La mañana de su partida, la mañana que había estado esperando con gran excitación, empezó desastrosamente. Mientras seguía al camarero que le conducía a su camarote, Tom iba felicitándose por la firmeza con que le había prohibido a Bob que acudiese al puerto a despedirle, pero acababa de entrar en el camarote, cuando oyó un aullido que le heló la sangre en las venas.
—¿Dónde está el champán, Tom? ¡Estamos esperando!
—¡Chico, qué porquería de camarote! ¿Por qué no les pides uno como es debido?
—¿Me llevas contigo, Tommy? —oyó decir a la novia de Ed Martin, una chica a la que Tom no podía ni ver.
Ahí estaban todos, los repulsivos amigos de Bob, en su mayor parte tumbados en su cama, en el suelo, en todas partes. Bob se había enterado de que iba a hacer el viaje en barco, pero Tom no le hubiese creído capaz de hacerle una cosa semejante. Tuvo que hacer acopio de autodominio para no decirles fríamente:
—No hay champán, ¿comprendéis?
Se esforzó por saludarlos a todos, tratando de sonreírles, aunque poco le hubiese costado echarse a llorar como un crío. Dedicó una larga mirada asesina a Bob, pero éste, a causa de la bebida o de lo que fuese, no se enteró. Había muy pocas cosas capaces de sacarle de quicio, pero aquélla era una de ellas. No podía soportar las sorpresas ruidosas como aquélla, a cargo de una gentuza repugnante que creía haber dejado atrás para siempre en el momento de cruzar la pasarela, y que ahora ocupaban el camarote que iba a ser su morada durante los cinco días siguientes. Parecían desperdicios tirados por el suelo.
Tom se acercó a Paul Hubbard, la única persona respetable que había entre los presentes, y se sentó a su lado, en el pequeño sofá empotrado.
—¿Qué tal, Paul? —dijo con voz tranquila—. Lamento todo esto.
Paul soltó un gruñido de desprecio.
—¿Estarás ausente mucho tiempo? ¿Qué sucede, Tom? ¿Es que estás enfermo?
El barullo era enorme, risas, ruidos, las chicas palpando la cama y fisgoneando en el retrete. Tom se alegró de que los Greenleaf no hubiesen acudido a despedirle. Mister Greenleaf se había visto obligado a desplazarse a Nueva Orleans para un asunto de negocios y su esposa, al llamarla Tom por la mañana para decirle adiós, había dicho que no se encontraba con fuerzas suficientes para ir al puerto.
Finalmente Bob o alguno de sus acompañantes sacó una botella de whisky y todos empezaron a beber utilizando los dos vasos del lavabo, hasta que llegó el camarero con una bandeja llena de vasos. Tom se negó a beber. Sudaba tan copiosamente, que tuvo que quitarse la chaqueta para no estropearla. Bob se le acercó y le puso un vaso en la mano, a la fuerza. Tom advirtió que no lo hacía en broma, sino que creía que Tom, por haber aceptado su hospitalidad durante un mes, estaba obligado, cuando menos, a ponerle buena cara; a Tom esto le resultaba tanto o más difícil que si su rostro estuviera hecho de granito. Se preguntó qué más daba que todos le odiasen después de aquello; en realidad no iba a perder gran cosa.
—Puedo acomodarme aquí, Tommy —le dijo la chica que parecía resuelta a acomodarse en algún sitio y hacer el viaje con él.
Se las había arreglado para encajonarse de lado en el ropero, que era tan exiguo que apenas podía moverse.
—¡Me gustaría que atrapasen a Tom con una chica en el camarote! —dijo Ed Martin, soltando una risotada.
Tom le miró echando chispas por los ojos.
—Salgamos de aquí, necesito respirar un poco de aire —dijo Tom en voz baja, dirigiéndose a Paul.
Los demás estaban armando tal estruendo, que no se enteraron de su salida. Se acodaron en la barandilla, cerca de popa. El día estaba nublado y la ciudad, a su derecha, parecía una tierra gris y lejana divisada desde alta mar… sólo que aquellos cochinos seguían ocupando su camarote.
—¿Dónde has estado escondido? —le preguntó Paul—. Ed me llamó diciéndome que te ibas. Llevaba semanas sin verte.
Paul era una de las personas que creían que él trabajaba para la Associated Press. Tom se inventó la excusa de que le habían mandado a que hiciese un reportaje en el extranjero, posiblemente en Oriente Medio. Se las ingenió para dar a sus palabras un aire secreto.
—Además, últimamente he trabajado mucho por la noche —añadió Tom—. Por eso he estado algo alejado de todo. Has sido muy amable al venir a despedirme.
—Es que esta mañana no tenía ninguna clase —dijo Paul, sacándose la pipa de la boca y sonriendo—. Aunque esto no quiere decir que no hubiese venido de todos modos. ¡Con cualquier excusa!
Tom sonrió. Paul era profesor de música en una escuela de señoritas de Nueva York. Así se ganaba la vida, aunque lo suyo, lo que realmente le gustaba, era componer música. Tom ya había olvidado cuándo y cómo se conocieron, pero recordaba haber ido al apartamento de Paul, en Riverside Drive, un domingo; fue con otras personas, para tomar una especie de desayuno-almuerzo, y Paul aprovechó la ocasión para interpretar al piano unas cuantas composiciones suyas, que a Tom le agradaron muchísimo.
—Te invito a tomar una copa. ¿Quieres? A ver si damos con el bar —dijo Tom.
Pero justo en aquel momento apareció un camarero que hacía sonar un gong mientras iba gritando:
—¡Las visitas a tierra, por favor! ¡Todas las visitas a tierra!
—Eso va por mí —dijo Paul.
Se dieron la mano, golpeándose amistosamente la espalda y, tras prometerse mandarse postales, se despidieron.
Tom supuso que la pandilla de Bob se quedaría hasta el último minuto, y que probablemente iba a ser necesario sacarlos a patadas. De pronto, giró sobre sus talones y subió un estrecho tramo de escalones que recordaba una escalera de mano. Al llegar arriba se encontró frente a un letrero que decía RESERVADO PARA SEGUNDA CLASE y que estaba colgado de una cadena que cerraba el paso. Tom se dijo que probablemente a nadie le importaría que un pasajero de primera clase se colara en segunda, así que pasó la pierna por encima de la cadena y salió a la cubierta. No podía soportar la idea de volver a ver a Bob y sus amigotes. Le había pagado a Bob medio mes de alquiler y, además, le había regalado una camisa y una corbata de excelente calidad a modo de despedida.
«¿Qué más quiere Bob?», se preguntó Tom.
El buque ya se movía cuando, finalmente, Tom se atrevió a bajar de nuevo a su camarote. Entró en él cautelosamente. Estaba vacío. El cubrecama azul volvía a estar perfectamente arreglado. Los ceniceros estaban limpios. No había ningún rastro de que allí hubiesen estado Bob y los suyos. Tom, sintiéndose tranquilo, sonrió.
«¡Esto es un buen servicio! ¡La gran tradición de la Cunard Line, y de la marina británica y todo eso que suele decirse!», pensó.
En el suelo, al lado de la cama, había una enorme cesta llena de fruta. Ansiosamente, cogió el sobre blanco y leyó la tarjeta que había dentro:
Buen viaje y bendito seas, Tom. Nuestro mejores deseos te acompañan.
Emily y Herbert Greenleaf
La cesta tenía un asa muy larga y se hallaba completamente envuelta en celofán amarillo: contenía manzanas, peras, uvas, un par de barras de caramelo y varios botellines de licor. Era la primera vez que Tom recibía una cesta de despedida. Hasta entonces sólo las había visto en los escaparates de las floristerías, marcadas con unos precios fantásticos que le hacían reír.
Pero en aquel momento advirtió que tenía los ojos llenos de lágrimas y, ocultando el rostro entre las manos, rompió en sollozos.