La atmósfera de la ciudad se hacía más extraña a medida que transcurrían los días. Era como si algo se hubiese marchado de Nueva York —su realidad o su importancia— y la ciudad estuviese montando un espectáculo para él solo, un espectáculo colosal de autobuses, taxis y gente que caminaba presurosa por las aceras, de televisores enchufados en todos los bares de la Tercera Avenida, de cines con el neón de las marquesinas encendido en plena luz del día, y de efectos sonoros compuestos por el sonar de millares de claxons y voces humanas que parloteaban sin sentido. Parecía que el sábado, cuando su buque soltase amarras, toda la ciudad de Nueva York iba a desplomarse como una gigantesca tramoya de cartón piedra.
Tom pensó que quizá era que estaba asustado. Odiaba el mar. Nunca había viajado por mar, salvo un viaje de ida y vuelta desde Nueva York hasta Nueva Orleans, pero a la sazón lo había hecho en un buque platanero, pasándose la mayor parte del viaje trabajando bajo cubierta, sin apenas darse cuenta de que navegaban por el mar. Las escasas veces que se había asomado a la cubierta, la vista del mar le había asustado al principio, luego le había hecho sentirse mareado, impulsándole a regresar corriendo a la bodega, donde, en contra de lo que decía la gente, se había sentido mejor. Sus padres habían perecido ahogados en el puerto de Boston, lo cual, según siempre había pensado Tom, tal vez tenía algo que ver en su aversión hacia el mar, ya que, desde que tenía uso de razón, el agua le infundía pavor, y nunca había conseguido aprender a nadar. Al pensar que en el plazo de menos de una semana iba a tener agua bajo sus pies, con varias millas de profundidad, sufría una sensación de vacío en la boca del estómago, y aún más al pensar que pasaría la mayor parte de su tiempo contemplando el mar, ya que en los transatlánticos el pasaje pasaba casi todo el día en cubierta. Además, tenía la impresión de que marearse resultaba muy mal visto. Nunca le había sucedido anteriormente, pero había estado muy cerca de marearse durante los últimos días, con sólo pensar en el viaje a Cherburgo.
Bob Delancey ya estaba enterado de que Tom iba a marcharse en una semana, pero Tom no le había dicho adonde iba, aunque, de todos modos, Bob no pareció interesarse demasiado por la noticia. Se veían muy poco en el apartamento de la calle Cincuenta y Uno. Tom se fue a casa de Marc Priminger, en la calle Cuarenta y Cinco Este —conservaba las llaves todavía—, a buscar unas cuantas cosas que se había olvidado allí. Eligió una hora en que creía que Marc no estaría en casa, pero éste regresó en compañía del nuevo huésped, Joel, un joven esquelético que trabajaba en una editorial. Con el fin de impresionar a Joel, Marc había adoptado su consabida actitud de condescendencia. De no haber estado presente Joel, Marc le hubiera maldecido con un lenguaje capaz de ruborizar a un marino. Marc, cuyo nombre de pila era Marcellus, era un tipo feo y desagradable que vivía de renta y era aficionado a prestar ayuda a jóvenes con dificultades económicas, a los que alojaba en su casa de dos pisos y tres dormitorios, aprovechando la ocasión para jugar a ser Dios, diciéndoles lo que podían y lo que les estaba prohibido hacer en la casa, y aconsejándoles sobre sus vidas y sus empleos. Sus consejos, por lo general, resultaban desastrosos. Tom había pasado tres meses allí, aunque durante casi la mitad de ellos Marc estuvo en Florida, por lo que a Tom le había quedado la casa para él solo. Sin embargo, a su regreso, Marc le había armado la gran bronca debido a la rotura de unos pocos cacharros de vidrio, adoptando su acostumbrado aire de divina severidad. Por una vez, Tom se había puesto lo bastante furioso como para plantarle cara y responder a gritos. Inmediatamente, Marc le puso de patitas en la calle, no sin antes cobrarle sesenta y tres dólares que, según dijo, era lo que valían los cacharros rotos. Tom le consideraba un individuo cicatero y mezquino, que debiera haber nacido mujer para acabar sus días de solterona al frente de una escuela de niñas. Lamentaba amargamente haber puesto los ojos en Marc Priminger, y pensaba que cuanto antes olvidase su expresión estúpida, sus abultadas mandíbulas y sus feas manos (siempre agitándose en el aire, ordenando esto y aquello a todo el mundo), más feliz se sentiría.
La única persona a quien conocía y a quien quería informar de su viaje a Europa era Cleo, así que el jueves antes de embarcar fue a verla. Cleo Dobelle era una muchacha alta y esbelta, de pelo negro, cuya edad podía haber sido cualquiera de las comprendidas entre los veintitrés y los treinta años; vivía con sus padres en Gracie Square y pintaba un poco, en realidad muy poco, ya que lo hacía en pedacitos de marfil que a duras penas eran mayores que un sello de correo. Había que recurrir a una lupa para verlo y, a decir verdad, así era como ella pintaba, ayudándose con una lupa.
—Pero ¡piensa en lo cómodo que resulta poder llevar todas mis pinturas en una caja de puros! —solía decir Cleo—. ¡Los demás pintores no pueden pasarse sin varias habitaciones donde guardar sus obras!
Cleo vivía en su propio apartamento, que contaba con un baño y una cocina, situado en la parte trasera del piso de sus padres. Sus habitaciones permanecían a oscuras casi siempre, ya que la única salida al exterior era la ventana que daba a un minúsculo patio trasero en el que crecía una auténtica jungla de ailantos que impedían el paso de la luz. Cleo tenía encendida la luz —tenue, por supuesto— a todas horas, lo que daba al apartamento un ambiente de noche perpetua. Salvo la noche en que la había conocido, Tom la había visto vestida siempre con pantalones de terciopelo muy ajustados y blusas de seda, con profusión de rayas de colores alegres. Habían simpatizado desde buen principio, y Cleo le había invitado a cenar en su apartamento la noche siguiente. Cleo siempre le invitaba a subir a sus habitaciones, y, por algún motivo, no daba por sentado que Tom tuviese que llevarla a cenar o al teatro, o se comportase como hacían todos los muchachos con las chicas. No esperaba que Tom le trajese flores, libros o bombones cuando iba a su casa para cenar o tomar una copa, aunque de vez en cuando él le hacía algún pequeño obsequio que la llenaba de alegría. Cleo era la única persona a quien podía contarle que se iba a Europa y a qué iba. Así lo hizo.
Tal como esperaba, Cleo se mostró entusiasmada. Entreabrió sus rojos labios, que destacaban en la palidez del rostro, y dio unas palmadas en sus muslos, enfundados en terciopelo, exclamando:
—¡Tommy! ¡Es maravilloso! ¡Parece algo sacado de Shakespeare!
Era exactamente lo mismo que pensaba Tom, y lo que necesitaba oírle decir a alguien.
Cleo estuvo pendiente de él durante toda la velada, preguntándole si tenía esto y lo otro, si había comprado Kleenex y pastillas para el resfriado, calcetines de lana, etcétera; recordándole que en Europa las lluvias solían empezar con el otoño; indicándole que debía vacunarse antes de partir. Tom le dijo que creía estar bien preparado para el viaje.
—Pero, por favor, Cleo, no vengas a despedirme. No quiero que venga nadie.
—¡Claro que no! —dijo Cleo, comprendiéndole a la perfección—. ¡Oh Tommy, qué bien vas a pasarlo! ¿Me escribirás contándome todo lo que logres con Dickie? Eres la única persona entre las que conozco que se va a Europa por un motivo concreto.
Tom le contó la visita al astillero del señor Greenleaf, en Long Island, con las larguísimas mesas equipadas con máquinas que fabrican piezas de metal reluciente, que barnizaban y pulían la madera, los diques de carena donde se alzaban los esqueletos de embarcaciones de todos los calados, deslumhrándola con los tecnicismos que mister Greenleaf había empleado durante la visita: brazolas, cintas, contraquillas… Le relató la segunda cena en casa de los Greenleaf, con motivo de la cual le habían regalado un reloj de pulsera. Se lo enseñó a Cleo. No era un reloj fabulosamente caro, pero no por ello dejaba de ser de excelente calidad, y su estilo era el que el mismo Tom hubiese escogido; la esfera era blanca y sin adornos, con cifras romanas de color negro, montada en oro y con una correa de piel de cocodrilo.
—Y sólo porque unos días antes les había dicho que no tenía reloj —comentó Tom—. Realmente, puede decirse que me han adoptado como hijo suyo.
Cleo era también la única persona a quien podía decirle aquello.
La muchacha suspiró.
—¡Hombres! Siempre estáis de suerte. A una chica no podría sucederle nada parecido. ¡Los hombres sois tan libres…!
Tom sonrió. Con frecuencia pensaba que las cosas eran precisamente al revés.
—Eso que estoy oliendo, ¿serán las chuletas que se están quemando?
Cleo se puso en pie de un salto, lanzando un chillido.
Después de cenar, ella le enseñó cinco o seis de sus últimas pinturas: un par de retratos románticos de un joven al que ambos conocían y que, en la pintura, llevaba una camisa blanca con el cuello abierto; tres paisajes imaginarios de un país cubierto por la jungla, inspirados en la espesura de ailantos que se divisaba desde su ventana. Tom pensó que el pelo de los monitos que salían en el cuadro estaba extraordinariamente bien resuelto. Cleo tenía muchos pinceles de un solo pelo, e incluso entre éstos los había de diversos grosores: desde los más finos hasta otros relativamente gruesos. Se bebieron casi dos botellas de Medoc, sacadas de la alacena de los padres de ella, y a Tom le entró tal modorra que fácilmente hubiera pasado la noche allí mismo, tumbado en el suelo. A menudo habían dormido uno al lado del otro, en las dos voluminosas pieles de oso que había enfrente de la chimenea, y era otra de las cosas extraordinarias de Cleo: el que nunca deseaba, ni esperaba, que Tom se insinuase con ella, así que Tom nunca lo había hecho. Tom hizo un esfuerzo y sobre las doce menos cuarto se levantó y se marchó.
—No volveré a verte, ¿verdad? —dijo Cleo, con acento abatido, ya ante la puerta.
—Pero ¡si regresaré dentro de unas seis semanas…! —dijo Tom, aunque ni él mismo lo creía.
De pronto se inclinó y le plantó un beso firme, de hermano, en la pálida mejilla.
—Te echaré de menos, Cleo.
Ella le apretó un hombro, el único contacto físico que ella se había permitido con él desde que se conocían.
—Te echaré de menos también —dijo ella.
Al día siguiente se ocupó de los encargos hechos por la señora Greenleaf en Brooks Brothers, consistentes en doce pares de calcetines negros de lana y un albornoz. Mistress Greenleaf no había dejado nada dicho sobre el color del albornoz, sólo que él se encargaría de elegirlo. Tom se decidió por uno de franela color marrón, con cinturón y solapas azul marino. A Tom no le parecía el más elegante del surtido de albornoces, pero creyó que era exactamente el que Dickie hubiese escogido y que, por tanto, no podía dejar de gustarle. Hizo que cargasen los calcetines y el albornoz en la cuenta de los Greenleaf. Se fijó en una camisa deportiva de grueso lino y botones de madera. La prenda le gustaba mucho y le hubiera sido fácil cargarla en la cuenta de los Greenleaf, junto con lo demás, pero no lo hizo. La compró con su propio dinero.