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Tom alquiló una habitación en el Miramare. Eran ya las cuatro cuando le trajeron las maletas desde la estafeta de correos, y se sentía demasiado cansado para colgar su mejor traje antes de echarse sobre la cama. Desde la calle se oían claramente las voces de unos chicos, tan claramente que parecían estar en la misma habitación, y Tom se puso nervioso al oír la risa insolente de uno de ellos. Se los imaginó discutiendo su expedición a casa del signore Greenleaf, haciendo conjeturas poco halagadoras sobre lo que sucedería a continuación.

Tom se preguntó qué estaba haciendo allí, sin amigos, sin hablar palabra de italiano. ¿Y si enfermaba? ¿Quién iba a cuidarle?

Se levantó, consciente de que iba a vomitar, pero moviéndose lentamente, porque sabía muy bien cuándo iba a hacerlo y le quedaba tiempo suficiente para llegar al cuarto de baño. En el baño devolvió el almuerzo y le pareció que también el pescado que había comido en Nápoles. Regresó a la cama y se quedó dormido inmediatamente.

Al despertarse, débil y semiatontado, el sol seguía brillando con fuerza y su reloj nuevo marcaba las cinco y media. Se asomó a la ventana, buscando automáticamente la casa de Dickie, que sobresalía de entre las otras casas, más pequeñas, que moteaban la ladera de rosa y blanco. Divisó la sólida balaustrada rojiza de la terraza, preguntándose si Marge seguiría allí, si estarían hablando de él. De entre el ruido de la calle surgió una risa, tensa y resonante, tan americana como una frase pronunciada con acento de Brooklyn. Vio fugazmente a Dickie y a la muchacha al pasar por delante de un solar entre dos casas, en la calle mayor. Doblaron la esquina y Tom se trasladó a la ventana lateral para verles mejor. Al lado del hotel, justo debajo de su ventana, había un callejón, y por él bajaban Dickie y Marge, él vestido con sus pantalones blancos y su camisa color terracota, y Marge con una falda y una blusa. Tom supuso que habría estado en su casa, a no ser que tuviera alguna ropa en casa de Dickie. En el embarcadero de madera, Dickie se detuvo para hablar con un italiano, al que dio algo de dinero. El hombre se llevó una mano a la gorra, luego soltó las amarras de la embarcación. Tom observó que Dickie ayudaba a Marge a subir a bordo. La blanca vela empezó a subir. Detrás de ellos, a la izquierda, el disco anaranjado del sol se hundía en el agua. Tom pudo oír las risas de Marge y a Dickie gritando algo en italiano hacia el embarcadero. Comprendió que estaba presenciando lo que constituía un día típico de la pareja: una siesta después del tardío almuerzo, probablemente, y después, al ponerse el sol, un paseo en el velero de Dickie. Luego vendrían los aperitivos en alguno de los cafés de la playa. Estaban disfrutando de un día perfectamente normal, como si él no existiera. Tom se preguntó quién podía esperar que Dickie regresara a un mundo de metros y taxis, cuellos almidonados y ocho horas diarias de oficina, incluso contando con un coche con chófer y vacaciones en Florida y Maine. No resultaba un panorama tan atractivo como el vestirse con ropas viejas y navegar libremente, sin tener que responder ante nadie del modo en que empleaba el tiempo, disponiendo además de casa propia y una afable criada que probablemente se cuidaba de todas las tareas molestas. Aparte del dinero que le permitía hacer los viajes que le apetecieran. Tom le envidió intensamente, con un sentimiento mezcla de envidia y de piedad por sí mismo.

Pensó que probablemente la carta de mister Greenleaf decía exactamente lo que hacía falta para poner a Dickie en su contra. Hubiera sido mucho mejor que se presentase sin avisar y trabase conocimiento con Dickie en uno de los cafés de la playa. Posiblemente, a la larga, hubiera podido convencerle de que se fuese a casa, pero tal como se habían desarrollado las cosas, eso resultaba imposible. Tom se maldijo por haberse comportado tan torpemente aquella mañana. Ninguna de las cosas que emprendía en serio le salía bien, esto lo sabía desde hacía años.

Decidió dejar que pasaran unos cuantos días. El primer paso consistiría en lograr caerle simpático a Dickie. Eso lo deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo.