3

—¡Hola, Tom, muchacho! —dijo mister Greenleaf con una voz que era una promesa de buenos martinis, una cena digna de un gourmet, y una cama donde pasar la noche si se sentía demasiado cansado para regresar a casa.

—Emily. ¡Éste es Tom Ripley!

—¡Estoy tan contenta de conocerle! —dijo ella con voz cálida.

—Encantado, mistress Greenleaf.

Mistress Greenleaf era tal como Tom se había figurado: rubia, bastante alta y esbelta, con la suficiente dosis de convencionalismo para obligarle a comportarse como era debido, pero, al mismo tiempo, con un ingenuo deseo de complacer a todos, igual al que poseía su marido. Mister Greenleaf les acompañó a la sala de estar, Tom recordó que, en efecto, ya había estado allí con Dickie.

—Mister Ripley se dedica a los seguros —anunció mister Greenleaf.

Tom tuvo la sospecha de que se había tomado unas cuantas copas, o quizá aquella noche estaba muy nervioso, ya que la noche anterior Tom le había hecho una detallada descripción de la agencia de publicidad donde supuestamente trabajaba.

—No es un trabajo demasiado interesante, por cierto —dijo Tom modestamente, dirigiéndose a mistress Greenleaf.

Entró una doncella en la habitación con una bandeja de martinis y canapés.

—Mister Ripley ya ha estado aquí —dijo mister Greenleaf—. Vino algunas veces con Richard.

—¿De veras? Me parece que no nos hemos visto, sin embargo —dijo su esposa, con una sonrisa—. ¿Es usted de Nueva York?

—No, soy de Boston —dijo Tom, y era cierto.

Al cabo de unos treinta minutos y bastantes martinis, entraron en el comedor contiguo a la sala de estar. La mesa estaba puesta para tres y adornada con velas; había en ella unas enormes servilletas azul oscuro y una fuente con un pollo entero nadando en salsa. Pero antes tomaron céleri rémoulade. Tom sentía predilección por aquel plato, y así lo dijo.

—Pues ¡Richard también! —exclamó mistress Greenleaf—. Le gusta mucho la forma en que lo prepara nuestra cocinera. Lástima que no pueda llevarle un poco a Europa.

—Oh, lo pondré con los calcetines —dijo Tom con una sonrisa.

Mistress Greenleaf se rió. Le había dicho a Tom que se llevase unos cuantos pares de calcetines de lana para Richard, negros y de la marca Brooks Brothers, como los que siempre usaba Richard.

La conversación resultó aburrida, pero la cena era soberbia. Contestando a una pregunta de mistress Greenleaf, Tom dijo que trabajaba en una agencia de publicidad llamada Rothenberg, Fleming y Barter. Más tarde, al volver a hablar de ella, premeditadamente cambió el nombre por el de Reddington, Fleming y Parker. Mister Greenleaf no dio muestras de advertir la diferencia. Tom citó el nombre por segunda vez cuando él y mister Greenleaf se hallaban a solas en la sala de estar, después de la cena.

—¿Estudió usted en Boston? —le preguntó mister Greenleaf.

—No, señor. Estuve en Princeton durante un tiempo, luego viví con una tía mía en Denver y estudié allí.

Tom hizo una pausa, confiando en que mister Greenleaf le preguntase algo sobre Princeton, pero no lo hizo. Hubiese podido discutir sobre la forma en que allí enseñaban historia, las normas disciplinarias del recinto universitario, el ambiente de los bailes de fin de semana, las tendencias políticas del cuerpo estudiantil, cualquier cosa.

El verano anterior, Tom había entablado amistad con una estudiante de Princeton que no hablaba de otra cosa que no fuera la universidad, por lo que, al final Tom había decidido sonsacarle tanta información como le fuera posible, con vistas a que algún día pudiera resultarle útil. Les había contado a los Greenleaf que se crió en Boston, con su tía Dottie. Ella le había llevado a Denver cuando Tom tenía dieciséis años. En realidad, lo único que había hecho en Denver era acabar su segunda enseñanza, pero en casa de su tía Bea se alojaba un joven llamado Don Mizell que estudiaba en la Universidad de Colorado. A Tom le parecía haber estudiado en ella también.

—¿Se especializó en algo concreto? —preguntó mister Greenleaf.

—No exactamente; dividí mis estudios entre la contabilidad y las letras —contestó sonriendo Tom, consciente de que la respuesta era tan poco interesante que a nadie le daría por seguir preguntando.

Mistress Greenleaf entró en la sala con un álbum de fotografías, y Tom se sentó a su lado, en el sofá, mientras ella iba pasando las páginas. Richard dando su primer paso, Richard en una horrible foto en color, a toda página, disfrazado de personaje de cuento infantil, con sus largos bucles rubios. El álbum no tuvo ningún interés para Tom hasta llegar a las fotos tomadas a partir de los dieciséis años de Richard, que salía en ellas piernilargo y con una incipiente onda en el pelo. Por lo que Tom pudo ver, poco había cambiado entre los dieciséis y los veintitrés o veinticuatro años, edad en la que se interrumpía la serie de fotos. Tom se sentía sorprendido al comprobar lo poco que cambiaba la sonrisa ingenua y abierta de Richard, y no pudo evitar pensar que Richard no era demasiado inteligente, o, de no ser así, que le gustaba mucho salir en las fotos, creyendo que quedaría más favorecido si salía con la boca de oreja a oreja, lo cual, a decir verdad, tampoco era signo de una gran inteligencia.

—Todavía no he podido pegar éstas —dijo mistress Greenleaf, entregándole una serie de fotos sueltas—. Todas son de Europa.

Ésas resultaban más interesantes: Dickie en un lugar que seguramente era un café parisino; Dickie en la playa. En algunas, salía con el ceño fruncido.

—Esto es Mongibello, por cierto —dijo mistress Greenleaf, indicando una foto en la que Dickie aparecía arrastrando un bote de remos hacia la playa. Al fondo se veían unas montañas peladas y rocosas y una hilera de casas encaladas que seguían la costa—. Y aquí está la chica, el único súbdito americano, aparte de Richard, que vive allí.

—Marge Sherwood —apuntó mister Greenleaf.

Estaba sentado al otro lado de la estancia, pero seguía atentamente lo que hacían los demás.

La muchacha iba en traje de baño y estaba sentada en la playa, con los brazos en torno a las rodillas. Su aspecto era saludable y sin artificios; tenía el pelo rubio, corto y enmarañado. Una buena chica, en suma. Había una buena foto en la que se veía a Richard, con pantalón corto, sentado en la baranda de una terraza. Sonreía, pero la sonrisa no era la misma que antes, según pudo ver Tom. En las fotos de Europa, Richard parecía tener más aplomo.

Tom se fijó en que mistress Greenleaf tenía los ojos bajos, clavados en la alfombra, y recordó que momentos antes, en la mesa, ella había exclamado:

—¡Ojalá nunca hubiese oído hablar de Europa!

La exclamación había motivado una mirada ansiosa por parte de mister Greenleaf, que le había sonreído a él, como para decir que ya estaba acostumbrado a aquellos arranques de genio. Pero, en aquel momento, los ojos de mistress Greenleaf estaban llenos de lágrimas y su marido se disponía ya a acudir a su lado.

—Mistress Greenleaf —dijo Tom con voz suave—, quiero que sepa que haré cuanto pueda para que Richard regrese a casa.

—¡Bendito seas, Tom! ¡Bendito seas! —dijo ella, apretándole la mano que Tom tenía apoyada en el muslo.

—Emily, ¿no crees que ya es hora de que te acuestes? —preguntó mister Greenleaf, inclinándose solícitamente ante ella. Tom se puso en pie al levantarse mistress Greenleaf.

—Espero que vengas a visitarnos otra vez antes de irte, Tom —dijo ella—. Desde que Richard se fue, apenas vienen jóvenes a casa. Los echamos de menos.

—Me encantará volver —dijo Tom.

Mister Greenleaf salió de la habitación con su esposa, y Tom se quedó de pie, con las manos al costado y la cabeza erguida. En un gran espejo que había en la pared pudo verse a sí mismo: la imagen de un joven que acababa de recobrar su propia estimación. Apartó la mirada rápidamente. Estaba haciendo lo que debía, comportándose correctamente, pero, pese a ello, se sentía culpable de algo. Tan sólo hacía unos momentos, al decirle a mistress Greenleaf que haría cuanto pudiera, lo había dicho sinceramente, sin tratar de engañar a nadie.

Advirtió que empezaba a sudar e hizo un esfuerzo por calmarse, preguntándose qué era lo que tanto le preocupaba. Tan bien como se había sentido aquella noche. Cuando dijo aquello sobre la tía Dottie…

Se irguió de nuevo, mirando nerviosamente hacia la puerta, pero ésta seguía cerrada. Aquél había sido el único momento en que se había sentido incómodo, como en una situación irreal, igual que si hubiese estado mintiendo. Y lo cierto era que, prácticamente, aquélla había sido la única verdad de toda la noche:

—Mis padres murieron cuando yo era muy pequeño. Me crié con mi tía en Boston.

Mister Greenleaf entró de nuevo en la sala de estar. Su figura parecía estar llena de vida, agigantándose por momentos. Tom parpadeó, súbitamente aterrorizado ante él, sintiendo el impulso de atacarle antes de que él le atacase.

—¿Y si tomamos un poco de coñac? —preguntó mister Greenleaf, al tiempo que corría un panel de madera al lado de la chimenea.

«Igual que en las películas», pensó Tom. «Dentro de un instante, mister Greenleaf u otra persona dirá “¡Corten!” y yo volveré a la realidad, acodado en la barra de Raoul’s con el vaso de gin-tonic delante. No, mejor dicho, en el Green Cage.»

—¿Ha bebido bastante ya? —preguntó mister Greenleaf—. Bueno, no tiene que beberse esto si no le apetece.

Tom asintió vagamente con la cabeza, y mister Greenleaf se quedó perplejo durante unos segundos, después sirvió dos coñacs.

Tom advirtió que un sudor frío bañaba su cuerpo. Pensaba en el incidente del drugstore la semana anterior, aunque aquello ya había terminado y no estaba realmente asustado, ya no. Había un drugstore en la Segunda Avenida cuyo número de teléfono solía indicar Tom a las personas que insistían en volver a llamarle en relación con sus impuestos. Tom le decía que era el número del Departamento de Incidencias, advirtiéndoles que solamente le encontrarían en su despacho entre las tres y media y las cuatro, los miércoles y viernes por la tarde. A tal hora, Tom acostumbraba a merodear cerca de la cabina telefónica del establecimiento, esperando que el teléfono sonase. La segunda vez que lo hacía, el encargado del drugstore le había mirado con ojos suspicaces, y Tom le había dicho que esperaba una llamada de su novia. El viernes de la semana anterior, al descolgar el aparato, una voz de hombre le había dicho:

—Ya sabe de lo que estamos hablando, ¿no? Sabemos dónde vive usted, si es que quiere que vayamos a su casa… Tenemos algo para usted, si usted tiene algo para nosotros, ¿eh?…

La voz era insistente y al mismo tiempo evasiva, así que Tom supuso que se trataba de algún truco y fue incapaz de responder.

—… Mire, iremos ahora mismo a su casa.

Al salir de la cabina, Tom tuvo la impresión de que sus piernas eran de gelatina, y en aquel instante se percató de que el propietario del establecimiento le estaba mirando fijamente, con los ojos muy abiertos y una expresión de pánico. Entonces la conversación que acababa de sostener se explicó por sí sola: el tipo vendía drogas en su comercio y temía que Tom fuese un inspector de policía que estuviese allí para pescarle con la mercancía encima. Tom se había echado a reír, y había salido del local soltando grandes carcajadas, tropezando al andar, ya que sus piernas seguían fallándole a causa del miedo que acababa de experimentar.

—¿Pensando en Europa? —oyó que decía la voz de mister Greenleaf.

Tom aceptó la copa que le ofrecía y respondió:

—Sí, en efecto.

—Espero que disfrute del viaje, Tom, y también que tenga éxito con Richard. A propósito, le ha caído usted muy bien a Emily. Me lo ha dicho. No fue necesario que se lo preguntase.

Mister Greenleaf hacía girar la copa de coñac entre las palmas de sus manos.

—Mi esposa padece leucemia, Tom.

—¡Oh! Eso es muy grave, ¿no?

—Sí. Puede que no viva otro año.

—Lo lamento mucho —dijo Tom.

Mister Greenleaf sacó un papel del bolsillo.

—Tengo una lista de las salidas de buques. Creo que lo más rápido será el acostumbrado viaje hasta Cherburgo, aparte de ser el más interesante. Allí cogería el tren hasta París, luego un coche-cama que cruza los Alpes hasta llegar a Roma y desde allí a Nápoles.

—Me parece una buena idea.

El asunto empezaba a resultarle interesante.

—En Nápoles tendrá que coger un autobús hasta el pueblo donde está Richard. Yo le escribiré para anunciarle su llegada… sin decirle que va de mi parte —añadió sonriendo—, aunque sí le diré que nos hemos visto. Seguramente Richard le dará alojamiento, pero si no puede, por lo que sea, en la ciudad hay hoteles. Espero que usted y Richard se lleven bien. Ahora, en lo que se refiere al dinero…

Mister Greenleaf sonrió paternalmente.

—Me propongo darle seiscientos dólares en cheques de viaje, aparte del pasaje de ida y vuelta. ¿Le parece bien? Con los seiscientos dólares le bastará para dos meses, pero si necesita más, no tiene más que ponerme un telegrama, muchacho. A decir verdad, no parece usted un joven capaz de despilfarrar el dinero en tonterías.

—Habrá más que suficiente con eso, señor.

A medida que iba tomándose el coñac, mister Greenleaf iba poniéndose más blando y alegre, mientras que Tom, por el contrario, sentía acrecentar su mal humor. Tenía ganas de salir del piso, y, pese a todo, deseaba ir a Europa y deseaba también causar buena impresión en mister Greenleaf. Allí, en el piso, le resultaba más difícil que la noche anterior en el bar, cuando se había aburrido tanto, porque no lograba cambiar su actitud. Tom se levantó varias veces con la copa en la mano, paseando hasta la chimenea y regresando junto a mister Greenleaf, y al pasar ante el espejo advirtió que en las comisuras de sus labios se dibujaba una expresión adusta.

Mister Greenleaf seguía hablando jovialmente de lo que él y Richard habían hecho en París, cuando su hijo contaba diez años. Resultaba terriblemente aburrido oírle. Tom pensó que si le ocurría algo con la policía antes de emprender el viaje, los Greenleaf le alojarían en su casa. Podría decirles que se había precipitado al realquilar su piso, y quedarse escondido allí. Tom se sentía mal, casi enfermo.

—Me parece que debería marcharme, mister Greenleaf.

—¿Ya? Pero si quería enseñarle… Bueno, no se preocupe. Otra vez será.

Tom sabía que debía haberle preguntado:

—¿Enseñarme qué?

Y quedarse allí pacientemente, mientras le enseñaba lo que fuese. Pero no podía.

—¡Quiero que visite el astillero, desde luego! —dijo animadamente mister Greenleaf—. ¿A qué hora le va bien? Supongo que tendrá que ser a la hora del almuerzo. Es que me parece que debería decirle a Richard cómo está el astillero actualmente.

—Pues sí… podría hacerlo durante la hora del almuerzo.

—Llámeme cuando quiera, Tom. Ya tiene mi tarjeta con el número de teléfono. Deme media hora de tiempo y mandaré un empleado para que le traiga en coche desde su oficina. Nos comeremos un bocadillo mientras visitamos el astillero, y luego volverá a llevarle en coche.

—Le llamaré —dijo Tom.

Temió desmayarse si seguía un minuto más en la semipenumbra del recibidor, pero mister Greenleaf volvía a reírse entre dientes mientras le preguntaba si había leído determinado libro de Henry James.

—Siento decir que no, no he leído ese libro, señor —dijo Tom.

—Bueno, no importa —dijo mister Greenleaf con una sonrisa.

Entonces se estrecharon las manos y mister Greenleaf le estrujó la suya durante largo rato. Después se encontró libre al fin. Pero al bajar en el ascensor, Tom observó que la expresión de dolor y miedo no había desaparecido de su rostro. Ahogado, se apoyó en un rincón del ascensor, aunque sabía perfectamente que, tan pronto el ascensor llegase al vestíbulo, saldría volando de la cabina y apretaría a correr sin parar, hasta llegar a casa.