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Su humor era tranquilo y benévolo, pero en modo alguno sociable. Necesitaba tiempo para pensar, y no tenía ganas de entablar amistad con los demás pasajeros, con ninguno de ellos, aunque cuando se cruzaba con alguno de sus compañeros de mesa les saludaba amablemente. Empezó a representar un papel en el buque: el de joven serio y formal al que esperaba una importante tarea al fin del viaje. Se mostraba cortés, serio y preocupado.

Inesperadamente, tuvo el capricho de llevar una gorra, y se compró una en la camisería del buque, un modelo muy conservador, confeccionado con suave lana inglesa de un gris azulado. La visera le servía para ocultar casi todo el rostro cuando deseaba echar un sueñecito en una silla de cubierta o cuando fingía estar durmiendo. La gorra era la más versátil de todas las prendas para la cabeza, y Tom se preguntó cómo no se le habría ocurrido comprarse una mucho antes. Con una gorra podía hacer el papel de propietario rural, de criminal, de súbdito inglés o francés, o, simplemente, de americano excéntrico; todo dependía del modo en que la llevase puesta. Pasaba buenos ratos probándosela de distintas formas ante el espejo del camarote. Siempre había creído que su rostro era el más inexpresivo del mundo, un rostro sumamente fácil de olvidar, con un aire de docilidad que no acababa de comprender, unido a una vaga expresión de temor que jamás había logrado borrar. Era, en resumen, el rostro de un verdadero conformista. Pero la gorra hacía que todo aquello cambiase, dándole un aire rural, de Greenwich, Connecticut… Ahora se había convertido en un joven que gozaba de una renta propia y que, tal vez, no hacía mucho que había salido de Princeton. Se compró una pipa para que hiciera juego con la gorra.

Estaba empezando una nueva vida. Se habían acabado todas las gentecillas de medio pelo entre las que se había movido durante los últimos tres años en Nueva York. Se sentía tal como él imaginaba que se sentían los emigrantes al dejarlo todo atrás —amigos, parientes, errores del pasado— y salir de su país rumbo a América. Era como hacer borrón y cuenta nueva. Cualesquiera que fuesen los resultados de su misión ante Dickie, pensaba salir airoso de ella y hacer que mister Greenleaf lo supiese, respetándole por ello. Tal vez no regresara a América cuando se le acabase el dinero de mister Greenleaf. Tal vez encontraría un empleo interesante, en un hotel, por ejemplo, donde necesitasen una persona inteligente y desenvuelta que, además, hablase inglés. O quizá obtendría la representación de alguna compañía europea y viajaría por todo el mundo. O puede que surgiera alguien a quien le hiciese falta un joven exactamente como él capaz de llevar un coche, hábil con las cifras, con suficiente gracia para entretener a la abuela de alguien o escoltar a una joven a fiestas y bailes. La versatilidad era lo suyo, y el mundo era muy ancho. Se juró a sí mismo que, tan pronto como pescase un empleo, lo conservaría. ¡Paciencia y perseverancia! ¡Hacia arriba y adelante!

—¿Tiene usted un ejemplar de El embajador de Henry James? —preguntó al oficial encargado de la biblioteca de primera clase, al ver que el libro no estaba en la estantería.

—Lo siento señor, pero no lo tenemos —le respondió el oficial.

Tom se quedó chasqueado. Se trataba del libro que mister Greenleaf le preguntó si había leído. Tom se sentía obligado a leerlo. Tom se fue a la biblioteca de segunda clase y encontró el libro, pero cuando dio el número de su camarote, el encargado le dijo que lo sentía mucho, pero los pasajeros de primera no estaban autorizados a sacar libros de la biblioteca de segunda. Tom ya se lo había temido. Dócilmente, volvió a colocar el libro en su sitio, aunque hubiese sido muy fácil, increíblemente fácil, escamotear el libro ocultándolo debajo de la chaqueta.

Por las mañanas daba varios paseos por cubierta, aunque muy despacio, tan despacio que, antes de completar una sola vuelta, pasaban por su lado dos o tres veces los pasajeros que, jadeando y sudando, hacían sus ejercicios matutinos. Luego se acomodaba en su silla de cubierta para tomarse una taza de caldo y seguir pensando en su destino. Después de almorzar, se entretenía en su camarote, gozando de su intimidad y comodidad, sin hacer absolutamente nada. A veces se sentaba en el salón, con aire pensativo, escribiendo cartas en papel que llevaba el membrete del buque. Escribía a Marc Priminger, a Cleo, a los Greenleaf. La carta a los Greenleaf comenzaba con un cortés saludo y les agradecía la cesta que le habían mandado, así como la comodidad de que gozaba a bordo, pero, al mismo tiempo, se divertía imaginando una posdata en la que les contaba que había localizado a Dickie y vivía con él en su casa de Mongibello, extendiéndose en detalles de sus progresos, lentos, aunque seguros, en convencer a Dickie de que volviera a su casa; les hablaba también de los buenos ratos que pasaban nadando, pescando y frecuentando los cafés, y a veces se entusiasmaba tanto con lo que escribía que llenaba ocho o diez páginas. Sabía muy bien que nunca las mandaría, así que escribía acerca de Dickie y Marge, diciendo que él, Dickie, no sentía ninguna inclinación romántica por ella (hacía también un concienzudo análisis del carácter de la muchacha), de modo que no era Marge lo que retenía a Dickie en Europa, aunque mistress Greenleaf hubiese sospechado que sí, etcétera, etcétera, hasta que el escritorio quedaba cubierto de hojas escritas y se oía el primer aviso para la cena.

Una tarde, a primera hora, escribió una carta llena de cortesía a su tía Dottie:

Querida tiita (raramente la llamaba así al escribirle, y mucho menos cara a cara):

Como verás por el membrete del papel, estoy en alta mar. Se trata de una inesperada oportunidad de negocios de la que no puedo hablarte ahora. Tuve que partir un tanto precipitadamente, así que no me fue posible ir a Boston para despedirme, y lo siento porque puede que transcurran meses, incluso años, antes de que regrese.

Sólo quería tranquilizarte y pedirte que no me mandes más cheques. Te agradezco mucho el último que me mandaste, hace uno o dos meses. Supongo que desde entonces no habrás mandado ningún otro. Estoy bien y muy feliz.

Besos,

TOM

De nada servía desearle buena salud, pues la tía Dottie era fuerte como un buey. Escribió una posdata:

P. D. No tengo la menor idea de cuál va a ser mi dirección, de modo que no puedo darte ninguna.

Aquello le hizo sentirse mejor, ya que le desligaba completamente de ella. Ni siquiera era necesario decirle dónde estaba. Se habían acabado las cartas llenas de mal disimulados reproches, las taimadas comparaciones con su padre, los insignificantes cheques por importes tan extravagantes como seis dólares con cuarenta y ocho centavos, o doce dólares con noventa y cinco, como si fueran el cambio sobrante tras pagar sus facturas mensuales, o como si hubiese devuelto algo a la tienda, arrojándole luego el importe, igual que si arrojase unas migajas a un perro vagabundo. Teniendo en cuenta lo que la tía Dottie, con sus rentas, hubiera podido mandarle, aquellos cheques eran un insulto. La tía Dottie decía siempre que su educación le había costado mucho más que el seguro dejado por su padre al morir, y tal vez así era, pero ¿qué sacaba con restregárselo constantemente por la cara? ¿Era propio de seres humanos echarle aquello en cara a un niño? Muchas tías, incluso personas ajenas a la familia, cuidaban de la educación de algún huérfano, y lo hacían gustosamente.

Concluida la carta a la tía Dottie, Tom se levantó y paseó a grandes zancadas por cubierta, para calmar su enojo. Siempre se ponía furioso cuando escribía a su tía, tal vez por tener que hacerlo cortésmente. Y, pese a ello, hasta entonces siempre había querido que ella supiese dónde estaba, porque siempre había necesitado sus mezquinos cheques. Numerosas veces había tenido que escribirle para comunicarle sus cambios de domicilio. Pero ya no necesitaba su dinero. Nunca más dependería de él.

De pronto se acordó de un verano, cuando tenía doce años, en que había salido de excursión con la tía Dottie y una amiga de ésta. Se encontraron atrapados en un atasco de tráfico, con los coches casi pegados unos a otros, y, como hacía mucho calor, la tía Dottie le mandó a por agua. Mientras se encaminaba a la estación de gasolina, el tráfico se reanudó inesperadamente. Tom recordaba cómo había corrido entre los enormes coches que avanzaban poquito a poco, siempre a punto de alcanzar la portezuela del de su tía, pero sin lograrlo en ningún momento, porque ella hacía avanzar el coche todo lo que podía, sin querer detenerse por él, chillándole:

—¡Venga! ¡Venga, gandul!

Finalmente, cuando consiguió subir al coche, con lágrimas de frustración y rabia corriéndole mejillas abajo, la tía Dottie le había dicho alegremente a su amiga:

—¡Es un mariquita! ¡Un mariquita de arriba abajo! ¡Igual que su padre!

Resultaba en verdad pasmoso que aquella forma de tratarle no le hubiese causado un trauma imborrable. Tom se preguntaba por qué su tía decía que su padre era un mariquita. Nunca había sido capaz de aducir nada que lo probase. Nunca.

Tumbado en su silla, fortalecido moralmente por el lujo que le rodeaba, e interiormente por la abundante y exquisita comida de a bordo, Tom trató de examinar objetivamente su pasado. Los últimos cuatro años habían sido, en su mayor parte, un desastre; eso era imposible negarlo. Una serie de empleos precarios, seguidos de peligrosos intervalos sin ningún empleo y con la consiguiente desmoralización producida por estar completamente sin blanca, y, además, teniendo que congeniar con estúpidos para no sentirse solo o porque podían ofrecerle alguna cosa con la que ir tirando, como había sucedido con Marc Priminger. No era un historial del que pudiera enorgullecerse, especialmente si tenía en cuenta las grandes aspiraciones que había sentido al llegar a Nueva York. Le había dado por ser actor, si bien a los veinte años no tenía ni la más leve idea de las dificultades que ello comportaba, de la necesidad de prepararse, incluso de que hacía falta tener talento. Estaba convencido de que el talento ya lo tenía, y lo único que le hacía falta era encontrar un empresario dispuesto a presenciar alguno de sus monólogos satíricos —el de la señora Roosevelt, por ejemplo, escribiendo su diario después de visitar una clínica para madres solteras—, pero bastaron tres fracasos para dar al traste con su valor y sus esperanzas. No disponía de ningún ahorro, por lo que había tenido que aceptar un empleo en un buque platanero, con el cual, al menos, le había sido posible alejarse de Nueva York. Durante un tiempo había vivido con el temor de que la tía Dottie le hiciese buscar por la policía en Nueva York, aunque nada malo había hecho en Boston, sólo escaparse para abrirse camino en el mundo, como millones de jóvenes habían hecho antes que él.

Tom opinaba que su principal equivocación estribaba en su sempiterna inconstancia, que le impedía echar raíces en los empleos que conseguía, como le había sucedido en el departamento de contabilidad de unos grandes almacenes. Aquel puesto tal vez le hubiera dado una oportunidad de ascender a cargos más importantes, pero le había desalentado por completo la lentitud con que se movía el escalafón de la firma. De todos modos, parte de la culpa la tenía la tía Dottie al no haber tomado en serio ninguna de las empresas que él había acometido, empezando por el puesto de repartidor de periódicos que había tenido a los trece años. Se había ganado una medalla de plata, concedida por el periódico en premio a su «cortesía, servicio y formalidad». Le parecía estar viendo a otra persona al recordar cómo era él por aquel entonces: un crío flaco y llorón, aquejado siempre por un resfriado de nariz, pero que, sin embargo, había logrado ganarse una medalla de plata por su cortesía, su espíritu servicial y su formalidad. La tía Dottie no podía ni verle cuando estaba resfriado, y solía sonarle la nariz con tanta fuerza que casi se la arrancaba.

Tom se estremeció al recordarlo, pero lo hizo con elegancia, aprovechando para arreglarse la raya de los pantalones.

Recordó que ya a los ocho años había hecho votos de escapar de su tía, imaginándose toda suerte de escenas violentas al tratar ella de impedírselo… luchaban y él la derribaba a puñetazos, estrangulándola, y finalmente le arrancaba el broche que llevaba prendido en el vestido y le asestaba un millón de puñaladas en la garganta con él. Se fugó a los diecisiete años, pero le habían llevado de vuelta a casa, donde siguió hasta los veinte. Entonces huyó otra vez, en esa ocasión con éxito. Resultaba asombroso ver cuán ingenuo había sido, cuán poco sabía del mundo y de sus cosas, como si el odio hacia la tía Dottie no le hubiera dejado tiempo para aprender y hacerse un hombre. Se acordaba de sus sentimientos al ser despedido del almacén donde había trabajado durante su primer mes en Nueva York. El empleo le había durado menos de dos semanas, porque no era lo bastante fuerte para pasarse ocho horas diarias levantando cajas de naranjas, pero se había esforzado tratando de conservar el trabajo, hasta casi caer enfermo; cuando le despidieron le había parecido una jugarreta monstruosamente injusta. No lo había olvidado. Entonces sacó la conclusión de que el mundo estaba lleno de gentes como Simón Legree, y que uno tenía que convertirse en un animal, duro como los gorilas que trabajaban con él en el almacén, si no quería morirse de hambre. Recordó que acababa de salir despedido y entró en una tienda donde robó un pan, llevándoselo a casa y devorándolo, pensando que el mundo le debía un pan y mucho más.

—¿Mister Ripley?

Una de las inglesas que días antes había compartido con él el sofá del salón se inclinaba hacia él.

—Nos estábamos preguntando si accedería usted a jugar una partida de bridge con nosotras. Vamos a empezar dentro de unos quince minutos. ¿Qué le parece?

Tom se incorporó cortésmente en la silla de cubierta.

—¡Muchísimas gracias! Verá, prefiero quedarme disfrutando del aire libre. Además, soy bastante malo jugando al bridge.

—¡Oh, nosotras también! Como guste, otra vez será.

La inglesa se alejó tras dedicarle una sonrisa.

Tom volvió a hundirse en la silla, se echó la visera sobre los ojos y cruzó los brazos sobre la cintura. No ignoraba que su actitud de distanciamiento estaba provocando ciertas habladurías entre el pasaje. No había sacado a bailar a ninguna de las chicas tontas que, entre risitas y cuchicheos, le miraban con ojos esperanzados cada noche, durante el baile que se celebraba después de la cena. Se imaginaba las conjeturas de los demás pasajeros:

«Pero ¿de veras es americano?».

«Eso creo, querida, pero no lo parece por su forma de comportarse, ¿verdad? Casi todos son tan ruidosos.»

«Es terriblemente serio, ¿no crees? No parece tener más de veintitrés años. Seguro que tiene algún asunto importantísimo en la mente.»

Así era: el presente y futuro de Tom Ripley.