París quedó reducido a la fachada de un café, iluminada y con la lluvia cayendo sobre su toldo y sus mesitas, apenas entrevista desde la estación del ferrocarril, como los carteles de las agencias de viajes. Tom recorrió andenes inacabables, siguiendo a los hombrecillos uniformados de azul que transportaban su equipaje. Finalmente llegó al coche-cama que le llevaría hasta Roma. Se dijo que ya tendría tiempo de visitar París más adelante. Lo que ansiaba en aquellos momentos era llegar a Mongibello.
Al despertarse por la mañana, se hallaba ya en Italia. Aquella misma mañana sucedió algo muy agradable. Tom se hallaba en su compartimento, admirando el paisaje por la ventanilla, cuando oyó unas voces que hablaban en italiano, fuera en el pasillo. Decían algo sobre Pisa. El tren pasaba junto a una ciudad y Tom salió para verla mejor desde el otro lado. Automáticamente, buscó con la mirada la torre inclinada, aunque no estaba seguro de que la ciudad fuese Pisa y, de haberlo sido, no sabía si la torre era visible desde la vía. Pero sí lo era, y ahí estaba: una columna maciza y blanca que sobresalía de entre los tejados de las casas que formaban la ciudad, y se inclinaba, se inclinaba de un modo que parecía imposible. Siempre había creído que la gente exageraba mucho cuando hablaba de la torre inclinada de Pisa. Le pareció un buen presagio ver que no era así, un aviso de que Italia iba a ser exactamente tal como él se la había imaginado, y que las cosas le saldrían bien en el asunto de Dickie.
Llegó a Nápoles ya entrada la tarde. No había autobús para Mongibello hasta las once de la mañana siguiente.
Un muchacho de unos dieciséis años, vestido con una sucia camisa y calzado con zapatos de soldado americano, se le pegó en la estación, cuando estaba cambiando un poco de dinero, ofreciéndole Dios sabe qué, tal vez chicas, tal vez drogas, y pese a las protestas de Tom, el muchacho llegó a meterse en el taxi con él, indicando al taxista adonde debía dirigirse, sin dejar de parlotear. Tom desistió de hacerle bajar del vehículo y se acomodó en un rincón, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Al cabo de un rato, el coche se detuvo delante de un gran hotel que daba a la bahía, y Tom pensó que, de no haber corrido los gastos por cuenta de mister Greenleaf, el aspecto del hotel le hubiese asustado.
—Santa Lucia —exclamó el muchacho con aire triunfante y señalando hacia el mar.
Tom asintió con la cabeza. Al fin y al cabo, el muchacho parecía tener buenas intenciones. Tom pagó al taxista y le dio al muchacho un billete de cien liras, que, según sus cálculos, eran unos dieciséis centavos y pico, una buena propina tratándose de Italia según el artículo que había leído a bordo del buque. Al ver que el muchacho ponía cara de ofendido, le dio otro billete de cien, y viendo que su expresión de ultraje no se borraba, Tom agitó una mano en su dirección y entró en el hotel detrás de los botones que ya se habían hecho cargo del equipaje.
Por la noche cenó en un restaurante del puerto llamado Zi’Teresa y que le había recomendado el maître del hotel, que sabía inglés. Pasó grandes apuros para encargar la cena, y finalmente se halló frente a un plato de pulpos en miniatura, de un púrpura tan virulento que parecían cocidos con la misma tinta empleada para escribir el menú. Probó la punta de un tentáculo y le pareció algo desagradable, dura como un cartílago. El segundo plato también fue una equivocación: una fritada de pescado. El tercer plato —del que se había asegurado que fuese alguna clase de postre— resultó ser un par de pescados de color rojizo. Pero la comida no le importaba. Empezaba a sentirse ablandado por el vino. Lejos, a su izquierda, la luna iba a la deriva por encima del Vesubio. Tom la contempló como si la hubiese visto mil veces. Allí, más allá del Vesubio, se encontraba el pueblo de Richard.
A las once de la mañana siguiente, Tom subió al autobús. La carretera bordeaba el mar y atravesaba una serie de pueblecitos donde el autobús se detenía brevemente: Torre del Greco, Torre Annunciata, Castelammare, Sorrento. Tom escuchaba ansiosamente al conductor, que iba anunciando cada uno de los pueblecitos. A partir de Sorrento, la carretera se convertía en una especie de exiguo desfiladero cortado a pico en los acantilados rocosos que Tom había visto, en fotografía, en casa de los Greenleaf. De vez en cuando, se veían pueblecitos abajo, junto al mar, casitas que parecían migas de pan, puntitos que eran las cabezas de la gente que nadaba cerca de la playa. Tom vio que en mitad de la carretera había un enorme peñasco, sin duda desprendido de la pared rocosa. El conductor lo sorteó con un viraje sin darle más importancia.
—¡Mongibello!
Tom se levantó de un salto y de un tirón bajó la maleta de la red portaequipajes. Tenía otra maleta en el tejadillo del autobús. El ayudante del conductor se encargó de bajársela. Entonces el vehículo prosiguió su marcha, dejando a Tom solo al borde de la carretera, con el equipaje a sus pies. Por encima de su cabeza había casas que se encaramaban montaña arriba, y las había también abajo, con sus tejados recortándose sobre el mar azul. Sin quitar ojo de sus maletas, Tom entró en una casita al otro lado de la carretera, en la que había un letrero que decía POSTA, y preguntó al hombre de la ventanilla dónde estaba la casa de Richard Greenleaf. Sin pensarlo, habló en inglés, pero el hombre pareció entenderle, ya que salió con él y sin moverse de la puerta señaló carretera arriba, la misma carretera por la que Tom acababa de llegar. En italiano le dio una detallada explicación de cómo se llegaba allí.
—Sempre sinistra, sinistra!
Tom le dio las gracias y le preguntó si podía dejar las maletas en la estafeta durante un rato, y el hombre pareció comprenderle también, puesto que le ayudó a entrarlas.
Tuvo que preguntar a otras dos personas por la casa de Richard Greenleaf, pero todo el mundo parecía saber cuál era, y la tercera persona a quien se dirigió pudo señalársela: una gran casa de dos pisos, con una verja de hierro junto a la carretera, y una terraza que sobresalía del borde del acantilado. Tom hizo sonar la campana de metal que colgaba junto a la verja. De la casa salió una mujer, italiana, secándose las manos en el delantal.
—¿Mister Greenleaf? —preguntó Tom con voz esperanzada.
La mujer le dio una larga y sonriente respuesta en italiano, señalando hacia el mar.
—Judío —parecía decirle incesantemente—. Judío.
Tom asintió con la cabeza.
—Grazie.
Tom se preguntó si debía bajar a la playa tal como estaba o bien, adaptándose a las circunstancias, ponerse primero un bañador. También pensó que tal vez debería esperar hasta la hora del té, avisando antes por teléfono. No llevaba ningún bañador en la maleta y allí sin duda lo iba a necesitar. Entró en uno de los pequeños establecimientos cercanos a la estafeta y en cuyo escaparate había expuestas algunas camisas y bañadores. Tras probarse unos cuantos pares de pantalones cortos, ninguno de los cuales le sentaba bien, al menos para utilizarlo como bañador, se decidió por una minúscula prenda negra y amarilla. Envolvió sus ropas cuidadosamente en el impermeable y salió descalzo a la calle. De un salto volvió a entrar en la tienda. La calzada quemaba como brasas.
—¿Zapatos? ¿Sandalias? —preguntó al vendedor.
En la tienda no vendían zapatos.
Tom volvió a calzarse los suyos y atravesó la calle en dirección a la estafeta, con el propósito de dejar la ropa con las maletas, pero el local estaba cerrado. Ya le habían dicho que en Europa algunos sitios cerraban desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde. Dio media vuelta y emprendió el descenso por un sendero de guijarros que supuso llevaría hasta la playa. Tuvo que bajar una media docena de peldaños de piedra, muy empinados, luego otro trecho sin asfaltar a cuya vera se alzaban algunas tiendas y casas, después más peldaños, y finalmente llegó a una calzada amplia que discurría a un nivel ligeramente superior al de la playa, donde había un par de cafés y un restaurante con mesas al aire libre. Unos adolescentes italianos, sentados en un banco de madera, bronceándose, le inspeccionaron detenidamente al pasar delante de ellos. Se sintió algo avergonzado de sus enormes zapatos marrones y de la fantasmal palidez de su piel. No había estado en la playa en lo que llevaban de verano. Odiaba las playas. Se fijó en un entarimado que conducía hasta la mitad de la playa, y supuso que las tablas estarían tan calientes como el mismísimo infierno, ya que la gente estaba echada sobre una toalla. Sin embargo, se quitó los zapatos y permaneció unos instantes sobre el entarimado, soportando su quemadura, mientras inspeccionaba calmosamente los grupos cercanos a él. No había nadie que se pareciese a Richard, y las reverberaciones producidas por el calor le impedían distinguir a las personas que se hallaban más lejos. Tom puso un pie sobre la arena y lo retiró rápidamente. Entonces respiró hondo, hizo una carrera hasta el final del entarimado y luego un sprint por la arena, hasta que sus pies se hundieron en el delicioso frescor del agua. Entonces empezó a caminar.
Le vio a cierta distancia, era Dickie, sin duda, aunque estaba requemado por el sol y el pelo, rubio de por sí, parecía más claro de lo que Tom recordaba. Estaba con Marge.
—¿Dickie Greenleaf? —preguntó Tom con una sonrisa.
Dickie alzó los ojos.
—¿Sí?
—Soy Tom Ripley. Nos conocimos en los Estados Unidos hace algunos años. ¿Recuerdas?
Dickie le miraba sin dar muestras de reconocerle.
—Creo que tu padre pensaba escribirte sobre mí.
—¡Oh, claro! —dijo Dickie, dándose una palmada en la frente, como si se reprochase el no haber caído en la cuenta, y poniéndose en pie—. Tom ¿qué más?
—Ripley.
—Esta es Marge Sherwood —dijo—. Marge, te presento a Tom Ripley.
—Mucho gusto —dijo Tom.
—Encantada —respondió ella.
—¿Cuánto tiempo piensas pasar aquí? —le preguntó Dickie.
—Todavía no lo sé —dijo Tom—. Acabo de llegar. Tendré que echar un vistazo por ahí.
Dickie le estaba escrutando, y a Tom no le pareció que lo hiciese con total aprobación. Estaba cruzado de brazos y tenía los pies plantados en la arena caliente, sin que al parecer ello le causase la menor molestia. Tom había tenido que ponerse los zapatos otra vez.
—¿Alquilarás una casa? —preguntó Dickie.
—No lo sé —dijo Tom indeciso, como si hubiera estado pensando en ello.
—Esta es buena época para encontrar una casa, si es que la quieres para el invierno —dijo la muchacha—. El turismo de verano se ha ido ya, casi no queda nadie. No nos vendría mal tener aquí unos cuantos norteamericanos más durante el invierno.
Dickie no dijo nada. Se habían vuelto a sentar en la enorme toalla de baño, al lado de la muchacha, y a Tom le dio la impresión de que estaba esperando que él se despidiera y siguiera su camino. Tom siguió allí, de pie, sintiéndose tan pálido y desnudo como al acabar de nacer. Odiaba los bañadores y el que llevaba puesto apenas cubría nada. Se las ingenió para sacar el paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta, envuelta en el impermeable, y lo ofreció a Dickie y a la muchacha. Dickie aceptó uno, y Tom le dio fuego con su encendedor.
—Me parece que no me recuerdas de Nueva York —dijo Tom.
—Así es, realmente —dijo Dickie—. ¿Dónde te conocí?
—Creo que en… ¿No fue en casa de Buddy Lankenau?
Sabía que no había sido allí, pero sabía también que Dickie conocía a Buddy Lankenau, y Buddy era un individuo muy respetable.
—¡Oh! —dijo Dickie ambiguamente—. Espero que me disculpes. Me falla la memoria cuando se trata de América.
—No hace falta que lo jures —dijo Marge, acudiendo al rescate de Tom—. ¡Cada vez está peor! ¿Cuándo has llegado, Tom?
—Hace sólo una hora, más o menos. He dejado aparcadas mis maletas en la estafeta —dijo Tom, riéndose.
—¿Por qué no te sientas? Aquí tienes otra toalla.
La muchacha extendió una toalla blanca, más pequeña, junto a ella, sobre la arena.
Tom la aceptó agradecido.
—Voy a darme un chapuzón para refrescarme —dijo Dickie, levantándose.
—¡Yo también! —exclamó Marge—. ¿Vienes, Tom?
Tom fue tras ellos. Dickie y la muchacha se adentraron mucho, ambos parecían ser excelentes nadadores, pero Tom se quedó cerca de la orilla y salió del agua antes que ellos. Cuando Dickie y la muchacha regresaron para sentarse en las toallas, Dickie, como si la muchacha se lo hubiese sugerido, dijo:
—Nos vamos. ¿Te gustaría subir a casa y almorzar con nosotros?
—Pues sí. Muchas gracias.
Tom les ayudó a recoger las toallas, las gafas de sol y los periódicos italianos.
Tom creyó que nunca iban a llegar. Dickie y Marge marchaban delante de él, subiendo de dos en dos los inacabables tramos de escalones, lentamente pero sin detenerse. El sol le había debilitado y, en los tramos llanos, notó que le temblaban los músculos de las piernas. Sus hombros ya estaban enrojecidos, y se había puesto la camisa para protegerse de los rayos del sol, pero sentía que el sol le quemaba el cuero cabelludo, produciéndole una sensación de mareo, de náusea.
—¿Te sientes mal, Tom? —le preguntó Marge, respirando de un modo enteramente normal—. Te acostumbrarás si te quedas aquí. Deberías haber visto este lugar durante la ola de calor que tuvimos en julio.
A Tom no le quedaba suficiente respiración para contestar.
Al cabo de un cuarto de hora ya se sentía mejor. Se había dado una ducha fría, y se encontraba cómodamente sentado en un sillón de mimbre, en la terraza de Dickie, con un martini en la mano. Siguiendo una indicación de Marge, se había vuelto a poner el bañador, con la camisa por encima. La mesa de la terraza estaba puesta para tres, y Marge se hallaba en la cocina, hablando en italiano con la doncella. Tom se preguntó si Marge viviría allí. La casa era sin duda lo bastante espaciosa. Estaba sobriamente amueblada, con una mezcla de muebles italianos antiguos y otros, más modernos, americanos. En el vestíbulo había visto dos dibujos originales de Picasso.
Marge salió a la terraza con su martini.
—Aquélla es mi casa —dijo señalándola con una mano—. ¿La ves? Es aquella que parece cuadrada, blanca y con el techo de un rojo más oscuro que las de al lado.
Resultaba imposible distinguirla de entre las demás, pero Tom fingió verla.
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Un año. Todo el invierno pasado… ¡y menudo invierno! ¡Llovió durante tres meses seguidos, todos los días salvo uno!
—¡Caramba!
—¡Hum!
Marge bebió un sorbo de martini y contempló el pueblecito con cara satisfecha. También ella se había vuelto a poner el bañador, color rojo tomate, y encima llevaba una camisa rayada. Tom se dijo que era bastante atractiva, incluso tenía buen tipo, si a uno le gustaban las chicas un poco llenitas. A él no, por supuesto.
—Según tengo entendido, Dickie posee una embarcación —dijo Tom.
—Así es, la Pipi, abreviación de Pipistrello. ¿Quieres verla?
Marge señaló otra cosa apenas distinguible que al parecer se hallaba en el pequeño embarcadero que se divisaba desde una esquina de la terraza. Las embarcaciones parecían todas iguales, pero según Marge, la de Dickie era de mayor calado que la mayoría de ellas y, además, tenía dos palos.
Dickie salió a la terraza y se sirvió un cóctel del recipiente que había sobre la mesa. Llevaba unos pantalones de dril, mal planchados, y una camiseta de lino color terracota, igual que su piel.
—Lamento que no tengamos hielo, pero es que no tengo nevera.
Tom sonrió.
—Te he traído un albornoz. Según tu madre, se lo habías pedido. Y también unos cuantos calcetines.
—¿Conoces a mi madre?
—Casualmente conocí a tu padre poco antes de salir de Nueva York, y me invitó a cenar a su casa.
—¿De veras? ¿Cómo estaba mi madre?
—Aquella noche estaba bien, aunque diría que se cansa fácilmente.
Dickie asintió con la cabeza.
—Recibí carta esta semana, y dice que está algo mejor. Cuando menos, no pasa por ninguna crisis aguda en estos momentos, ¿verdad?
—No creo. Me parece que tu padre estaba más preocupado hace unas semanas.
Tom titubeó.
—… también está algo preocupado porque tú no quieres volver a casa.
—Herbert siempre está preocupado por alguna cosa —dijo Dickie.
Marge y la doncella salieron de la cocina con una humeante bandeja de espagueti, una enorme escudilla de ensalada y otra bandeja de pan. Dickie y Marge se pusieron a charlar sobre las ampliaciones que estaban haciendo en uno de los restaurantes de la playa. El propietario quería ampliar la terraza para que la gente pudiera bailar en ella. Hablaban despacio, con toda clase de detalles, igual que los habitantes de una ciudad pequeña, siempre interesados por los más insignificantes cambios que se hacen en el vecindario. A Tom le resultaba imposible participar en la conversación.
Se entretuvo examinando los anillos de Dickie. Le gustaban los dos: un voluminoso trozo de jade rectangular, engarzado en oro, que llevaba en el dedo anular de la mano derecha, y el que lucía en el meñique de la otra mano, y que era una versión más grande y más aparatosa del que llevaba su padre, mister Greenleaf. Las manos de Dickie eran largas y huesudas, y Tom se dijo que eran un poco como las suyas.
—A propósito, tu padre me enseñó el astillero Burke-Greenleaf antes de mi partida —dijo Tom—. Me dijo que habían hecho muchas reformas desde tu última visita. Quedé muy impresionado.
—Me imagino que te ofrecería un empleo también. Siempre está al tanto por si aparece algún joven prometedor.
Dickie daba vueltas y más vueltas a su tenedor y, finalmente, se llevó a la boca una abundante y pulcra porción de espagueti.
—Pues no lo hizo.
Tom tenía la impresión de que el almuerzo no podía haberse desarrollado peor, y se preguntó si mister Greenleaf le habría dicho a su hijo que Tom iba a echarle un sermón para que regresara a casa, o si se trataba simplemente de que Dickie estaba de un humor de perros. Ciertamente, Dickie había cambiado desde la última vez que lo vio.
Dickie sacó una reluciente cafetera espresso, que mediría sus buenos sesenta centímetros, y la enchufó en la misma terraza. En cosa de unos momentos, tuvieron cuatro tacitas de café, una de las cuales se llevó Marge a la cocina, para la doncella.
—¿En qué hotel estás, Tom? —preguntó Marge.
Tom sonrío.
—Todavía no me he ocupado de eso. ¿Cuál me recomiendas?
—El Miramare es el mejor. Está a este lado del pueblo, antes de llegar al Giorgio, que, por cierto, es el único que hay aparte del Miramare, pero…
—Dicen que en el Giorgio hay pulci en las camas —dijo Dickie, interrumpiéndola.
—Quiere decir pulgas. Es que el Giorgio es barato —dijo Marge con voz seria—, pero el servicio es…
—Prácticamente inexistente —apuntó Dickie.
—De buen humor estás tú hoy, ¿eh? —dijo Marge, lanzándole una migaja de queso.
—Bueno, en tal caso me alojaré en el Miramare, a ver qué tal es —dijo Tom, levantándose—. Tengo que irme.
Ninguno de los dos trató de retenerle. Dickie le acompañó hasta la puerta principal. Marge se quedó en la casa, y Tom se preguntó si entre Dickie y la muchacha habría algo, una de aquellas aventurillas faute de mieux que a primera vista pasaban desapercibidas, ya que ninguna de las dos partes daba muestras de gran entusiasmo. Tom se figuró que Marge estaba enamorada de Dickie, pero éste le demostraba tanta o más indiferencia que si se hubiese tratado de la cincuentona doncella italiana.
—Me gustaría ver algunos de tus cuadros cuando te vaya bien, Dickie —dijo Tom.
—Muy bien. Bueno, supongo que volveremos a verte si te quedas por aquí.
Y Tom pensó que lo había dicho al acordarse de que Tom le había traído el albornoz y los calcetines.
—El almuerzo estuvo muy bien. Adiós, Dickie.
—Adiós.
La verja del jardín se cerró con un ruido metálico.