Epílogo

I say that Roger Casement

Did what he had to do.

He died upon the gallows,

But that is nothing new.

W. B. YEATS

La historia de Roger Casement se proyecta, se apaga y renace después de su muerte como esos fuegos de artificio que, luego de remontarse y estallar en la noche en una lluvia de estrellas y truenos, se apagan, callan y, momentos después, resucitan en una trompetería que llena el cielo de incendios.

Según el médico que asistió a la ejecución, el doctor Percy Mander, ésta se llevó a cabo «sin el menor obstáculo» y la muerte del reo fue instantánea. Antes de autorizar su entierro, el facultativo, cumpliendo órdenes de las autoridades británicas que querían alguna seguridad científica respecto a las «tendencias perversas» del ejecutado, procedió, enfundándose para ello unos guantes de plástico, a explorarle el ano y el comienzo del intestino. Comprobó que, «a simple vista», el ano mostraba una clara dilatación, lo mismo que «la parte inferior del intestino, hasta donde alcanzaban los dedos de mi mano». El médico concluyó que esta exploración confirmaba «las prácticas a las que al parecer el ejecutado era afecto».

Después de ser sometidos a esta manipulación, los restos de Roger Casement fueron enterrados sin lápida, ni cruz, ni iniciales, junto a la tumba también anónima del doctor Crippen, un célebre asesino ajusticiado hacía ya algún tiempo. El montón de tierra informe que fue su sepultura era contiguo al Román Way, la trocha por la cual al comenzar el primer milenio de nuestra era entraron las legiones romanas a civilizar ese perdido rincón de Europa que sería más tarde Inglaterra.

Luego, la historia de Roger Casement pareció eclipsarse. Las gestiones ante las autoridades británicas emprendidas por el abogado George Gavan Duffy en nombre de los hermanos de Roger para que sus restos se entregaran a sus familiares a fin de darles sepultura cristiana en Irlanda, fueron denegadas, en ese momento y en todos los otros a lo largo de medio siglo, cada vez que sus parientes hicieron tentativas semejantes. Durante mucho tiempo, salvo un número restringido de personas —entre ellas el verdugo, Mr. John Ellis, quien, en el libro de memorias que escribió poco antes de suicidarse, dejó dicho que «de todas las personas que debí ejecutar, la que murió con más coraje fue Roger Casement»—, nadie habló de él. Desapareció de la atención pública, en Inglaterra y en Irlanda.

Tardó buen tiempo en ser admitido en el panteón de los héroes de la independencia de Irlanda. La sinuosa campaña lanzada por la inteligencia británica para desprestigiarlo, utilizando fragmentos de sus diarios secretos, tuvo éxito. Ni siquiera ahora se disipa del todo: una aureola sombría de homosexualismo y pedofilia acompañó su imagen a lo largo de todo el siglo XX. Su figura incomodaba en su país porque Irlanda, hasta no hace muchos años, mantenía oficialmente una severísima moral en la que la sola sospecha de «pervertido sexual» hundía en la ignominia a una persona y la expulsaba de la consideración pública. En buena parte del siglo XX. el nombre y las hazañas y penurias de Roger Casement quedaron confinados en ensayos políticos, artículos periodísticos y biografías de historiadores, muchos de ellos ingleses.

Con la revolución de las costumbres, principalmente en el dominio sexual, en Irlanda, poco a poco, aunque siempre con reticencias y remilgos, el nombre de Casement se fue abriendo camino hasta ser aceptado como lo que fue: uno de los grandes luchadores anticolonialistas y defensores de los derechos humanos y de las culturas indígenas de su tiempo y un sacrificado combatiente por la emancipación de Irlanda. Lentamente sus compatriotas se fueron resignando a aceptar que un héroe y un mártir no es un prototipo abstracto ni un dechado de perfecciones sino un ser humano, hecho de contradicciones y contrastes, debilidades y grandezas, ya que un hombre, como escribió José Enrique Rodó, «es muchos hombres», lo que quiere decir que ángeles y demonios se mezclan en su personalidad de manera inextricable.

Nunca cesó ni probablemente cesará la controversia sobre los llamados Black Diaries. ¿Existieron de verdad y Roger Casement los escribió de puño y letra, con todas sus obscenidades pestilentes, o fueron falsificados por los servicios secretos británicos para ejecutar también moral y políticamente a su antiguo diplomático, a fin de hacer un escarmiento ejemplar y disuadir a potenciales traidores? Durante decenas de años el Gobierno inglés se negó a autorizar que historiadores y grafólogos independientes examinaran los diarios, declarándolos secreto de Estado, lo cual dio pábulo a sospechas y argumentos a favor de la falsificación. Cuando, hace relativamente pocos años, se levantó el secreto y los investigadores pudieron examinarlos y someter los textos a pruebas científicas, la controversia no cesó. Probablemente se prolongará mucho tiempo. Lo que no está mal. No está mal que ronde siempre un clima de incertidumbre en torno a Roger Casement, como prueba de que es imposible llegar a conocer de manera definitiva a un ser humano, totalidad que se escurre siempre de todas las redes teóricas y racionales que tratan de capturarla. Mi propia impresión —la de un novelista, claro está— es que Roger Casement escribió los famosos diarios pero no los vivió, no por lo menos integralmente, que hay en ellos mucho de exageración y ficción, que escribió ciertas cosas porque hubiera querido pero no pudo vivirlas.

En 1965, el Gobierno inglés de Harold Wilson permitió por fin que los huesos de Casement fueran repatriados. Llegaron a Irlanda en un avión militar y recibieron homenajes públicos el 23 de febrero de ese año. Estuvieron expuestos cuatro días en una capilla ardiente de la Garrison Church of the Saved Heart como los de un héroe. Una concurrencia multitudinaria calculada en varios cientos de miles de personas desfiló por ella a presentarle sus respetos. Hubo un cortejo militar hacia la Pro-Catedral y se le rindieron honores militares frente al histórico edificio de Correos, cuartel general del Alzamiento de 1916, antes de llevar su ataúd al cementerio de Glasnevin, donde fue enterrado en una mañana lluviosa y gris. Para pronunciar el discurso de homenaje, don Eamon de Valera, el primer presidente de Irlanda, combatiente destacado de la insurrección de 1916 y amigo de Roger Casement, se levantó de su lecho de agonizante y dijo esas palabras emotivas con que se suele despedir a los grandes hombres.

Ni en el Congo ni en la Amazonia ha quedado rastro de quien tanto hizo por denunciar los grandes crímenes que se cometieron en esas tierras en los tiempos del caucho. En Irlanda, esparcidos por la isla, quedan algunos recuerdos de él. En las alturas del glen de Glenshesk, en Antrim, que desciende hacia la pequeña ensenada de Murlough, no lejos de la casa familiar de Magherintemple, el Sinn Fein le hizo un monumento que los radicales unionistas de Irlanda del Norte destruyeron. Ahí han quedado por el suelo esparcidos los fragmentos. En Ballyheigue, Co. Kerry, en una pequeña placita que mira al mar se yergue la escultura de Roger Casement que esculpió el irlandés Oisin Kelly. En el Kerry County Museum de Tralee está la cámara fotográfica que Roger llevó el año 1911 en su viaje a la Amazonia y, si lo pide, el visitante puede ver también el abrigo de paño tosco con que se abrigó en el submarino alemán U-19 que lo trajo a Irlanda. Un coleccionista privado, Mr. Sean Quinlan, tiene en su casita de Ballyduff, no lejos de la desembocadura del Shannon en el Atlántico, un bote que (lo asegura enfáticamente) es el mismo en el que desembarcaron en Banna Strand Roger, el capitán Monteith y el sargento Bailey. En el colegio de lengua gaélica «Roger Casement», de Tralee, el despacho del director exhibe el plato de cerámica en el que comió Roger Casement, en el Public Bar Seven Stars, los días que fue a la Corte de Apelaciones de Londres que decidió sobre su caso. En McKenna’s Fort hay un pequeño monumento en gaélico, inglés y alemán —una columna de piedra negra— donde se recuerda que allí fue capturado por la Royal Irish Constabulary el 21 de abril de 1916. Y, en Banna Strand, la playa donde llegó, se yergue un pequeño obelisco en el que aparece la cara de Roger Casement junto a la del capitán Robert Monteith. La mañana que fui a verlo estaba cubierto con la caca blanca de las gaviotas chillonas que revoloteaban alrededor y se veían por doquier las violetas salvajes que tanto lo emocionaron ese amanecer en que volvió a Irlanda para ser capturado, juzgado y ahorcado.

Madrid, 19 de abril de 2010