio las gracias al conductor y el autobús reemprendió la marcha.

—Le dije que avisara a Marge que regresaríamos por la noche, pero probablemente tarde —dijo Dickie.

—Muy bien.

El autobús les dejó en una amplia y ajetreada plaza de Nápoles, y de pronto se vieron rodeados de carretillas cargadas de uva, higos, pasteles, sandias, al mismo tiempo que les acosaba un nutrido grupo de adolescentes vociferantes que trataban de venderles plumas estilográficas y juguetes mecánicos. La gente se apartaba para dejar paso a Dickie.

—Conozco un lugar muy bueno para almorzar —anunció Dickie—. Una auténtica pizzería napolitana. ¿Te gusta la pizza?

—Sí.

La pizzería se hallaba en una callejuela demasiado estrecha y empinada para los automóviles. En la entrada colgaba una cortina formada por sartas de cuentas, y en cada mesa había una garrafita de vino. En todo el establecimiento no había más de seis mesas. Era un lugar perfecto para pasar horas y horas tranquilamente, bebiendo vasos de vino. Estuvieron allí hasta las cinco de la tarde, y entonces Dickie dijo que era hora de ir al Galleria. Pidió disculpas por no llevarle al Museo de Arte, donde, según dijo, estaban expuestos algunos originales de Da Vinci y de El Greco, pero ya tendrían tiempo de visitarlo más adelante. Dickie se había pasado la mayor parte de la tarde hablando de Freddie Miles, y la conversación le parecía a Tom tan aburrida como el propio rostro de Freddie. Freddie Miles era hijo del propietario de una cadena de hoteles de los Estados Unidos, y además era dramaturgo; al menos eso decía él, ya que, por lo que Tom pudo deducir, su producción hasta la fecha quedaba limitada a dos obras, ninguna de las cuales se había representado en Broadway. Freddie poseía una casa en Cagnes-sur-Mer, donde Dickie había pasado unas cuantas semanas antes de trasladarse a Italia.

—¡Esto es lo que me gusta! —dijo expansivamente Dickie, ya en el Gallería—. Sentarme a una mesa y ver cómo pasa la gente. Te ayuda a ver la vida con distintos ojos. Los anglosajones estamos muy equivocados al no practicar la costumbre de ver pasar a la gente desde la mesa de un café.

Tom movió la cabeza afirmativamente. No era la primera vez que oía aquella historia. Esperaba que Dickie dijera algo profundo y original. Dickie era bien parecido, un muchacho nada vulgar gracias a los rasgos finos y alargados de su rostro, a sus ojos inteligentes y a la dignidad de su porte, completamente ajena a lo que llevara puesto. En aquel momento iba calzado con unas sandalias rotas y llevaba unos pantalones blancos bastante sucios, pero ahí estaba, sentado con el aire de ser propietario del Gallería, charlando en italiano con el camarero que acababa de servirles los espressos.

—Ciao! —exclamó al ver pasar a un joven italiano.

Ciao, Dickie!

—Es el que cambia los cheques de viaje de Marge los sábados —explico Dickie.

Un italiano bien vestido saludó a Dickie, apretándole efusivamente la mano, y se sentó con ellos. Tom se puso a escuchar su conversación en italiano, y de vez en cuando pescaba alguna palabra. Empezaba a sentirse cansado.

—¿Quieres ir a Roma? —le preguntó Dickie de sopetón.

—¡Claro! —contestó Tom—. ¿Ahora?

Se puso en pie, buscando en el bolsillo dinero para pagar las consumiciones, cuyo importe estaba marcado en el recibo de papel que el camarero había dejado debajo de las tazas de café.

El italiano tenía un largo Cadillac gris, equipado con persianas, una bocina capaz de emitir cuatro notas distintas, y una estruendosa radio a la que él y Dickie no parecían prestar atención, charlando a voz en grito para poder oírse. En cosa de dos horas alcanzaron los suburbios de Roma. Tom se incorporó en el asiento cuando, especialmente en su honor, el coche enfiló la Via Appia. De vez en cuando encontraban un bache. Eran trechos empedrados con los adoquines originales y que, según dijo el italiano, habían sido dejados tal cual con el fin de que la gente tuviera una idea de qué sentían los romanos al viajar. A derecha e izquierda había campos de aspecto desolado bajo la luz del crepúsculo. Tom pensó que parecían cementerios abandonados, en los que sólo quedaban en pie algunas escasas tumbas y las ruinas de las demás. El italiano les dejó en mitad de una calle de Roma y se despidió bruscamente.

—Tiene prisa —dijo Dickie—. Tiene que ver a su amiguita y esfumarse antes de que el marido de ésta se presente en casa a las once. Ahí está el music hall que estaba buscando. ¡Vamos!

Compraron entradas para la función de la noche. Todavía les quedaba una hora antes de que diese comienzo el espectáculo, así que se encaminaron a la Via Veneto, ocuparon una mesa en la acera y encargaron americanos. Dickie no conocía a nadie en Roma, por lo que Tom pudo observar, al menos no conocía a ninguna de las personas que pasaban por allí, pese a que el ir y venir era constante, tanto de italianos como de americanos. Tom logró entender muy poco de lo que decían y cantaban en la función del music hall, aunque hizo un gran esfuerzo por comprender. Dickie sugirió que abandonasen el local antes de que finalizara el espectáculo. Alquilaron una carrozza y dieron varias vueltas por la ciudad, viendo una fuente tras otra, el Foro y también el Coliseo, al que dieron una vuelta. Había luna y Tom, a pesar de seguir sintiéndose cansado y soñoliento, estaba de buen humor a causa de la excitación que le producía el hecho de visitar Roma por primera vez. Iban cómodamente sentados en la carrozza, con un pie apoyado en la rodilla opuesta, y a Tom, cada vez que miraba la pierna y el pie de Dickie, le parecía estar contemplándose en un espejo. Eran de la misma estatura, y casi del mismo peso, aunque tal vez Dickie estaba algo más grueso, y usaban el mismo número de albornoz, calcetines y probablemente, camisas.

Dickie al ver que Tom pagaba el viaje, llegó incluso a decir:

—¡Gracias, señor Greenleaf!

La escena tenía algo de irreal para Tom.

A la una de la madrugada, su humor había mejorado si cabe después de la botella y media de vino que se habían bebido entre ambos durante la cena. Caminaban cogidos por el hombro, cantando y, al doblar una esquina, se dieron de bruces con una muchacha a la que hicieron caer al suelo. La ayudaron a levantarse entre disculpas, ofreciéndose para acompañarla a casa. Sin hacer caso de sus protestas, insistieron en ir con ella, uno a cada lado. La muchacha les dijo que tenía que tomar determinado tranvía, pero Dickie no quiso saber nada de ello y, en su lugar, detuvo un taxi. Dickie y Tom se sentaron en los asientos plegables, muy formales, con los brazos cruzados, como un par de lacayos. Dickie se puso a charlar con la muchacha, haciéndola reír un par de veces. Tom pudo entender casi todo lo que decía Dickie. La ayudaron a apearse en una callejuela que les hizo pensar que volvían a estar en Nápoles.

—Grazie tante! —les dijo la muchacha.

Les estrechó la mano a los dos y luego desapareció en un portal donde reinaba la más absoluta oscuridad.

—¿Oíste lo que dijo? —preguntó Dickie—. Que éramos los americanos más simpáticos que había conocido en su vida.

—Ya sabes lo que hubiera hecho cualquier sinvergüenza americano en nuestro lugar…: violarla —dijo Tom.

—Vamos a ver… ¿dónde estamos? —preguntó Dickie, dando una vuelta en redondo.

Ninguno de los dos tenía la más ligera idea de dónde se encontraban. Anduvieron varias manzanas de casas sin encontrar nada conocido, ni siquiera una calle, que pudiera servirles de guía. Hicieron un alto para orinar al amparo de la oscuridad de una pared, luego echaron a andar otra vez.

—Cuando amanezca veremos dónde estamos —dijo alegremente Dickie, echando un vistazo a su reloj—. Sólo quedan un par de horas.

—Magnífico.

—Es hermoso acompañar a una buena chica hasta su casa, ¿verdad? —preguntó Dickie, dando un traspié.

—Si lo es —afirmó Tom—. Pero es una suerte que Marge no esté con nosotros. De lo contrario no hubiéramos podido acompañar a esa chica.

—Bueno…, no estoy muy seguro —dijo Dickie con tono pensativo, bajando la vista hacia sus zigzagueantes pies—. Marge no es…

—Lo único que quiero decir —aclaró Tom— es que, de estar Marge aquí, estaríamos preocupándonos por encontrar un hotel donde pasar la noche. Lo más probable, de hecho, es que estuviéramos ya en el maldito hotel. ¡No estaríamos viendo media Roma!

—¡Así es! —dijo Dickie pasándole el brazo por el hombro a Tom.

Dickie le sacudió bruscamente por un brazo, y Tom trató de zafarse y de cogerle la mano.

—¡Dickie! —exclamó.

Entonces abrió los ojos y se encontró ante la cara de un policía. Se incorporó. Estaba en un parque y amanecía. Dickie, sentado a su lado sobre la hierba, hablaba en italiano con el agente, sin dar muestras de nerviosismo alguno. Tom palpó sus ropas, buscando el bulto rectangular del talonario de cheques. Seguía en su bolsillo.

—Pasaporti! —les espetaba el policía, una vez y otra.

Dickie volvía a lanzarse a dar explicaciones, sin perder la calma. Tom sabía perfectamente lo que Dickie decía al agente: que eran americanos y que no llevaban el pasaporte consigo porque, al salir, lo habían hecho con la sola intención de dar un paseíto y contemplar las estrellas. Sintió ganas de echarse a reír. Se levantó vacilante y sacudiéndose la ropa. Dickie estaba de pie también, y echaron a andar, alejándose del policía, aunque éste seguía chinándoles. Dickie le respondió con tono cortés, como dándole más explicaciones. Al menos el agente no les siguió.

—¡Menuda facha tenemos! —dijo Dickie.

Tom asintió con la cabeza. Llevaba una larga rasgadura en la rodilla de los pantalones, probablemente debida a una caída. Sus ropas estaban arrugadas, manchadas por la hierba y sucias de polvo y sudor, aunque los dos temblaban de frío. Se metieron en el primer café que hallaron en su camino y se tomaron sendos caffe latte y unos bollos, luego varias copas de coñac italiano que sabía a diablos pero les calentó. Entonces estallaron en carcajadas. Todavía estaban borrachos.

A las once llegaron a Nápoles, con el tiempo justo para coger el autobús de Mongibello. Resultaba maravilloso pensar que volverían a Roma, vestidos de un modo más presentable, y visitarían todos los museos que no habían podido ver esta vez, y resultaba maravilloso pensar que aquella misma tarde podrían tumbarse en la playa de Mongibello, tostándose al sol. Pero se quedaron sin playa, porque al llegar se ducharon, luego se desplomaron sobre sus respectivas camas y se quedaron dormidos, hasta que Marge les despertó a las cuatro. Marge estaba enfadada porque Dickie no le había mandado un telegrama avisándola de su intención de pasar la noche en Roma.

—No es que me importase lo de pasar la noche en Roma, es sólo que creí que estabais en Nápoles, y en Nápoles suceden muchas cosas.

—¡Uh, qué miedo! —exclamó Dickie, mirando de reojo a Tom.

Tom permanecía sumido en un enigmático mutismo, decidido a no contarle a Marge nada de lo que habían hecho. Se dijo que pensara lo que le viniera en gana. Con lo dicho por Dickie quedaba ya bien claro que se lo habían pasado en grande. Tom advirtió que la muchacha miraba a Dickie con cara severa debido a su resaca, a su rostro sin afeitar y al Bloody Mary que se estaba tomando en aquel momento. Había algo en los ojos de Marge, cuando estaba seria, que le daba aspecto de persona mayor pese a los vestidos ingenuos que usaba y a su aire de exploradora. Su forma de mirar en aquel instante era la propia de una madre o una hermana mayor… la inveterada aversión femenina hacia los juegos destructivos de los niños y los hombres. Tom se dijo que quizá se trataba de celos. Diríase que Marge sabía que Dickie y él se sentían más unidos de lo que ella jamás lograría con Dickie, solamente porque él, Tom, era hombre también, y lo mismo hubiese sucedido aunque Dickie la amase, cosa que no correspondía a la realidad. De todos modos, al cabo de un momento, pareció que la muchacha se calmaba, y la expresión desapareció de sus ojos. Dickie le dejó a solas con Marge en la terraza. Tom le preguntó por el libro que estaba escribiendo, a lo que ella respondió que se trataba de un libro sobre Mongibello, con fotografías tomadas por ella misma. También le contó que procedía de Ohio, mostrándole una foto, que llevaba en el monedero, en el que se veía la casa de su familia.

—Es una casa sencilla, de tablones de madera, pero es mi hogar —dijo Marge, sonriendo.

Tom sonrió al oír la palabra «tablones», porque era la que Marge empleaba cuando quería decir que alguien estaba bebido, y hacía sólo unos minutos que ella se la había echado en cara a Dickie:

—¡Llevas encima un tablón de miedo!

Tom pensó que su forma de hablar era abominable, tanto la pronunciación como las palabras que escogía para expresarse. Trató de mostrarse especialmente amable con ella, diciéndose que podía permitirse el lujo de hacerlo. La acompañó hasta la verja y se despidieron amistosamente, aunque ninguno de los dos sugirió que se reuniesen los tres más tarde o al día siguiente. No cabía ninguna duda, Marge estaba un poco enfadada con Dickie.