Era ya más de medianoche cuando Tom emprendió el regreso a casa. Mister Greenleaf se había ofrecido a llevarle en taxi, pero Tom no quería que viese dónde vivía: un sórdido edificio de ladrillo rojizo con un letrero que decía se alquilan habitaciones colgado en la entrada. Tom llevaba dos semanas y media viviendo con Bob Delancey, un joven a quien apenas conocía, pero que había sido el único de sus amigos y conocidos en Nueva York que había querido alojarle en su casa. Tom no había invitado a ningún amigo a visitarle en casa de Bob, ni siquiera le había dicho a nadie dónde vivía. La principal ventaja que le reportaba vivir allí estribaba en que podía recibir la correspondencia dirigida a George McAlpin con un riesgo mínimo de ser descubierto. Pero le resultaba difícil soportar el maloliente retrete cuya puerta no cerraba; la sucia habitación que, a juzgar por su aspecto, parecía haber sido habitada por mil personas distintas, cada una de las cuales había dejado su propia clase de porquería sin levantar una mano para limpiarla; los ejemplares atrasados del Vogue y del Harper’s Bazaar, precariamente amontonados en el suelo y cayendo cada dos por tres; y aquellos cursis recipientes de cristal ahumado que había por toda la casa, llenos de cordeles embrollados, lápices, colillas y fruta medio podrida. Bob se dedicaba a decorar escaparates por cuenta propia, en tiendas y grandes almacenes, pero a la sazón los únicos encargos que tenía los recibía de las tiendas de antigüedades de la Tercera Avenida, y en una de ellas le habían dado los recipientes de cristal en pago de algún servicio. A Tom le había horrorizado ver que conocía a alguien capaz de vivir de aquella manera, pero sabía que no iba a estar mucho tiempo allí. Y ahora se había presentado mister Greenleaf. Siempre se presentaba algo. Ésa era la filosofía de Tom.
Antes de empezar a subir los peldaños de ladrillo, Tom se detuvo y miró en ambas direcciones, pero sólo se veía a una vieja que paseaba su perro y a un viejo que, con paso vacilante, doblaba la esquina de la Tercera Avenida. Si había alguna sensación que él odiase, era la de ser seguido, no importaba por quién. Y últimamente, aquello era lo que sentía constantemente. Subió corriendo los peldaños.
Al entrar en su habitación, Tom pensó que la sordidez del lugar sí le importaba ahora. Tan pronto le diesen el pasaporte, embarcaría rumbo a Europa, probablemente en un camarote de primera clase, donde le bastaría tocar un timbre para que acudiesen los camareros a servirle. Se vestiría de etiqueta para cenar y entraría majestuosamente en el comedor del buque, donde conversaría como un caballero con sus compañeros de mesa. Pensó que muy bien podía felicitarse por lo de aquella noche. Se había comportado justo como debía. Resultaba imposible que mister Greenleaf se hubiese llevado la impresión de que la invitación para ir a Europa la hubiese sacado Tom por medio de artimañas. Más bien todo lo contrario. Pensaba no defraudar a mister Greenleaf y hacer todo cuanto pudiera para convencer a Dickie. Mister Greenleaf era tan buena persona que daba por sentado que todos los demás seres humanos lo eran también. Tom casi se había olvidado de que existiera gente así.
Con movimientos lentos, Tom se quitó la chaqueta y se desanudó la corbata. Observaba cada uno de sus movimientos como si fueran los de otra persona. Se sorprendió al ver cuán distintos eran su porte y la expresión de su rostro comparados con los de unas pocas horas antes. Era una de las infrecuentes ocasiones de su vida en que se sentía contento consigo mismo. Metió la mano en el desordenado ropero de Bob y de un manotazo apartó las perchas en ambas direcciones, para dejar sitio donde colgar su traje. Luego entró en el cuarto de baño. De la ducha, llena de herrumbre, salieron dos chorros de agua, uno contra la cortina y otro, éste en espiral, que apenas bastaba para mojarle, aunque, de todos modos, aquello era preferible a sentarse en la pringosa bañera.
Al despertarse a la mañana siguiente, Bob no estaba, y una ojeada a su cama bastaba para ver que no había dormido en casa. Tom saltó de la cama, encendió el fogón y se preparó un café, pensando en que era una suerte que Bob no estuviera en casa aquella mañana. No quería decirle nada del viaje a Europa. Lo único que el holgazán de Bob hubiera visto en ello era la oportunidad de viajar gratis. E igual sucedería con Ed Martin y Bert Visser, probablemente, y todos los demás gorrones que Tom conocía. No pensaba decírselo a ninguno de ellos: así evitaría que fuesen a despedirle al muelle. Tom se puso a silbar. Aquella noche estaba invitado a cenar con los Greenleaf, en su piso de Park Avenue.
Al cabo de quince minutos, duchado, afeitado, y vestido con un traje y una corbata a rayas que pensaba iban a favorecerle en la foto del pasaporte, Tom paseaba por su habitación con una taza de café en la mano, esperando el correo de la mañana. Después de echar un vistazo a su correspondencia, pensaba ir al Radio City para ocuparse del pasaporte. Se preguntaba en qué podía emplear su tiempo por la tarde. No sabía si ir a alguna exposición, con lo que tendría tema de conversación para la cena de los Greenleaf, o bien dedicarse a reunir alguna información sobre la Burke Greenleaf Watercraft Inc., con lo que mister Greenleaf sabría que él, Tom, se interesaba por su trabajo.
Por la ventana abierta entró el débil ruido del buzón al cerrarse. Tom bajó y estuvo esperando a que el cartero se hubiese perdido de vista. Entonces recogió la carta dirigida a George McAlpin, que el cartero había dejado sobre la hilera de buzones, y rasgó el sobre. Ahí estaba el cheque de ciento diecinueve dólares con cincuenta y cuatro centavos, pagadero al Recaudador de Impuestos Interiores.
«¡La buena mistress Edith W. Superaugh!», pensó Tom. «Paga sin ni siquiera hacer una simple llamada de comprobación por teléfono. ¡Eso es un buen presagio!»
Volvió a subir las escaleras y después de romper el sobre en trocitos, echó éstos en la bolsa de la basura.
Guardó el cheque en un sobre y lo depositó todo en el bolsillo interior de una de las americanas que tenía en el ropero. Mentalmente, calculó que con el que acababa de recibir, disponía de cheques por un valor de mil ochocientos sesenta y tres dólares con catorce centavos. La lástima era no poderlos cobrar, o que todavía no hubiese habido algún idiota que pagase en efectivo o extendiese su cheque a favor de George McAlpin. Tom tenía en su poder una tarjeta de identidad, ya caducada, a nombre de un empleado de banca. La había encontrado en alguna parte y hubiese podido cambiar la fecha, pero temía no poder cobrar los cheques impunemente, aunque utilizase una carta de autorización, naturalmente falsificada, por el importe que fuese. Así pues, el asunto de los cheques quedaba convertido en una simple broma pesada. Un juego limpio, casi, ya que no estaba robando a nadie. Decidió que antes de partir hacia Europa destruiría los cheques.
Todavía le quedaban siete nombres en la lista, y pensó si debía probar suerte con uno más en los diez días que faltaban para la partida. La noche anterior, al regresar caminando a casa después de la entrevista con mister Greenleaf, pensó que si mistress Superaugh y Carlos de Sevilla pagaban, daría el asunto por concluido. Mister De Sevilla todavía no lo había hecho y Tom pensó que convendría llamarle por teléfono para meter el temor de Dios en su cuerpo, pero lo de mistress Superaugh le había salido tan fácilmente, que se sentía tentado a probar una vez más, sólo una.
De la maleta que guardaba en el ropero sacó una caja llena de sobres y papel de carta de color malva. Debajo de los sobres y el papel de carta había unos cuantos impresos que había robado de la oficina de Impuestos Interiores cuando trabajaba allí, en el almacén, unas semanas antes. En el fondo de la caja estaba su lista de posibles incautos, todos ellos cuidadosamente seleccionados entre los habitantes del Bronx y de Brooklyn; personas que no se sentirían excesivamente inclinadas a dejarse caer por la oficina que el Departamento tenía en Nueva York: artistas, escritores, gente, en suma, que no pagaban directamente su impuesto sobre la renta y que, por lo general, ganaban entre siete y doce mil dólares al año. Tom se figuraba que, probablemente, aquella clase de contribuyente no encargaba su declaración de impuestos a un profesional, si bien, por otra parte, ganaban lo suficiente como para poder acusarles tranquilamente de haber cometido un error de doscientos o trescientos dólares al calcular sus impuestos. En la lista se hallaban William J. Slatterer, periodista; Philip Robillard, músico; Frieda Moehn, ilustradora; Joseph J. Gennari, fotógrafo; Frederick Reddington, dibujante; Frances Karnegis… Tom tenía una corazonada sobre Reddington. Se trataba de un dibujante de historietas cómicas, y lo más seguro era que no diese pie con bola al hacer sus cálculos.
Escogió dos formularios encabezados con las palabras AVISO DE ERRORES DE CÁLCULO, colocó una hoja de papel carbón entre ellos, y empezó a copiar los datos que figuraban en su lista, debajo del nombre de Reddington:
«Ingresos. $11 250. Exenciones: 1. Deducciones: $600. Abonos: ninguno. Remesas: ninguna. Intereses —dudó unos segundos—: $2,16. Saldo pendiente: $233,76».
Luego cogió una hoja de papel con el membrete del Departamento de Impuestos Interiores, y con la pluma tachó la dirección de Lexington Avenue, escribiendo debajo:
Debido a la acumulación de trabajo en nuestra oficina de Lexington Avenue, le rogamos que mande su respuesta a la siguiente dirección:
Departamento de Incidencias
A la atención de George McAlpin
187E. 51 Street
Nueva York 22, Nueva York.
Gracias.
RALPH E. FISCHER
Director General del Departamento de Incidencias
Firmó con una rúbrica rebuscada e ilegible. Guardó los demás impresos por si Bob llegaba inesperadamente, y descolgó el teléfono. Estaba decidido a pinchar un poco a mister Reddington para ponerle sobre aviso. Preguntó el número en información y llamó. Mister Reddington estaba en casa. Tom le explicó la situación brevemente, expresándole su sorpresa al ver que mister Reddington todavía no había recibido el aviso del Departamento de Incidencias.
—Tienen que habérselo mandado hace días —dijo Tom—. Sin duda lo recibirá mañana. Hemos estado muy atareados en el Departamento.
—Pero si ya he pagado mis impuestos —dijo el otro con voz alarmada—. Estaban todos…
—Bueno, estas cosas suceden a veces, ¿sabe?, cuando los ingresos no están sujetos a un impuesto directo, como en el caso de usted. Hemos examinado su declaración muy detenidamente, mister Reddington. Estamos seguros de no equivocarnos. Nos disgustaría tener que mandar un embargo preventivo a la oficina o al agente para quien usted trabaje…
Al llegar aquí, Tom soltó una risita entre dientes. Una risita amistosa, personal, solía hacer maravillas generalmente.
—… pero nos veremos obligados a hacerlo a menos que nos pague antes de cuarenta y ocho horas. Lamento que el aviso no haya llegado a sus manos con la debida antelación. Como ya le dije, hemos estado muy…
—Oiga, ¿hay alguien ahí con quien pudiera hablar personalmente? —preguntó mister Reddington ansiosamente—. ¡Comprenderá que se trata de una suma muy elevada!
—Oh, claro que sí.
Tom adoptaba siempre un tono campechano al llegar a aquel extremo, la voz de un sesentón amable y lleno de paciencia, pero nada dispuesto a aflojar un centavo por muchas explicaciones y lamentaciones que mister Reddington estuviese en situación de dar. George McAlpin representaba al Departamento de Impuestos de los Estados Unidos de América.
—Puede hablar conmigo, por supuesto —dijo Tom, arrastrando las palabras—, pero no hay absolutamente ninguna equivocación, mister Reddington. Mi único propósito era ahorrarle molestias y tiempo. Puede venir si lo desea, pero tengo todo su expediente aquí mismo, en la mano.
Silencio. Mister Reddington no iba a preguntarle nada sobre su expediente, porque probablemente no sabía por dónde empezar a preguntar. Pero en el caso de que le preguntase en qué consistía el error, Tom tenía ya preparada una complicada explicación acerca de los ingresos netos contra los ingresos acumulados, el saldo pendiente contra el cómputo, el interés a un seis por ciento anual acumulado a partir de la fecha de vencimiento del pago de impuestos y vigente hasta su liquidación, aplicable a cualquier saldo impagado y que representaba el impuesto declarado en la contestación del contribuyente. Todo eso Tom sabía decirlo en voz calmosa, capaz de arrollar todos los obstáculos como haría un tanque Sherman. Hasta entonces, nadie había insistido en presentarse personalmente en el Departamento para seguir escuchando más explicaciones de aquella índole. También mister Reddington empezaba a echarse a atrás. Tom lo advirtió por su silencio.
—De acuerdo —dijo mister Reddington con tono de derrota—. Ya leeré el aviso cuando lo reciba mañana.
—Muy bien, mister Reddington —dijo Tom, y colgó el aparato.
Tom permaneció sentado unos instantes, riéndose y juntando las manos entre las rodillas. Luego se puso en pie de un salto y guardó la máquina de escribir de Bob. Meticulosamente, se peinó delante del espejo y salió en dirección al Radio City.